Capítulo 33
Salster, verano de 1389
El verano de aquel año resultó tan incierto como muchos antes y los días nublados se transformaron con frecuencia en lluvia. Una y otra vez se suspendía la construcción para que el mortero no se estropeara y las piedras no empezaran a absorber agua, lo que las debilitaría.
La paciencia de Simon se fue desgastando con la constancia de tales interrupciones y sus canteros comenzaron a evitarlo.
Grandes cantidades de piedra recibían el acabado al abrigo del cobertizo y se almacenaban listas para ser colocadas en su sitio, pero los engastadores, frustrados por la lluvia, no podían avanzar demasiado con las pilas de bloques cortados y marcados con precisión que aumentaban todos los días. Malhumorados con la inestabilidad del empleo y la media paga que era la acordada por los días en los que se trabajaba menos de cuatro horas, los engastadores no veían ninguna razón por la que no debían hacer el trabajo de los talladores o canteros. Siguiendo el reglamento de los canteros libres redactado el verano anterior, algunos trataron de encontrar maestros que reconocieran su capacidad y los contrataran sobre la base de cuatro días de labor, pero ninguno lo logró, pues los talladores siempre se habían considerado como los artesanos más expertos.
Comenzaron a desarrollarse resentimientos que Simon, atrapado en la espiral de su propia desesperación, no hizo ningún esfuerzo por apaciguar. Durante varios días se vio que la sangre hervía con violencia inusitada cuando los ánimos, heridos en carne viva por el resentimiento, se rozaban con demasiada frecuencia, y comenzó a producirse una deserción constante de engastadores hacia las obras del rey donde encontraban que los niveles de exigencia de los maestros eran menores, ya que las piedras toscas de los castillos eran criaturas por completo diferentes a las suaves sillerías de los paramentos.
Entonces, cuando parecía que el milagro de un día hermoso y sin nubes finalmente le había sido concedido, Simon salió del cobertizo a grandes pasos con Toby montado en la cadera, para toparse con dos oficiales del alcalde.
—Buen día, señores.
Respondieron con amabilidad. Mientras uno, de edad mediana y de figura flaca y desgarbada, echaba una ojeada a su alrededor como un funcionario haciendo un inventario, el otro, más joven y de aspecto más saludable, clavaba los ojos en Simon. Su fama de irascibilidad impredecible se había esparcido fuera de aquel sitio.
—¿Y bien? —apuntó Simon, acomodando a Toby y sujetando automáticamente los brazos rebeldes de su hijo hacia abajo mientras lo hacía. Los ojos de los dos hombres se trasladaron de manera involuntaria hacia el rostro contorsionado de su hijo y Simon sintió el ya familiar arrebato de irritación que deseaba cubrir la cara de Toby, decirle que no gesticulara tanto y se quedara quieto. Reprimió el impulso y espetó—: Tengo trabajo, no puedo quedarme parado. ¿Qué necesitáis?
—Siendo favorable la temperatura —soltó el más joven, perturbado por tener que hablar—, la cosecha debe recogerse esta semana mientras sea posible. —Titubeó y se calló.
Simon miró a los hombres entrecerrando los ojos.
—¿Qué tiene que ver la cosecha conmigo?
El hombre con mirada de inventario cesó de supervisar y miró a Simon a los ojos.
—Se exige que todos los oficiales y aprendices dejen a un lado sus oficios y recojan la cosecha.
El vello del cuello de Simon empezó a hormiguearle como si le clavaran pequeñas agujas.
—¿Quién lo exige? —preguntó, con los ojos fijos en la cara amarillenta y picada de viruelas.
—El alcalde...
—Es una ley del Parlamento —interrumpió rápido el más joven— que el alcalde no puede más que hacer cumplir.
—Entonces puede hacer que se cumpla en otro sitio —Simon los despidió, dándose media vuelta—, entre artesanos que no dependen del clima. Necesito el sol tanto como la cosecha. Id a reclutar tejedores y tintoreros, o a los orfebres, dejad que se ampollen las manos una vez en la vida.
