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Thomas giró la servilleta en la que había escrito el camarero, pero seguía sin comprenderlo. Había conducido hasta el lugar donde debería encontrarse la casa, pero no había nada. La carretera se abría paso entre campos abiertos y árboles desperdigados. Había una iglesia y alguna granja, pero nada que mereciera el grandilocuente título de Hamstead Marshall Park Manor. Todavía no había empezado a llover, pero pronto lo haría, y estaba anocheciendo. Si no la encontraba pronto, perdería su oportunidad.
Condujo por el tramo de la carretera dos veces, y a continuación se paró y salió del coche. Hacía frío y mucho aire. Cayó en la cuenta de que estaba buscando algo similar al hogar de Blackstone, una casa majestuosa en terrenos expansivos. Allí no había nada que se le pareciera.
Aparcó junto a la iglesia, un pequeño edificio de piedra con una torre cuadrada, probablemente de origen medieval, pero que había sufrido transformaciones a lo largo de los años. Caminó por el cementerio con la esperanza de que alguien estuviera trabajando aún y pudiera indicarle la dirección correcta. Pero no había nadie.
Deambuló por el cementerio, con sus lápidas erosionadas y tambaleantes, mirando a los campos en busca de alguna señal de la casa, y fue entonces cuando vio algo extraño. En medio de aquel prado de pajonal descuidado había un par de pilares de ladrillo con nichos insertados y coronados con jarrones de piedra. De los ladrillos salían hierbajos que caían cual enredaderas desde las urnas. Parecían los postes de una verja, solo que allí no había ninguna verja, ni muros o paredes, ni nada en el interior.
Thomas caminó hacia los pilares.
En el suelo había una flor amarilla. Supuso que crecerían en la zona, pero le faltaba el tallo, como si alguien la hubiera tirado allí. A pocos pasos encontró otra. No supo muy bien por qué, pero aquellas flores lo inquietaron.
Thomas caminó con cuidado por aquel terreno irregular y sintió la primera gota del cielo gris en su mejilla. Cuando estuvo más cerca de los pilares, se convenció todavía más de que eran postes de una verja, pero en aquel lugar completamente abierto parecía algo surrealista y sobrenatural, como aquellos monolitos de antiguos círculos de piedra que surgían de la propia tierra. Miró a su alrededor. Ya llovía con bastante intensidad y el lugar resultaba extraño y aislado. Entró (si es que había algo a lo que entrar) y miró de nuevo cuanto le circundaba, como si esperara que un edificio apareciera de repente ante él, cual estructura espectral en un cuento de hadas o de fantasmas. No había nada, y como la lluvia parecía ir a más, empezó a plantearse regresar al coche. Sin duda se había confundido. Había más flores allí, cortadas y lanzadas al azar o arrastradas por el viento, algunas eran frescas, otras ya estaban marchitas, otras completamente secas, pero ninguna parecía originaria del lugar.
Había algo en aquel sitio, algo antiguo y elemental. Thomas se estremeció.
Y entonces la vio. Estaba agachada a unos doscientos metros de distancia, quieta, con la cabeza ligeramente ladeada al otro lado de donde Thomas se encontraba. Bien podía haber sido una piedra semienterrada pero, a pesar de estar tan quieta, a Thomas le sorprendió lo mucho que había tardado en verla. Era mayor, pensó, de aspecto frágil, con largos cabellos que se agitaban con el viento. Thomas avanzó con más rapidez. Ella llevaba un abrigo oscuro con el cinturón muy apretado. A su alrededor, flores. Flores cortadas.