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Thomas soñó con túneles y oscuridad, y luego oyó fragmentos de conversaciones en francés y la oscuridad comenzó a tornarse gris, así hasta que fue consciente de que ya estaba despierto. Se movió y sintió un dolor punzante en la cabeza, por lo que durante unos segundos le entraron ganas de vomitar. Mantuvo los ojos cerrados y el cuerpo quieto hasta que se le pasaron las náuseas y a continuación miró con cautela a su alrededor.

Estaba tumbado en una cama con el armazón de metal y un colchón muy fino que olía a vinagre, en una habitación abovedada y excavada en la piedra. No estaba donde había sido atacado, pero sin duda lo habían llevado a otro lugar de las bodegas. El aire era frío y la luz tenue. Seguía sin zapatos y su reloj había desaparecido. Tenía la muñeca derecha esposada al armazón de la cama.

Movió la mano para comprobar la solidez de las esposas, pero estas lo sujetaban con seguridad y firmeza. Se incorporó, sacó las piernas hasta sentarse en el borde de la cama y se llevó la mano a la nuca. Tenía un chichón duro y doloroso tras la oreja, pero no había sangre y la piel no parecía estar rasgada o magullada. Lo que pudieran hacerle después, sin embargo, prefería no pensarlo.

No, dadas las circunstancias.

Rebuscó en sus bolsillos con la mano libre. Nada. Lo que significaba que tenían su cartera y que sabían quién era. Eso no sería de gran ayuda. Se miró el hombro. Le dolía, pero no tenía sangre en la camisa.

Había una sola puerta de metal y un par de barriles en un rincón. La habitación era más grande de lo que suponía que sería una celda, pero salvo ese detalle podría haber pasado perfectamente por una. Carecía de ventanas y la puerta parecía resistente. No podría haber ido a ningún lado incluso aunque no hubiera estado esposado a la cama.

Así que esperó, recordando lo que había ocurrido en los túneles, aproximándose con recelo al recuerdo del vinicultor (o lo que quiera que hubiese sido en realidad) muerto, como si volviera a acercarse al cadáver de nuevo. No sentía demasiada tristeza por aquel hombre, pues no lo conocía, solo confusión y horror por la manera en que había muerto, así como un cierto temor ante lo que aquello podía suponer para él. Después de todo, quienquiera que le hubiera hecho eso al hombre de los zapatos con hebillas podía hacerle lo mismo a él.

Salvo que ya podían habértelo hecho si hubieran querido.

Lo meditó, y solo se le ocurrieron dos explicaciones. Si los hombres que lo habían golpeado también habían matado al otro estadounidense, entonces lo querían vivo por una razón, y esta probablemente tuviera que ver con lo que tenía que decirles a sus captores cuando estos hicieran finalmente acto de presencia.

Si ellos no lo habían matado, entonces había habido alguien más husmeando en las bodegas.

Thomas estaba desconcertado con la muerte del vinicultor. Si ese había sido el hombre que había estado en su patio la noche después de la muerte de Daniella Blackstone, ¿cuál era el vínculo entre ellos? Pensó en aquel hombre, en cuando lo había conocido en Reims, y se preguntó si no lo habría estado poniendo a prueba para ver si lo reconocía del callejón oscuro de Evanston. Tenía que haberle resultado divertido que Thomas no supiera que se habían conocido (y peleado) con anterioridad. Esa idea resultaba exasperante y reforzaba la sensación de que Thomas no tenía nada que hacer allí, que no sabía nada, y que simplemente había estado dando tumbos de un desastre a otro.

Pero este desastre puede hacer que te maten.

Así que esperó, preguntándose cómo prepararse para lo que conllevaría la inevitable conversación con sus captores, preguntándose cuánto tiempo había permanecido inconsciente y, puesto que no tenía reloj, cuánto llevaba despierto. ¿Cinco minutos? ¿Diez? No estaba seguro.

Cuanto más tiempo pasaba, menos seguro estaba, y solo la falta de hambre y de ganas de ir al baño era lo que le indicaba que lo que había interpretado como varias horas, probablemente no hubiera sido más de una. De vez en cuando le parecía oír movimientos lejanos en las galerías y en una ocasión estaba seguro de haber escuchado voces, pero no hubo respuesta a sus gritos (en un francés lamentable) y, aun así, tampoco sabía muy bien qué gritar. Cualquiera que pudiera oírlo ya sabía que estaba allí.

En una ocasión las luces parpadearon y Thomas se quedó mirándolas, rogando para que siguieran encendidas, intentando reprimir el amargo pánico que se agolpaba cual ácido en su garganta. Las luces volvieron, con menos intensidad pero iluminación constante, y permaneció observándolas durante cinco minutos enteros hasta estar seguro de que seguirían así sin su atención. Entonces apartó la vista.

