Capítulo 54

De: puntopuntopuntoguiónguiónguión@hotmail.com

A: EJNorris@kdc.sal.ac.uk

Asunto: mural

Norris

Si no entras en razón, ahora le tocará al mural.

El correo había sido rastreado hasta un concurrido café de internet donde la perspectiva de localizar al autor de un mensaje individual era nula. La policía concluyó que puesto que había llegado después de que Damia enviara el blog y la mitad de Salster ya había visto el estado del Octógono, no era más que una broma malintencionada.

Ni Damia ni Norris veían la advertencia como algo poco serio. Pero mientras que Damia se inclinaba por opinar que Ian Baird debía de estar detrás de ella, Norris consideraba que los huelguistas eran la fuente más probable. Argumentaba que después del fracaso de la huelga y de la reunión en público para generar el respaldo del colegio, los arrendatarios tenían una alternativa simple: renunciar o redoblar la apuesta.

—Queda tu teoría de la connivencia —le recordó él—. Hadstowe, Northrop y Baird como una trinidad nefasta, trabajando juntos para favorecer el plan del supercolegio guiados por diferentes razones.

Pero Damia estaba menos preocupada por saber de dónde procedía el aviso que por la respuesta del colegio. Como la policía había descartado el mensaje de correo como la obra de un maniático y que por lo tanto no presentaba ninguna amenaza, había ofrecido nada más que desviar los coches de la patrulla para que pasaran por delante del colegio alrededor de cada hora durante la noche, pero Damia temía que fuera una medida peligrosamente inadecuada.

Los estudiantes, sensibles con su preocupación y entusiasmados por haber participado en la campaña de mensajes electrónicos, tomaron medidas. Concibieron un sistema de postas en la escalera del Octógono con turnos de una hora, donde cada posta le entregaba a la siguiente una sirena de bombona que debía ser activada en caso de emergencia. El ruido según la demostración que hicieron a la hora del almuerzo, era suficiente para despertar a cualquiera que durmiera en un radio de cuatrocientos metros y era seguro que haría acudir un enjambre de alumnos al patio.

Sin embargo, Damia sabía que esa medida estaba limitada por el tiempo. Faltaban solo días para que finalizara el trimestre y era probable que hasta el más dedicado estudiante del último año se fuera a casa durante el puente de Pascuas, en que el colegio sería vulnerable a cualquier ataque. Discutió con Norris las alternativas de seguridad, pero todo costaba dinero que el colegio no podía permitirse gastar.

No obstante, el dinero comenzaba a ingresar.

La campaña había rendido frutos casi inmediatos tanto financieros como en forma de avalancha de mensajes indignados con comentarios de apoyo.

La respuesta tampoco quedó confinada a internet. Una donación generosa y no solicitada llegó de parte del carnicero que abastecía al colegio con sus productos y, como un gesto visible de agradecimiento, Damia colocó una pizarra y un caballete en la Puerta Romana con un mensaje que decía: «Muchas gracias a Thomas Gittins e hijo, carniceros de la comunidad, por su muy generosa donación al fondo de restauración».

Como ella había previsto, otros negocios de la localidad cuyas donaciones pagaban por una oportunidad única de publicidad en una de las calles más transitadas de Salster siguieron su ejemplo.

Pero la respuesta más sorprendente al vandalismo nocturno fue la que llegó de un antiguo miembro de Toby:

Estimada señorita Miller:

Soy un tobiense (1983) impresionado por su blog sobre el vandalismo del Octógono. Como jefe ejecutivo y único dueño de WWWebavisos estoy en condiciones de ayudarles. Me ofrezco a pagar el arreglo total de las vidrieras del Octógono que, según me han asegurado en forma bastante fidedigna, rondará las 200.000 libras.

También querría hacer otra oferta. Estoy dispuesto a poner la diferencia en bruto de mi donación de 500.000 libras, si podéis recaudar, solo entre los antiguos miembros, una suma equivalente de 500.000 libras. Esto le permitiría al colegio embolsar un millón de libras limpias que contribuirían a que salga de la actual dificultad financiera en la que se encuentra.

