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Thomas deambuló por Stratford como si lo envolviera un velo de niebla. Así había sido desde la llamada, desde que había oído esa palabra, y había pasado toda la tarde en la habitación, andando de un lado a otro o sentado en silencio durante horas. Se quedó traspuesto en el sillón, soñando en duermevela cosas que no recordaba, pero que le habían dejado una sensación de pánico y angustia, cual huellas de pisadas bajo su ventana. El único sueño que recordaba era el último, Daniella Blackstone, sus extraños ojos de diferentes colores, ausentes, y su cabeza ensangrentada, apoyada contra la ventana de su cocina de Evanston y diciendo el nombre de Kumi. Al levantarse por la mañana esa palabra estaba esperándolo, cual bestia con garras agazapada en el rincón.

Cáncer.

Así que se fue a pasear y cuando ya llevaba un par de horas haciéndolo llamó a Deborah Miller a su móvil, con la mirada fija en la nada mientras esperaba a que se lo cogiera.

—No, trágicamente no me has despertado —dijo—. He tenido que ir a Valladolid a echar una mano en el laboratorio. Si me hubieras llamado después, a una hora decente en la que ya pudiera estar levantada, me habrías pillado en un lugar en el que solo se tiene cobertura si se trepa a una torre de madera de ciento veinte metros construida en la selva para tal fin.

Thomas, que había olvidado que Deborah iba a estar en México, la interrumpió. Fue al grano. Se lo dijo sin más. Ella se quedó en silencio unos instantes, y Thomas pensó que quizá estuviera llorando. Cuando habló, fue para formularle la pregunta que Thomas sabía que le iba a hacer.

—¿Vas a ir a Japón?

—Ella dice que no —dijo Thomas—. No lo sé. Parece… no sé… como si quisiera hacer como que nada pasa. Pero quizá debería ir. Estar con ella.

—¿Por ella o por ti?

—Por los dos, supongo. ¿Importa eso?

—Quizá no —contestó Deborah. Thomas nunca la había notado tan reservada—. Quizá necesite normalidad.

—Y yo no soy parte de semejante cosa —dijo Thomas.

—Thomas —dijo Deborah, recuperada ya su seguridad en sí misma—, no es el momento de sentir pena por ti. No al menos cuando trates con ella. Tienes que hacer y decir las cosas que necesita de ti. Si crees que lo que realmente necesita es que vayas, entonces cuelga y vete. Si quieres hacerlo para sentirte mejor, para sentir que estás haciendo algo, olvídalo. Una vecina de mi madre tuvo cáncer terminal dos veces.

—¿Es una broma? —dijo Thomas.

—Algo así —dijo Deborah—, pero es cierto. Y no pudo seguir adelante porque no tuvo tiempo para ponerle freno. Se negaba a ello. No quiero darte una charla new age acerca del poder de la mente sobre la materia, Thomas, pero por lo que he oído, la actitud es muy importante cuando se tiene cáncer.

Thomas asintió, estremeciéndose ligeramente al oír la palabra.

—No has sido parte de su vida durante los últimos años —dijo—. No habéis compartido el día a día, trabajo, comidas, una rutina, vaya. Si ahora vas allí, no es normal. Se convierte en algo fuera de lo normal.

—¿Fuera de lo normal…?

—Sé que todo esto es algo fuera de lo normal, pero ella no puede pensar en tales términos. Necesita seguir con su vida. Tener la mente ocupada. ¿Esa no es la Kumi que conoces?

Thomas vaciló.

—No crees que deba ir —dijo.

—Creo que está siendo honesta al decirte que no quiere que vayas. Ahora no. Todavía no. No te lo tomes como algo personal. No es por ti.

Thomas cogió el autobús a Stratford y se unió a la marea de shakesperianos que estaban tomando té y fumando en las escaleras del instituto. Cualquier cosa con tal de no pensar en ello. Saludó con la cabeza a Taylor Bradley, pero no hizo amago de hablar con él, y tan pronto como el grupo comenzó a acceder para la sesión de las once en punto, agachó la cabeza y entró antes de que nadie pudiera cerrarle la puerta en las narices.

Se sentó al final de la sala del seminario, que estaba llena. Le daba igual quién hablara, o acerca de qué. Se presentó para poder pensar. O no pensar.

Resultó ser la ponencia de Julia McBride. Allí estaba ella, sentada tras una mesa y flanqueada por sus estudiantes, Angela a la derecha y Chad a la izquierda. La moderadora, una mujer escocesa con un fuerte acento, los presentó, y los estudiantes se esforzaron por no parecer orgullosos y aterrorizados cuando se citaron sus exiguos logros, mientras Julia, serena, bebía agua embotellada de un vaso. El debate se titulaba «Más cuerpos modernos tempranos».

