Capítulo 24
Colegio Kineton y Dacre, en la actualidad
La sospecha de Damia de que los restauradores le arrancarían un pedazo de mano, en sentido metafórico, ante la posibilidad de estudiar más de cerca la estatua de Toby, resultó bien fundada y, habiendo acordado tanto con ellos como con las autoridades catedralicias que sus propios alhamíes le harían el trabajo de conservación necesario, esperaba en el patio de Toby el cabrestante y el camión que izaría la estatua de su hornacina para trasladarla a la catedral.
A pesar del consejo en contra, Damia fue incapaz de resistir el impulso de trepar a los andamios y mirar la estatua más de cerca. Se había parado abajo en el patio y la había examinado con unos binoculares pequeños, pero luego los dejó por la caricia directa de las yemas de los dedos y el olor de la piedra.
La estatua, estimó, era un poco más grande que el tamaño natural y aunque era casi de su misma estatura diminuta, tenía las proporciones de un niño pequeño que aún no había llegado a la adolescencia. El rostro era redondo y los brazos y piernas carecían de la longitud ósea que tendrían si fuera unos años mayor.
Damia miraba al niño de arriba abajo, considerando, por centésima vez, la posición en puntillas y la mirada inquisitiva. Irradiaba vida y vitalidad, como habitado por un duendecillo travieso, sin maldad. ¿Era Toby Kineton? ¿El padre había inmortalizado al hijo a la edad que tenía al terminar el colegio, cuando, según todas las probabilidades, estaba por comenzar el aprendizaje de cantero? Damia se preguntaba si había sido un trabajador voluntarioso o si había estado más ansioso por escapar y jugar con sus compañeros; la postura indicaba una disposición para jugar al escondite.
Su propio hermano no había sido un trabajador muy voluntarioso. Mientras que la comuna había hecho que Damia anhelara tener las comodidades cotidianas de las casas de sus compañeros de escuela, a Jimi (llamado así por Hendrix) le había sentado tan bien como las ropas remendadas y desteñidas que usaba. Inconformista por naturaleza, amaba la libertad que les daba la vida sin límites que llevaban y durante la escuela primaria había asistido al colegio con la frecuencia indispensable para mantener a las autoridades alejadas de la puerta de la casa de sus padres. Maz y Tony consideraban el hecho de que él hiciera novillos no como pereza escolar, sino como una expresión de su libertad de espíritu.
—Jimi es especial —le gustaba decir a Maz—. Es un alma salvaje e indomable. No es escuela lo que necesita; él necesita el bosque y el campo y los animales, y no horarios ni estúpidos cuentos para niños.
Sin embargo, el entusiasmo de su madre por la singularidad de Jimi y el desdén por lo que podía ofrecer la educación convencional no se había expresado en nada tan burgués como la decisión de enseñarle ella misma; Damia siempre vivió con miedo de que su hermano abandonara la escuela, porque comprendía que si Jimi dejaba de ir, sus padres la obligarían a ella también a abandonarla, basados en su interpretación de la justicia. La escuela siempre fue el refugio de Damia, un santuario de normalidad, orden y límites en su vida por lo demás caótica.
Jimi, su mellizo. Tan distinto a ella como un gallo de pelea y un estornino. Lo odió y lo amó al mismo tiempo con una pasión feroz. Lo odió porque era a todas luces el preferido de Maz, y lo amó con irracionalidad por el mismo motivo que su madre lo amaba: simplemente brillaba con la luz de un elegido. Podía hacer que los chicos de la comuna hicieran cualquier cosa, sin amenazarlos ni engatusarlos, sino insinuando que le gustaría y lo impresionaría muy bien que lo hicieran. Era de aquellos que podía conducir un ejército hasta el infierno y volver o hacer un culto del suicidio en masa.
Su muerte la dejó sin una fuerza motivadora en la vida; la muerte de su madre, seguida por la de su padre antes de que Damia pudiera recuperarse, la había dejado sin puntos de referencia, por defectuosos que fueran, para su desarrollo hacia la madurez.
El único acto de autodeterminación de toda su adolescencia, dejar la comuna tras la partida de Neil a la universidad, decidió el curso de su vida posterior y nunca lo lamentó. Aunque fue un viaje mucho menos ortodoxo del que su ser infantil había imaginado, al fin había llegado a su destino. Su empleo en Toby y la pequeña casa de dos plantas, con dos habitaciones en cada una, cocina y un jardín lleno de malezas representaba la realización de sus ambiciones. La excepcional arquitectura medieval del lugar donde trabajaba y la artesanía victoriana y de clase obrera de su terraza de ladrillos rojos, con los paneles de vidrio art decó de la puerta, y el jardín en miniatura del frente, le proporcionaban una sensación de estar afincada en un tiempo y en un lugar como nunca lo había estado.
Damia extendió la mano para tocar la mejilla mellada del niño de piedra. Toby... ¿Tobías? Siempre había pensado que le pondría el nombre de David a un hijo: Davie mientras fuera pequeño, David cuando creciera, pero nunca Dave.
