Capítulo 4

Salster, mayo de 1385

Salster quedaba a cuatro días de viaje de Londres. Era una ciudad pequeña en comparación con la capital del reino, pero muy próspera. Una ciudad de monjes y clérigos, de monasterios y colegios universitarios.[2] Edificada sobre tierra llana, en la confluencia de dos ríos, Salster estaba rodeada de prados tan fecundos como su vida comercial.

Simon sonreía mientras el último tramo de su viaje desaparecía debajo de las patas cansadas de su caballo.

La ciudad engordaba con las peregrinaciones. Desde los vendedores de escudos de peltre para peregrinos y los que pregonaban baratijas en la calle, a los encargados de posadas de la ciudad que sonreían con suficiencia, el dinero salía de los monederos e iba a parar a los cofres con la velocidad y la seguridad de los dedos de un ladronzuelo. Simon, habituado al desparpajo y la lengua rápida de los londinenses, todavía se asombraba de la multitud de gente que se agolpaba demandando su atención y dinero. Con aquellos mendigos implorantes e ignorados, y las prostitutas que contrataban su mal disimulada ocupación en los estrechos callejones, bien podría estar atravesando la obra de un fraile predicador. ¿El camino de la tentación... a qué vicios y atraído a qué pecado sucumbirá nuestro peregrino; qué vaciará su monedero y lo llenará de vergüenza? Codicia, lascivia, glotonería, narcisismo: todo podía alimentarse y satisfacerse allí.

Al mirar a su alrededor, los prejuicios de Simon respecto a Londres quedaron suspendidos con lo que veía. ¿Tendría Salster más edificios de piedra de los que cualquier ciudad de su tamaño le daba derecho a tener? Sólidas y resistentes construcciones de tres pisos, unas al lado de otras desde cuyas catacumbas se derramaban carniceros, artesanos de huesos, curtidores y artífices del cuero, panaderos, cuchilleros, orfebres, fabricantes de velas, con las puertas abiertas de par en par para dejar entrar la luz y la clientela, y las casetas de los perros a los lados de la calle con los desperdicios y desechos constantes de sus oficios. Iglesias edificadas en piedra, apenas separadas por unos metros, demostraban la antigüedad de Salster; las nuevas ciudades, según la opinión de Simon, no eran peores con la mitad de ellas. Las obras de defensa que habían llevado a Henry a Salster asomaban enormes y brutales por encima de la ciudad, revistiéndola con una armadura de piedra y reforzando el aire arrogante de las casas de los mercaderes, que se encontraban por todas partes, recién construidas o todavía en etapa de construcción.

Simon estaba tan habituado a la libertad de sus propias obras que al principio no notó los ceños fruncidos que despertaba en los canteros su mirada apreciativa. Sintiendo por fin su resentimiento, se dio cuenta de que, vestido con buenas ropas, sin un solo rastro de polvo de albañilería en ellas, sin más que la billetera y el cuchillo colgando del cinturón, era un ser anónimo. Era otro peregrino más que papaba moscas en la ciudad.

Apartó los ojos de los canteros que trabajaban y dejó que sus pies lo arrastraran, como los de cualquier otro visitante, hacia la iglesia catedral de la abadía, lugar de descanso de los huesos de Dernstan, santo y obrero milagroso.

La iglesia, como siempre durante sus quinientos años de historia, estaba sometida a un proceso de reformas. Robert Copley, obispo de Salster, cuya ambición y mundanería eran evidentes hasta para Simon, estaba decidido a que su iglesia catedral fuera superior a cualquier otra de Inglaterra, y con esa finalidad había logrado obtener los servicios de Henry Yevele, el imprescindible arquitecto del rey, hombre de genio y de cierta irascibilidad.

Cuando entró en el recinto de la abadía, Simon se quedó mirando la nueva nave de la gran iglesia, de la que solo se levantaban los muros exteriores. A través de la red de andamios vio la piedra de Normandía resplandeciendo blanca bajo el sol, y en su imaginación vio el aspecto que tendrían las paredes cuando las pasarelas desaparecieran y cómo se alzarían por encima de su entorno, encumbrándose hasta una altura inmensa. Simon, creador en toda la extensión de la palabra, sentía regocijo frente a una obra de semejante genio.