Thomas no estaba escuchando. De vez en cuando captaba alguna frase, una cita por lo general, pero aunque comprendía las palabras, no captaba lo que significaban. La ponencia de Chad, que se valió de los gemelos Dromio en Comedia de equivocaciones para decir algo acerca de como la identidad del Renacimiento (o, como él prefería decir, el periodo moderno temprano) se conformaba por la ropa, fue la menos profesional de las tres, aunque parecía lo suficientemente eficiente. Pero mientras que la ponencia de Chad parecía querer reinventar la rueda, sustituyendo el fervor por el conocimiento profundo, la fiesta de presentación en sociedad era claramente para la ponencia de Angela. Habló de los botones de la ropa: su fabricación en el periodo, los distintos estilos, que eran indicadores del estatus y la filiación y la manera en que «servían de portalones entre lo público y lo privado». Una parte de Thomas quiso echarse a reír, pero cuanto más hablaba, más atrayente le resultaba el tema, y cuando procedió a señalar algunos de los «momentos cumbre de los botones» en las obras, finalizando con el agonizante Lear diciendo «Desabrochad este botón. Gracias», Thomas ya estaba convencido. Le recordó lo que le había gustado de la investigación, cuando un pequeño detalle inadvertido se convertía en un fulcro sobre el que toda la obra parecía girar, de modo tal que ese detalle era percibido como algo nuevo y revelador. Durante unos instantes, la ponencia de Angela llenó la mente de Thomas de historia y literatura y de la importancia del cuerpo, no de su enfermedad.

La de Julia McBride era la ponencia principal, pero después de escuchar la de Angela, Julia parecía más nerviosa de lo que nunca la había visto. La ponencia era consistente y fue bien recibida, pero no parecía encontrarse a gusto, y cuando Chad respondió a una pregunta sobre la ropa y comenzó a hablar acerca del atuendo de los sirvientes en general, Julia lo cortó de malas maneras. Una vez hubo concluido, estuvo ordenando sus hojas durante una eternidad. Thomas estaba seguro de que estaba intentando evitar tener que hablar con nadie. Aunque eso podría haber sucedido de todas maneras, porque era Angela la que había congregado a un buen grupo de admiradores.

—Un debate interesante —dijo una mujer junto a él.

Thomas miró y vio que era Katrina Barker.

Hora de volver a dejar constancia de tu no pertenencia a este mundo.

—Sí —acertó a decir—. ¿Quién iba a decir que pudiera sacarse tanto material de un botón?

Ella comenzó a asentir, pero cogió el juego de palabras y comenzó a reírse.

—Excelente —dijo, agitando un dedo mientras se adentraba entre la multitud como si del Queen Mary se tratara.

Thomas abandonó la sala, recorrió el pasillo y salió por la puerta delantera antes de decidir que iba a marcharse. Permaneció demasiado tiempo dudando, y cuando decidió volver a entrar, se encontró con la acechante figura de la señora Covington.

—Si pretende entrar, tendrá que estar inscrito —dijo, entonando las palabras cual pastor anglicano.

Thomas se dio la vuelta y se disponía ya a marcharse cuando alguien se colocó junto a él. Chad.

—Buena ponencia —dijo Thomas.

—Podía haber estado mejor —dijo.

No miró a Thomas, por lo que no hubo gratitud o educación siquiera en su rostro.

—¿No te quedas a que los editores te soliciten incluirla en sus publicaciones? —preguntó Thomas.

—No, tengo que hacerle un recado a la profesora McBride, como corresponde a alguien de mi talla.

—Estoy seguro de que ella está muy orgullosa de tu trabajo.

—¿De veras? —dijo Chad con una mirada desdeñosa—. ¿Y qué sabe usted de eso?

—Mira —dijo Thomas, volviéndose para mirarlo—, no estoy de humor para ser condescendiente con un niñato con ínfulas como tú, así que acepta el cumplido y cierra la boca, ¿quieres?

Fue como si lo hubiera abofeteado. El chico se empequeñeció, como si hubiera retrocedido una década, y se sonrojó. Abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada.

—Lo siento —dijo Thomas—. He recibido una mala noticia…

—No pasa nada —dijo Chad mientras bajaba la mirada. La humildad infantil estaba tornándose de nuevo en hosquedad adolescente.

—Resulta obvio que ella te valora, es todo lo que he dicho —dijo Thomas—. Julia, me refiero.

—Sí, me valora cuando necesita que alguien le compre una memoria USB —dijo Chad con el ceño fruncido—. Pero a la hora de responder a las preguntas acerca de mi trabajo, es otra historia.

—Estoy seguro de que no habría organizado un debate si no respetara tu trabajo.

—Oh, claro que lo respeta —murmuró—. Quizá demasiado.

—¿Qué quieres decir?

El chaval se ruborizó de nuevo y bajó la vista cual crío al que han pillado hablando en la iglesia.

—Nada —dijo—. Olvídelo. Tengo que irme. Nos veremos después.

Y se marchó al trote por una calle lateral. Thomas no estaba seguro de si había sido el resultado de los miedos profesionales del chico unidos al desaire que le había hecho, pero de lo que sí estaba seguro era de que Chad estaría reprendiéndose en esos momentos por lo que quiera que hubiese dejado entrever.