Mientras continuaba allí sentado, la estupidez y el sinsentido de todo aquello cobraron una dimensión mayor. Era un aficionado dando tumbos entre cadáveres que se agolpaban tras él. Pensó en David Escolme. Lo que tenía que haber hecho era haberse marchado sin más. Adonde tenía que haber ido era a Tokio. ¿Qué demonios sabía Deborah acerca de lo que podía o no necesitar Kumi? Ni siquiera la conocía.

La operación había ido bien y la radioterapia ya estaba programada. ¿Era con la radioterapia con lo que se le caía el pelo a la gente? ¿O era con la quimio? Le sobresaltó comprobar lo poco que sabía acerca del cáncer. Era una de esas palabras de las que había huido durante toda su vida, como si el ignorarla pudiera hacer que desapareciera. Que pudiera ser real, que pudiera afectar a gente de su edad, de la edad de Kumi, nunca había llegado a pasársele por la cabeza. Todavía estaba en la treintena y no tenía antecedentes familiares de la enfermedad. Sabía que era posible, claro, intelectualmente hablando, pero comprenderlo, agarrarlo como se agarraría el mismo tumor, extendiéndose con tanta rapidez que casi podía sentirse… No. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo puedes seguir con tu vida sabiendo que tu propio cuerpo puede arrebatarte todo…?

Basta.

Sí, ya basta.

Las pisadas, cuando fueron a buscarlo, comenzaron de repente, cercanas, como si su propietario hubiera estado esperando en el mismo pasillo. Había dos hombres, nervudos y vestidos con monos manchados de roca caliza y suciedad, con ojos oscuros y tristes. Uno sostenía el mango de una piqueta con las dos manos, y el otro un revólver negro que parecía bastante antiguo. Ninguno dijo nada. El hombre que sostenía la pistola permaneció en la puerta con el arma apuntando distraídamente al tronco de Thomas mientras el otro le quitaba las esposas. Una vez lo liberaron, Thomas fue conducido a empellones con el extremo de la piqueta y salió de la habitación. El hombre de la pistola cerró la marcha.

Caminaron en línea recta durante cerca de cien metros y a continuación otro par de empellones dirigieron a Thomas a la derecha y a las puertas de un ascensor de hierro abollado, nada que ver con el ascensor elegante y limpio que usaban los turistas. Thomas entró y permaneció en silencio entre los dos, preguntándose adónde iban y si debería intentar coger el arma.

Ah sí, pensó. Un plan de supervivencia basado en tu extensa experiencia viendo películas de James Bond. Puedes aturdirlos con los botones explosivos de tu camisa

Sonrió para sí mismo y el tipo que sostenía la piqueta lo miró con dureza.

El ascensor comenzó a subir haciendo bastante ruido, pero con rapidez. Era uno de esos ascensores antiguos con una rejilla que se cerraba por dentro de la puerta, de manera que podías ver que se sucedían las plantas. Salvo que allí no había plantas, sino unos cuatro metros de piedra, a continuación una maltrecha puerta de acero y, en el nivel superior, algo bastante diferente.

La puerta era de una madera exótica lacada y con profundas vetas. Tenía relucientes adornos de latón.

Mientras su compañero echaba a un lado la rejilla de metal, el tipo de la pistola dio un paso atrás e indicó a Thomas que saliera del ascensor. Fue algo raro, como si se estuviera produciendo un extraño cambio en la tónica de aquel día, pero de una manera que no alcanzaba a comprender. Empujó la puerta de madera y miró hacia abajo, como si creyera que iba caer a la nada, como el crío que entra en la sala de la torre sin suelo en Secuestrado, de Stevenson. Había una alfombra de felpa carmesí con adornos dorados. Thomas entró, pero sus escoltas no lo hicieron. Cerraron la rejilla tras de sí, con ojos ausentes e impertérritos mientras la puerta se deslizaba, y el ascensor chirrió al descender.

Thomas se encontraba en una elegante habitación con pinturas al óleo en ornamentados marcos dorados: paisajes y retratos de los siglos XVIII y XIX, supuso. En un extremo de la habitación había un par de puertas de la misma madera, cerradas. En el otro extremo dos puertas exactamente iguales, pero abiertas, lo invitaban a entrar a un amplio y soleado salón con chaises longues y butacas. Todo era de un regio azul y dorado. Sonaba música de cámara. Thomas dio por sentado que era una grabación, aunque tampoco le habría sorprendido demasiado doblar una esquina y toparse con unos violinistas provistos de pelucas empolvadas. Había una figura junto a la ventana, un hombre de unos sesenta años, menudo y con aspecto frágil, vestido con un traje de franela gris de elegante corte y raya diplomática. Llevaba un clavel blanco en el ojal.

—Entre, señor Knight —dijo. Su voz tenía un fuerte acento francés, pero se le entendía perfectamente—. Tome asiento.