Irguiéndose sin impedimento desde el antiguo ábside oriental, apenas interrumpidas por un delgadísimo contrafuerte, las paredes se abrían, como pergaminos que extendían su bella palidez alrededor de una joya de iluminación, en ventanas cuya superficie transparente —todavía sin cristales— asombró a Simon. Después de contemplar su belleza semioculta, sintió una oleada de gozo cuando vio que los pasillos laterales de la catedral anegarían con su luz a los seglares que permanecerían de pie escuchando a los monjes cantar el Opus Dei.

Simon sintió que aquella nave cambiaría la naturaleza de culto. Liberados de la sensación de estrechez opresiva de enormes paredes casi sin ventanas y abultados entrepaños, y sin la opresión de los techos abovedados que parecían venirse encima del alma suplicante, los seglares se elevarían hacia una prefiguración de la presencia de Dios llena de luz, los ojos y las almas guiados hacia el cielo por las bóvedas soleadas que el genio había colocado tan alto por encima de ellos.

Contempló, petrificado, a los canteros y a sus albañiles en sus resueltas idas y venidas, vio a los aprendices corriendo de aquí para allá con sus herramientas afiladas, tambaleándose hacia las carretillas bajo el peso de grandes piedras recién cortadas en los bancos de trabajo. El capataz del maestro cantero caminaba por allí con pasos largos marcando las piedras con la señal de inspección y dando órdenes con el aire de alguien al que se le debe respeto. Simon miró en torno pero no pudo determinar quién estaba a cargo de la obra. Con Yevele tantas veces ausente en cumplimiento de tareas encomendadas por el rey, debía de haber un maestro cantero al que confiaba la ejecución diaria de sus proyectos.

De improviso, lo vio. Alto y barbado como Simon, se distinguía con facilidad de los canteros de casta inferior, pero a diferencia de ellos no usaba gorra ni cofia y tenía el pelo largo y ensortijado. El hombre miró a su alrededor y Simon se dio vuelta antes de que pudiera reconocerlo. Era Hugh de Lewes. Así que Hugh por fin había dejado de perder el tiempo con los asuntos del rey y vaya a saber qué más en Francia. Le despertó curiosidad encontrarlo allí, ya que no era un gran amante de los hombres de la Iglesia y Simon había oído rumores de que había reñido con más de un prelado francés. Sin embargo, los hombres se tragarían muchas cosas con tal de trabajar con Yevele.

Simon se apartó de la obra, pasándose la mano por el pelo sin gorra. No será tan exuberante como el de Hugh de Lewes, pensó, pero todavía no soy viejo y si me salgo con la mía, construiré algo que rivalizará en belleza con esta nave.

Al conocer a Richard Daker, el entusiasmo de Henry Ackland de que Simon trabajara para aquél quedó explicado. Henry nunca había abandonado del todo la veneración de niño mendigo por las riquezas y la nobleza.

Daker, medio palmo más alto que Simon, era un hombre de tez olivácea y modales graciosos y corteses que, al menos para Simon, lo distinguían como hombre del sur, donde las aguas del mar tenían el legendario azul cálido del Mediterráneo en lugar del gris helado de su tierra natal.

Pero la ropa de Daker era de fino paño inglés y, pese a que estaba cortada con generosidad, era la vestimenta práctica del hombre que desdeña ocuparse de sus asuntos vestido a la moda cortesana, que en su caso no se adecuaba más que para arrastrarse en el lodo.

Habiéndose asegurado de que su invitado estaba cómodamente sentado y bien provisto de vino y tortas dulces, Daker habló sin rodeos.

—Sus dibujos me han asombrado, maestro Kineton. Henry Ackland me dijo que lleva mucho tiempo esperando construir algo de importancia, pero incluso él, que lo considera como uno de los constructores más admirables de Inglaterra, digo, incluso él, no me preparó para lo que vi en sus dibujos.

De repente, se interrumpió. Con el codo apoyado en el brazo de la silla y la mano debajo de la barbilla evaluaba a Simon. Sus ojos, observó Simon, eran de un extraordinario azul crepuscular, absolutamente reñidos con su tez sureña.

