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La abadía de Westminster resultaba sobrecogedora. No era el tamaño del lugar (aquella enorme nave abovedada a rebosar de turistas) ni incluso, estrictamente hablando, su antigüedad. Era la historia que se anunciaba allá donde miraras. A Thomas le parecía imponente hasta el punto de resultar agobiante.

En ese edificio habían sido coronados todos los monarcas de Inglaterra desde Guillermo el Conquistador, en 1066. El núcleo del edificio era bastante más antiguo, una abadía benedictina del siglo X para la que el rey (posteriormente santo) Eduardo el Confesor había mandado construir una iglesia espléndida. Los restos de Eduardo seguían allí, al igual que los cuerpos de incontables monarcas, incluidos los titanes de la época de Shakespeare, Isabel I y Jacobo I. Thomas podía haber encontrado toda esa información en cualquier guía, pero la riqueza de la información (o la historia) invadía las paredes de aquel lugar, de tal manera que aquellos visitantes con una pizca de sensibilidad comenzaban a sentirse como las esbeltas columnas sobre las que descansaban las toneladas de piedra superiores. Era demasiado para asimilar.

Cada centímetro del lugar parecía rememorar a algún dignatario u hombre de estado tiempo ha fallecido, de forma que incluso las tumbas de colosos tales como Ricardo II o Enrique V (a los que Thomas conocía casi exclusivamente por las descripciones de Shakespeare) no producían más que una impresión apagada. La profundidad de la antigüedad, su peso, era diferente a todo lo que Thomas había experimentado con anterioridad. Allí estaban enterrados los científicos Isaac Newton y Charles Darwin; el compositor Händel; los actores David Garrick, Henry Irving y Laurence Olivier; los escritores Aphra Behn y Ben Jonson; el primer ministro William Pitt; el ingeniero Thomas Telford… La lista parecía interminable.

Thomas entró en la capilla de Enrique VII, donde yacía Isabel; su hermanastra católica, María la Sanguinaria; su sucesor Jacobo; y la madre de Jacobo, María, reina de los escoceses, a quien Isabel había decapitado por traición. Caminó lentamente, todavía dolorido por la pelea en Evanston, con el brazo derecho inutilizado. Su velocidad de convaleciente hacía que captara todo con más intensidad. Al salir de la capilla se topó con el trono maltrecho de Eduardo I, usado en todas las coronaciones desde 1309, sorprendentemente estropeado por pintadas e iniciales grabadas, como si fuera una butaca olvidada en el pasillo de alguna escuela.

Thomas se quedó mirándolo, sintiendo el choque de lo extraordinario y lo tristemente familiar. ¿Cómo podía alguien tratar un objeto tan reverenciado con ese desprecio? Pero ¿cómo sentir un respeto reverencial en un lugar en el que cada monumento era superado por algo todavía más grandioso, por un aroma todavía mayor de aquel lejano y mítico pasado?

La abadía era un microcosmos de la propia ciudad, pues cada rincón de Londres rebosaba de historias tan profundas y complejas que producía una sensación vertiginosa. Quizá toda la ciudad fuera así, cada metro cuadrado marcado con las pisadas de reyes y escritores, soldados, políticos, artistas y héroes de todo tipo, desde los sajones, romanos y vikingos pasando por los periodos medievales y renacentistas hasta epopeyas más modernas como la segunda guerra mundial. En ese emplazamiento, o cerca de él, había estado todo londinense desde hacía mil años: reinas, príncipes, nobles, sacerdotes (primero católicos, luego sus equivalentes anglicanos), comerciantes, mendigos, prostitutas… todos en busca de Dios o de la historia, muchos de ellos turistas como él. El rey Jorge II. Oliver Cromwell. Winston Churchill. Jack el Destripador. Casi con total seguridad.

Y Shakespeare.

Thomas se quedó helado.

David Escolme había planeado encontrarse con Thomas allí, más concretamente en el Poets’ Corner, antes de que le disparasen y le arrojasen a las grises aguas del lago Michigan. Ahí estaban enterradas grandes personalidades literarias, desde Chaucer y Spenser hasta Charles Dickens y Thomas Hardy, pero el lugar también estaba lleno de monumentos en memoria de personas que habían sido enterradas en otras partes. Entre ellos se hallaba una estatua muy lograda del siglo XVIII de Shakespeare, ubicada en el muro este. Thomas la observó y se preguntó, no por vez primera, qué demonios estaba haciendo allí.

Escolme se encontraba muerto, así que la idea de celebrar ese encuentro era, en el mejor de los casos, inútilmente sentimental. En el avión que le trajo hasta Inglaterra le había estado dando vueltas a la idea de que alguien apareciera en lugar de Escolme y lo condujera por una procesión de revelaciones a través de las partes secretas de la abadía, al más puro estilo Indiana Jones, pero eso era pura fantasía. Thomas había llegado como el resto de los turistas y allí no había nadie para recibirlo o explicarle qué se suponía que tenía que hacer, o ver, a continuación. Si Escolme había tenido algo en mente que quisiera enseñarle, Thomas jamás lo encontraría solo, y lo más probable era que su antiguo alumno hubiese escogido aquel sitio simplemente porque se trataba de un lugar que olía a arte y a seriedad: un lugar adecuado para hablar de la historia del manuscrito perdido, y probablemente imaginario, de Shakespeare.

