39
Thomas cogió el autobús a Stratford y caminó junto al río hasta el Gower Memorial, donde un Shakespeare de bronce se alzaba rodeado por estatuas de sus creaciones: Falstaff, lady Macbeth, el príncipe Hal y Hamlet. Había un grupo de turistas haciendo fotos y, tras ellos, con el mismo traje que llevaba la vez anterior, el anciano que recitaba largas citas del dramaturgo. Thomas lo miró y asintió a modo de saludo, pero el hombre estaba en medio de una declamación (Puck, parecía) y no le respondió. A Thomas no le importó. Había algo en aquel juego que lo deprimía más de lo que le satisfacía identificar las alocuciones. Quizá fuera el hombre. Había algo en él, más bien algo ausente en él.
Thomas apartó esos pensamientos de su mente y regresó a la ribera y al lugar bajo el sauce donde había echado una cabezada. Se puso cómodo y comenzó a releer Trabajos de amor perdidos. No lo había vuelto a leer desde sus tiempos de doctorado y entonces lo había hecho someramente. Ni siquiera recordaba bien el argumento. Leyó la obra del tirón, en dos horas.
La trama principal era sencilla: el rey de Navarra crea una especie de academia con sus compañeros Longaville, Dumaine y Berowne con el objetivo de estudiar y reflexionar durante tres años, mortificando sus carnes al evitar los banquetes, la bebida, la compañía de mujeres y cualquier cosa que pueda distraerlos de sus labores filosóficas. El pacto dura hasta la visita diplomática de la princesa de Francia y su séquito de tres damas, Rosalina, María y Catalina. Los hombres se enamoran de las mujeres y abandonan su retiro, persiguiéndolas con diversas invenciones románticas, faustos y lenguaje rimbombante. Todo parece ir bien, avanzando en dirección similar al desenlace (las bodas múltiples) de El sueño de una noche de verano, hasta que algo ocurre. Al final de la obra, llega un mensajero anunciando la muerte del rey de Francia, el padre de la princesa, por lo que las damas se disponen a marcharse. Los hombres intentan obtener palabras de amor de sus respectivas mujeres (presumiblemente, promesas de matrimonio), pero los ánimos han cambiado drásticamente. Todas las ocurrencias y las convenciones románticas son rechazadas como meros juegos de cortejo por las mujeres, quienes prometen ser de ellos si estos logran aguantar un año de soledad y privación. Pero entonces la obra termina.
Había mucho más, claro está, el caballero español don Armado y el pedante Holofernes, pero el argumento de la obra era bastante ligero, y el deleite para el público original tuvo que haberse hallado fundamentalmente en las bromas, las poses verbales y los juegos de palabras a los que Samuel Johnson pensaba que Shakespeare era morbosamente adicto. Era una de las primeras obras de Shakespeare, según la introducción de esa edición, aunque los expertos parecían no ponerse de acuerdo en la fecha exacta: no era posterior a 1595, sino posiblemente de finales de 1580, lo que la colocaría entre los primeros intentos como dramaturgo del autor. Incluso aunque la fecha se acercara más a 1595, seguía siendo anterior a cualquiera de las comedias de Shakespeare, a excepción de La comedia de las equivocaciones, Los dos hidalgos de Verona, La fierecilla domada, e, incluso, El sueño de una noche de verano. Pudiera considerarse o no prueba válida para datar el texto, a Thomas le parecía que el lenguaje y la caracterización de la obra eran diferentes a cualquiera de las otras, sobre todo a La comedia de las equivocaciones, que era todo argumento, y a El sueño de una noche de verano, que parecía en su conjunto una obra más rica e imaginativa. Trabajos de amor perdidos, con su emplazamiento y temática expresamente cortés, parecía una ingeniosa variación sobre un tema conocido, el amor cortés, aunque tal ingenio iba más allá de las conversaciones e imágenes para suscitar serias cuestiones acerca de la validez de toda aquella empresa.
El final, después de todo, resultaba de lo más sorprendente, oscuro y sin cierre. Thomas no recordaba ninguna otra comedia romántica de ningún periodo en el que la pareja o parejas centrales fracasaran tan estrepitosamente en su unión. La afirmación de la princesa de haber recibido el cortejo de los caballeros como un mero divertimento, algo que les había ayudado a pasar el rato pero que carecía de valor real y nada tenía que ver con el amor verdadero, era extraordinaria. Era como si, con la muerte de su padre, ella y sus damas se hubieran desplazado a otro género y los hombres no supieran cómo adaptarse. Al rey y sus amigos se les había negado lo que, en la comedia romántica, tan fácilmente se concede al final: la promesa de una relación que el público jamás llegará a ver.
«Ahora que ha llegado el instante supremo, concedednos vuestro amor», dice el rey de Navarra, que aún no asume que su petición de mano ha sido rechazada, mientras el séquito de la princesa prepara todo para su marcha.
La princesa responde: «Nos parece todavía muy breve el tiempo para pactar un contrato a perpetuidad».
Y eso era todo. El final.
Salvo que, claro está, no era el final. A Thomas le resultó imposible leer el final sin imaginar qué ocurriría en Trabajos de amor ganados, sin duda la conclusión romántica a la que la obra previa se había resistido. Nunca antes, desde que le habían mencionado por vez primera esa idea, Thomas había estado tan seguro de la existencia de esa continuación, y creer en ello suponía en cierto modo creer que todavía existía.
Pero incluso mientras notaba la excitación y emoción de tal pensamiento, se preguntó si la obra no sería mejor con la sombría inconclusión de Trabajos de amor perdidos, por poco romántica y convencional que fuera.
Menos convencional, más parecida a la vida, pensó Thomas, rememorando brevemente su reciente discusión con Kumi. Que es menos una discusión que una etapa en un compromiso táctico mayor cuyo desenlace podría estar más cerca del de Trabajos de amor perdidos que del de cualquier continuación más esperanzadora…
Thomas alzó la vista y vio al otro lado del río a dos personas manteniendo una conversación. No les habría prestado más atención de no ser porque la mujer, que parecía tener al menos sesenta años de edad, había gritado de repente «¡No!» con sorprendente ferocidad. Tenía el cabello oscuro, largo, descuidado, con mechones canos, y sus oscuros ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas. Mientras Thomas la observaba, esta comenzó a despotricar, gesticulando y señalando al hombre, que estaba de espaldas a Thomas y al río, aunque no fue capaz de oír lo que le estaba diciendo. Parte de la perorata era tan medida y rítmica que Thomas llegó a pensar que podría tratarse de la representación de una escena de una obra, de no ser porque la mujer parecía totalmente fuera de control. Agitó las manos y señaló al hombre (más bien una puñalada con su huesudo dedo) y Thomas pensó que le estaba profiriendo largos insultos.
—¡Venenoso sapo jorobado! —le pareció oír que gritaba.
O quizá lo había imaginado porque, de ser así, se trataría de Margarita gritando a Ricardo III.
El hombre no pareció responder, o bien murmuró alguna palabra que Thomas no pudo discernir desde el otro lado del Avon. Sus manos se movían ligeramente, como si estuviera haciendo gestos calmos, pero eran mínimos, empequeñecidos por la ira de la mujer.
Y entonces, repentinamente, la conversación terminó. La mujer se marchó y el hombre, con la espalda combada, se dio la vuelta hacia el agua antes de echar a andar lentamente en dirección a los andamios que rodeaban el Memorial Theatre.
Thomas parpadeó. Era su antiguo profesor, Randall Dagenhart.