12
Thomas llegó al hotel sin noticias ni de la policía ni de Escolme, pero apenas había pensado en ello desde la comida. La idea de acudir a la conferencia de Shakespeare le había llenado de excitante curiosidad. Sin duda habría gente allí a la que conocería, sus nombres o sus caras, aunque lo último no era descartable. Estarían los dinosaurios de siempre insistiendo todavía en los mismos preceptos que todos los demás habían abandonado treinta años atrás, los ases de la teoría con su jerga, los «Shakespeare-devotos» (a menudo actores callejeros) y los que los trataban como admiradores irreflexivos. Se vería de nuevo inmerso en esa vieja energía, la chispa del debate inteligente, la emoción del descubrimiento, pero también se encontraría rodeado de quisquillosos y bravucones, inmerso en la pedantería y el ultraje intelectual, la pasmosa corrección política llevada al fervor ciego y las ambiciones opresivas, todos los allí congregados al acecho, cual buitres, por si alguien decía algo indescriptiblemente estúpido. Sería como pasarse por su propio funeral.
Y alegrarse de estar muerto, pensó con una sonrisa adusta.
Si es que eso era lo que significaba estar fuera del mundo académico. Quizá fuera así.
El Drake se le antojó diferente esta vez y, aunque no tenía una idea muy clara de qué esperaba encontrar allí, Thomas entró con seguridad, como si sí formara parte de ese mundo. Uno de los salones de baile acogía una exposición de libros y en el otro se realizaban las inscripciones para la conferencia. Se dirigió a ese último.
Había un par de docenas de académicos haciendo cola en tres mesas alfabetizadas, recogiendo los programas y sus identificaciones. Necesitaba una de las dos cosas para moverse a sus anchas por el lugar. Se acercó a la mesa más próxima y miró las letras (P-Z en ese caso), como si no estuviera seguro de dónde se encontraba su nombre, y apoyó con total tranquilidad la mano sobre una de las etiquetas de identificación vacías. La cogió y se fue derecho al baño.
Ya en uno de los compartimentos, escribió su nombre en un trozo de papel y lo metió en la funda de plástico. A continuación regresó con aire decidido a la recepción de la conferencia, escogió la fila de la mesa A-K y se acercó sigilosamente a ella con gesto contrito.
—Lo siento —le dijo a la agobiada estudiante que tenía ante sí—. Debo de haber traspapelado mi programa. ¿Le importa si…?
—Por supuesto que no —dijo la joven mientras le señalaba un montón de folletos en forma de pergaminos.
Thomas se marchó y echó una ojeada al programa para ver a qué ponencias podía acudir antes de que terminara el día. Se sentía satisfecho consigo mismo.
—¿Knight? ¿Thomas Knight?
Thomas se dio la vuelta. A pocos pasos de él estaba un hombre que rondaba los sesenta, con rostro de perro sabueso y ojos grandes y acuosos. Llevaba el maletín de un portátil al hombro e iba vestido a la manera de los catedráticos (un traje de tweed color brezo que quizá cincuenta años atrás fuera la última moda). Era un hombre alto, un tanto redondeado en los costados pero bastante robusto y erguido a pesar de su cabello canoso. Estaba mirando a Thomas con un gesto de incredulidad. Thomas lo reconoció a la primera.
—Profesor Dagenhart —dijo, ahogando la sensación de pánico por el hecho de que lo hubieran reconocido tan pronto, pero también contento de que fuera Dagenhart—. ¿Cómo está?
—Estoy bien —dijo el anciano. Sonrió, pero el gesto de incredulidad aún seguía ahí—. ¿Qué hay de usted? Jamás pensé que fuera a verlo de nuevo aquí —dijo. Cogió la mano de Thomas y la estrechó con firmeza.
«Aquí» no quiere decir en Chicago o en el Drake, pensó Thomas. Quiere decir en la Conferencia Nacional sobre Shakespeare.
El emplazamiento no importaba. La conferencia sería prácticamente igual independientemente de la ciudad en la que se celebrara, y la mayoría de los delegados verían poco más allá de los muros del hotel.