Todo eso ya lo sabía de antemano, así que la pregunta acerca de qué estaba haciendo allí era real y verdadera. No había tenido contacto con Escolme durante prácticamente una década, y cuando su antiguo alumno había vuelto a entrar en su vida, Thomas se había visto obligado a seguir una maraña de mentiras que buscaban atraparlo a él. Que el chaval hubiese acabado muerto no era culpa de Thomas. Se recordó a sí mismo que no le debía nada a Escolme.

Pero ahí estaba.

El hecho era que Thomas había estado unido a Escolme en vida y ahora también en su muerte. Después de todo, estaba aquella nota infantil e imprudente que había dejado para que todos la vieran; los garabatos que, quizá, le habían dado al asesino el nombre de Escolme… así que, sí, Thomas y su antiguo estudiante estaban unidos, y a su vieja necesidad de llegar hasta la raíz de las cosas se le había adherido algo duro y frío, algo más que indignación: la necesidad de poner fin a esa historia y un cierto sentido de la justicia. En esos momentos se trataba fundamentalmente de una cuestión de responsabilidad.

Y antes de que te conviertas en un altruista, deja de fingir que encontrar una obra de Shakespeare, largo tiempo perdida, no sería algo increíble.

¿Cómo no iba a serlo? Shakespeare estaba unido a su vida, prácticamente había sido el centro de su identidad profesional. Y, por supuesto, era parte de él. Encontrar una obra hasta el momento desconocida sería algo extraordinario. Escolme podía haber estado interesado en el dinero, pero para Thomas el valor residiría en las palabras. Podría convertirle en el héroe cultural de su época. Podría entrar en todas aquellas conferencias sobre Shakespeare, y los académicos y expertos (la misma gente que había dicho que él no podía ser uno de ellos) lo aplaudirían y sonreirían y honrarían…

¿Y tú les demostrarías que, después de todo, eras tan bueno como ellos?, dijo la voz de su cabeza con mordaz diversión.

Thomas sonrió de forma melancólica.

—De acuerdo —murmuró—. Tengo algunos asuntos pendientes con el mundo académico.

Todo aquello estaba muy bien, pero allí, en aquel enorme santuario y mausoleo, Thomas no sabía por dónde empezar. Contempló la estatua de mármol de Shakespeare, que se inclinaba de manera imposible sobre una pila de libros (si bien, mirando hacia delante) mientras uno de sus dedos señalaba con petulancia unas líneas de La tempestad:

Las torres con sus nubes, los regios palacios,

los templos solemnes, el inmenso globo[3]

y cuantos lo hereden, todo se disipará

e, igual que se ha esfumado mi etérea función,

no quedará ni polvo.

El inmenso globo no solo era la Tierra, claro está, sino el teatro en el que aquellas líneas habían sido pronunciadas por primera vez. La estatua invocaba al Shakespeare poeta (el pensador con sus libros) en vez de al hombre de teatro, aunque la postura de la figura fuera, quizá, deliberada y excesivamente teatral.

—No está enterrado aquí —dijo una voz por detrás del codo de Thomas.

Este se volvió y vio a un hombre con sotana negra a su lado, un sacristán de la abadía. Tenía una piel pálida y cerosa y cabellos oscuros y demasiado largos que le caían formando ondas sobre los hombros. Llevaba gafas con montura metálica. Su voz era cálida, reverencial, y su rostro, serio. Observó el cabestrillo de Thomas durante unos instantes y luego volvió a mirarlo a la cara.

—Sí —dijo Thomas—. Está enterrado en Stratford, ¿verdad?

—En la iglesia de la Santísima Trinidad, sí —dijo el sacristán—. Este monumento se levantó en 1740.

—Eso lo explica todo —dijo Thomas.

—Sí, parece un dandy, ¿verdad? —dijo el sacristán con la mirada fija en la estatua—. ¿Está buscando algo en particular? No he podido evitar fijarme en que parece estar vagando de escultura en escultura. Veo a muchas personas así, claro, y es mucho mejor que otras alternativas.

—¿Alternativas?

—Oh, sí, ahora es la moda del tour de El código Da Vinci —dijo con un suspiro.

—¿De veras? —dijo Thomas.

—Oh, sí. Hay una escena del libro situada en la tumba de Isaac Newton. Una pista falsa.

—¿Deliberadamente falsa?

—No estoy seguro —dijo el sacristán, perplejo—. La ficción, ficción es, claro está, que es lo que la hace divertida, pero hay un punto en el que la pretensión de que la ficción sea un hecho real va más allá del marketing y se convierte en una mera… —Intentó dar con la palabra adecuada.

—¿Decepción? —dijo Thomas.

El sacristán esbozó una repentina y secreta sonrisa burlona.

—¿Sabe? Quisieron usar la abadía en la película —añadió.

—¿Y lo hicieron?

