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—¿Qué le parece tan divertido? —dijo el hombre calvo.

El otro asintió con la mirada fija en Thomas. Tenía una pequeña perilla.

—Sí —dijo—. Perdone que le diga esto, señor Knight, pero no parece hallarse en una situación que pueda considerarse cómica.

Thomas rió con más fuerza al oír eso.

—Ni tampoco esta mujer —añadió—. ¿Podría echarle un vistazo, señor Wattling?

Thomas paró de reír. Confió en que el nombre fuera un alias. Si se estaban llamando por sus nombres auténticos no iban a permitir que Thomas pudiera dar a conocer esa información.

—No la tengo —dijo—. La obra. No la tengo.

—En ningún momento pensamos que la tuviera —dijo el hombre de la perilla—. No se ofenda.

—Para nada —dijo Thomas. Tenía ganas de reír otra vez—. Se ha quemado. En Wayland’s Smithy. La rociaron con gasolina y ha ardido.

—Bueno, es una lástima —dijo el corpulento hombre con la mirada fija en Thomas.

Thomas se lo quedó mirando. La situación se tornaba surrealista por momentos.

—¿Cómo está ella, señor Wattling?

—Nada bien —dijo el hombre calvo mientras se ponía en pie—. Viva, pero a duras penas. El disparo le ha alcanzado el estómago.

—¿Adónde tenía pensado llevarla? —preguntó el hombre de la perilla.

—A mi coche —respondió un perplejo Thomas.

—No lo logrará —dijo el señor Wattling—. Hay que llevarla a un hospital.

—No tengo móvil —dijo Thomas.

—¿Ha oído eso, señor Barnabus? —dijo el señor Wattling—. No tiene móvil.

El «señor Barnabus» sacó uno de su bolsillo.

—Vaya, vaya —dijo mientras marcaba—. ¿En pleno siglo XXI y no tiene móvil? ¡Y es estadounidense! Tiene que vivir en el presente, señor Knight. ¿No le parece, señor Wattling?

—Absolutamente, señor Barnabus —dijo el señor Wattling—. «El carro alado del Tiempo…»

—No espera a nadie —completó el señor Barnabus.

Se dio la vuelta y comenzó a hablar por teléfono.

—Sí, necesitamos una ambulancia, por favor —dijo—. Estamos en la ruta de Ridgeway, entre la colina del Caballo Blanco y Wayland’s Smithy.

Mientras el señor Barnabus les daba todos los detalles y prometía intentar trasladar a Church hasta la carretera más cercana, Thomas observaba a uno y a otro. El calvo con el pendiente, el señor Wattling, asintió con la cabeza.

—Nuestras disculpas por lo acontecido la última vez, señor Knight —dijo—. No empezamos con buen pie.

—Intentaron matarme.

—En absoluto —dijo e hizo un gesto como si nada estuviera más alejado de la verdad—. Usted es un hombre fuerte. Tuve que tomar la iniciativa. Solo queríamos asustarlo un poco para que nos dijera lo que sabía. O, si no lo lográbamos, al menos impresionarlo. Nuestro cliente pensaba que podría servir para que desistiera.

—No fue así —dijo Thomas.

—Evidentemente —dijo el señor Wattling mientras miraba el camino.

—¿Quién es su cliente?

—Eso sería de lo más revelador, ¿verdad? —dijo el hombre calvo con una sonrisa infantil.

—Creo que es lo mínimo que me merezco —dijo Thomas.

—Ni que hubiéramos intentado matarlo —dijo el señor Wattling.

—Fue lo que me pareció.

—Bueno, esa era la idea. Pero sabe que no estábamos intentando matarlo porque, bueno, si hubiésemos querido, ya estaría muerto.

Sonrió de oreja a oreja.

—La ambulancia está de camino —dijo el otro. Durante un largo momento, los tres permanecieron en silencio, mirándose entre sí—. Bueno —añadió mientras avizoraba en dirección a Wayland’s Smithy—. ¿Cuántos cadáveres hay allí?

—Sin incluir aquellos que estén enterrados aquí desde hace un millón de años —añadió convenientemente el señor Wattling.

—Dos —dijo Thomas.

—¿Villanos?

Thomas no supo qué responder a eso. Supuso que era la palabra que utilizarían en Inglaterra para referirse a algo más que delincuentes, pero resultaba difícil no pensar en Iachimo, de Cimbelino, o en Edmond, de El rey Lear. Ni Dagenhart ni Bradley parecían adecuados para los personajes. A modo de respuesta, se limitó a decir sus nombres.