—¿Por dónde viajó para ver edificios como ése?

—Jamás he salido de Inglaterra —respondió muy despacio.

Daker alzó una ceja oscura.

—Entonces usted es más extraño todavía de lo que Henry me lo pintó. Todos los canteros ingleses que he conocido se han conformado con hacer muy poco que difiera de lo que ya se ha hecho.

—Así es como hacemos las cosas —replicó Simon con audacia—. Es imposible darse el lujo de hacer cosas muy distintas en cuanto a construcción porque quizás no se sostendrían en pie. Uno debe construir sobre la base de lo que ya se ha hecho.

—Pero sus dibujos —Daker cogió una pila de papeles del suelo junto a la silla y los agitó frente a Simon, quien reconoció su trabajo—, con toda seguridad no lo hacen, ¿son nuevos?

—No, solo emplean antiguas técnicas de una forma nueva...

—¿Pero esta sala octogonal?

—¿No ha visitado Ely señor Daker? ¿No ha visto el cimborrio que corona la torre octogonal de la catedral?

Daker meneó la cabeza y Simon tuvo que recordar para sí que lo que era una maravilla de artesanado en su profesión podría pasar desapercibida para otras.

—Aquí no hay nada nuevo, salvo el uso que se le ha dado a cada elemento —dijo con prudencia.

Daker lo miró con ojos penetrantes. Simon pudo sentir que deseaba que él dijera algo más y que expusiera sus argumentos, pero permaneció en silencio.

—El maestro Ackland sostiene que no ha tenido grandes posibilidades de demostrar su capacidad —dijo de pronto Daker—. ¿Por qué le han negado un empleo real durante todos estos años, maestro Kineton? Alguna vez fue constructor del rey, ¿verdad?

Si Daker esperaba que él expresara evasivas y resentimiento se decepcionó, pues tenía preparado un discurso.

—Soy un hombre independiente, señor Daker, y no me inclino ante nadie sobre cómo construir un edificio, ni siquiera ante mi cliente. Una vez que ha visto mis dibujos y me contrata, debe dejarme hacer, aunque sea el rey.

—Su padre emitió opiniones parecidas y fue por ellas por las que a los dos les prohibieron ser canteros reales, ¿no es cierto? ¿Fue el viejo rey, no el nuevo?

Simon apretó los dientes, sintiendo que la cara le ardía bajo la barba con el recuerdo de la vergüenza. Daker jugaba al gato y al ratón con él. Si ya había oído la historia de labios de Henry, ¿para qué volver a martirizarlo con lo mismo?

—A mi padre lo castigaron por desconocer el modo de hacer de los caballeros —respondió sin ambages—. Ignoraba que cuando el rey opinaba que un edificio debía construirse según su capricho y no según los principios que lo mantendrían en pie, su constructor debía decir: «Excelente, vuestra majestad», y seguir como antes, cuando el rey se hubiera ido. Mi padre tuvo la cortesía de explicarle por qué era imposible construir como él había sugerido.

—¿Después de lo cual el rey buscó una segunda opinión, y le preguntó a usted?

«Si lo sabes, ¿por qué preguntas?».

—Sí.

—¿Y usted coincidió con su padre?

—Sí.

—¿Por qué?

Simon se masajeó la cara con los dedos desnudos, tratando de mitigar la expresión de recelo que era poco habitual en él.

Volvió a ver la escena, con los detalles impresos con viveza en su memoria después de veinte años: el edificio en disputa, la forma de las torres que tan caro le habían costado, el estallido de las venas bajo el arrebol de la cara del viejo rey mientras escuchaba de pie la explicación sobre la técnica constructiva. Simon sintió que el calor de la sangre y la ira lo invadían, y las manos que sostenían la copa de vino temblaban de rabia. Veinte años era mucho tiempo medido con la escala de la vida humana; medidos con la regla de su viaje hacia el perdón, no eran más que un parpadeo.

¿Por qué?

Porque aquella simple pregunta que el rey le hizo: «¿Y tú también opinas lo mismo?», era una orden: «Borra la vergüenza de haberme corregido o arriésgate a disgustar al rey».

