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Thomas dio un paseo por el río una vez más para pensar, pero no pudo sacar ninguna conclusión acerca de Chad o de por qué el administrador de Daniella Blackstone iba a reunirse con Randall Dagenhart. Tenía alguna idea al respecto, pero eran vagas y basadas en poco más que su instinto. No logró aclarar sus pensamientos. La ciudad lo distraía.

No sabía qué pensar de Stratford. Era un lugar pintoresco, y su famoso hijo garantizaba una vida intelectual y cultural desproporcionada para una ciudad de ese tamaño, pero en ocasiones le recordaba al parque temático Epcot. Si te sentabas junto al Gower Memorial, podías observar a los turistas, en sus autocares de lujo, tomando fotos digitales de casitas con el tejado de paja o de los cisnes bajo los sauces. Pocos iban a los teatros, y aunque sí visitaban el lugar de nacimiento y enterramiento de Shakespeare, Thomas se preguntó si en su fuero interno no preferirían estar en el Paseo de la Fama. Al menos allí los objetos cuidadosamente conservados, la historia que estos encerraban, significarían algo, conectarían las cosas que sabían, cosas que importaban en sus vidas.

Esnob, pensó.

Pero no era lo que pensaba. No estaba diciendo que Shakespeare estuviera por encima de ellos, o que fuera necesariamente mejor que los Beatles o XTC. El arte popular probablemente tuviera más en común con lo que Shakespeare había significado en su época que toda esa historia cuidadosamente preservada y tan elevada cultura. Pero resultaba extraño, no obstante, que aquella gente inclinara de manera instintiva sus cabezas ante una idea de literatura y teatro que probablemente fuera ajena a sus propias experiencias. Se imaginó que, para ellos, Stratford era un poco como estar en misa, donde solo los fanáticos no oscilan entre la fe contenida y la desazón de la duda, donde la energía no se dedica a estar en comunión con lo divino, sino a levantarse en el momento convenido, en recordar las palabras adecuadas y en no romper a gritar ante las idioteces del sermón.

Pero tú nada sabes de eso, ¿verdad? No sabes qué se les pasa por la cabeza a los demás creyentes, ni tampoco qué conexión tienen estas hordas de turistas y sus cámaras con Shakespeare. Quizá sean profesores como tú que están gastando el dinero que tanto les ha costado ahorrar en esta peregrinación. Quizá pertenezcan a los grupos teatrales de su comunidad, o qué más da, abogados u obreros que aman la literatura, o el teatro. Puede que tengan a Shakespeare siempre en la cabeza, un vago recuerdo del instituto, años pasados cuando en sus clases habían representado algunas escenas de Julio César…

Vale, pensó Thomas. Es suficiente.

Volvió para apartar esos pensamientos de su mente y se encontró con el rostro del anciano con el traje de felpa.

—«Buenos días, primo» —dijo el anciano con una sonrisa.

—«¿Ya es tan de mañana?» —respondió Thomas de forma reflexiva.

—«Las nueve ya han dado» —dijo el anciano.

Thomas sonrió agradecido, pero no pudo recordar más.

—No sé cómo puede recordar todas esas frases —dijo—. A los turistas les tiene que encantar.

—«Ser o no ser, esa es la cuestión» —dijo el anciano mientras asentía pensativo—. «¿Qué debe más dignamente optar el alma noble…?»

—¿Tiene que memorizarlo o lo ha, ya sabe, «absorbido» con los años? —preguntó Thomas.

—«Y mi pobrecilla, ahorcada. ¿No, no, no tiene vida?» —dijo el anciano, ya sin sonreír—. «¿Por qué ha de vivir un perro, un caballo, una rata y en ti no hay aliento?»

—Sí —dijo Thomas, deseando marcharse—. El rey Lear. ¿Vio la representación en…?

—«Muero, Egipto, muero. Solo un respiro pido de aquí a la muerte hasta que de miles de besos deposite el último en tus labios.»

Thomas no dijo nada. El anciano apenas parecía consciente de su presencia. Estaba mirando a través de él, con los ojos llenos de lágrimas, y Thomas supo entonces que lo que había tomado por una rutina para contentar a los turistas era en realidad un tipo de demencia.

—Voy a marcharme —dijo.

—«Y la luz se apagó y nos quedamos a oscuras.»

—Vale —dijo Thomas mientras caminaba hacia atrás—. Lo siento. Adiós.

—«Aún queda olor a sangre. Todos los perfumes de Arabia no darán fragancia a esta mano mía.»

Thomas se escapó de allí a toda prisa.

Subió por Waterside hasta Warwick Road con brío, intentando alejarse todo lo posible del anciano, de los turistas y de los teatros. Cuando llegó a Saint Gregory’s Road, se detuvo en la esquina y se quedó quieto, con los ojos cerrados.

Necesitaba volver a casa. Quería solucionarlo todo, sí, pero más que nada quería volver a casa y encontrar a Kumi esperándolo allí. Ya no le importaba hallar esa estúpida obra, y la idea de que esta pudiera abrirse camino entre las dementes divagaciones del anciano le pesaba cual losa en el estómago.