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Thomas pensó con rapidez. Uno iba directo hacia él, pero no podían haberlo visto o de lo contrario los dos se habrían acercado. Si podía superar a ese, podría escapar mientras el otro inspeccionaba la torre del homenaje. Miró hacia el este, el camino que recorrería para acceder al patio exterior y regresar por donde había venido, e intentó traer a la memoria dónde se encontraba exactamente. Estaba de espaldas y no era capaz de orientarse con lo poco que recordaba de la distribución del castillo. Estaba oscuro y lo estaban persiguiendo. Eso le impedía recordar algo que fuera de utilidad.
Para.
Cerró los ojos. Respiró todo lo despacio que pudo e intentó recuperar la imagen de aquel lugar tal como era a la luz del día.
Piensa.
Lo verían en cualquier momento.
Espera. Un segundo más.
Abrió los ojos y miró a su alrededor.
Estaba en el mirador, eso creía, la entrada a la cámara principal y los aposentos donde se recibía a los monarcas. Si se dirigía hacia el este, llegaría al edificio de Leicester, pero esa parte del castillo era más reciente y estaba mejor conservada. Aunque faltaran los suelos y gran parte de los muros estuvieran derruidos, seguían siendo demasiado altos como para pasarlos.
No se puede ir en esa dirección.
Se esforzó por recordar más, incluso la planta que incluía su guía, y a continuación se agachó y asomó por el muro más alejado. Tras él se alzaba una estrecha torre, un fragmento de mampostería que se levantaba cual chimenea y, debajo, un muro con las ventanas rotas bastante elevadas del suelo.
Tampoco por aquí.
Podía ir hacia el oeste a través de la cámara principal, hacia la torre de Saintlowe. Desde allí supuso que podía acceder a la sala principal de Juan de Gante, descender hasta la muralla del perímetro y salir por la torre del Cisne, en ruinas. En ese punto podría localizar la carretera que llevaba hasta la casa solariega de Daniella Blackstone. Si se libraba de ellos en el castillo, no lo seguirían hasta allí.
Si siguieran corriendo, pensó, ya estarían aquí. Te están acorralando.
Se aferró a un trozo de pared derruida y escuchó. La lluvia caía con fuerza, golpeando contra el pavimento agrietado y lleno de hierbajos, tornando la piedra rojiza en resbaladiza y oscura de manera tal que el castillo parecía desvanecerse en la noche. La poca luz que había instantes antes había desaparecido por completo. Permaneció inmóvil, pero sabía que no podría verlos ni oírlos hasta que los tuviera encima.
Comenzó a llover con más fuerza, golpeteando en el terreno. La lluvia hizo que se enfriara, y le vino muy bien. El corazón le brincaba en el pecho, el dolor del hombro se había convertido en una punzada constante y le costaba respirar. Quizá el aguacero dificultara que lo vieran. Se adentró en la oscuridad, con la mirada fija en la parte superior de los muros que tenía ante sí para no perder la orientación. Podía ver la ventana salediza de la sala principal y, a su izquierda, las ruinas de la torre de Saintlowe. Unos metros más allá, discurrió, y llegaría a la sala principal, descendería hasta el muro y saldría de allí en dirección a la casa de Blackstone antes de que sus perseguidores se dieran cuenta.
Permaneció quieto otro instante, esforzándose por escuchar, escudriñando el oscuro e irregular vacío de la cámara que tenía a sus espaldas.
Nada.
Dio un paso más, mirando hacia atrás. A continuación otro. Intentó dar uno más pero se topó contra algo sólido y frío. Se dio la vuelta rápidamente. Un muro.
No, pensó. Tiene que haber un punto por donde poder atravesarlo.
El miedo se apoderó de él mientras palpaba el muro en busca de una puerta o ventana desde la que acceder al resto de estructuras, pero no había nada.
La cámara principal podía haber estado en otro tiempo conectada a la torre de Saintlowe, pero en la segunda planta, que estaba derruida. En la planta baja no había pasadizo.
Thomas se dio la vuelta y apoyó la espalda contra el muro. En cualquier momento su perseguidor, al no encontrar manera de acceder al edificio de Leicester, doblaría la esquina. Se quitó el zapato izquierdo, luego el calcetín, y comenzó a rebuscar en los bolsillos.
Estaba levantándose cuando descubrió a un hombre junto a él. Era el calvo del pendiente e, incluso en la oscuridad, Thomas pudo ver el gesto frío e impasible de su rostro. La hoja que llevaba en la mano era corta y curvada (tres cuartos de un círculo), y el extremo era similar al de los cúteres para cortar linóleo. Extendió los brazos y a continuación ladeó la cabeza levemente, con la mirada fija en Thomas. Gritó a sus espaldas.
—¡Aquí!
Thomas cogió aire.
—Mire —dijo, intentando contener la ira y el terror—. No sé qué es lo que quieren…
No era cierto. Sabía lo que querían, y no era mantener una conversación precisamente. Había confiado en que si fingía no saber qué ocurría quizá el calvo bajara la guardia, pero pareció tener el efecto contrario. Se puso más tenso, y la hoja se elevó un par de centímetros, pero no dio ningún paso, por lo que Thomas supuso que estaría esperando a que llegara el otro tipo.
—Tengo dinero —dijo Thomas, dando un paso adelante y girando el hombro derecho hacia el hombre como si estuviera sacando la cartera, intentando parecer débil y arrepentido. El otro tipo respondió tal como esperaba, acercando la hoja al estómago de Thomas.