Una vez, al principio de su relación, se había descubierto preguntándose cómo serían los hijos que tendría con Catz hasta que la absoluta estupidez del pensamiento se estrelló contra ella. Era evidente que tenía muy integrada dentro de sí la idea de tener hijos de la persona amada y no podía anularla con facilidad.
Catz. Damia se horrorizó al percatarse de lo poco que contaba la presencia de Catz para el cumplimiento de sus sueños de seguridad. El placer de equipar la casita no había menguado porque Catz no hubiera tenido arte ni parte; los éxitos cosechados por su trabajo fueron una recompensa suficiente para dejarle la sensación de que no necesitaba la aprobación de Catz.
El divisivo tema de la maternidad surgió en Damia durante el improbable marco de un funeral. Uno de sus compañeros había muerto tras algunos meses de lucha contra un cáncer muy agresivo y Gardiner Foundation había cerrado durante dos horas mientras todo el personal asistía a las exequias.
Fue un asunto muy poco tradicional, como el mismo Frank, sin himnos ni lecturas religiosas. Se tocaron melodías de rock, se proyectaron videos familiares y los dos hijos adultos de Frank hablaron de manera conmovedora del padre y de lo mucho que éste había significado para ellos.
—Dijeron que estaban muy orgullosos de haber conocido a su papá —le dijo a Catz más tarde—. Muy orgullosos de ser de su misma sangre.
—Eso es bonito, ¿no te parece? —dijo Catz, perpleja por la consternación del tono de su amante.
—¡Sí! ¡Sí, es bonito! Es solo que no tengo nadie así, nadie con quien esté emparentada por la sangre como podrían ser mis padres, ni hermanos, ni hijos... —Se detuvo y preguntó en forma abrupta—: ¿Quién organizará nuestro funeral, Catz? ¿Quién estará allí por nosotras, acompañándonos?
—Bueno, la que vaya primero lo hará por la otra, o podríamos hacer un pacto de suicidio...
—Hablo en serio.
Catz la miró a los ojos.
—Sí, disculpa.
—Cuando seamos viejas y de pelo blanco, ¿quién nos enterrará? Digo, si vivimos hasta que seamos viejas de verdad, la que quede no será capaz de hacerlo. ¡ No existe nadie!
Catz trató de acercarla a ella.
—Eh... ¿por qué te has puesto así? —Pero Damia se soltó del abrazo de su amante y la miró a los ojos.
—Creo que tenemos que hablar de cuándo tendremos un niño.
Catz respondió con un aullido de risa e incredulidad.
—¿Qué...? ¿Solo porque no hay quien se encargue de nuestro entierro?
—No, por supuesto que no.
—¿Entonces por qué?
Damia miraba fijo la estatua. Porque a mí me ha nacido la necesidad, pensó. Esa es la única razón. No hay un motivo mayor. Siento un anhelo profundo de tener un niño que cada día que pasa crece con más fuerza.
El súbito gruñido bajo de un motor forzado a avanzar en marcha lenta hizo que Damia se diera vuelta.
El camión ya estaba allí.
Les llevó mucho más tiempo de lo esperado levantar la estatua de la hornacina. Si bien un experto los había asesorado diciéndoles que lo más probable era que hubiera clavos de piedra colocados en la hornacina y en el plinto, no habían previsto que estarían pegados con cemento y tuvieron que sacudir mucho la estatua y hacer mucha fuerza antes de que al fin se moviera algunos milímetros. Damia miraba en suspenso, inquieta y desesperada porque no se rompiera nada, pero bullendo de impaciencia por averiguar si la repentina inspiración de Peter Defries era correcta.
Cuando por último la estatua fue izada de la jamba redondeada, manos firmes la amarraron con unas guías de soga y la bajaron tirando de ellas para acercarla a la plataforma del camión. Un restaurador bajó corriendo la escalera de mano y siguió tomando fotografías digitales de cada etapa del traslado de la hornacina al camión.
Cuando el cabrestante bajaba la figura de piedra moviéndola en posición horizontal mediante las guías para después transportarla dentro de un contenedor semejante a un ataúd lleno de virutas de poliestireno, Damia no pudo contener más su impaciencia. Colándose entre la cámara del restaurador y la estatua, se quedó contemplando la base que ya casi equidistaba con la cabeza cuando faltaba alrededor de medio metro para terminar el descenso.
—¡Allí adentro hay algo! —gritó por encima del constante chuf-chuf del motor del cabrestante—. ¡Mire!
El restaurador tomó su lugar deprisa y sacó varias tomas del agujero más o menos circular de la base. Luego hizo un movimiento curvilíneo en el aire con la mano, indicando que el cabrestante debía seguir bajando la estatua encima de las virutas blancas.
—¡Esperad! —la voz de Damia era un chillido—. ¿No vamos a fijarnos en qué hay dentro?
—No hasta que podamos devolverla a la catedral en las condiciones apropiadas. —Él parecía ignorar la razón de la prisa de Damia y era evidente que iba a hacer lo necesario para no comprometer ningún artefacto dentro de la estatua.
—Muy bien. —Damia trepó a la plataforma y se sentó sobre el suelo arenoso—. Yo también voy.