Simon había sido aprendiz y oficial de su padre y en aquel momento ya era un maestro, pero en primer lugar era su hijo. Nadie debería intentar arrebatarle a un hijo la lealtad hacia su padre.

—Sí, también opino lo mismo.

Si hubiera tenido una actitud más conciliadora y hubiera dulcificado un poco su desafío con un «Vuestra majestad» y «lo lamento» las cosas quizá habrían sido diferentes. Si él no hubiera mirado al rey a la cara con osadía mientras permanecía codo a codo con su padre, ¿le habrían solicitado que trabajara para el rey y dado permiso para usar el conocimiento y la imaginación que habían producido los bocetos hacía poco desparramados en su escritorio del cobertizo?

Su mente no se dejó afectar por aquellas preguntas fútiles. No importaba cuánto había tenido que morderse por su forzada pequeñez durante más de veinte años; no se arrepentía de su lealtad.

Simon apartó el pensamiento del rey muerto y clavó los ojos en los de Daker.

—Si el cliente hubiera sido cualquier otro hombre —dijo—, mi padre sencillamente le habría dicho que lo que proponía era imposible. Pero como era el rey, se tomó el tiempo necesario para explicarle el porqué. —Vaciló de una manera casi imperceptible—. El rey no comprendió el acto de cortesía de mi padre.

—Los reyes aprenden desde la edad temprana a esperar la cortesía común —dijo Daker con gentileza—. La educación del rey no lo había preparado para tratar con maestros canteros, pues los hombres de su oficio, maestros constructores, ingéniateurs —pronunció a la manera francesa—, se consideran por encima de los rangos, ¿no es así? —Su tono era suave, pero sus ojos reflejaban perspicacia debajo de las cejas oscuras.

Extraviado en el laberinto de motivos de Daker, Simon dejó las sutilezas para el viñatero.

—Algunos le dirán que nuestro oficio nos hace orgullosos —concedió—, pero, ¿usted no siente orgullo por el ramo en que comercia?

Daker sonrió, como si se sintiera complacido de hacer que las tablas se dieran vuelta, y se inclinó un poco hacia adelante, apoyándose en el brazo tallado de su silla. Gwyneth, pensó Simon, hubiera dado lo que no tenía por ser capaz de hacer aquel trabajo tan complejo.

—Sí, maestro Kineton, pero yo no podría dar vuelta con orgullo el hombro en la cara de un hombre como usted. Los hombres no pueden edificar sin maestros canteros. Si hemos de tener edificios adecuados a nuestros fines, debemos aceptar los términos que usted nos imponga. Términos —continuó diciendo mientras miraba a Simon— que dicen: «Acéptame como soy o recházame, pero no cederé para complacerte». —Hizo una pausa—. ¿Cederá para complacer a alguien, Simon de Kineton?

La pregunta quedó suspendida entre ellos como la araña cuando comienza a tejer su tela.

—No.

—¿Ni siquiera cuando ceder significara tan poco que podría obtener todo lo que siempre soñó?

Simon se aferró a los brazos de la silla. Aquello era demasiado sutil. Respiró hondo, sin dejar nunca de mirar la cara de Daker, temeroso de que si apartaba los ojos del hombre su significado se desvanecería por completo.

—No he perdido el tiempo pensando lo que podría haber sucedido si yo fuera diferente —dijo—. He aguardado hasta que llegara el momento.

Había pasado la mitad de la vida esperando; esperando un hijo y una oportunidad como aquella, y ahora no lograba ver el camino. ¿Iba a perderla ahora que por fin había llegado, igual que su hijo, porque no veía el camino en el laberinto de la mente del viñatero?

—¿Y esto es lo que ha estado esperando, Simon de Kineton? —Daker preguntó, levantando los ojos del cristal rojo de la copa que mecía en sus manos—. ¿Cree que edificar este colegio desafiando el poder y la autoridad de la Iglesia le permitirá vengarse de la corona?

Simon lo miró fijo. Sabía que Daker lo estaba poniendo a prueba, pero como un niño olvidadizo examinado por el catequista, tenía miedo del resultado si equivocaba la respuesta.