—Es mi ciudad —dijo Thomas de manera poco convincente—. Pensé en venir y echar un vistazo.
¿Un vistazo? Estaba retrocediendo en el tiempo, hablando como sus alumnos.
—¿Participa usted? —preguntó Dagenhart.
—Dios me libre —dijo con una franqueza de la que se arrepintió al instante—. Solo quería ver qué se cuece en los estudios shakesperianos estos días.
Dagenhart sonrió ante esa frase, aunque fue una sonrisa seca, irónica, y Thomas se apresuró a poner fin a aquel silencio.
—¿Va a participar usted, profesor? —preguntó.
—No voy a hacer una ponencia, si se refiere a eso —dijo Dagenhart—. Estoy en un seminario sobre el género en las comedias tempranas.
—Ah —dijo Thomas. Asintió como si nada pudiera ser más fascinante mientras intentaba pensar en algo inteligente que decir, intentando impresionarlo como en su momento hizo en sus clases.
—¿Y sigue dando clases en el instituto? —preguntó Dagenhart con la misma sonrisa levemente incrédula, como si Thomas hubiera dicho que reparaba chimeneas o que era domador de leones.
—Para mi castigo —sonrió Thomas.
—¿Y no piensa terminar el doctorado?
—Dios, no —dijo, también con demasiado entusiasmo—. Es decir, me encanta enseñar a los de esa edad. Siento que…
—¿Puede marcar la diferencia? —dijo Dagenhart con la misma ironía.
—Bueno, sí —dijo Thomas, intentando no sonar demasiado a la defensiva—. Un poco. Ya sabe.
—Bueno, supongo que alguien tiene que estar en las trincheras de primera línea —dijo Dagenhart—. Mejor usted que la mayoría. Aun así, no sé cómo lo aguanta.
—¿Aguantar el qué?
—La vaguería. La mediocridad institucionalizada. Todos esos malditos exámenes para demostrar lo contrario de lo que todos sabemos: que realmente no están aprendiendo nada y que a nadie le importa.
—Bueno —dijo Thomas—. No es tan malo. Estoy en un buen instituto. Y si te preocupas de verdad por tu materia y tus alumnos…
Una mujer le dio un golpecito a Dagenhart en el hombro y este se volvió. También tenía sesenta y tantos años, era alta y había algo levemente regio en su porte. De alguna manera se las arregló para no ver a Thomas.
—Ya están entrando —dijo con aburrida voz británica.
—Sí —dijo Dagenhart—. Enseguida voy. —Y, en el último momento, añadió—: Este es Tom Knight, antiguo estudiante mío. En la actualidad da clases en un instituto.
—¿De veras? —preguntó la emperatriz—. Qué solidario por su parte.
Thomas sonrió y asintió mientras leía el nombre de su etiqueta de identificación: Katrina Barker.
Casi se le desencaja la mandíbula.
—Señorita Barker —dijo—. Me encantó su libro. De veras… Era genial.
—¿El nuevo? —preguntó.
—Probablemente no —dijo Thomas—. El de las comedias en las ciudades.
—Oh, Dios santo —dijo—, eso fue en mi vida anterior. Ya no hago nada así. Pero me alegra que le gustara.
—Me pareció maravilloso. Su manera de abordar la religión en Jonson y Middleton…
Dagenhart miró el reloj y fijó sus vidriosos y perspicaces ojos en Thomas.
—Bueno, me alegra haberlo visto de nuevo, Knight. Le deseo todo lo mejor.
Barker esbozó una sonrisa de disculpa y lo miró con ojos amables. Thomas abrió las manos y negó con la cabeza. Lo comprendía, decía su gesto. Ella era alguien importante y estaba ocupada, mientras que él no era nadie…
A continuación ella siguió a Dagenhart, que se estaba abriendo paso entre la multitud que entraba por las puertas dobles a la sala donde se celebraba la conferencia, dejando a Thomas allí, mirando su programa como si supiera lo que estaba haciendo, como si tuviera derecho a estar en ese sitio.
