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Había sido una respuesta inadecuada, lo sabía, y aunque por un instante había sido capaz de convencerse a sí mismo de que se trataba de una respuesta honesta en el sentido más limitado de la palabra, también sabía que había sido una evasiva. Polinski había percibido algo en su vacilación y, aunque ya se había marchado, sabía que volvería. No podía ser una coincidencia que Daniella Blackstone hubiese muerto en el exterior de su casa, no con su dirección en el bolsillo, no cuando su agente era un antiguo alumno suyo.

Lo que había sido extraño y aterrador (de la misma manera en que pueden resultar los sueños antes de que consigas despertarte) de repente se había convertido en algo más oscuro, más alarmante. Porque lo que había parecido una serie de extraños pero inconexos sucesos (la mujer muerta, la descabellada obsesión de Escolme, el acosador nocturno) se asemejaban en esos momentos a asombrosas partes de un mismo todo.

Escolme le había tendido una trampa. Tenía que haberlo hecho. Le había dado a la mujer su nombre. Ella quería que alguna autoridad independiente en la materia le confirmara la autoría de la obra, alguien que no intentaría meterse de por medio para labrarse un nombre académico, y Escolme la había enviado a él. A consecuencia de ello había sido asesinada en su casa y Escolme le había ocultado que sabía que ella estaba muerta y que ya había implicado a Thomas. Quizá hubiese ocultado algo más que eso, algo peor.

«Parece una historia de Sherlock Holmes, ¿verdad? Habitaciones cerradas y papeles perdidos. La aventura de El tratado naval

El tratado naval, y una mierda —murmuró Thomas. Todo había sido una estratagema. Ahora tenía que averiguar por qué.

Llamó al Drake.

—Me gustaría que me pusiera con una habitación —dijo—. David Escolme.

—¿Podría deletrearlo, señor?

Thomas se lo deletreó, un tanto irritado, y esperó a que diera la señal del teléfono de la habitación. Sin embargo, escuchó de nuevo la voz del recepcionista.

—Me temo que no hay nadie con ese nombre alojado aquí —dijo.

Thomas notó crecer su irritación, mezclada con algo similar a la aprensión.

Colgó y se obligó a apartar la vista del reloj.

Nada encajaba. Dejó el café en la mesa, cruzó la habitación y fue hasta la puerta delantera.

Polinski y el otro agente no estaban y cualquier trabajo en la escena del crimen que hubieran comenzado antes del amanecer había sido aparentemente finalizado. El tramo de acera hasta la calle seguía precintado, pero no había nadie. Thomas rebuscó en los bolsillos la tarjeta de Polinski y entró de nuevo en su casa.

No respondió al teléfono y, en vez de solicitar que le pasaran con otro agente, Thomas esperó a que saltara el buzón de voz y dijo:

—Soy Thomas Knight, del 1247 de la calle Sycamore. Hemos hablado esta mañana. Tengo algo que contarle acerca del asesinato de Daniella Blackstone. Probablemente no sea importante, pero le ruego que me llame.

Dejó su número de teléfono y colgó.

Era un retroceso, más problemas, lo sabía. Iba a contarlo porque no quería verse involucrado, no porque no resultara conveniente verse investigado por la policía, sino porque no podía soportar la idea de que alguien a quien había dado clase pudiera ser responsable (aunque fuera de manera indirecta) de la muerte de una mujer.

A continuación llamó a cinco empresas de servicios de seguridad diferentes y preguntó por los costes de instalación. Nunca antes había tenido un sistema de alarma, nunca antes había tenido la necesidad. De repente quería uno, y pronto.