—Elijo construir —comenzó a decir despacio, tanteando el camino—. Ya no tengo necesidades. Ya que está claro que Henry le ha confiado los detalles de mi vida, debe saber que tengo otros medios para mantener a mi familia.

—Sí, sus feudos en el oeste.

Tierras que habían pasado a manos de su padre, Thomas Masón, por una deuda impagada cuando el sudario de la Gran Mortandad cayó sobre su cliente. Feudos que, al igual que un incomparable pasto para las ovejas, poseían estratos profundos de piedras que podían explotarse como canteras para la construcción.

—No edifico por necesidad, sino porque me llena de gozo ver que mis dibujos se apoderan de la piedra y cobran vida. Para mí —continuó—, un edificio debería ser algo vivo, formado para cumplir su finalidad, como lo es una herramienta y el cuerpo de un hombre.

Hizo un alto, mirando a Daker, mientras sus dedos sentían cómo esculpiría al hombre, aunque en su mente luchaba por alcanzar una forma más satisfactoria de expresar lo que sentía. ¿Cómo tallaría aquel cabello negro que resplandecía con el brillo profundo de la piedra pulida de Purbeck? ¿Cómo haría para captar su vigor que hacía que se rizara como el de un niño debajo del cuello alto de su toga? La vestimenta sería fácil, Simon poseía una gran habilidad para transformar la dureza de la piedra en suave semejanza con la tela, pero los rizos y el manto de pelo de Daker, la belleza masculina de sus rasgos que traían a la mente de Simon la figura casi olvidada de un antiguo santo ascético... eso requeriría genio.

—Así como el carácter de un hombre puede verse en la cara —continuó—, el carácter de un edificio debería transparentarse en su diseño. Fíjese en el plan de la nave de la iglesia de la abadía: ¿cuántas personas estarán de pie allí mientras el coro canta la misa? ¿Una veintena? ¿Cincuenta? Y sin embargo, una cantidad inferior sería suficiente para semejante lugar, donde la pompa entera de la Iglesia está presente y donde las voces de cientos de monjes se elevan en una única adoración. La escala permitida es la justa, un espacio más estrecho no serviría. Y si en esa iglesia no hubiera más que un sacerdote, diciendo misa día tras día para unos cuantos feligreses rezagados, la escena sería absurda. Un espacio de luz y piedra tan grande no glorificaría a Dios y el vacío lo transformaría en un hazmerreír. Y aun así... —Simon, a pesar de notar la sonrisa que curvaba los labios de Daker no la relacionó con sus propias palabras—, las proporciones que hacen hermosa a la iglesia abacial a los ojos son las mismas que establecen la forma de la iglesia parroquial. En la mente del hombre hay algo que encuentra un deleite particular en una determinada combinación armónica del volumen.

Cuál era la combinación, por la mera fuerza del secreto habitual de su oficio, no lo reveló.

Se produjo un silencio mientras cada uno observaba el temple del otro. Fue Simon quien rompió el silencio.

—¿Y cuál es su causa, señor Daker?

Daker lo miró con imparcialidad, pero no respondió.

Apartó la mirada y sirvió más vino para los dos, luego dio un suspiro profundo, como si fuera a responder, solo para seguir callado. Simon se dio perfecta cuenta de que Daker no sabía hasta dónde podría confiar en él.

—El aprendizaje en Inglaterra —dijo por fin el viñatero— está confinado a la Iglesia. Aquí, en mucho mayor grado que en Italia y en Francia, la Iglesia da vueltas y vueltas sobre el aprendizaje como una madre dominante, empleando su poder para regular sus idas y venidas. Y, como toda madre dominante, ha engendrado un hijo dependiente y ortodoxo.

Se detuvo y miró a Simon, que asintió con la cabeza como alentándolo a seguir.

—Como usted sabrá, para que un niño pueda estudiar primero debe tomar las primeras órdenes. Para ser erudito, maestro o doctor en una universidad, un hombre debe ganarse un ascenso en la Iglesia (es decir ganarse la vida) para poder mantenerse. Y a los que están afuera les dicen que no pueden ni deben pensar por sí mismos porque eso debe dejarse en manos de los teólogos. —Hizo una pausa—. Nos dicen que la herejía, la desobediencia, la traición... serán el resultado del pensamiento sin instrucción.

