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La patada había sido poco menos que un empujón, por lo que Thomas en ningún momento llegó a perder la consciencia, pero la impresión al entrar en contacto con el agua, sorprendentemente fría, le resultó tan desorientadora que tardó unos instantes en ser consciente del verdadero peligro.
¡La rueda!
Sintió como el agua tiraba de él, hacia la rueda, arrastrándolo. Intentó salir de allí, pero al ir a nadar, las palas de metal lo golpearon y aplastaron el hombro derecho. El dolor fue tan brutal, tan intenso, que comenzó a gritar, y su boca se llenó con la fría humedad de las aguas. Intentó salir, pero una segunda pala, y a continuación una tercera, se abatieron sobre él, y se vio succionado por el movimiento de la rueda, arrastrado hacia el lecho del río.
Se dio la vuelta, intentando salir a la superficie, y el filo de la rueda descargó con dureza en su frente, tirándolo hacia atrás. Durante unos instantes todo se volvió negro y entonces recuperó la consciencia suficiente como para sentir que todo su cuerpo estaba aprisionado en la rueda y que conforme esta giraba se hundía más. El pecho y la entrepierna se le combaron contra el borde de la rueda, que lo sumergía hacia el interior de las aguas. Estaba lo bastante despierto como para saber que, si había piedras a menos de medio metro, la rueda lo aplastaría contra ellas.
No había.
La rueda lo hundió hacia abajo y él estiró los brazos en un acto reflejo. Si metía una mano o un pie entre la rueda y uno de los soportes, la fuerza de esta se lo arrancaría de cuajo. Así que se quedó quieto, dejando que el mecanismo lo arrastrara cada vez a mayor profundidad y luego lo expulsara al otro lado.
Un instante después asomó la cabeza por el agua, tirando y revolviéndose. El cinturón se le había quedado enganchado en una de las palas. Alzó la vista. Encima estaba el cielo azul, pero si seguía enganchado, la rueda volvería a hundirlo. Recordó el tablón de madera con el controlador de la válvula en la parte superior. Si no lo apagaba, estaba muerto.
Escupió el agua que se le metía en la boca y con ambas manos en la cintura intentó liberarse. La rueda lo elevó todavía más. Clavó las uñas en la hebilla del cinturón.
Estaba casi en la parte más alta, le quedaba menos de un segundo.
El cinturón se soltó y cayó de espaldas al río. Intentó volverse, protegerse la cabeza con los brazos, pero todo ocurrió demasiado rápido. Se precipitó al agua con un sonoro ¡plaf!, y se hundió lo suficiente como para que su pie izquierdo se golpeara con una piedra sumergida. Pero logró enderezarse y salir al aire, a la luz del día.
Tan pronto como emergió se volvió hacia la plataforma junto a la rueda del molino, pero quienquiera que lo hubiera empujado ya no estaba allí.
Durante un segundo se dejó llevar por la corriente, aliviado, pero poco después nadó hasta una isla de juncos donde el río se bifurcaba. Consiguió agarrarse a una piedra irregular y subir. Escupió lo que quedaba del río en su boca y respiró. A continuación se sentó y abrió la palma de su mano.
La página se había roto un poco, pero quedaba lo suficiente como para cerciorarse de que no se había imaginado lo que había leído.
«Tercer ensayo y Debs sigue sin comprender su parte…»
Thomas, empapado y tiritando, no sabía si reír o llorar. Las chicas no habían estado ensayando un baile. Puede que estuvieran obsesionadas con la música pop, pero se consideraban intelectuales, sofisticadas.
«No voy a ver a Pippa hoy», había escrito Alice Blackstone. «Nos hemos reído mucho, pero Liz estaba en la peluquería y no ha podido venir a comprar la utilería.»
Había dado por sentado que la referencia a la «utilería» era una pretensión adolescente, parte de su argot para hacer que sus frívolas compras resultaran más propias de personas adultas. Estaba equivocado. Probablemente hubiera cierta pretensión, sí, pero solo por el término que habían utilizado. Estaban comprando atrezo.
Alice y su mejor amiga Pippa, junto con Liz y Nicki y Debs, habían estado ensayando una obra, una obra con una redacción difícil y compleja, que Alice había encontrado entre las cosas de su bisabuelo fallecido, una obra del escritor más famoso del mundo que nadie había visto representada sobre un escenario desde hacía casi cuatrocientos años.