Capítulo 49
Salster, 1393
Durante las semanas que siguieron a las muertes de John Daker y Toby, Simon esperaba una decisión de Richard Daker sobre el futuro del colegio.
—Nos ha costado la vida de nuestros únicos hijos —le suplicó Simon—. ¡No puede quedar sin construir! ¡Algo bueno tiene que salir de esto!
—Nos ha costado la vida de nuestros hijos, ¿eso no es bastante? —había sido la respuesta apesadumbrada de Richard.
Pasó un mes en el que no se ofició ninguna misa de réquiem, ningún pobre caminó con velas por las calles y ningún sacerdote cantor recibió pago para cantar misas por el alma de ninguno de los dos niños. Se oían comentarios sobre las herejías de los lolardos, pero, a pesar de los murmullos de sospecha que habían empezado a correr en el extranjero desde que el rey había tomado el control del país y despojado de su poder a Juan de Gante, un mecenas de Wyclif, no se habían convocado a tribunales canónicos ni se habían hecho acusaciones.
El mismo mes fue testigo de que los obreros de Simon, media paga o no, empezaran a dispersarse hacia otras obras en Salster. Los que se quedaron no sabían si seguir preparando las piedras previendo la futura colocación o sentarse en ociosa expectativa.
Pasó otro mes y la temperatura comenzó a mostrarse más propia del otoño. Soplaron vientos con aires del norte y de invierno; el torrente de peregrinos en la ciudad menguó hasta convertirse en un goteo de días cortos. Era imposible hacer trabajos de albañilería a medida que la crudeza de las heladas tempranas se intensificaba y los hombres se alejaban de la obra: las viviendas toscas que habían habitado con sus familias estaban prácticamente desiertas, ya que la gente volvía a sus pueblos a esperar que pasara el invierno y ver cuál era la decisión de Richard Daker que les traería la primavera.
Los días oscuros se acortaban a medida que se acercaba Adviento y Daker, en una de las entrevistas cada vez más excepcionales que tenía con Simon, le dijo que pasaría las fiestas de Navidad en Londres.
Simon, parado frente a su cliente, se permitió observar que el dolor y la muerte de las esperanzas futuras habían avejentado a Daker y minado aquella vitalidad que lo había hecho parecer más joven de lo que era. Su cara enjuta estaba surcada de arrugas y la boca expresiva ya no se movía constantemente de manera singular ante las posibilidades de la vida. Sus ojos, aquellos ojos de profundo azul oscuro, habían perdido el fuego.
—Tendrá mi respuesta con el nuevo año, Simon —le prometió, mirando fugazmente al maestro cantero, como si con solo mirar a Simon sintiera dolor—. Evaluaré la situación mientras estoy fuera y luego tendrá mi respuesta.
Simon agachó la cabeza y se retiró, con la sensación de que una sentencia aplazada pendía sobre él. No sabía si era mejor vivir sin perder la esperanza o enterarse, de una vez por todas, de que su sueño había acabado y muerto con su hijo.
Gwyneth y Simon celebraron las fiestas navideñas en casa de Henry y Alysoun, y la presencia de la familia de sus hijastros, que iba creciendo, los distrajo de la tristeza por un tiempo.
Pero siempre, siempre, en el fondo de todo, había un dolor que no se calmaría, un dolor que hacía despertar a Gwyneth por las noches gritando el nombre de Toby y que llevaba a Simon a diario al colegio, fuera de la muralla que rodeaba la ciudad.
Nicholas Brygge le había preguntado si deseaba poner una piedra conmemorativa en la tumba de Toby, dentro de su capilla, pero Simon había replicado que dentro de poco levantaría un monumento más visible y duradero, cuando terminara el colegio. Mientras tanto, como necesitaba algo que montara guardia junto a su hijo en aquel sitio, Simon llevó un árbol joven de su jardín y lo plantó en la linde del sitio. Era un espino, destinado a ser tan doblado y retorcido como su pobre hijo, pero que soportaría las ráfagas heladas y los calores de la vida como él los había soportado y sería generoso estallando de súbito en flores de un blanco puro en la primavera.
