Capítulo 53
Tribunal de Instancias Comunes, Londres, otoño de 1394
Aunque los tribunales trataban casos en inglés desde hacía treinta años o más, Simon bien podría haber escuchado el desarrollo del juicio en francés por lo poco que comprendía de los argumentos presentados por Mottis.
Hasta que Simon vio a Mottis, pequeño e insignificante en cierto sentido, ponerse la toca blanca de jurisconsulto y ocupar su lugar al lado del defensor de Ralph Daker, no se dio cuenta del lugar tan alto que ocupaba en el mundo legal de Londres.
—Richard y yo nos conocimos cuando yo era un aprendiz de leyes y él no era más que el heredero de su padre —había explicado Mottis después de la primera sesión, con la sonrisa de quien hacía mucho que no necesitaba probarse—. Me prometió que cuando fuera miembro de la Orden de la Cofia, me emplearía como su hombre de confianza para que me encargara de la supervisión de todos sus asuntos legales y para que lo defendiera ante el tribunal y asegurarse de que todos sus documentos legales carecían de vacíos como los barriles en los que su vino llegaba a Inglaterra.
—¿No hubiera hecho lo mismo cualquiera de los aprendices? —preguntó Simon, señalando con la cabeza a los estudiantes de abogacía que se sentaban en sus «cunas», en el tribunal, memorizando todo lo dicho y tomando debida nota de las técnicas empleadas que iban desde gestos faciales a la consignación de las disposiciones del pasado citadas—. Ya sé que no todos son llamados a ser jurisconsultos, no es un asunto de...
No siguió, porque no quería insinuar que Mottis no podría haberse dado el lujo de dar la magnífica fiesta y el regalo como era costumbre entre los que eran llamados a integrar la clase más alta de los abogados.
—Richard fue el fiador de mi fiesta —confirmó Mottis sin una pizca de vergüenza—. Quería lo mejor, y solo un jurisconsulto le serviría.
¿Respondería Mottis a las expectativas de Richard Daker?, se preguntaba Simon. Solo el tiempo lo diría.
¡La ley! Todo era hablar, hablar y hablar; tantas palabras girando y luchando unas con otras como gallos en un reñidero que hacía que a Simon le diera vueltas la cabeza. Allí el suelo no era sólido, nada que un hombre pudiera golpear con su puño y considerarlo una certeza. Todo era opinión y precedente y dictamen. Temía el resultado de la causa, y aunque había estado muy seguro frente a Gwyneth, dudaba de su capacidad para construir el colegio de otra manera que no fuera ganando el juicio y arrancándole las donaciones a Ralph. O mejor dicho, Ralph y Anne, pues Anne Daker, apenas a tres meses de haber enviudado, se había aliado con entusiasmo al sobrino de su marido en aquel empeño por recobrar unas tierras regaladas y enajenadas a la familia.
No habiendo visto nunca nada como aquello, los aprendices miraban desde sus sitios donde «empollaban» cada pequeño gesto y cada aclararse la garganta que pasaba delante de ellos en el estrado.
Mottis no echaba bravatas ni apelaba como el abogado de Ralph; no invocaba los sentimientos del juez como padre y hombre de negocios, simplemente adoptaba una postura firme, una y otra vez, sobre la inalterabilidad de los documentos de donación de Richard.
¿Su cliente había cambiado de intención? La única evidencia que Mottis tenía de las intenciones de su empleador era que no le había dado ninguna señal a él, leal abogado y amigo de Richard Daker, de que redactara nuevos documentos.
¿Estaba su amo en su sano juicio después de la muerte de su único hijo? En cuanto a la evidencia que podían aportar los preparativos y la ejecución de un funeral muy apropiado, su estado mental era el mismo de siempre.
¿ No había ningún indicio de que la muerte de su amo, Richard Daker, era el resultado de la desesperación, un pecado mortal? Mottis contempló al tribunal con una mirada fría e impasible. Su amo nunca había desesperado de la vida, de la fe, de la misericordia eterna y del amor de Dios. Nunca. Nunca. Nunca.
—Simon, ¿no te preocupa tu seguridad? ¿Ni la de Gwyneth? —Henry había estado en contra del juicio desde el principio—. ¿No sabes acaso que el rey ha vuelto de Irlanda para frenar a los lolardos en el Parlamento? ¿Y poner fin a su influencia?
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo y con mi colegio? —preguntó Simon.
Henry lo miró exasperado. Ya no era el niño aprendiz que buscaba aplacar a su maestro, sino esposo y padre, cantero del rey y hombre de influencia en ascenso. Simon imaginaba que Henry debía de estar inquieto por su íntima relación con la mancha de una posición religiosa no ortodoxa y anticlerical en el reino de un rey tan pío como caprichoso.
—Simon, es posible que Richard Daker se alzara entre la Iglesia y tú mientras estaba vivo, pero tú llevaste las cosas al extremo de enterrar a Toby en la casa de un conocido partidario de Wyclif, de la mano de un sacerdote lolardo. —Miró a Simon de hito en hito, deseando a ojos vista que entrara en razón—. Te vigilan, Simon. Ahora que Daker ya no te protege, ¿quién te defenderá cuando te arresten y te lleven delante del obispo, y te arrojen en sus mazmorras?
