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Tan pronto como colgó, escribió en Google: «Escolme, Vernon Fredericks Literary». Thomas no estaba seguro de qué esperaba encontrar: una noticia en el Tribune, quizá, acerca de cómo un joven local había logrado hacerse un nombre. Algo así. Pero lo que encontró fue una página web de aspecto muy profesional, colores grises y azules alrededor de una igualmente profesional nota publicitaria en la que figuraban los premios literarios logrados por sus «talentos» (sin nombres), junto con una serie de directrices para contratar sus servicios. Al pie de la página figuraban los emplazamientos de VFL: Nueva York, Londres, Beverly Hills, Tokio y Nashville. No había filial en Chicago. Thomas pulsó en el vínculo de Nueva York y encontró una lista de agentes.

David Escolme se hallaba en el último tercio de la lista.

Había una foto. El chico al que Thomas había conocido seguía siendo reconocible, pero solo eso. El acné había desaparecido, las gafas ochenteras habían sido reemplazadas por unas con elegante montura negra y cristales rectangulares, y el chico era ya un hombre que sonreía con seguridad a la cámara. Parecía cómodo en su elegante traje, un hombre para quien las adversidades de la adolescencia quedaban ya lejos y olvidadas, un hombre inmune al futuro. Era el rostro de un hombre de negocios.

No hay nada malo en ello, se recordó a sí mismo. Quizá podamos cederle tus tediosas conferencias sobre las últimas novedades acontecidas en Estados Unidos, ¿no?

Rió tímidamente para sus adentros y su mirada se posó en la ventana de la cocina. La luz de la tarde menguaba con rapidez y la ventana era como un agujero en la creciente noche, el marco de un cuadro cuyo lienzo había sido rajado. Durante un instante vio el rostro de la mujer muerta con claridad, como si siguiera allí, con sus ojos ausentes (uno verde, el otro violeta) fijos en él.

Se dio la vuelta con brusquedad y miró el reloj. Le daba tiempo a salir a correr por las calles en penumbra de Evanston antes de encontrarse con Escolme. Cualquier cosa con tal de quitarse de la cabeza ese rostro.

El teléfono sonó una vez y lo cogió.

—¿Sí?

—Señor Knight, soy la teniente Polinski. Hablamos esta mañana. ¿Tiene un minuto?

—Claro.

—Seguimos intentando obtener un documento de identidad de la víctima, pero necesito preguntarle de nuevo si está seguro de no conocerla.

—Estoy seguro. No lo olvidaría. —Esos ojos—. ¿Por qué? —preguntó.

—Deja la basura junto a la puerta de la cocina, ¿verdad?

—Sí.

—Y, ¿cuándo la recogen?

—Los miércoles por la mañana. Hay que sacarla a la parte delantera de la casa.

—Los de la escena del crimen encontraron un trozo de papel, más concretamente un pósit, en un arbusto a pocos metros del cuerpo. Puede que se trate simplemente de basura, pero parece poco probable que pueda llevar allí casi una semana, sobre todo teniendo en cuenta lo que ha llovido este último fin de semana.

—¿Qué dice la nota?

—Tiene su nombre y dirección escrito a lápiz. ¿Ha tirado una nota así recientemente?

—No. Sé dónde vivo.

—Bien —dijo Polinski—. Eso es lo que me suponía. Cuando sepamos quién es la mujer, intentaremos cotejar la escritura, pero por el momento trabajamos con el supuesto de que la nota es de ella.

—¿Lo que significa…?

—Que había ido a verlo. ¿Está seguro de que no la conocía?

Thomas se quedó mirando la pared sin comprender y ella tuvo que repetírselo antes de que respondiera, una vez más:

—Estoy seguro.

No fue hasta que colgó que comenzó a preguntarse si sería verdad.