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Ya era bastante de noche cuando Thomas se subió al autobús de Warwick, pero no era un problema. Solo tenía que esperar a la última parada antes de cambiarse al de Kenilworth. Se subió a la planta superior, por eso de la novedad, pero estaba demasiado oscuro como para ver nada, y subir las escaleras mientras el autobús giraba era ya aventura suficiente para una noche.
No habría visto a aquellos dos hombres si el autobús de Kenilworth hubiera sido puntual. Tenía cuatro minutos que matar hasta que las puertas se abrieran, tiempo más que suficiente para reconocer a los dos grandullones que habían estado sentados en el patio del Dirty Duck. Probablemente habían permanecido en el piso inferior del autobús, pero Thomas no los había visto hasta ese momento, y lo cierto era que solo les había prestado atención porque uno de ellos estaba fumando, a pesar de todos los carteles de prohibición que había en la estación de autobuses.
Tenían un aspecto similar, aunque uno era completamente calvo y llevaba un pendiente que brillaba. El otro, el fumador, tenía un rostro rubicundo y una nariz chata como la de un boxeador profesional. Iban bien vestidos, con trajes de corte recto que hacían que sus espaldas parecieran lo suficientemente anchas como para bloquear puertas, y encima de los trajes llevaban gabardinas. Sin embargo, lo que realmente llamó la atención de Thomas fue la sensación de que no encajaban en aquel lugar con aquellas ropas, donde los pobres y los borrachos se disponían a volver a casa. No hablaban entre sí, ni miraban a nadie, y sus movimientos eran escasos. El tipo calvo había enrollado el periódico. El otro llevaba un paraguas.
A Thomas no le gustaba nada aquello.
Tenía la leve esperanza de que cuando las puertas se abrieran se quedaran donde estaban, aguardando otro autobús, y por un momento su deseo pareció ir a cumplirse. Thomas se había sentado en la parte trasera, donde había unos chavales de lo más ruidosos y un par de señoras mayores, pero no había ni rastro de los dos hombres, hasta que se encendió el motor. Se subieron en marcha, moviéndose con despreocupación animal, pagaron y se sentaron en la mitad del autobús, de manera que Thomas podía ver sus nucas desde su asiento. No lo miraron ni intercambiaron palabra alguna, pero el corazón de Thomas había comenzado a latir de manera descontrolada.
Observó las luces de la ciudad, que iban quedándose atrás hasta convertirse en una masa uniforme al llegar a los alrededores de Warwick. Entraron en Kenilworth. Los dos hombres aún no habían cruzado una palabra y Thomas sintió que se le hacía un nudo en el estómago, aunque intentó no pensar en ello. Sin duda estaba exagerando. Era una coincidencia, no demasiado destacable, que esos dos hombres hubieran estado en el pub más conocido de Stratford y que en esos momentos estuvieran regresando a su casa. Observó la oscuridad exterior mientras los árboles se reflejaban con la luz proveniente de las ventanillas del autobús. Ya casi era su parada.
Pensó con rapidez. La parada estaba a unos cuatrocientos metros del hotel, pero no recordaba demasiado del camino: ¿había una casa o dos? Un montón de árboles, eso sí, y una carretera tranquila: en aquellos momentos, prácticamente desierta. Podía hacer amago de bajarse y, si ellos también se levantaban, fingir que había cambiado de opinión y permanecer allí, aunque no sabía adónde iría luego. Podía hablar con el conductor, pero no se le ocurría nada que pudiera decirle que no sonara patético, una majadería incluso.
Una anciana cargada de bolsas se colocó junto a las puertas y apretó un botón. Sonó un timbre. Instantes después, el autobús comenzó a detenerse y ella se dispuso a coger sus pertenencias con gran lentitud. Thomas miró por la ventanilla y se puso en pie.
Adelantó a la mujer en tres zancadas y se bajó del autobús cuando los dos hombres, cogidos por sorpresa, corrieron tras él, momentáneamente bloqueados por las bolsas de la anciana.
Thomas no volvió la vista atrás. Oyó el alboroto, pero cruzó con rapidez la carretera, alejándose en la medida de lo posible de la luz proveniente del interior del bus y acelerando el paso conforme se acercaba al sendero de grava y madera con la señal que conducía al aparcamiento del castillo de Kenilworth.