Mi ofrecimiento de pagar las vidrieras es totalmente independiente de la segunda sugerencia. Las ventanas son un hecho. Si podéis movilizar un número suficiente de antiguos miembros (un e-mail reciente proponía que, si cada graduado en los últimos cuarenta años aportara diez libras al mes, el colegio recibiría 345.600 libras netas por año), la institución sacaría provecho de este vandalismo. Después de todo, la diferencia entre 345.600 y 500.000 libras no es tan grande.

No me corresponde deciros cómo manejar vuestro negocio, pero ¿podríais quizás darle a vuestra campaña el nombre de «Por un millón»?

Espero pronto poder trabajar con vosotros.

Jon Song jefe ejecutivo de WWWebavisos

Como la reunión de final de trimestre del JCR ya se había realizado, Damia colgó un cartel en el salón de alumnos que decía: «Los mails de emergencia sobre el ataque surtieron efecto» y clavó con tachuelas una fotocopia de la carta de Jon Song. Los móviles cogieron el mensaje y en el mismo día hasta los estudiantes que empacaban para irse a casa se enteraron de la enorme donación del desconocido señor Song.

Ed Norris no conocía al benefactor.

—Es anterior a mi época —dijo—. Prueba con alguien que haya estado aquí un tiempo largo o busca en los archivos, por supuesto.

Jonathan León Song, según le dijeron los archivos, había estudiado Matemáticas, donde obtuvo una licenciatura de segundo ciclo; había remado por el colegio y jugado al tenis, y había ganado la Copa 1985 de Singles en la categoría masculina. No estaba en el Comité de Toby, la comisión oficial de graduados, ni había hecho donativos al colegio con anterioridad. La convocatoria que Northrop había encabezado, evidentemente, lo había dejado indiferente.

Después de hablar por teléfono con el señor Song, Damia se sentó a incorporar el donativo y la solicitud «Por un millón» en su blog.

—¿Vendrá para Fairings? —le preguntó, al mismo tiempo que experimentaba una sacudida de adrenalina cuando se dio cuenta de que el primero de mayo ya no estaba en un horizonte tan lejano.

—Por supuesto —replicó Song—. Ya me compré la camisa «Por, para y con». Allí estaré.

Luchaba por encontrar el tono adecuado para informar al mundo de afiliados de Toby la oferta de WWWebavisos, cuando el ruido de pasos en la escalera de madera y unas voces desconocidas la distrajo.

—Quedaos aquí hasta que os llamen o se va a armar la de Dios es Cristo. ¿De acuerdo?

La respuesta sorda era indescifrable pero implicaba una aquiescencia intimidada. Damia ya se había incorporado a medias de la silla antes de oír el golpe en la puerta.

Respondiendo a la invitación a que entrara, una mujer pequeña, que pasaba largamente la madurez y con un cabello de un color cobre inverosímil, abrió la puerta lo suficiente para dejar pasar su cuerpo delgado. Tosía con un catarro perruno en el momento en que Damia la saludó.

—¡Shirley! ¿En qué puedo serte útil?

La mujer, una de las subjefas de cocina del colegio, dobló los brazos como protegiéndose frente a ella.

—Para empezar, trate de no juzgarme por lo que han hecho otros. —Damia comprendió enseguida que la actitud de Shirley, entre belicosa y contrita, se relacionaba con la persona que se había quedado afuera—. Mi nieto Danny está ahí afuera. Le dije que viniera a verla o que lo llevaría a la comisaría. «No harías eso, abuela», dijo. Y yo dije: «Claro que lo haré, espera a ver. Podrían despabilarte un poco y mostrarte adonde irás a parar si te dejas llevar por ese montón de gamberros y vagos». Por eso está aquí.

—¿Tuvo algo que ver con el ataque? —Damia se hundió en uno de los sofás, indicándole con un gesto a Shirley que hiciera lo mismo. La mujer se sentó algo dura.

—Sí. Lo agarré con las manos en la masa. Literalmente con las manos en la masa porque usaron pintura en aerosol roja, ¿eh?, y no sale tan fácil. Solo que eran demasiado estúpidos como para saberlo, ¿no?

