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—Hola, Kumi —dijo Thomas.

Había encontrado una cabina de teléfono y estaba usando una tarjeta telefónica que había comprado en el kiosco de la calle principal. La diferencia horaria con Japón era más razonable desde el Reino Unido y supuso que, dadas las horas absurdas hasta las que Kumi se quedaba trabajando, acabaría de llegar a casa. Quería hablar con ella de sus días como estudiante de doctorado, de la acusación de Dagenhart de que nunca había tenido lo necesario…

—¿Tom? —respondió.

Entonces comenzó. Estaba enfadada y molesta. ¿Dónde demonios había estado? Había llamado a su instituto al ver que él no la llamaba, ¡y el director le había dicho que lo habían disparado! Al principio no lo había creído. Estaba segura de que si eso hubiera ocurrido, él la habría llamado. Tenía que haber algún error. Pero Peter había insistido y entonces ella había llamado al hospital y allí le habían dicho que Thomas había recibido un disparo pero que estaba bien y se había dado de alta voluntariamente. Así que había llamado a su casa unas mil veces, dejado otros mil mensajes en el contestador, y nada. ¿Se le había cruzado algún cable o estaba demasiado ocupado resolviendo misterios?

—¡Y ahora me llamas como si nada hubiera pasado y me dices que estás en Inglaterra!…

—Lo siento —dijo—. He debido de perder la noción del tiempo.

Pero Kumi no estaba dispuesta a dejarlo estar. Le dijo que era un egoísta. Que creía que ya habían superado eso, pero que estaba claro que él no pensaba en ella o en por lo que pudiera estar pasando…

No se le ocurría qué decir, ni siquiera recordaba por qué no le había hablado del tiroteo.

La llamada duró dos minutos y treinta y siete segundos, y Thomas salió a la luz cegadora de la tarde como si hubiera estado todo ese tiempo conteniendo la respiración. O mordiéndose la lengua. Tenía derecho a estar molesta e indignada, pero había una ira en su voz que no alcanzaba a comprender, un dolor más profundo que las cosas que le había dicho.

O por lo que pudiera estar pasando…

¿A qué se refería? Se preguntó si ocurría algo que no le hubiese contado, algo más allá de su preocupación por él. Después de todo, en el hospital le habían dicho que estaba bien. Probablemente se sentía humillada por no haberla informado, pero aun así, no era propio de ella…

—No quería preocuparte —le había dicho Thomas.

—Muy bonito, Tom —le había respondido con ese sarcasmo tan propio de ella y que sus compañeros japoneses encontraban de lo más desconcertante—. Otro ejemplo más de tu habilidad comunicativa.

Y había colgado.

No podía culparla. Habría sido mejor que hubiese comenzado la llamada contándole lo del tiroteo, pero lo cierto es que no había tenido intención de mencionárselo cuando la había llamado, por lo que la bronca le había cogido doblemente desprevenido. Al final de la llamada, Thomas sospechaba que Kumi había estado conteniendo las lágrimas. Eso le preocupó. Kumi no lloraba con facilidad.

Deambuló por el canal y observó a los estrechos barcos atravesar la esclusa, preguntándose si telefonearla de nuevo o no, pero decidió dejarlo para otro día. Si la llamaba en ese momento no se lo cogería, o el teléfono se tragaría su tarjeta telefónica con largos y enojados silencios.

Deja que esté enfadada, pensó. Tiene derecho a estarlo. Llámala mañana y hablad como es debido.

No estaba muy seguro acerca de la estrategia que debía seguir, pero una vez hubo tomado la decisión, no volvió a reconsiderarlo. Aun así, el enojo de Kumi le preocupaba.

Quizá haya algo más. Algo que no te ha dicho.

—La llamaré mañana —dijo en voz alta.

Buscó en su cartera la tarjeta de Polinski y llamó a la jefatura de policía de Evanston. La teniente tardó un rato en ponerse al teléfono y se mostró de lo más fría.

—¿Cuánto tiempo tiene pensado estar fuera del país? —preguntó.

—No lo sé. Sigo sin ser sospechoso, ¿no?

Pareció considerarlo durante unos segundos, antes de responder que no lo era, que todavía no tenían ningún sospechoso y que (en respuesta a su pregunta) el ladrillo con el que habían matado a Daniella Blackstone no había revelado nada concluyente.

—¿Qué hay de usted? —dijo—. ¿Cómo le va? ¿Ha logrado que no lo disparen?

—Estoy bien —respondió Thomas—. No estoy haciendo demasiados progresos.

—¿Sobre qué? —preguntó Polinski, mostrándose desconfiada de nuevo.

—Oh, ya sabe —dijo Thomas, retrocediendo—. Investigación. Cosas del trabajo.

—No interfiera en los asuntos policiales, señor Knight.

—De acuerdo —dijo Thomas.

—Pero si descubre algo que pueda servirnos… —añadió.

—Se lo haré saber —dijo.

Puesto que hasta el momento no había descubierto nada, resultaba una promesa fácil (si bien desalentadora) de hacer.