—¿Que si les dejamos usar una iglesia cristiana para hacer una película acerca de por qué el cristianismo es una mentira? —dijo el sacristán con una ceja arqueada—. Sorprendentemente, no. Creo que usaron la catedral de Lincoln. Solo Dios sabe en qué estaba pensando el obispo, o al menos espero que así sea, aunque en mi opinión las cien mil libras para el fondo de restauración de la iglesia fueron probablemente un factor importante. Resulta irónico, ¿no cree? Hay quien puede pensar que reparar el techo a costa de los cimientos no es algo muy razonable, pero así es la vida en el siglo XXI. Tenemos algunos folletos acerca de los errores del libro, por si quiere alguno. No creo que merezca la pena discutir los errores teológicos, pero al menos uno debería saber cuáles son los hechos reales, ¿no cree?

—Supongo que sí. —Thomas sonrió.

—Aun así —dijo el sacristán, mostrando de nuevo aquella sonrisa tan juvenil y burlona—, me resultó una lectura muy entretenida, y nunca fui muy amigo del Opus Dei.

—Estaba buscando a David Escolme —dijo Thomas, dejándose llevar por un impulso.

El sacristán frunció el ceño.

—¿Está enterrado aquí? —dijo el sacristán señalando con un dedo que asomaba de entre su maltrecha sotana.

—No —dijo Thomas, agradado por la disposición del sacristán a ayudarle—. Se suponía que íbamos a encontrarnos aquí, pero… creo que en este sitio hay algo que quería enseñarme.

El sacristán miró el suelo de piedra que tenían bajo ellos, cada una de las piedras pulida y con una placa con nombres y epitafios grabados. Cada uno de esos nombres resonaba en la mente de Thomas cual campanas lejanas: Alfred lord Tennyson, George Eliot, Gerard Manley Hopkins, Dylan Thomas, Lewis Carroll…

—Ben Jonson, amigo de Shakespeare y también dramaturgo, está enterrado aquí —dijo el sacristán—. Solo había cuarenta y cinco centímetros asignados para él, así que tuvieron que enterrarlo de pie. Después de todo, había matado a un actor. Hay una placa aquí, pero está enterrado en la nave lateral, al norte…

Thomas estaba asintiendo, pero su corazón no estaba allí y el sacristán pudo notarlo.

—Lo siento —dijo Thomas—. Como estadounidense, encuentro todo esto…

—¿Poco democrático?

—Iba a decir abrumador —dijo Thomas con una sonrisa.

—Sí, creo que la mayoría de la gente se siente así, independientemente de dónde provengan. Tenemos monumentos de piedra de muchos estadounidenses famosos. Franklin Roosevelt, Martin Luther King júnior, Henry James, T. S. Eliot, aunque creo que a este último ya lo reclamamos como propio. —El sacristán sonrió de nuevo.

—¿Hay gente de otros países enterrada aquí? —preguntó Thomas.

—¿En el Poets’ Corner? No. Me temo que este es un monumento a lo británico —dijo el sacristán—. Creo que solo hay una persona no inglesa enterrada aquí, un francés.

—¿Un escritor?

—Sí —dijo el sacristán—, aunque considero que un «hombre de letras» sería una mejor descripción, y creo que es más conocido, al menos en este país, por a quién conocía. Charles de Saint Denis, un lord desterrado de la corte de Luis XIV. Amigo de Molière, si no me equivoco. Espere un segundo, está por aquí.

El sacristán miró a su alrededor, con la cabeza agachada, hasta que encontró la placa que estaba buscando.

—Ah —dijo—. Esta es.

Thomas miró por educación más que por curiosidad y vio una lápida de mármol blanco con un escudo y antorchas llameantes. El texto estaba en latín, y aquellas mayúsculas en negrita proclamaban el nombre del fallecido: Carolus de St. Denis.

—Carolus es Charles —dijo el sacristán. Observó durante unos instantes a Thomas—. Me temo que no es lo que estaba buscando.

—Ha sido de lo más amable —dijo Thomas—. Ojalá supiera qué estoy buscando.

—Quizá prefiera algo menos histórico y sí más espiritual —dijo el sacristán.

—¿A qué se refiere?

—Le dije que parecía perdido, vagando de escultura en escultura, pero no sé si puede escapar de ello con un mapa y una guía.

Thomas miró al suelo.

—Lo siento —dijo el sacristán—. No pretendía entrometerme.

—No se preocupe —dijo Thomas—. Es solo que tengo que encontrar algo. Por un viejo amigo.

Los ojos del sacristán parecían saber que había algo más, pero asintió y sonrió con seriedad, tristeza incluso, y Thomas agradeció no tener que decir nada más.

Tenía que haber un motivo por el que Escolme había querido que se encontraran allí, algo que quería que Thomas viera. En un lugar tan grande era fácilmente posible, incluso probable, que a Thomas se le hubiera pasado por alto lo que quiera que se suponía que tenía que encontrar, pero le preocupaba más la idea de que lo hubiera visto y no se hubiera percatado de su importancia. Tendría que volver de nuevo, pero antes tenía otras preguntas que formular.