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Thomas salió a trompicones del círculo de piedra hasta el camino de regreso de la ruta de Ridgeway con Elsbeth Church sobre su hombro izquierdo. No había articulado palabra desde que se había desplomado en el suelo cuando Bradley se había convertido en una antorcha viviente. Thomas no sabía si Elsbeth seguía con vida. La bala le había impactado en el bajo vientre y había perdido mucha sangre. Desconocía los daños internos que podía tener o en qué medida podía afectarle que la llevara hasta el coche de esa manera, pero lo que sí sabía era que moriría si la dejaba allí, y no había nadie más que la pudiera ayudar. Se había quitado la camisa, la había hecho jirones y le había vendado las heridas, pero dudaba que eso fuera suficiente.
Bradley no había sobrevivido a las llamas. Thomas se alegraba de que hubiese sido de noche para no haber tenido que verle las horribles quemaduras, pero sospechaba que su viejo amigo había muerto de un fallo cardiaco.
La obra, por supuesto, se había calcinado por completo.
Dagenhart también había muerto, aunque Thomas creía que sus últimos pensamientos (si es que había sido consciente de que iba a morir) probablemente hubiesen sido de alivio.
Llegó hasta el camino de la ruta prehistórica de Ridgeway con la certeza de que, en caso de que Church siguiera con vida, no podría recorrer el kilómetro y medio de distancia hasta el coche con Elsbeth a hombros sin tardar más tiempo del que a ella le quedaba. No veía más allá de unos metros. Deseó haber cogido las gafas de visión nocturna de Taylor. Aun así, siguió avanzando, a ciegas y con determinación, aunque caminaba como si estuviera envuelto en un manto de fracaso. Dejaba tras de sí todo un rastro de cadáveres, y lo único que había querido salvar se había perdido con el fuego. No había conseguido nada.
Se abrió camino entre los setos hasta salir a un punto donde vastos campos se extendían a su izquierda y frondosos pinos a su derecha. Y entonces, cuando sus piernas comenzaban a flaquear bajo el peso de su carga, zigzagueando de un lado a otro del camino, vio a dos hombres acercándose a la carrera. Eran hombres grandes. Bajo la luz de la luna pudo verlos con bastante claridad una vez estuvieron más cerca. Uno de ellos era calvo y lucía un pendiente.
Thomas se detuvo y con cuidado dejó a Church sobre la hierba, bajo los arbustos. Le pareció ver sus ojos parpadear, pero ya no oía su respiración.
Los dos hombres se habían separado un poco entre sí al aproximarse. Llevaban los mismos trajes y abrigos que habían vestido cuando lo habían perseguido por las ruinas del castillo de Kenilworth y seguían teniendo esa cautela vigilante, como si estuvieran cercando a un animal salvaje.
Pero Thomas se sentía cualquier cosa menos salvaje. Estaba exhausto. Le temblaban las piernas y dudaba de haber podido cargar con Elsbeth más tiempo si no hubieran aparecido. No tenía energía para luchar o resistirse, y lo único que sentía era desolación y desesperación. Se agachó y comenzó a reír por la inutilidad del aprieto en el que se había metido, por el fracaso de su misión, por todo.