—Como bien dices —respondió con calma Simon—, Daker está muerto. Ya no edifico para un lolardo, edificaré para mí. Para Toby.
—¡Con la dote de un lolardo y el colegio fundado en los estatutos de un lolardo! ¡Este juicio te arruinará, Simon! Piensas que asegurará el futuro del colegio, pero no lo hará, y sellará tu destino poniéndolo en manos de la Iglesia.
—No hay ningún estatuto para el colegio. Y la tierra es tierra. No sabe de lealtad.
Henry había golpeado el brazo de la silla con el puño, en un estado de gran agitación.
—Simon, no seas tan ingenuo. Es el colegio de Daker y siempre lo será. ¿O una vez que hayas construido ese monumento vas a poner la enseñanza en manos de la Iglesia?
Simon se quedó mirándolo fijo. Como una muchacha grávida que no mira más allá del nacimiento de su hijo, y no se lo imagina caminando o hablando, así Simon no imaginaba su colegio como otra cosa que no fuere un edificio. Un edificio perfecto, pero nada más que eso.
Pero un colegio no era solamente eso. Y la responsabilidad que Daker había asumido por el mantenimiento y la filosofía de la institución ahora era suya y él tenía que decidir.
—No le entregaré nada a la Iglesia —dijo rotundamente—. Igual que la Corona, la Iglesia no ha hecho más que quitarme a mí y a los míos. No le daré nada. Más allá de eso, no sé.
—¿Simon?
Mottis había estado negociando con el letrado de Daker y apareció silenciosamente al lado de Simon.
—¿Sí?
—Han hecho una oferta.
Simon miró al abogado. Su cara no delataba nada, salvo el deseo de transmitir la noticia.
—¿Qué oferta?
—El abogado de Ralph ve por dónde van los tiros y propuso que lleguemos a un arreglo...
—Si propone eso, es porque debe de pensar que ganaremos. ¿Por qué transigir?
Mottis alejó a Simon de los aprendices y otros adláteres del tribunal para que no oyeran.
—No es tan simple. En los casos de posesión de tierras, los jueces se resisten a enajenar una propiedad entera a quienes heredarían la tierra en circunstancias normales. Si no aceptamos el compromiso, podemos terminar quedándonos con menos tierra de la que necesitamos para construir nuestro colegio, ya que el juez trata de equilibrar los deseos de Richard en vida con lo que habría esperado para su viuda después de que él muriera. —Mottis miraba fijo a Simon, sin perder la calma.
Simon jadeaba.
—¡Ahh! —protestó—. Es demasiado para mí. ¿Qué sugiere Ralph?
—Es una sugerencia de Anne —la expresión de Mottis reflejaba mitad diversión y mitad sorpresa y admiración.
Mottis le explicó la propuesta de Anne con una voz que solo Simon podía oír.
—Sugieren que, como Anne enviudó en forma inesperada, Daker no hubiera querido dejarla desamparada. Sugieren que un tercio de las tierras donadas deberían revertir a ella en forma vitalicia...
—¿Propiedad vitalicia de los bienes inmuebles?
Mottis se estremeció con el volumen de la voz de Simon, pero siguió como si no hubiera hablado.
—Es más, puesto que el colegio todavía no está construido, piden que se establezca un límite de tiempo sobre las donaciones más allá del que no puede apartarse. Si el colegio no se termina dentro del tiempo estipulado, las tierras revertirán a Ralph.
Contuvo a Simon con la mirada. El maestro cantero, siguiendo su ejemplo, permaneció en silencio hasta que terminara lo que tenía que decir.
—De hecho, piden que el colegio sea tratado como un heredero menor de edad. Si el heredero muere, la propiedad pasa al pariente más cercano. Si no podemos construir el colegio durante el período prescrito (la minoridad del colegio, si usted quiere), la propiedad revierte de la misma forma.
—¿Y cuánto tiempo proponen darnos para terminarlo?
—Cinco años.
—Cinco años durante los cuales ellos nos hostigarán y nos acosarán e intentarán que fracasemos de todas las maneras posibles.
—Sin ninguna duda.
Simon meneó la cabeza, sin saber cómo debería proceder en aquel fangal de palabras y motivos.
—¿Qué estima usted, Piers?
El abogado dio un profundo suspiro y se quedó en silencio un momento, mientras ordenaba sus pensamientos. Simon sentía unas miradas de curiosidad en su espalda pero no se daría la vuelta.
Mottis habló al fin.
—Me parece que deberíamos aceptar la sugerencia de la minoridad. Conlleva los riesgos que usted enumeró, pero somos hombres de recursos y ninguno de los dos se deja influenciar con facilidad. —Hizo una pausa, posiblemente esperando un estallido. Como no hubo nada, continuó—. En cuanto a la propiedad vitalicia de un tercio de las tierras, considero que un tercio es demasiado. Si Richard hubiera querido hacer previsiones legales para su viuda lo habría hecho, era un hombre precavido y mucho mayor que ella. Propongo dejar que Anne Daker elija cualquiera heredad como propiedad vitalicia. —Volvió a hacer una pausa—. Aparte de eso, digo que aceptemos el acuerdo que nos proponen y construyamos el colegio.
Simon asintió y estrechó la mano seca y fría de Mottis.
—Que así sea —dijo—. Que así sea.