Los oficiales, forzados a seguirlo, reanudaron su camino con recelo por el sitio cubierto de barro como si los zapatos fueran a pudrirse debajo de ellos si pisaban con imprudencia.
—Todos los oficiales y aprendices deben ir —protestó el joven oficial en la espalda de Simon que se retiraba—. No podemos andar eligiendo. Todos deben ir.
—Hoy no. —La voz de Simon transmitía irreversibilidad, aunque no los miró—. Hoy tengo que edificar y necesito a todos mis hombres.
Antes del mediodía, por ese método peculiar de viajar que sólo las noticias pueden llevar a cabo, en el solar de colegio se supo que, aunque se había exigido a los oficiales y aprendices de Simon que dejaran las herramientas y cogieran las hoces, no había sucedido lo mismo con otros canteros de Salster. Los que se ocupaban de los asuntos del rey debían dedicarse a ellos como de costumbre, mientras se juzgaba que los que trabajaban en la abadía —por lo menos así lo entendían el obispo y el prior— estaban fuera del alcance de las reglamentaciones de la ciudad.
Simon, encolerizado más allá de lo tolerable, salió con paso airado de la abadía hacia el cobertizo del castillo, demandando que los maestros de ambos sitios llevaran a los representantes electos a una reunión del consejo de canteros.
—La existencia de este consejo de canteros fue idea de Brygge —dijo con los dientes apretados mientras Henry Ackland se quedaba parado, sin dar el consejo que cosquilleaba en la punta de su lengua—. Veamos entonces qué le parece la fuerza combinada de nuestra opinión. No convertirá en segadores a mis canteros para su beneficio.
Henry, que había observado que la impaciencia y frustración de Simon habían estado a punto de estallar durante todo el verano, comprendía sus sentimientos. Había esperado tanto tiempo aquella oportunidad que ver ahora que las demoras se acumulaban una tras otra era más de lo que su naturaleza podía soportar. El tiempo lluvioso estaba más allá de su control, pero una escueta orden del alcalde de que los albañiles bajo la competencia de Simon debían poner a un lado las herramientas que desde hacía semanas esperaban empuñar y emplearse en alguna tarea en común era demasiado. Henry temía por Simon y el llamado a sus compañeros pues su causa era vista como carente de bendiciones y ningún cantero se exponía voluntariamente a la mala suerte.
La reunión fue convocada para aquella noche y Simon, que no quería involucrar al alcalde, insistió en que el consejo se celebrara en su propio cobertizo. Pero cuando la campana de la abadía tocó a vísperas, no apareció nadie, salvo uno de los oficiales del alcalde que había venido más temprano aquel día.
—Lo requieren en el ayuntamiento —dijo, mientras la sonrisa de satisfacción revelaba una boca llena de caries—. La disputa es sobre las reglamentaciones de la ciudad y no sobre su oficio...
—Eso dice Brygge —dijo Simon, con amargura, viendo cómo se había dejado burlar por el alcalde.
—No puede ponerse en contra de él, maestro cantero —le aconsejó el oficial mientras acompañaba a Simon al ayuntamiento—. Otros lo intentaron y todos fracasaron.
Simon pasó en silencio por delante de él y caminó a zancadas hacia el ayuntamiento, solo con su rabia.
Habiéndose propuesto trasladar el consejo de la esfera de Simon a la suya, Nicholas Brygge se disponía a ser conciliador una vez que la reunión empezó. No intentó interferir sino que permitió que Hugh de Lewes, reconocido como maestro artesano mayor durante la ausencia de Simon el verano anterior, comenzara el acto. Sin mirar a aquél, el maestro cantero de la abadía comenzó.
—Estamos aquí para escuchar el asunto que Simon de Kineton, maestro cantero de Richard Daker, quiere proponer. Pide que se renuncie a la exigencia de reclutar a sus oficiales y aprendices. ¿Estamos listos para escucharlo?
