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Thomas pasó dos días más en la cama del hospital, cambiando continuamente de canal y gritando de tanto en tanto ante las tonterías que emitía la televisión, hasta que el dolor de su hombro le obligaba a recostarse de nuevo y cerrar la boca. Transcurrido ese tiempo dijo que se iba a casa. Su médico, un hombre de mediana edad, gesto duro, ojos entusiastas y voz nasal, dijo que preferiría que permaneciera allí un par de días más, pero que volver a casa no iba a matarlo.

—Bien —dijo Thomas—. He visto más televisión de la que una persona puede soportar.

—Podría leer un libro —dijo el médico—. Algunas personas aún lo hacen.

—Mis hordas de amigos y conocidos se han olvidado de traerme uno —dijo Thomas.

Además de la policía solo había tenido otra visita, Peter, el director, que había asomado con gesto avergonzado la cabeza por la puerta tras unas flores y una enorme tarjeta firmada por sus alumnos. Thomas no tenía muchos amigos, pero considerando dónde se encontraba hacía poco más de un año (la bebida, la pérdida de su puesto de trabajo y otros oscuros momentos), pensó que no le iba nada mal. Leyó los nombres garabateados en la tarjeta y sonrió.

Había llamado el día anterior a Kumi para saludarla y, por motivos que no podía identificar con claridad, no le había contado lo que le había ocurrido.

No quieres que se preocupe, concluyó.

Había salido de nuevo en el Chicago Tribune, algo inevitable dada su notoriedad en el pasado, pero Kumi no lo vería, y nadie había pensado en llamarla. Por lo que a la policía respectaba, seguían separados y no tenían demasiado contacto.

Por teléfono, Kumi le había hablado de su lucha continua por no ser demasiado agresiva en sus clases de kárate y la necesidad de controlarse de igual manera en el trabajo.

—Siento que estoy atrapada en mitad de algo —dijo—. De todo. No soy japonesa, pero tampoco estadounidense. La gente no sabe muy bien qué hacer conmigo. Y sigo pasando de puntillas por protocolos culturales que no comprendo del todo. A veces me siento como si estuviera intentando hacer mi trabajo con un traje espacial, o con uno de esos buzos, que estaría muy bien si mi trabajo estuviera relacionado con el espacio. O el submarinismo. Estoy mejorando, pero nunca llegaré a formar parte de todo esto.

Thomas sonrió. Le ayudaba oír su voz.

—Pues vuelve a casa —dijo—. Tómate unas vacaciones. Solicita un puesto en Estados Unidos.

—Deja que domine mi sushi primero —dijo refiriéndose a sus clases de cocina—. Todavía me da demasiado miedo preparar pescado crudo para otra persona que no sea yo. Espera a que aprenda a hacer maguro maki y luego ya veremos.

—Pronto, espero. —Se llevó la mano izquierda al hombro derecho y se frotó la zona dolorida. Parecía que el dolor no iba a desaparecer.

¿Por qué no se lo cuentas?, se preguntó. Por qué no le dices: Escucha, Kumi, siento lo del sushi y demás, pero me han disparado

Pero no lo hizo. No mintió, pero tampoco lo contó, y posteriormente volvió a preguntárselo de nuevo. ¿Por qué no se lo había contado?

Porque si se lo dices y no viene, eso significaría que no está preparada para abandonar su trabajo, por mucho que se queje de él, para estar contigo, que no te quiere lo suficiente…

En ocasiones cierta incertidumbre era preferible a saber algo con certeza.

Pensó en Julia McBride, la atractiva shakesperiana que también figuraba en la lista de gente a la que no le había contado lo de su disparo. Tampoco se lo había contado a ella, pero era consciente de que no lo había hecho, y eso le preocupaba.

Cuidado, Thomas, se recordó.

Cuando recibió el disparo llevaba un albornoz que le habían cortado para acceder mejor a la herida, así que no tenía nada más que unos calzoncillos que le habían dado en el hospital. Le pidió a Peter que le llevara unos vaqueros y una camiseta de casa, una petición que a su jefe pareció resultarle humillante y desconcertante. Peter había aparecido al día siguiente con ropa que Thomas no se ponía desde hacía años, ropa que debía de haber sacado del lugar más recóndito de su armario. Thomas ocultó su exasperación y le dio las gracias, pero protestó cuando el director se mostró de acuerdo con la policía.

—No, Thomas —dijo mientras le daba una palmadita en las piernas, tapadas por la sábana—. Todas tus clases están cubiertas. Descansa. Disfruta del verano.

Tras días en cama, Thomas echaba chispas ante la perspectiva de no tener nada que hacer cuando saliera del hospital, pero durante diez minutos después de que Peter se marchara, permaneció donde estaba, con los ojos fijos en la horrible ropa colocada a los pies de la cama. Encendió la televisión para distraerse y cambió de canal hasta que encontró una reposición de El ala oeste de la Casa Blanca. Estaba viendo el capítulo, pensando aún en levantarse, cuando la puerta se abrió de nuevo y una mujer entró en la habitación. Llevaba un traje de pantalón y chaqueta gris muy formal y el pelo de una manera bastante diferente a la última vez que la había visto, pero aquellos andares de jirafa eran inconfundibles. Se detuvo junto a la cama, con las manos en las caderas, cerniéndose sobre él como si acabara de cortarle el paso.

—No paras quieto hasta que logras que te disparen, ¿verdad? —dijo Deborah Miller.