En la misa de la mañana de Navidad, Simon hizo lo posible para no llorar abiertamente ante el recuerdo de un niño indefenso, que había nacido para vivir vilipendiado y rechazado por quienes lo rodeaban y para dar la vida por los que no merecían su amor. El dolor y el odio que sentía por sí mismo le hicieron pensar que el que se le negara la posibilidad de edificar el colegio era una penitencia digna de la muerte de su hijo. Pero en lo profundo de su alma se rebelaba contra eso. Toby y el colegio habían llegado hasta él casi al mismo tiempo y Toby había muerto para que su existencia fuera perdurable. No estaba bien que él tuviera que rendirse. La muerte voluntaria del niño no debería resultar fútil como tantas otras acciones que había intentado realizar en su vida llena de dificultades y debería considerarse como la única cosa perfecta que había podido hacer. El mundo debía verlo tal como era; todos los que se habían estremecido ante él en vida debían maravillarse de él en la muerte, y tenerse en muy poco por no haber visto nada más que unos brazos y piernas enfermos y una cara retorcida.
El espino, aunque desarraigado y obligado a crecer en un sitio que no había elegido, no se puso mustio ni se combó, como Simon había temido, sino que creció alegre, como si el nuevo lugar le sentara tan bien o mejor que el antiguo. A decir verdad, este lugar era mucho mejor pues antes el arbolito se había asentado en una parte sombreada y llena de piedras del jardín de Gwyneth donde se había aferrado con fuerza a la vida, más allá de los manzanos más favorecidos y la tierra labrada del huerto. Allí, bajo el sol, en el límite sur de la ciudad, se desarrollaba en la tibieza y la profundidad de la tierra que lo nutrían dándole una vida nueva y más robusta.
Por la mañana de la Noche de Reyes, después de misa, Simon se había sentado a velar junto al árbol y a su hijo, mientras las sombras del pleno invierno se iban disipando lenta, muy lentamente y el sol se levantaba durante unas breves horas, muy bajo sobre la tierra. Ni bien el gris abrió paso a la luz, colgó cintas verdes de las ramas sin hojas del arbolito.
—Llegará la primavera —dijo quedo— y edificaré nuestro colegio, hijo mío.
Pero el nuevo año no trajo ni noticias ni la presencia de Daker. Simon se preocupaba y caminaba de arriba abajo, pero no había nadie ante quien llevar su frustración: todos los de la casa se habían trasladado a Londres, incluido Piers Mottis y su mujer. No había nadie que pudiera informarle cuándo se esperaba a Daker en Salster.
Y entonces, Ralph Daker apareció de repente en la ciudad, a fines de enero, cuando la temperatura había aflojado su puño de hierro por un lapso.
En cuanto oyó la nueva, se presentó en casa de Daker y pidió una audiencia con Ralph que, para su sorpresa, le fue concedida enseguida.
Cuando le introdujeron en la habitación, Ralph no se levantó a saludarlo y apenas alzó la vista de los papeles que examinaba. Simon dominó el impulso de preguntarle dónde estaba Richard, pero no pudo dominar el asombro de ver que Ralph había asumido el lugar de su tío. Observó al hombre alto, notando que al pasar de la juventud a la madurez, había engordado el cuerpo y los carrillos empezaban a colgarle de las mandíbulas. ¿Anne seguiría recibiéndolo aún en la cama o el brillo de la juventud y la novedad habían desaparecido de él?
—Maestro Kineton —dijo Ralph, mirándolo con un atisbo de sonrisa jugueteando en la cara—, gracias por haber venido tan pronto.
Se le subió la sangre ante la insinuación de sus palabras, pero se calló. El negocio era con el tío, no con el sobrino.