Gestos de asentimiento y varios «sí» pronunciados con diferentes grados de entusiasmo fueron la respuesta. Simon miró a su alrededor a los canteros de la ciudad. Los de su propia logia, Edwin Gore, capataz y maestro artesano de gran reputación, y Alfred Mogge, un hombre más joven que, como Simon, tenía una habilidad especial para tallar imágenes, se encolumnaban firmes detrás de él. Se sentaron, con los ojos puestos en él a la espera de que comenzara. Ningún otro cantero de la sala estaba más ansioso; ni siquiera Henry, el maestro más joven presente, y uno de los pocos que lo miraría a los ojos, parecía sentirse completamente a gusto.
—El caso es simple —comenzó Simon sin rodeos—. El alcalde afirma que todos los oficiales y aprendices deben dejar sus oficios y tornarse segadores. Pero si los canteros del rey no lo hacen, y los canteros de la abadía tampoco, decidme, ¿por qué mis albañiles deberían proceder de manera diferente?
Richard Oldman, maestro de las fortificaciones reales de Salster, se puso de pie cansinamente.
—La prisa justifica nuestra exención —dijo—. No existe ningún provecho en hacer que la cosecha se haga sin apuro y la gente tenga con qué alimentarse en el invierno si no podemos defendernos contra los franceses, en el caso de que vinieran. Necesitamos terminar las murallas y la nueva puerta del sur a toda prisa. —Hizo una pausa y miró a Simon a los ojos—. Soy el director de las obras del rey en Salster y me han dado facultades discrecionales. El rey confía en que puedo decidir con prudencia —siguió mirando a Simon— y decidí que mientras el tiempo esté seco, debemos edificar. No tengo nada contra ti, Simon de Kineton, pero primero le debo lealtad al rey.
El rey. Aunque Simon tenía la mirada puesta en Richard Oldman cuando se sentó, en su imaginación vio el rostro del abuelo del joven rey. Un rostro surcado de venas rotas debajo de la piel. El rostro que desde entonces lo había apartado de las obras reales. Los canteros no tardaron en darse cuenta del ascenso de uno por encima del otro y el cotilleo común, seguramente, había inventado una docena de razones para esa falta de mecenazgo real. Bien podría Richard Oldman recordárselo a él... ya todos los demás.
—Muy bien. —Simon se incorporó y se giró hacia Hugh de Lewes—. Pero de seguro no es necesaria la misma prisa para las obras de la abadía, ¿verdad? Si mis albañiles son más necesarios en los campos que en la obra, ¿por qué no se requiere a los tuyos de la misma forma?
Hugh de Lewes se puso de pie con el aspecto de un gato que acaba de comer pescado robado.
—Los albañiles de la abadía no están sujetos a los estatutos del Parlamento respecto al trabajo... —comenzó, pero Simon lo interrumpió lleno de indignación.
—No puedes protestar que las reglamentaciones del gremio de la ciudad no son válidas dentro de las paredes de la abadía.
—No dije tal cosa —expresó el cantero de la abadía con suficiencia—. Estamos exentos por una licencia que el rey nos otorgó.
Desabrochó la hebilla de una cartera profunda que colgaba de su cinturón y extrajo un pequeño rollo de pergamino. Sin abrirlo, lo agitó en el aire hacia Simon.
—El rey tiene sumo interés en ver la nave terminada lo más pronto posible. —Simon sintió el triunfo del hombre mientras le asestaba el dardo fatídico—. El rey se sintió complacido de poder darle a nuestro obispo una dispensa especial para acelerar la construcción.
Copley. Simon refunfuñó en su fuero interno. Aquel estatuto parlamentario había sido promulgado el año anterior y Copley evidentemente había previsto demoras y frustraciones. El amor por la belleza del joven rey era bien conocido, como también lo era su infantil falta de mundo; Ricardo debió de pensar que le hacía un favor muy merecido a Copley.
—Bien —Simon se levantó extenuado para hacer el último intento contra lo inevitable—, vuestras dos logias alegan que tenéis necesidad de apresuraros. Una para acelerar la defensa, la otra para acelerar la belleza. —Miró a los colegas que lo rodeaban; solo Henry y sus propios trabajadores se animaban a mirarlo a los ojos—. ¿Acaso mis canteros serán tratados de manera diferente porque el rey no es nuestro mecenas? ¿Os sienta bien que vuestros oficiales y aprendices permanezcan dentro de las murallas y apuren el trabajo en los días secos mientras los míos tomarán las hoces y traerán la cosecha, dejando languidecer nuestro trabajo por falta de mano de obra?