Dos centímetros más y lo habría abierto en canal. Pero Thomas estaba preparado. Giró hacia su derecha, cogiendo la mano del atacante que blandía el cuchillo y alejándolo de él. Tuvo que hacer uso de toda la fuerza que le quedaba para alejar el arma, y su hombro gritó a modo de protesta. En ese mismo instante blandió cual maza, con la mano izquierda, el calcetín lleno de monedas y golpeó al hombre en la cabeza. El primer golpe lo aturdió, pero no cayó, así que Thomas (cuya rabia se abría paso en su interior impulsada por la adrenalina) lo golpeó de nuevo, más fuerte, alcanzándolo justo por encima de la sien derecha. Se escuchó un golpe sordo al impactar. El arma cayó y las rodillas del tipo comenzaron a flaquear. Se desplomó cual árbol talado.
El otro estaría a punto de llegar, y no quería ni imaginar con qué podía ir armado. Thomas cogió aquella especie de cúter, pero no le gustó la sensación de llevar algo así. Se lo metió en el bolsillo y miró a su alrededor. Si regresaba sobre sus pasos, el otro tipo lo vería y cabía la posibilidad de que le saliera al encuentro. Se dio la vuelta, hacia el muro, se metió el pie desnudo en el zapato y empezó a buscar algún punto por donde trepar.
Había un lugar, en el rincón. No era más bajo, pero había un montón de escombros, los restos de mampostería de algún contrafuerte. Thomas buscó algún punto donde asirse y comenzó a trepar.
La piedra estaba resbaladiza por la lluvia, pero no se desmoronó al sujetarse, y logró meter los pies en las grietas lo suficiente como para soportar su peso. Fue trepando, subiendo un pie cada vez, haciendo todo el trabajo con su lado izquierdo, hasta que llegó al borde irregular. Ante sí tenía la estructura sombría de la sala principal donde Enrique V juró convertir las pelotas de tenis en proyectiles…
«Porque su burla burlará a buen número de viudas de sus queridos esposos, a madres de sus hijos, a castillos de sus murallas…»
Oyó a alguien maldecir en voz alta. El otro perseguidor de Thomas había encontrado a su compañero. Durante un segundo Thomas permaneció en cuclillas junto a la ventana salediza hecha añicos, mirando hacia atrás y hacia abajo por entre la lluvia, cual gárgola medieval, intentando distinguir algo en la oscuridad.
Pasó una pierna por encima del muro y se dispuso a bajar, permaneciendo unos instantes suspendido en el aire hasta caer de cuclillas al suelo. A continuación avanzó con rapidez, atravesando los sótanos de la sala hacia el patio interior, deteniéndose un instante antes de salir de la oscuridad. Sintió la hoja en el bolsillo y el peso de las monedas moviéndose en la mano izquierda. Todavía estaba enfadado, indignado, por la agresión, pero no quería pelear si podía evitarlo, y no solo porque pudiera perder.
La sala principal se alzaba sobre él, abierta al cielo y a la lluvia incesante. El edificio tenía largas ventanas a ambos lados, de modo que la estructura daba la sensación de ser poco más que un marco de piedra, pétreas y estrechas columnas y enormes espacios entre estas. Se sentía vulnerable, pero la perspectiva de salir de allí, al patio abierto, era aterradora. Intentó de nuevo recordar lo que había visto cuando había visitado el castillo a la luz del día.
Había torres y un conjunto de habitaciones a la izquierda de la entrada a los sótanos, pero estaba seguro de haber salido por ahí cuando lo había visitado de día. Por algún lugar existía una entrada, pequeña, difícil de ver, que conducía al terraplén situado junto a la muralla del perímetro. Estaba seguro. Se asomó un instante y vio a su otro perseguidor a escasos metros.
Se estaba acercando lentamente, con las manos extendidas. Una de ellas sostenía una especie de porra o tubería. Parecía desorientado, pero estaba comportándose con tranquilidad, con profesionalidad…
Thomas se pegó al interior del nicho de piedra situado en la entrada y esperó a ver qué camino tomaba. Tras unos instantes, se aventuró a mirar de nuevo, solo una fracción de segundo, apoyando la mejilla contra la piedra.
El hombre de la porra no estaba allí.
Thomas se asomó más y miró a su alrededor, incluyendo arriba. Si él podía trepar, ellos también. A continuación miró a la izquierda y vio la entrada a una de las torres. De repente, lo supo. Recordó que en el descenso había una larga escalera en espiral que conducía a un almacén que más bien parecía una mazmorra. Pero más atrás, oculta en las sombras de las cámaras que se cernían sobre este, estaba la salida casi invisible que había estado buscando.
Era arriesgado. La puerta que daba a la torre resultaba más obvia y si su perseguidor había entrado allí, solo dispondría de un segundo, probablemente no más.
Corrió, tan livianamente como sus pasos le permitían, pasó junto a la torre, descendió a la segunda y tercera planta y cruzó la estrecha puerta que llevaba a los montículos del patio exterior y al muro cortina. Llovía con más fuerza que antes y avanzaba fiándose de sus recuerdos. Bordeó hacia el norte, pasando junto a la ventana con la rejilla de hierro desde la que se divisaban los campos que otrora habían sido un lago. A continuación la torre del Cisne y los restos de piedras, que saltó cual larguero, y estaba fuera.
Ni rastro de sus perseguidores.