Damia estaba por preguntarle qué sabía Danny sobre el motivo del ataque, pero Shirley todavía no había terminado la disquisición sobre la estupidez de los jóvenes.

—Le dije: «¿Estuviste otra vez pintando esas expresiones tuyas, Danny Wiseman?». «No, abuela», me dice, como si fuera un buen chico. Hubiera sido mejor que me dijera que sí, porque al final se lo sonsaqué. Y lo traje para que arregle lo que hizo.

Se levantó con la misma rigidez con la que se había sentado, fue hasta la puerta, y la abrió de un tirón como desafiándola a que no revelara a su nieto que estaba del otro lado.

—Adentro. Vamos.

Un joven con algo de sobrepeso entró arrastrando los pies, con la cabeza gacha, aunque no quedaba muy claro si era para tapar el acné espantoso que se ocultaba debajo de la capucha de la sudadera o como expresión de contrición.

—Sácate las manos de los bolsillos y bájate la capucha —dijo con brusquedad la abuela.

Debajo de la capucha se advertía el pelo corto y decolorado en casa, junto con más acné en la frente del chico y unos ojos grises mezquinos que echaron una ojeada a Damia y enseguida se desviaron.

—Muy bien. Di lo tuyo —le ordenó Shirley.

—Abuela dice que se supone que yo... —comenzó a decir el joven con los ojos en el suelo y las manos otra vez metidas en los bolsillos de la sudadera con capucha en actitud insolente.

—¡No! Hazte tú mismo cargo de tu conducta —rugió la abuela.

Danny enderezó los hombros mientras respiraba profundo, luego se puso en guardia y antes de concentrarse en algo cerca de la oreja de Damia, la miró un instante a los ojos.

—Yo fui una de las personas que hizo eso —dijo entre dientes, indicando con la cabeza el Octo—. Le entrego esto —una de sus manos salió de la bolsa de canguro con un sobre—, y le pido perdón.

Damia cogió el sobre que le ofrecía, mientras su mirada iba de Danny a la irritada abuela.

—¿Qué es esto?

—Son sus treinta monedas de plata —espetó Shirley antes de que Danny pudiera replicar—. Después de todo lo que este colegio hizo por mí y por los míos, de todas las veces que me reconocieron tiempo libre sin una queja, de la vez que el antiguo rector me llevó aparte y me habló del fondo de solidaridad del personal, después de todo eso, este tío desagradecido recibió dinero de alguien para tirar abajo el colegio. Bueno, ahí está —picoteó con la cabeza en dirección al sobre que Damia tenía en la mano—. Cada penique. Y si él tuviera otro dinero a su nombre, también estaría ahí, pero nunca tuvo un penique. Supongo que debería agradecer lo que tengo y dar gracias al cielo por eso, por lo menos significa que no roba ni vende drogas.

Shirley no parecía agradecida. De hecho, parecía más bien como si hubiera preferido el espíritu emprendedor de la venta de drogas a la mentalidad pandillera que con toda probabilidad había impulsado a Danny a pintar el Patio con spray mientras sus compañeros arrojaban ladrillos a las ventanas del Octógono.

—¿Quién te pagó? —le preguntó abruptamente al chico.

—No sé. —Danny, una vez ensayada la disculpa, había retornado a la hosquedad indiferente y agresiva. Sin embargo, era evidente que la abuela le había sacado toda la información que tenía.

—Dice que al amigo le pagaron para hacer el trabajo —dijo—. El amigo nunca había visto antes al tío que le pagó, pero dijo que parecía pijo.

—¿Ese compañero estaría dispuesto a identificar al hombre?

—¿Qué? ¿Chivarse? —Danny hizo la pregunta con un tono tal que se notaba bien que Danny no buscaba una respuesta.

—Quizá sería un poco más comunicativo si la policía interviniera...

Danny miró a la abuela con ojos desorbitados.

—Tú dijiste...

Shirley sacudía la cabeza.

—Usted no entiende a estos muchachos —dijo—. Creen que hacer lo correcto y decirle quién está detrás de todo es más de lo que valen sus vidas. Prefieren ir a la cárcel antes que ser soplones.

Danny dio un suspiro de alivio ante aquella prueba de realismo.

