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Thomas se pasó toda la noche y las primeras horas de la mañana sentado, leyendo distraídamente los sonetos de Shakespeare, esperando a que sonara el teléfono. De tanto en cuando alzaba la vista y miraba a la nada mientras sus pensamientos iban convirtiendo la incertidumbre en plegarias. Unas semanas atrás, cuando un testigo de Jehová se había presentado en la puerta de su casa de la calle Sycamore, Thomas se había definido como un «católico en el límite del agnosticismo», una definición que había desconcertado al joven de color y que había hecho que se marchara por donde había llegado. Thomas lo recordó y se preguntó si estaba enfadado con Dios, como la gente parecía estar cuando le ocurría alguna tragedia, y concluyó que no lo estaba. Desde que Kumi se lo contó, no creía haber pensado en Dios hasta ese momento. ¿Acaso se debía a que su fe no era lo suficientemente sólida en primer lugar, o porque su versión de Dios no interfería con el orden natural de las cosas? Pensó en las palabras de aquella canción de XTC que había causado furor en las radios universitarias a finales de la década de los ochenta, esa acerca de si Dios hacía diamantes o enfermedades, si Dios nos había hecho a nosotros o si había sido al revés. Dear God, se llamaba. No había pensado en ella en años. Estaba incluida en el álbum que olía a campiña inglesa, aquel cuyas canciones provenían de las pequeñas ciudades y paisajes pastorales que lo envolvían en esos momentos.

A las tres y doce minutos de la mañana sonó el teléfono. Se abalanzó sobre él y oyó la voz de una mujer estadounidense.

—Hola, ¿es usted Thomas?

—Sí.

—¿Soy Tasha Collins? —dijo. No fue una pregunta, sino que tenía una de esas voces que suben el tono al final de cada oración de manera que parecen preguntas—. ¿La amiga de Kumi en el consulado?

—Sí, sí. ¿Cómo está ella?

—Está bien. Descansando. ¿La operación ha ido bien? Han extirpado el tumor y he hablado con el cirujano después. Me ha dicho que el tumor era pequeño, grado dos, pero que cree que lo han extirpado todo. —Parecía como si estuviera leyéndolo—. Los márgenes son buenos y no se ha ramificado, han tomado muestras de los nódulos linfáticos para asegurarse, pero las perspectivas son buenas. Lo han cogido pronto.

—¿Y ella está bien?

—Sí. Como ya le he dicho, está descansando. ¿Podrá abandonar el hospital en unas pocas horas? Estará en casa por la noche, hora nuestra.

—Gracias —dijo Thomas.

Thomas durmió durante dos horas, le dejó una nota a la señora Hughes, hizo la bolsa y pidió un taxi para que lo llevara a la estación de tren. Allí estuvo en el andén, esperando el primer tren a Londres, sintiendo el frío de la mañana y respirando como si llevara semanas sin hacerlo. La llamaría desde Londres. Pero por el momento… Por el momento todo iba si no bien, al menos mejor que antes, y la diferencia era extraordinaria.

Una vez hubo llegado a la ciudad, llamó a la abadía de Westminster y dejó un mensaje para el sacristán quien, le aseguraron, llegaría en breve. Cogió el metro a Westminster y, aunque se hallaba rodeado de personas con la mirada fija en sus periódicos o iPods, fue todo el camino sonriendo.

En la abadía, Thomas preguntó a un vigilante de seguridad y encontró al sacristán en la parte sur de la abadía propiamente dicha.

—Señor Knight, tengo algunas noticias para usted —dijo Hazlehurst mientras se acercaba a él.

Thomas estrechó la mano de aquel hombre menudo y lo siguió mientras este le contaba sus hallazgos con regocijo.

—La tumba del Poets’ Corner pertenece, en efecto, a Charles de Saint Denis, lord de Saint Everemond. Fue desterrado de la corte de Luis XIV por cierta impropiedad política y, aunque el asunto se resolvió posteriormente y volvió a restablecerse su relación con la corona francesa, jamás regresó a Francia. Vivió en Londres, fue poeta, ensayista y dramaturgo, conocido por sus hábitos epicúreos y las sofisticadas compañías que frecuentaba. Dominaba el arte de las citas ocurrentes, una especie de Noel Coward del siglo XVII. Celebraba los placeres de la carne cada vez que se le presentaba la oportunidad, una religión a la que se mantuvo fiel durante toda su extensa vida. Escribió una obra titulada Sir Politick Would-Be, supuestamente de estilo inglés; mantuvo correspondencia con ciertas damas destacadas (filósofas, hedonistas, mujeres de la alta sociedad); también tuvo al menos una larga aventura con una mujer considerablemente más joven; mantuvo una muy buena relación con la monarquía inglesa, especialmente con Carlos II; vivió más de noventa años, algo extraordinario para aquella época, y fue enterrado en el crucero sur.

—¿Y el champán?

—Bueno, aquí es donde la cosa se pone interesante —dijo el sacristán—. ¿Sabía usted que el champán no era espumoso en un principio? No, yo tampoco. Este hombre, Saint Evremond, era de la región de Champaña, aunque su vino era mucho menos valorado entonces. Los vinos populares eran mucho más pesados y dulzones. La cuestión es que fue él quien introdujo el champán en Inglaterra y, aunque parece haber cierto desacuerdo al respecto, también fue quien creó las burbujas por las que lo conocemos hoy.

—¿Cómo hizo eso?