—Pero el auténtico dilema de la Iglesia llega cuando hasta los teólogos capacitados piensan mucho y creen muy poco en el dogma —dijo Simon volviéndose de repente locuaz—. Porque eso es lo que ha hecho Wyclif e incurrió en la herejía. ¿O no?

Daker enmascaró rápido su sorpresa y le preguntó con calma.

—¿Entonces conocéis los escritos de John Wyclif?

Simon sonrió complacido por haberle desconcertado.

—Estoy familiarizado con sus ideas, al menos. Yo estaba en Londres cuando Wat Tyler y John Ball el sacerdote y sus discípulos llegaron. Dijeron que John Ball predicaba a Wyclif y me pareció que valía la pena escuchar lo que éste decía si era capaz de inspirar a la rebelión a un hombre común como John Ball.

—¡Sí! —dijo Daker, con el entusiasmo del fanático haciéndole subir la voz de repente—. Y son sus escritos que condenaban a la Iglesia los que provocaron la persecución de Wyclif, y no sus perspectivas heréticas sobre la Eucaristía.

Se miraron fijo, muy seguros los dos de que habían llegado a un punto sin retorno. Daker, con las manos dobladas en el regazo, contempló con breve intensidad su jarro de vino y, habiendo llegado a una decisión, levantó la vista abruptamente.

—Si va a construir para mí, maestro Kineton —dijo—, debe saber qué clase de hombre soy. Yo también escuché predicar a John Ball y estuve de acuerdo con todo lo que dijo. Soy un hombre rico, pero no por eso me uno a todos los que adquieren y honran las riquezas. Estas deben usarse con sabiduría y, lo mismo que John Ball, veo que no siempre es así, ni entre los ilustres ni en la santa Iglesia. —Se detuvo mirando algo que Simon no podía ver.

»Comparto la opinión de John Wyclif de que cada hombre debe relacionarse con Dios a su manera, sin la intervención de sacerdotes corruptos y degenerados, y para conseguirlo, también coincido con él en que la Biblia debe ser escrita en nuestra propia lengua. Más aún —dijo—, creo que los hombres deberían aprender en su propia lengua y no en latín. Yo poseo dos lenguas nativas, como usted sabrá: inglés e italiano. Sé que, incluso para mí, es imposible pensar de la misma forma en esos idiomas. —Estudió la cara de Simon—. En Inglaterra, y en inglés, soy más reflexivo, más mesurado. En Italia, cuando hablo la lengua que aprendí sobre las rodillas de mi madre, me siento más libre...

—Y si los ingleses aprendieran en latín, deberían pensar con el enrevesamiento propio de ese lenguaje y no con el orden natural del inglés —concluyó Simon por él—. No me mire como si le hubieran dado un mazazo, señor Daker. No había pensado antes en estas cosas, pero ahora que lo veo, creo que no se diferencia mucho de trabajar la piedra. Las hay de muchas clases y no se las puede tratar a todas de la misma forma. Son todas bellas, pero cada piedra exige un conocimiento de sus posibilidades individuales. Ahora comprendo que quizá también suceda lo mismo con las lenguas.

—En Oxford hay quienes están convencidos de las ideas predicadas por John Wyclif y están dispuestos a respaldarlas viniendo a enseñar a Salster, a mi colegio. Y a enseñar en inglés.

—Entonces su idea ya está muy avanzada.

—No se gana nada con edificar un colegio universitario con fines particulares, para encontrar que esos fines son inalcanzables.

Se miraron, mientras cada uno esperaba que el otro hablara primero. Por fin, Daker se puso de pie.

—Construyamos juntos el edificio, Simon de Kineton, y le prometo que no interferiré en sus dominios.

Simon también se puso de pie pero, en vez de tenderle la mano a Daker, dijo con brusquedad:

—¿Y la Iglesia? ¿Cree que se cruzará de brazos y lo permitirá? ¿Delante de las narices de uno de los obispos más poderosos del reino?

—Al contrario, sé muy bien que se opondrán de todas las formas posibles, pero estoy decidido.

Simon le tendió la mano.

—Entonces quedo satisfecho.

Testamento
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