No hubo respuesta.
Nicholas Brygge, que había estado vigilante y callado hasta ese momento, se dirigió a Simon.
—Maestro Kineton, ¿qué cuestión desea que el consejo decida?
Simon giró y se miraron de hito en hito. Los ojos de Simon despedían chispas de fuego atizado por la frustración y la humillación. La impasibilidad de Brygge no delataba nada.
—La cuestión que deseo es que mis compañeros canteros decidan —dijo Simon con amargura, mirándolos uno por uno— es si habrá una sola ley para todos los canteros de la ciudad. —Hizo un alto y luego jugó su última carta—. Creí que ese había sido el propósito de las ordenanzas establecidas el verano pasado.
El alcalde arrojó como una red su mirada sobre la sala.
—¿Y bien?
Ni un solo hombre se movió. Nadie intercambió ni una palabra. Las decisiones, advirtió Simon, se habían tomado antes de que el consejo fuera convocado.
Richard Oldman se puso de pie.
—Aquí no se trata de si habrá una sola norma para todos los canteros; se trata de saber si el mandato judicial del rey funciona en la ciudad. Hay un estatuto que dice que durante cinco días, los oficiales y los aprendices deben ayudar a cosechar, en nombre del bien común. Por las buenas razones del rey, que hemos escuchado, dos de las tres logias de albañiles de la ciudad están exceptuadas. —Recorrió con la mirada el pequeño grupo de hombres congregados en la magnificencia de una sala esculpida que podía albergar a cientos—. A nosotros no nos concierne ayudarte a ir en contra de los intereses del rey, Simon. Nuestra logia no te apoyará, si desafías el estatuto.
—¿Y tú? —Simon dirigió bruscamente sus palabras a Hugh de Lewes. Conocía su respuesta en lo sustancial, pero no estaba dispuesto a permitir que se diera el lujo de sentarse en silencio.
—Mi obispo ha jurado defender la paz del rey —expresó con soltura—. Difícilmente le corresponde empezar a alentar la rebeldía contra los estatutos que estaban a un tiro de piedra de su propia abadía.
Reyes y obispos. Poder y dominio. Autoridad y norma. El mal uso del poder para sus propios fines sobre el que Wyclif había predicado contra los príncipes de la Iglesia y del Estado. Simon jamás se había identificado tanto con los propósitos de Richard Daker como en aquel momento.
Nicholas Brygge se levantó.
—El consejo ya ha decidido. Las logias de la abadía y de las obras del rey están eximidas del deber de proveer segadores. La de Simon de Kineton no, y todos los oficiales y aprendices de esa logia deben dejar a un lado las herramientas de construcción hasta que la cosecha haya sido recogida. ¿Es esta vuestra decisión?
Asintieron con gestos y voces.
—Entonces este consejo ha terminado.
Cuando los demás se retiraron y Henry Ackland vacilaba esperándolo en la puerta, Simon se acercó a Nicholas Brygge.
—¿Y si opto por no enviar a mis hombres? —preguntó sin ambages.
—Tendría que hacer detener todos los envíos de piedra y los que sean necesarios ante las puertas y mandarlos de regreso —replicó Brygge sin alterarse—. Como alcalde de la ciudad, no puedo permitir que se burle mi autoridad. Ni tampoco toleraré reuniones del gremio de las que yo esté excluido —dijo con toda intención. Como Simon no respondió, agregó—: El obispo me cae tan mal como a ti, hombre. Pero es astuto y ha visto la forma de conseguir lo que quiere complaciendo al rey e irritándote a ti. No hay nada que hacer. —Lo miró fijo—. No soy tu enemigo, no importa lo que pienses. Quiero que el colegio de Daker se construya. El no podría construirlo en Salster sin mi consentimiento, pero no intentes enfrentarte contra todo el mundo de una sola vez. Hay más de una forma de matar a un conejo, Simon. Sin embargo, no es aconsejable dejar caer una roca encima de la criatura.