—Trayéndolo a Londres —dijo el sacristán—. Aquí todo se vuelve más efervescente.

Thomas rió.

—No entiendo muy bien el procedimiento —prosiguió Hazlehurst—, pero al parecer el tiempo que se tardó en transportar el vino hasta Inglaterra provocó una segunda fermentación que a su vez produjo dióxido de carbono. Al estar el corcho bien seguro, con alambre o con una cuerda, el gas resultante hizo que el vino se tornara espumoso. En los salones de moda, que Saint Evremond frecuentaba, se enamoraron de la efervescencia del vino y el método fue reexportado a Francia, donde comenzó la principal producción del champán.

—¿Así que los ingleses inventaron el champán? —rió Thomas.

—Qué maravilla, ¿no le parece? —dijo el sacristán—. Una exageración, quizá, una distorsión de la realidad incluso, pero curioso de todas formas. Y ahora es el momento de que me responda usted a una pregunta.

Thomas lo estaba viendo venir, pero no le importó.

—Adelante —lo animó.

—¿Por qué le interesa esto? Está interesado en un noble francés fallecido hace tiempo del que nada sabe, ¿entonces…?

Dejó la pregunta sin formular, con las cejas arqueadas, una expresión de ironía muy francesa.

Thomas le habló de la obra perdida de Shakespeare, de la curiosa pasión de Daniella Blackstone por una desconocida marca de champán y del encuentro que David Escolme había planeado con Thomas en el Poets’ Corner. Para su sorpresa, la emoción del sacristán languideció.

—No hay mucho por dónde seguir, ¿verdad? —dijo—. Puede que nada de esto guarde relación entre sí. Quizá esté siguiendo la pista equivocada.

—Lo sé —reconoció Thomas—, pero piénselo. Un hombre de letras, culto, que personifica cierta armonía anglofrancesa, si así quiere llamarlo, que tiene vínculos con el teatro francés y que escribe obras «de estilo inglés». El hombre conoce la dramaturgia inglesa y vivió en Londres solo unas décadas después de que la última copia conocida de Trabajos de amor ganados fuera vendida. ¿No cabe al menos la posibilidad de que él adquiriera ese ejemplar, quizá el único que quedaba, de esa obra inglesa que hablaba de la realeza francesa? Una obra que, si algo tiene que ver con Trabajos de amor perdidos, celebra el ingenio verbal y el triunfo del amor y el placer frente a la circunspección. Si mi concepción de la obra perdida se acerca a esta definición, no se me ocurre nada más acorde con un francés hedonista y hombre de letras. Efervescente, como usted había dicho.

—Estaba hablando del champán.

—Bueno, probablemente esa sea la mejor palabra para describir cómo imagino yo Trabajos de amor ganados. Efervescente. Muy en la sintonía de Saint Evremond.

—Pongamos entonces que sí tuvo una copia de la obra —dijo el sacristán—. ¿Qué ocurrió con ella? Su biblioteca ha sido catalogada y aún sigue siendo muy conocido en ciertos círculos. Si todavía hubiese tenido la obra cuando murió, en 1703, habría salido a la luz.

—Quizá la regaló.

—Si no hay constancia escrita de la obra tras el inventario de 1603 de la librería —musitó el sacristán—, por aquel entonces ya tenía que ser una posesión preciada; una curiosidad, al menos. Un hombre con los gustos y conocimientos de Saint Evremond no la habría dejado escapar tan fácilmente.

—Usted ha dicho que mantuvo correspondencia con varias mujeres y que tuvo alguna que otra amante —dijo Thomas—. Quizá se lo diera a alguna de ellas.

—Era gente muy conocida —dijo Hazlehurst—. Sin duda sus bibliotecas han sido documentadas y catalogadas. Déjeme ver con quién puedo hablar. Tengo un conocido en la Sorbona que quizá pueda ponerme en contacto con alguien que sepa más cosas de este asunto.

De camino a la salida, Thomas encontró un lugar tranquilo donde sentarse sin notar la presencia constante de los turistas. Estaba tan contento del éxito de la operación que la enormidad de la enfermedad había palidecido durante unas horas. En esos momentos, en aquel lugar tan repleto de mortalidad, había regresado de nuevo. La operación, después de todo, era solo el inicio.

Quizá debería ir con ella, independientemente de lo que ella dijese que quería, independientemente de lo que Deborah dijera, abandonar toda esa investigación que no parecía llevar a nada y centrarse en lo que de verdad importaba. Pero Kumi estaba aún acostumbrada a vivir sola. Si la operación hubiera salido mal, él habría ido. Deborah tenía razón: en esos momentos estaría en el modo «gestión de crisis» y si él iba a allí solo lograría interferir, sobre todo si estaba alicaído. Ella era mucho más fuerte que él. Siempre lo había sido. Dejaría que encontrara su fuerza. Después iría a verla.

Alzó la vista al enorme espacio que se cernía sobre él y a los magníficos arcos de piedra de los contrafuertes del techo y pronunció la palabra «cáncer» para sus adentros una y otra vez, intentando enmudecer el horror que contenía. No funcionó, pero permaneció sentado más tiempo, casi inmóvil, sin pensar en nada, intentando acallar lo que vendría después. Finalmente encendió una vela en un rincón de la abadía donde un vigilante de seguridad estaba reprendiendo a un turista excesivamente desenvuelto que había grabado un vídeo sin permiso.