—No estoy aquí en nombre de mi tío —dijo Ralph, como si los pensamientos de Simon fueran visibles—, sino en el mío. Debo decirle que murió esta Navidad de un ataque y que sus negocios ahora me pertenecen.
Simon sintió frío de repente, pese a la sangre que latía en sus venas.
—Antes de morir, mi tío no me especificó nada sobre cuáles eran sus ambiciones futuras para el colegio que se había propuesto construir, y por lo tanto soy libre de tomar mi propia decisión. Como no tengo el mismo interés que él en arrancar la enseñanza de manos de la Iglesia y dársela a otros hombres, no necesito el colegio. No habrá más edificación.
Simon se estremeció de cólera y se puso lívido.
—El colegio no es suyo para que usted pueda decidir algo, señor Daker —dijo con brusquedad—. Tiene entidad propia, con la dote que asegura su terminación y continuidad.
—Maestro Kineton, ¿olvida que esas donaciones fueron puestas en duda con la muerte de John? Mi tío nunca explicó con claridad sus deseos respecto al colegio. Pero yo tengo bien claro los míos. No habrá más edificación.
Más tarde, ese mismo día, Piers Mottis se dirigió a casa de los Kineton. Desvió el helado saludo de Simon explicándole que había ido por iniciativa propia, no en nombre de Ralph, y le permitieron entrar.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Simon después de que el abogado se hubo sentado y le sirvieran comida y bebida.
—Podría, si yo no tuviera todavía en mi poder los documentos de donación que el señor Daker redactó para asegurar la construcción del colegio en previsión de los caprichos de sus negocios.
Simon agitó la mano irritado.
—Pero Ralph con toda seguridad los impugnará diciendo que su tío cambió de idea.
Mottis esbozó una sonrisa.
—Perdóneme por decírselo, maestro Kineton, pero creo que usted es más versado en construcción que en derecho. Ralph Daker puede decir lo que quiera, pero lo que su tío escribió y donde estampó su nombre, eso es lo que vale ante la ley hasta tanto sea rescindido por otro documento escrito. Debemos ir a los tribunales, pero creo que Ralph descubrirá que trata de abarcar más de lo que puede si trata de negarnos estas donaciones.
—¿Nosotros?
—Richard Daker era mi amigo y empleador al mismo tiempo —dijo Mottis sin alterarse—. Aunque la pena le impidió pensar con placer en el colegio, durante muchos meses lo planificó y soñó con su influencia muchos años. No deseo que porque haya muerto antes de terminar el luto por su hijo se tuerza la ambición de la mitad de una vida.
—¿Luchará por el colegio entonces?
—Sí, lucharé.
—¿Y quién le dará empleo cuando Ralph Daker lo despida?
El pequeño abogado sonrió con una mueca atribulada.
—Ya me despidieron. Ralph es una escoba nueva y desea rodearse de gente joven como él. Afuera con lo viejo —volvió a sonreír apenas— y adentro con lo nuevo.
—¿Trabajará con nosotros en el colegio? Si mi esposa es la maestra carpintera, necesitaremos un empleado nuevo en las obras. —Simon se detuvo tan de repente como había empezado—. Discúlpeme, no quise insultarlo. Estoy seguro de que hay muchas personas que le ofrecerían...
—Las hay, sin duda —dijo Mottis, con el aire despreocupado del hombre que conoce su propia valía y se asienta tranquilo en ella—, pero si puedo, querría ver el colegio construido. Soy dueño de mi casa, regalo de Richard para mí y para mi mujer hace muchos años, y preferimos vivir con sencillez y honestidad a prostituirme en la corte procurando riqueza.
Simon se quedó mirándolo.
—¿Qué debemos hacer?
—Primero debo presentar una solicitud ante la corte para que se trate el caso. Y luego —dijo simplemente—, empieza la lucha.