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Thomas había tenido pensado acceder al Instituto Shakespeare por la puerta de cristal de la parte posterior, pero por una vez tuvo suerte. Uno de los shakesperianos estaba saliendo del edificio mientras él se disponía a cruzar la calle. Le pidió que mantuviera la puerta abierta y corrió hasta allí.

No llevaba más de veinte segundos dentro cuando ella llegó, aniquilándolo cual buitre con vestido de flores y quevedos. La señora Covington, historiadora local y guardiana de los pasillos y salas sagradas del instituto. Durante unos instantes fingió no haberla visto y se puso a mirar una hoja para apuntarse a una excursión en minibús al castillo de Warwick. Entre los nombres de los delegados de la conferencia que había en la lista estaban el de Katrina Barker y Randall Dagenhart.

—¿Puedo ayudarle…? —comenzó la señora Covington—. Ah —dijo al reconocerlo.

—Hola —dijo Thomas.

—El caballero estadounidense que sugirió que yo no deseaba «compartir los misterios de la erudición literaria con el populacho».

—Se acuerda de mí —dijo con una sonrisa—. Me siento halagado.

—No debería —dijo ella mientras lo miraba con los ojos entrecerrados—. La excursión es solo para delegados de la conferencia.

Unos días antes, Thomas se habría enfadado ante su comentario, pero la visita de Kumi lo había calmado o, al menos, había reordenado sus prioridades.

—Sí, ya lo veo —dijo Thomas—, y lamento que se llevara un impacto tan negativo de mí el otro día, así que acabemos con esto cuanto antes, ¿le parece?

—La visita al castillo está fuera de toda discusión, lo lamento, y si quiere acudir a algún seminario, necesitará su acreditación o a un «amigo» que le haga de carabina.

—Porque no tener acreditación significa que probablemente esté aquí para prenderle fuego a este lugar —dijo Thomas, aún sonriendo.

—La gente que usa el verbo impactar es capaz de cualquier cosa —recalcó—. Y la palabra es de naturaleza trocaica, no yámbica: IMpactar, no imPACTAR.

Thomas se rió, porque era el tipo de cosas que él podía haber dicho en sus clases.

—Es muy bueno, señora Covington —dijo—. Pero no necesito entrar al instituto y ya he visto suficientes castillos.

Su rostro se enturbió.

—Entonces, ¿qué está haciendo aquí? No voy a llevarle mensajes a sus conocidos cual lacayo…

—No —dijo Thomas—. Por supuesto que no. Vine a verla a usted.

La señora Covington se calló al oírlo y fue a abrir la boca, pero no dijo nada, y durante esos instantes pareció una persona completamente distinta.

—¿A mí? —dijo.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí, señora Covington?

—Treinta y cinco años en octubre —dijo con orgullo.

—¿Puedo invitarle a una taza de té? —preguntó Thomas—. Me gustaría hacerle un par de preguntas. Tómeselo como una clase de historia local.

La ciudad de Stratford estaba llena de salones de té. La señora Covington escogió el Benson, en Bard Walk. Era una mujer alta y angulosa y había algo mecánico en sus movimientos, pero tenía una brusquedad y energía que Thomas no podía evitar que le gustara. Aun así, percibía que se sentía confundida ante esa nueva relación, y que había una cautela en ella a la que no estaba para nada acostumbrada.

—No soy una cotilla, señor Knight —dijo tan pronto como pidió su Earl Grey y un bollo.

—Jamás pensé que lo fuera —respondió Thomas con honestidad—. Y además, mi primera pregunta es sobre el pasado lejano, no reciente.

Ella lo miró, pero no dijo nada.

—La casa de Hamstead Marshall —dijo—. Está al sur de aquí, en la parte oeste de Berkshire, cerca de Newberry.

—Hamstead Marshall Park —corrigió ella—. Sí, la conozco. Se quemó en un incendio en 1718, creo. En realidad era un conjunto de casas. Una de sus últimas encarnaciones fue una casa solariega de estilo Tudor construida para Thomas Parry que probablemente fue destruida durante la guerra civil, al igual que el castillo de Kenilworth. El conde de Craven mandó edificar otra casa en la finca a finales del siglo XVII. Hizo que la construyeran tomando de modelo el castillo de Heidelberg como regalo a la reina desterrada Isabel Estuardo, de quien se había enamorado, pero ella murió antes de que terminaran la casa. Se quemó poco después. La familia se trasladó a Benham Park, y ese lugar ha estado abandonado desde entonces.

Thomas la miró. Aquella mujer era una enciclopedia.

—Señora Covington —dijo—. Es usted una maravilla.

Ella se ruborizó y murmuró que ya desde pequeña le habían interesado esas cosas.

—¡Pero ser capaz de almacenar todos esos datos en su cabeza! —exclamó Thomas—. La mayoría de los académicos matarían por tener esa memoria.

—Habla como el profesor Dagenhart —dijo, restándole importancia al cumplido—. Llevo treinta años contando historias como esta y él no ha dejado de tratarme como si fuera el oráculo de Delfos. Cuando vives en un sitio toda la vida, lo sabes, sin más. Y la lectura, claro está. No es necesario ser profesor para gustarte los libros.

—Fui alumno de Dagenhart —dijo Thomas—. En Boston.

—¿De veras? —dijo mirándolo de arriba abajo como si lo viera por primera vez.

—No llegué a conocerlo bien. Desaparecía todo el tiempo para venir aquí.

—Todos los veranos —asintió ella—. Se ha convertido en toda una institución. Fue la primera persona a la que vi con un ordenador portátil. Ahora tiene un modelo nuevo, pero siempre se lo deja en la sala de lectura del centro, por lo general encendido. No parece preocuparle que se lo puedan robar. No sé si pensar que es un hombre con unos principios encomiables o un pobre infeliz. Odio decir esto, y sé que parece un sentimentalismo ciego, pero creo que el mundo actual es un lugar más terrible que cuando yo era joven.

—¿De qué conoce el profesor Dagenhart a Elsbeth Church?

Durante un segundo pareció desconcertada. Entonces cayó en la cuenta.

—¡La novelista! Sí, la conoce, ¿no? Supongo que fue a través de Daniella.

—¿Blackstone? —preguntó sorprendido Thomas.

—Oh, sí —dijo con toda tranquilidad—. Se conocían de hacía tiempo.

—¿Íntimamente?

—Señor, Knight, le he dicho que no soy ninguna cotilla. Pensé que quería que le hablara de Hamstead Marshall Park.

—Sí —dijo Thomas, retrocediendo—. Ese lugar, ¿podría considerarse una especie de santuario?

—¿En qué sentido? —preguntó ella, enérgica y suspicaz de nuevo.

—No lo sé —dijo Thomas mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas—. ¿Hay algo en su historia que pueda inspirar, qué sé yo, nostalgia, devoción, fuertes sentimientos personales o algo similar?

—Supongo que la historia del conde y su amada podría —dijo—. Y luego está la leyenda de la casa Tudor, aunque probablemente no signifique nada.

—¿Qué leyenda?

—Nunca ha sido verificada, y probablemente se trate de la versión local de una historia de otro lugar…

—Su interés por la fidelidad histórica ha quedado más que demostrado —dijo—. ¿Cuál es esa leyenda?