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Thomas se apoyó sobre su costado y giró hasta ponerse de rodillas. Con cuidado, conteniendo el dolor de su hombro, comenzó a arrastrarse hacia la puerta, todavía con la pistola en la mano. No sabía cuántas balas quedaban ni tampoco cómo comprobarlo, pero aun así siguió con ella. Si el intruso permanecía allí, quería tener una oportunidad de hacerle frente. A decir verdad, sabía que a menos que ese tipo ya estuviera muerto o se hubiera marchado, no tendría ninguna. Apenas podía moverse y dudaba mucho que pudiese levantar el arma y apuntar con ella. No tenía fuerza en el brazo derecho, por lo que se había cambiado el arma a la izquierda, pero sabía que por muy mal que disparara con la derecha, con la izquierda iba a ser mucho peor. Se le vinieron a la cabeza aquellos bateadores ambidiestros que podían lograr home runs desde ambos lados del home

Eso es, pensó. Piensa en los Cubs. No pienses en el dolor. No pienses en los pulmones. Imagina que estás en Wrigley

Su respiración ya no era tal, sino inhalaciones y exhalaciones leves y jadeantes. Cada una de ellas le provocaba un gran dolor en el pecho. Estaba empeorando. Llegó a la puerta y se asomó al oscuro pasillo, sosteniendo por delante la pistola como si pudiera serle de ayuda.

No había ni rastro del atacante.

Esa era una buena noticia. La mala era que quedaban otros cinco metros hasta la cocina y al menos esa distancia hasta el teléfono, que estaba colocado en la pared. Apenas si podía arrastrarse. No iba a ser capaz de ponerse en pie y coger el auricular.

Zambrano está en el montículo del lanzador, pensó. Derrek Lee sigue en buena forma y Mark DeRosa está en su mejor momento… Aún hay esperanza.

Pensó en Kumi y en la segunda oportunidad que se les había presentado para rehacer sus vidas. Tras todo ese tiempo separados, quizá pudieran intentarlo de nuevo, y nada en los últimos diez años había sido tan bueno como esa frágil verdad. Comenzó a arrastrarse otra vez. El dolor iba a peor. No iba a conseguirlo.

Avanzó un metro. Luego otro. Cuando llegó a la puerta las fuerzas lo abandonaron y se desplomó sobre la parte en que la madera se unía a la fría losa del suelo de la cocina. Estaba empezando a temblar y el deseo de quedarse donde estaba y dormir como si tuviera una resaca terrible había vuelto.

Túmbate, pensó. Relájate. Dormir un poco no te hará daño.

Se puso a gatas de nuevo como si acabara de hacer cientos de flexiones. El hombro le dolía horrores y tenía el brazo combado, pero logró estirarlo. No entraba demasiada luz por la ventana (la ventana donde había visto el rostro sin vida de Daniella Blackstone, implorándole que la dejara entrar), pero estaba seguro de que la piel de sus manos se estaba volviendo cianótica.

Esto no pinta nada bien, pensó.

Y el teléfono estaba a miles de kilómetros, lejos de su alcance. Tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque no sabía muy bien si era una reacción física o emocional. Avanzó un poco más y se desplomó junto a la nevera. Con grandes dolores logró darse la vuelta y colocarse boca arriba, intentando coger aire, sintiendo que la habitación empezaba a dar vueltas.

Solo un poco más, pensó.

La inconsciencia se acercaba a él con su asfixiante abrazo. La apartó de su mente, como si estuviera espantando cuervos, y se asomó por el lateral de la nevera.

Había una escoba, uno de esos viejos modelos con paja trenzada, igual a una que habían tenido sus padres.

Intentó cogerla, primero con la imaginación, después con la mano izquierda. No llegaba, por lo que tuvo que estirarse centímetro a centímetro, alzando la espalda y desplazándola hacia la derecha, cual serpiente de cascabel agonizante. Estiró la mano de nuevo, pero todavía le faltaban unos centímetros.

Ya no queda mucho.

Se estiró y retorció de nuevo y en esa ocasión sus dedos tocaron las gruesas cerdas de la escoba, tiró de ellas y la escoba cayó encima de él. El mango impactó en la losa y sonó como si acabaran de descorchar una botella de champán.

Aún no estoy muerto.

Apoyando el extremo del mango en su mano derecha inerte, usó la izquierda para empujar el cepillo hacia arriba, hacia la encimera. Empujó con fuerza, como si de una lanza se tratara. Nada. Lo intentó de nuevo. Nada. Gritó y la lanzó hacia arriba una vez más.

En esta ocasión oyó el golpe del teléfono al caer al suelo. Agitó la mano izquierda, lo cogió y pulsó el botón para hablar. Con la poca capacidad de concentración que le quedaba pulsó a ciegas el teclado, murmurando mientras lo hacía:

—Nueve. Uno. Uno.

Estrujó el auricular contra su cabeza y escuchó con los ojos cerrados. Cuando oyó una voz, acertó a decir «1247 Sycamore» antes de desmayarse.