—¿Me puedo ir ahora? —le preguntó a su abuela, ignorando a Damia.

—Sí, vete, lárgate.

La puerta se cerró y Shirley volvió a sentarse.

—¿Qué puedo decir, Damia? —dijo, mientras la dureza con la que había enfrentado a Danny desparecía con él—. Tengo tanta vergüenza que renunciaría a mi trabajo. Si alguien se enterara de esto, no podría levantar nunca más la cabeza del suelo.

Damia comprendió lo que se le pedía y asintió.

—No te preocupes, Shirley, tu nombre no saldrá de mis labios. Le diré al doctor Norris que un pájaro me contó que no fue una destrucción sin sentido: que a los chicos les pagaron por hacerlo. —Miró a la mujer—. Tengo bastantes conexiones con la... cómo llamarla... fraternidad un poco menos que respetuosa de la ley por haber trabajado en el Gardiner Centre, y no me preguntará qué pájaro me lo contó. Y si yo le digo que no tiene sentido mezclar a la policía, también será palabra santa para él.

—Gracias, Damia. Eso es más de lo que tengo derecho a pedir.

—No es culpa tuya, Shirley. No puedes culparte por lo que hace Danny.

—Es mi propia sangre. Algo malo habré hecho, ¿no?, para que haya salido así.

Damia sacudió la cabeza.

—No estoy segura de que funcione así, Shirley.

Después de reunirse con Norris para ponerle al tanto de las revelaciones de Shirley, Damia subió despacio los peldaños del Octógono. No había vuelto a entrar al Gran Salón desde que Norris y ella se habían parado en la puerta, acompañados por un oficial de policía, y habían mirado dentro sin demorarse mucho. Los espacios vacíos de los cristales estaban ocupados con hojas de plástico transparente que llenaban la sala de una luz perlada.

Caminó por el espacio silencioso, que parecía extrañamente vacío sin la concentración muda de los dos restauradores, y echó un vistazo a su alrededor. El daño del piso y de los tablones era insignificante comparado con la destrucción de las ventanas, pero las muescas que dejaban la madera al desnudo y los rayones daban al salón una sensación de abandono y descuido. La luz opaca, en un espacio por lo general tan soleado, se sumaba a ese sentimiento de destrucción, y hasta el mural parecía distinto bajo aquella penumbra desusada.

Desviando los ojos del destrozo que la rodeaba y fijándolos en la pintura, cruzó el salón para pararse delante de los dos últimos óvalos. Alzó la vista hacia el pecador resucitado y al Cristo que daba la bendición, e hizo coincidir las imágenes con lo que sabía: Tobías Kineton, nacido tarde de padres añosos, prisionero en un cuerpo tullido, considerado como maldito por la Iglesia y los vecinos del lugar, y envuelto en forma misteriosa en la muerte de John Dacre y ahogado en el río al día siguiente.

¿Cómo llegó a ahogarse? Todavía no se sabía.

¿Por qué había dos estatuas, una de Toby el tullido y otra de un niño sano y vigoroso? Todavía no se sabía.

Damia contempló las figuras iluminadas por una luz débil. Si, como parecía cada vez más probable, el mural representaba la vida de Tobías Kineton, entonces ese pecador de rodillas debía de ser él, la exigüidad de la figura explicaba la edad antes que su estado de modestia. Pero qué diferente era este individuo del Toby prisionero: la serenidad y embeleso del rostro, los ojos sin parche y sin estrabismo, los brazos y piernas normales y maleables mientras se arrodillaba en actitud suplicante. ¿Era aquella la idea que el pintor tenía del Cielo: todas las cosas perfeccionadas, sanadas y recobradas?

Contempló la visión perfecta y entonces, sin aviso o proceso de pensamiento previo, lo vio en el pelo infantil que caía, en las botas suaves y la túnica. De repente lo supo. Aquel niño resucitado, que miraba al Salvador, y el Toby de la estatua eran la misma persona.

Toby Kineton, sano en la muerte como jamás lo había estado en vida, había sido colocado en la pared del colegio de su padre, atisbando por encima de la mole singular del Octógono la imagen digna de lástima de su cuerpo terrenal.

Testamento
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