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Thomas compró una cizalla en una tienda de bricolaje, similar a un hangar en Warwick Road, y a continuación condujo hasta Castle Lodge y durmió como no había dormido desde que salió de Estados Unidos.
A la mañana siguiente se dio un festín con el «desayuno inglés completo» obligatorio de la señora Hughes y comprobó la hora de llegada de Kumi. Tenía tiempo más que suficiente para ese asunto en la ciudad antes de ir al aeropuerto a recogerla. La cizalla seguía en el coche. Con un poco de suerte no la necesitaría, pero al menos iba preparado.
Desde la carretera, la casa de Daniella Blackstone parecía igual que siempre. El castillo, sin embargo, le resultaba más perturbador, aunque quizá se debiera a tan gris día o al recuerdo de su última visita. El coche del administrador no estaba. Thomas se dirigió al aparcamiento del castillo y lo dejó estacionado allí.
Fue caminando a la casa. La cizalla se balanceaba dentro de la endeble bolsa de plástico de la tienda, así que tuvo que asirla bien para evitar que se rasgara. A escasos cien metros de la casa trepó por un muro de piedra, pasó al trote entre los árboles y atravesó el prado hasta acceder a la parte trasera del edificio. Un grupo de chimeneas señalaba la ubicación de la cocina y a su derecha vio un pequeño postigo de madera pintado de verde brillante: la trampilla del carbón. Se la encontró cerrada con candado, tal como había esperado, pero la chapa tenía herrumbre y estaba trabada. Dudaba mucho que siquiera la llave pudiera abrirlo.
La cizalla rompió el candado por dos partes. Thomas miró a su alrededor antes de abrir la trampilla. Había pasado de ser un curioso y un maleducado a un delincuente de tomo y lomo.
Será mejor que tengas razón en esto, pensó.
Reconocía que resultaba un tanto exagerado. No es que necesitara pruebas para demostrar una teoría. Ni siquiera contaba con una teoría. Solo un pálpito que no suponía más que el total convencimiento de que se le había pasado por alto algo importante.
La trampilla chirrió al abrirse. Estaba oscuro en el interior y olía a moho y a humedad. La puerta se hallaba al nivel del terreno exterior, pero en el interior quedaba a unos dos metros del suelo de la carbonera. Thomas se deslizó de espaldas, bajó todo lo que pudo, intentado sin éxito cerrar del todo la trampilla tras de si, y a continuación saltó, dejando la cizalla fuera.
Se quitó el polvo del carbón de las manos y miró la rendija acusadora de la portezuela. Si alguien que conociera la casa pasara por allí, vería que la trampilla estaba abierta. Buscó algo con lo que poder cerrarla del todo, pero concluyó que no sería capaz de hacerlo sin cerrar desde el exterior, así que subió por las escaleras de piedra que conducían a la cocina.
La puerta estaba abierta y a Thomas le alegró no tener que forzarla, como si así su delito fuera menor. En la pared había un armario con llaves. No tenían etiquetas, pero sabía cuál era la que necesitaba. Al igual que la mayoría de las demás, era larga y antigua, pero había perdido el brillo por la falta de uso.
La habitación de la señorita Alice, pensó, imitando la voz del administrador.
En la sala de estar se detuvo delante del retrato de Jeremy Blackstone con su uniforme de la primera guerra mundial y aquella sonrisa que denotaba una gran seguridad en sí mismo. A continuación subió con rapidez los dos tramos de escaleras que llevaban a la habitación que había estado cerrada durante su última visita.
La llave se encontraba algo oxidada, pero giró. Entró y cerró la puerta tras él.
No estaba seguro de qué se había esperado, quizá un santuario de polvo y telarañas a lo señorita Havisham, pero no fue el caso.
Era una habitación luminosa, aireada, sin polvo, con ventanas en tres lados con vistas a los campos desde una importante altura, y aunque efectivamente era una especie de torrecilla propia del siglo XIX, también era la habitación de una adolescente, de aproximadamente 1982. Había una camiseta blanca de la selección de fútbol inglesa con rayas rojas y azules en los hombros colgada en la puerta. Había un folleto de una manifestación contra la guerra que iba a celebrarse el dieciocho de mayo en Reading. También tenía un cartel contra Thatcher y otro adornado con símbolos de la paz y el acrónimo CDN: Campaña para el Desarme Nuclear. La guerra en cuestión, cuyo fin se celebraba, era, a juzgar por un recorte de The Guardian de junio de ese año, la guerra de las Malvinas.
Aquel lugar parecía una cápsula del tiempo. Otro periódico del diez de julio informaba del allanamiento del palacio de Buckingham por parte de un irlandés en paro que había logrado llegar hasta la habitación de la reina y se había sentado a hablar con ella durante diez minutos antes de que sonaran las alarmas. En lugar privilegiado, sobre la cama de la chica, había un póster de la portada del álbum de XTC English Settlement, el contorno blanco y curvado aunque inconexo de un animal (¿un caballo?) en contraste con el fondo color verde. Thomas lo contempló y recordó el interés de Escolme en la banda y el cedé que había visto en lo que había creído que era su habitación de hotel.
Pero había resultado no ser la habitación de Escolme, sino la de Blackstone, y el cedé era casi sin lugar a dudas suyo: un recuerdo de su hija que llevaba consigo allá donde fuera. Thomas se percató de que se estaba moviendo despacio y en silencio, no porque estuviera pendiente de la posible llegada del administrador, sino por respeto. La normalidad de la habitación (con sus animales de peluche en la cama, su ropa desfasada en el armario abierto, la bisutería en el tocador…) hizo que se sintiera más intruso todavía de lo que se había sentido cuando había roto el cerrojo de la trampilla del carbón.
Sin embargo, iba a profanar algo más. Lo había visto tan pronto como había entrado, pero había observado primero el resto de la habitación con la esperanza de que aquellas paredes le dieran la información que no quería tener que buscar ahí. Se inclinó hacia una fotografía que había en el escritorio: cinco chicas juntas. La del medio era sin duda Alice Blackstone. Tenía los ojos violetas de su madre, aunque en su caso los dos eran del mismo color. También había cierta altivez en ella, un perfil ligeramente aristocrático que podía haber sido frío y duro, pero que no era así. Estaba riendo, rodeando con los brazos a las otras chicas. Thomas se preguntó cuánto más habría vivido desde que esa foto fuera tomada.
Durante unos instantes vio a la chica (y quizá a aquellas que estaban en la foto con ella) intentando salir del colegio lleno de humo, pero apartó esa imagen de su cabeza y, en ese mismo instante, fijó su mirada en el diario colocado sobre la cama.
Respiró profundamente.
—Lo siento —susurró.
Entonces lo abrió y comenzó a leer.