Tuvo la dignidad suficiente como para no sentarse cerca de Dagenhart durante las tres ponencias que siguieron, aunque sus ojos siempre regresaban al lugar donde él estaba sentado, como si esperara que este fuera a volverse, sonreírle y proponerle tomar algo juntos en el bar para ponerse al día y presentarle a sus colegas. Pero el daño ya estaba hecho y las ponencias solo le sirvieron a Thomas para reafirmarse en que el mundo académico se había olvidado de él y había seguido avanzando, que más que rechazar él ese mundo por su mezquindad arcana y egoísmo y arrogancia, había sido el mundo académico el que lo había rechazado a él.
Deseó haber sido capaz de decirle algo inteligente a Katrina Barker que, en su opinión, era una mujer realmente brillante, una erudita cuyo trabajo transformaba la concepción que uno podía tener de una obra o del contexto que la produjo. Le entraron ganas de ir corriendo a comprar su nuevo libro para poder hablar con ella de este, pero sabía que no haría algo así.
La sesión de ponencias era un plenario y la sala estaba casi llena. Las ponencias fueron leídas por dos hombres y una mujer, todos a punto de abandonar la treintena o con cuarenta y pocos. Podían haber pasado por poderosos ejecutivos de alguna empresa poco convencional de la Costa Oeste. Thomas apenas entendió lo que decían. De vez en cuando captaba algo destacable, y en ocasiones era el propio vocabulario el que lo desbarataba (y no podía echarle la culpa a la jerga teórica), pero seguía sin entender de qué estaban hablando. Shakespeare apenas aparecía en las ponencias (un par de referencias al Rey Lear en una, algunas citas de Noche de reyes y Como gustéis en otra), como si dieran por sentado que las obras habían sido leídas. Lo que predominaba era el detalle histórico acerca de personas y acontecimientos oscuros y, más concretamente, «condiciones», algo que la gente allí congregada parecía considerar relevante, pues aplaudieron con entusiasmo y asintieron y murmuraron entre sí cuando el moderador dio paso a las preguntas.
—Todo esto está muy bien —dijo un joven vestido de negro que se había puesto en pie—, pero se basa en la idea de que esas obras fueron escritas por William Shakespeare, un hombre sin linaje, apenas educación, carente de experiencias en la corte o en el extranjero…
La gente comenzó a suspirar y a poner la mirada en blanco.
—Me gustaría recordarle —dijo el moderador—, que esta es una conferencia sobre Shakespeare, y que por ello, a todos los efectos, consideraremos a Shakespeare un hombre de Stratford-upon-Avon…
Se oyeron algunos aplausos y vítores. El joven continuó hablando, haciendo referencia al conde de Oxford y a la imposibilidad de que el hijo de un fabricante de guantes de Stratford pudiera haber creado una poesía de tal delicadeza y experiencia mundana…
Thomas se marchó a toda velocidad.
Abandonar la conferencia era como admitir la derrota o, peor, su fracaso, pero no quería andar merodeando por ahí con la esperanza de que lo relacionaran con algún grupo de personas inteligentes que se conocían desde años atrás y que consideraban esas conferencias como una especie de reuniones. Fue al bar. Al menos con una bebida en la mano parecería que estaba haciendo algo.
El Coq d’Or estaba revestido de paneles de madera oscura, con butacas de cuero rojo. Le apetecía un gin martini, pero tampoco quería gastarse lo que podría desembolsar por una cena, así que pidió una Honker’s Ale. Solo había dado un par de tragos cuando alzó la vista, pues notaba que alguien estaba observándolo. De pie, en la entrada principal, estaba Polinski. Permanecía muy quieta, con sus ojos fijos en él como si llevara allí ya algún tiempo, estudiándolo. En su rostro Thomas vio algo parecido al escepticismo, hostilidad incluso, y su amago de saludo se detuvo en al aire.
Ella vaciló un segundo más y a continuación se acercó hacia Thomas con la mirada fija.
—Señor Knight —dijo—, ¿qué le trae por aquí?