—¿Bradley? —dijo el señor Wattling con las cejas arqueadas—. No lo vi venir.

—Aun así —dijo el señor Barnabus—, todo esto guarda una cierta sensación de, ¿cómo se dice?, de cierre. Se ha hecho justicia, los malos han muerto y el señor Knight vivirá otro día más. Todo muy bien ejecutado. Muy, ¿podría decirse?, muy shakesperiano.

Thomas volvió a reír de nuevo, tan fuerte que empezó a toser. Se produjo otro largo silencio y Thomas dejó de preguntarse si iban a atacarlo.

—Gresham —dijo el señor Wattling de repente.

—¿El productor? —dijo Thomas—. ¿Los contrató él?

—Así es —dijo el señor Wattling.

Thomas observó al señor Barnabus, que estaba mirando pensativo a su colega.

—¿Por qué me está contando esto ahora? —preguntó Thomas.

—Como ha dicho —dijo el señor Wattling—, es lo mínimo que podemos hacer. Pero no compartiré esa información con nadie más.

—¿Sí? —dijo Thomas—. ¿Por qué?

—El señor Gresham… Miles se llamaba, era… ambicioso, en ocasiones un tanto sospechoso, pero no más que la mayoría de la gente triunfadora. Estaba casado y tenía dos hijos: una niña de ocho años y un niño de doce. El niño juega en el equipo de fútbol de su colegio.

—¿Por qué me está contando esto? —preguntó Thomas de nuevo, esta vez con más insistencia.

—Tan solo pensé que debería saberlo. —Wattling se encogió de hombros—. No quería que pensase en él como otro de los malos, o como otra víctima. Sé algunas cosas del señor Miles Gresham. ¿Le gustaría oírlas?

Thomas negó con la cabeza.

—Creo que lo he captado.

—Bien entonces —dijo Wattling.

Dos silenciosos minutos después Thomas percibió el sonido del helicóptero del hospital repiqueteando sobre la colina del Caballo Blanco, en dirección hacia ellos.

—¿Ve? —dijo el señor Barnabus mientras contemplaba como las luces del helicóptero se posaban sobre los árboles—. «Bien está lo que bien acaba.»

—No es la obra más apropiada para este momento —dijo Thomas.

El helicóptero rugió por encima de sus cabezas y, una vez los focos reflectores los localizaron, se desvió a un campo colindante y aterrizó allí. Thomas estaba observando a los camilleros agachados bajo las hélices cuando se dio cuenta de que, salvo la forma acurrucada de Elsbeth Church, estaba solo.

Se dio la vuelta, pero los dos hombres que habían estado junto a él habían desaparecido tras el pinar que tenía a sus espaldas.

Mientras un par de profesionales paramédicos atendían a Elsbeth y los demás se dirigían hacia Wayland’s Smithy, Thomas paró al policía que los estaba escoltando.

—Uno de los hombres que han muerto allí arriba era el profesor Randall Dagenhart —dijo—. Tiene un ordenador portátil. Puede que esté en su coche o en el Instituto Shakespeare en Stratford. Es importante que se hagan con él antes de que alguien se entere de su muerte. Por el bien del caso. Cuando lo tengan en su poder, me gustaría hablar con usted de su contenido y proponerle algo.

El policía rebuscó entre sus cosas hasta sacar un bloc.

—Y también querrá hablar con el administrador de Daniella Blackstone —dijo Thomas—. Creo que descubrirá que ha estado chantajeando a Dagenhart con el fin de que le revelara el paradero de cierta obra de teatro.

—¿Una obra?

—Sí —dijo Thomas—. Pero ya no importa. Ha desaparecido.

—¿Y estaba chantajeando a Dagenhart acerca de la muerte de Daniella Blackstone?

—No —dijo Thomas—. Por algo que ocurrió antes. Hace mucho tiempo.

Thomas echó a andar por el oscuro camino que conducía hasta la colina del Caballo Blanco, y pensó en la manera en que aquellas vidas habían estado relacionadas, los académicos y los estudiantes, los vivos y los muertos, todos unidos por el contacto, por una historia compartida, y las palabras de aquella canción de Paul Simon resonaron en su mente. Algo acerca de dos cuerpos que giraban hasta convertirse en uno…

Muy cierto, pensó, muy shakesperiano.