Capítulo 51

Salster, primavera de 1394

Los meses transcurrieron en medio del frío y en silencio para Simon y Gwyneth mientras aguardaban que el caso fuera presentado ante el Tribunal de Instancias Comunes. Ocultando con celo la pena detrás de un manto de enfado que la consumía, ella hacía sus tareas y lloraba la pérdida en soledad, sintiendo que crecía dentro de ella como un peso doloroso.

Simon, hundido bajo el peso de la culpa que los separaba, abandonó la ciudad. A pesar del rigor de la escarcha y el aire helado, atravesó solo el territorio hacia sus posesiones en Kineton y la piedra que lo aguardaba allí. El viaje de tres días era como una penitencia bien acogida.

—Estaré fuera quizás una quincena o tres semanas —había dicho.

Gwyneth dobló una camisa limpia y la puso en la parte de arriba de una bolsa de lino, tirando fuerte del cordón que la ataba antes de meterla dentro de una de las alforjas de la montura.

—Entonces no te aguardaré antes de eso —dijo ella mientras levantaba con esfuerzo la alforja de cuero y se la daba.

Simon la cogió.

—¿No me desearás buen viaje, Gwyneth?

Alzó la vista y sus miradas se cruzaron durante un instante breve y doloroso.

—Que Dios te acompañe, Simon.

La temperatura se volvió glacial tras su partida y la nieve se amontonaba en el suelo formando una capa gruesa bajo un viento gélido, pero si Gwyneth sentía miedo por su marido no le manifestó sus temores a ningún alma viviente.

Simon estaba más delgado, tenía el semblante más gris y soportaba el lastre de la ropa que llevaba empapada desde hacía días cuando regresó en una gabarra anegada que se hundía en el agua bajo el peso de su carga.

A partir de entonces, cada nuevo día lo descubría en su banco del cobertizo desierto y silencioso, con el mazo y la gubia en las manos. Aunque el cantero que había en él gritaba que debía terminar el colegio, como padre que había sido no sabía si merecía tal gracia y estaba decidido a soportar la espera. El fallo llegaría en breve.

El día en que Piers Mottis le dijo que se había establecido una fecha para el juicio, Simon se acercó a Gwyneth con un ruego.

—¿Quieres venir conmigo al cobertizo, Gwyneth? —le preguntó—. Tengo que mostrarte algo.

En otro tiempo, habría dejado volando su trabajo y hubiera ido con él al momento; pero entonces, terminó en silencio el cálculo de las provisiones de comida de la casa antes de responderle.

—¿Qué es lo que quieres mostrarme?

—Está en el cobertizo.

Gwyneth abrió la boca para protestar, pero él se lo impidió.

—Gwyneth, por favor. Por favor, no me niegues esto.

Su esposa asintió y se puso de pie, y Simon fue delante. Atravesaron las calles frías y llenas de lodo en silencio, soportando sin hacer comentarios ni acusar recibo de las miradas, algunas de piedad, otras de curiosidad o de abierta hostilidad, que les dirigían desde todas partes.

Simon se detuvo afuera del cobertizo y se volvió para mirar a Gwyneth.

—Aunque no amé a nuestro hijo como tú, Gwyneth, lo amé como pude, como podía amarlo un hombre y un cantero privado del hijo que había buscado.

Gwyneth lo miró, pero aún después de todos aquellos años, él no pudo entender la expresión de su rostro.

—Tuve un sueño después de que Richard Daker muriera donde Toby se me apareció... no como lo conocíamos aquí, sino como es ahora, en la gloria...

—¿Una visión?

—No lo sé. Sabes mejor que nadie, Gwyneth, que no soy un hombre muy versado en distinguir entre sueños y visiones. —Sus miradas se cruzaron y ninguno de los dos apartó la vista—. Pero sí sé que, desde el momento en que desperté, comprendí lo que debía hacer.

Gwyneth entrecerró los ojos con desconfianza, pero Simon empujó la puerta del cobertizo y entró.

—Ven —dijo—, ven a ver.

Gwyneth lo siguió a la luz débil del cobertizo, levantando la falda del vestido para evitar el polvo y los pedazos de material que Simon no había barrido. ¿Se conmovería, se preguntaba Simon, con los olores conocidos de la madera estacionada, el polvo de albañilería y las herramientas lubricadas? Había estado ausente durante muchos meses, ¿sentía alguna atracción por la construcción, por la creación en la que habían centrado los últimos ocho años de sus vidas?

La llevó a un rincón donde se depositaba una imagen de piedra colocada frente a los postigos empotrados en la pared. Al pasar delante de la estatua, Simon los abrió de golpe para que entrara la luz débil y fría que venía de afuera y le hizo una seña a Gwyneth para que se parara a su lado.

Rodeando sus hombros con timidez, dijo quedo:

—Este es Toby, como lo vi en mi sueño.

Gwyneth contempló la estatua que tenía frente a ella. Durante un largo minuto se quedó inmóvil; la falta de reacción fue suficiente para que Simon comprendiera que ella batallaba con algo dentro de sí que él no entendía. Ansiaba con desesperación conocer su reacción; había previsto muchas respuestas, desde las lágrimas al rechazo, pero no aquel silencio.

—De modo que se ha convertido en el niño que siempre deseaste, Simon, un niño perfecto —dijo al fin con voz monótona y sin vida.

—¡Así seremos todos en el Cielo!

—Pero este no es él. ¡Este no es mi Toby!

De repente Simon entendió todo: Gwyneth estaba celosa de él. Toby la había abandonado y había dado su vida por su padre, que no lo merecía. Esta imagen de Toby era la visión de que dentro de su cuerpo crispado, retorcido y mal concertado había existido una vida interior íntegra y sana; era la visión de la grandeza de un alma que había podido perdonar y hacer lo único que, como hijo de un cantero, podía hacer para acelerar la construcción del edificio de su padre. Gwyneth quería su cuerpo tullido, el único que ella había amado, a pesar de su deformidad, el niño que ella había comprendido cuando nadie más quería mirarlo.

—Gwyneth, no me has preguntado por qué está parado de esa forma y qué busca.

Apartó los ojos de la imagen y miró a Simon, con las cejas fruncidas, y una expresión intransigente.

—Busca a su otro yo, el yo terrenal, e intenta verse como lo veían los demás —dijo Simon. Cogiéndola del brazo, llevó a Gwyneth al otro extremo del cobertizo, desenganchó los postigos y los abrió. Un foco de luz cayó sobre el suelo e iluminó otra estatua. Gwyneth se acercó muy despacio, los ojos clavados en la figura redondeada. Arrodillándose, examinó la talla con los dedos, siguiendo la curva del armazón, las manos de piedra, el ojo tapado con el parche.

Por fin, se volvió hacia Simon con el rostro surcado de lágrimas.

—¿Dónde las pondrás?

—En el colegio, mirando al patio donde se alza el salón octogonal.

—¿Y si ellos no te otorgan la dote?

—Entonces —dijo simplemente—, encontraré otro medio.

Testamento
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