—La conferencia sobre Shakespeare —dijo, dando un golpecito con la cerveza a su programa—. Es lo que hacía antes. Casi. Pensé en pasarme para ver si había algún conocido.
—¿Como David Escolme?
Seguía de pie.
—Ya se ha ido del hotel —dijo Thomas—. Esta mañana. ¿No se lo dije?
—No —respondió ella.
—¿Ha venido aquí para verlo? Lo siento. Podía haberle ahorrado el viaje.
—No hay problema.
Seguía mirándolo de esa manera. Thomas le acercó una de las butacas y ella se sentó despacio. Fue un movimiento extraño y estudiado, como si estuviera manipulando algo frágil y caro. Puso las manos sobre la mesa. Eran unas manos grandes y fuertes. La piel parecía áspera y llevaba bastante descuidadas las uñas.
—Así que estudió a Shakespeare en la Universidad de Boston.
Thomas comenzó a asentir, pero luego se detuvo.
—Ha estado investigando sobre mí.
—Digamos que ha dejado bastante impronta en la prensa durante estos años —dijo. Podía haber sido una observación irónica, casi una broma, pero sus ojos decían lo contrario.
—Un hombre tiene que decir lo que piensa —dijo Thomas y tomó un sorbo de su cerveza. Antes tenía la costumbre de soltar largas peroratas sobre todo aquello que no le parecía bien y que tuviera que ver con la ciudad y el sistema educativo a todo aquel que quisiera escucharlo, especialmente a los periodistas. Eran peroratas políticamente incorrectas, a menudo avivadas por otros fracasos y decepciones, y una de ellas le había costado su puesto de trabajo. Durante cerca de un año.
—No apareció en los medios el año pasado por decir lo que pensaba —dijo ella.
—No, recientemente no —admitió. Las extrañas historias que le habían acontecido en las islas Filipinas la pasada Semana Santa habían acaparado todos los titulares, y aunque había muchas cosas que la gente desconocía, la historia de lo que había encontrado mientras intentaba aclarar la muerte de su hermano había despertado una gran curiosidad. En el instituto se había negado a hablar de aquella extraña mezcla de fanáticos paramilitares y arqueología antigua que lo había llevado de Italia a Japón, o del espectacular y sangriento caos de la playa filipina en la que su hermano había muerto y donde todo había finalmente terminado, pero la ciudad iba a recordarlo durante bastante tiempo. Inmerso como había estado en semejantes acontecimientos, lo difícil habría sido lo contrario.
Resultaba irónico, pero aquellos sucesos habían hecho que su vida diera un vuelco. Sin ellos, jamás habría recuperado su trabajo, no habría vuelto a conectar con Kumi. No compensaba en modo alguno la pérdida de su hermano, pero ayudaba pensar que algo bueno hubiera salido de su muerte.
Thomas miró a Polinski y se encogió de hombros.
—Si cree que estoy buscando publicidad para revivir mis cinco minutos de fama, está muy equivocada —dijo—. Pasé por muchas cosas el año pasado, como bien sabe, y sí, fue todo tan intenso, ampuloso y descabellado como los medios hicieron que pareciera. Pero se lo digo, no busqué nada de eso, especialmente la respuesta de la prensa amarilla, y si pudiera cambiar todo aquello a cambio de la vida de mi hermano y de mi amigo, lo haría sin pensármelo dos veces.
Ella lo escuchó y asintió, cediendo terreno, aunque parte de su cautela seguía ahí.
—Hábleme de Escolme —dijo.
—Era buen estudiante —dijo Thomas—. Fue hace diez años. Era brillante. Trabajaba duro. Socialmente hablando era un tanto… torpe. No era el chico más popular. Lleno de granos, en baja forma. Pero, como le he dicho, muy estudioso. Sacó muy buenas notas. Le escribí una carta de recomendación y lo aceptaron en varias universidades. Fue a la de Boston a estudiar filología inglesa. Me escribió una o dos veces: ya sabe, una de esas cartas que los profesores recibimos de tanto en tanto de alumnos que te agradecen haberles inspirado, y luego… nada. No he sabido nada de él en ocho años, hasta que me llamó ayer y me dijo que quería verme.
—¿Le dio alguna dirección?
—No la de su domicilio, pero tengo su tarjeta de visita.
Thomas rebuscó en su cartera y sacó la tarjeta de la VFL. Polinski la miró, pero no la cogió. Todavía se mostraba cautelosa, como si estuviera poniéndolo a prueba.
—Y afirma haber tenido en su poder una obra perdida de William Shakespeare que obtuvo de Daniella Blackstone.
—Trabajos de amor ganados, sí.
—¿Y usted lo creyó?
—No lo sé —reconoció Thomas—. Dijo que Blackstone y él la tenían y que iban a publicarla para hacerse con el copyright de la única edición moderna. Los derechos de autor solo duran un periodo determinado de tiempo, setenta años en Estados Unidos, si no me equivoco. Después pasan a ser de dominio público y solo se pueden registrar los derechos de la edición individual. Incluso aunque Shakespeare tuviera descendientes, que no es el caso, no sacarían más dinero de sus obras.
—¿Así que Blackstone estaba intentando publicar una edición sin que se filtrara el original? ¿Es eso posible? —dijo Polinski.
—No tengo ni idea. Los escritores logran mantener en secreto sus historias antes de la publicación, supongo. Pero en este caso el valor del libro dependería de si fuese realmente de Shakespeare. Necesitaría la confirmación de expertos independientes, confirmación que no podría obtener sin enseñarles la obra a los académicos, por lo que cualquiera de ellos podría filtrarlo. Una vez el manuscrito original estuviera allí fuera, pongamos fotocopiado y colgado en la página web de alguien, la obra sería de dominio público y cualquier edición que Blackstone publicara tendría que competir con la de otras personas. Eso es lo que creo. Escolme no dijo que Daniella Blackstone tuviera conocimientos doctos en ese campo, así que debemos dar por sentado que su edición habría sido básica, en el mejor de los casos. Si los académicos pudieran sacar otras ediciones, la suya no valdría nada. Tenía que mantener la obra en secreto.
—Pero ¿qué hay de la confirmación independiente? —dijo Polinski—. No se puede decir sin más que una obra es de Shakespeare, ¿no?
—Si el editor considera que se ha hecho esa afirmación de buena fe, no creo que pudiera interponérseles una acción judicial si resultara no ser de Shakespeare. Supongo que su idea era publicar la obra cuanto antes, dejar que los expertos se pelearan por su autenticidad durante un tiempo y mientras llevarse un buen pellizco de las ventas del libro. A menos que saltara claramente a la vista que no era de Shakespeare, sacarían bastante beneficio económico hasta que todo pasara. Pero mientras existiera controversia respecto al texto, seguirían ganando dinero y, si el número suficiente de expertos saliera en defensa de su autenticidad, lograrían una fortuna, al menos hasta que salieran ediciones más cuidadas, algo que probablemente llevaría años.
—Para ser profesor de instituto sabe bastante sobre esto.
—La mayor parte me lo dijo Escolme, así que puede preguntárselo a él cuando lo vea.
—Bien —contestó. Ahí estaba de nuevo, ese leve escepticismo irónico en su rostro y en su fina y alargada boca.
—¿Qué? —preguntó Thomas—. ¿Ya ha hablado con él?
—No —respondió ella—. Lo cierto es que no sabemos dónde está.
—¿Han llamado a Vernon Fredericks Literary? —dijo Thomas mientras señalaba con la cabeza a la tarjeta.
—Sí —dijo y esbozó una última sonrisa carente de jovialidad que hizo que su mirada se endureciera.
—¿Y bien?
—Bueno, es de lo más interesante —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Thomas. Estaba comenzando a sentir que estaban jugando con él.
—No han oído hablar de él.
—¿Qué?
—No trabaja allí. Nunca lo ha hecho. Y nadie con el nombre de David Escolme se ha alojado en este hotel. Nunca. —Sonriendo, añadió—: Por eso es interesante.