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Ya de nuevo en la calle principal, Thomas le preguntó a un hombre trajeado dónde podía encontrar una tienda de vinos y licores.

—Hay un Threshers en Warwick Road —dijo el hombre mientras señalaba con el dedo la dirección—. Qué gusto no tener que trabajar, ¿eh? Tómese una por mí.

Thomas no sabía si había sido una broma amigable o si se había burlado de él por no tener trabajo, así que se limitó a sonreír, le dio las gracias y siguió la dirección que señalaba su dedo.

Después de la noche anterior, estaba listo para tomar una copa, pero no tenía intención de comprar salvo, se dijo a sí mismo, a efectos de la investigación. Encontró la tienda de licores y recorrió los pasillos llenos de botelleros con vinos hasta localizar la sección del champán. A diferencia de la selección de los supermercados estándares estadounidenses, el champán era todo francés salvo una botella o dos de espumosos italianos y una marca inglesa llamada Nyetimber Classic Cuvée. Había Moët Henessy, Taittinger y Louis Roederer. Ni rastro de Saint Evremond.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor?

El hombre era corpulento y llevaba un delantal verde. Tenía una tablilla con sujetapapeles en una mano y ladeaba la cabeza de manera solícita.

—Un amigo me ha recomendado una marca de champán, pero no la encuentro por ningún lado —mintió Thomas—. Saint Evremond.

—No, me temo que no vendemos esa marca, señor —dijo el propietario—. ¿Saint Evremond, dice? No me suena el nombre. Espere un segundo. Iré a mirarlo.

Se marchó caminando como un pato y regresó con un mamotreto muy usado con la sobrecubierta rota en la que se podía leer Un compañero del vino. Lo abrió y comenzó a pasar las hojas con su gordo dedo índice mientras murmuraba los nombres de las marcas.

—Aquí está, señor —anunció—. Saint Evremond Brut. Oh, es una marca de Taittinger. «Una mezcla de varios crus de viñedos de la región de Champaña, cerca de Reims y Épernay. Se compone de un treinta por ciento de Chardonnay y un sesenta por ciento de Pinot Noir y Pinot Meunier, además de una selección de vinos de reserva, tal como recomendó el desterrado francés del siglo XVII, Charles de Saint Denis, lord de Saint Evremond.»

Thomas asintió a pesar de no haberse enterado de nada y le dio las gracias. Estaba pensando en qué comprar para demostrarle su gratitud cuando recordó algo.

—¿Podría verlo de nuevo? —dijo.

Se inclinó y contempló la entrada hasta encontrar el nombre. Instantes después estaba en la calle, buscando por las aceras alguna cabina telefónica y hurgando en sus bolsillos para sacar la cartera.

Tardó cinco minutos en encontrar una cabina y otros seis en contactar con la abadía de Westminster.

—Disculpe —dijo—, estoy intentando contactar con un sacristán en concreto. No sé su nombre, pero estaba en la abadía hace dos días. Un tipo menudo, cabello largo y negro, gafas con montura metálica…

—Ese es el señor Hazlehurst —dijo una mujer con un acento cual cristal tallado—. ¿Desea hablar con él?

—Si fuera posible.

—Estoy segura de que es posible —dijo como si le hubiera pedido al señor Hazlehurst que nadara de espaldas—, aunque puede que tarde algo en localizarlo. ¿Puede decirme qué es lo que quiere hablar con él?

Thomas le dijo que habían hablado en el Poets’ Corner y que quería comprobar una cosa de un monumento, o más bien de la persona conmemorada por el monumento…

—No cuelgue, por favor —dijo, seca cual brisa de enero.

El teléfono permaneció en silencio durante siete minutos. Thomas estuvo todo el tiempo observando el visualizador, pues temía que el saldo de su tarjeta estuviera a punto de agotarse.

—¿Hola? Soy Ron Hazlehurst.

La voz sonó vacilante.

—Lamento molestarle —dijo Thomas, hablando a toda velocidad—. Nos conocimos en la abadía dos días atrás en el Poets’ Corner. Hablamos de El código Da Vinci.

—¿De veras?

—Y… no sé, sobre lo británico y los turistas…

—Usted es el caballero perdido que no sabía muy bien qué estaba buscando —dijo el sacristán, satisfecho de haberse acordado.

—Eso es.

—¿Y lo ha encontrado?

—No lo sé —dijo Thomas—. Quizá.

—Pero necesita ayuda.

—Así es. ¿Le importaría?

—Mientras no tenga nada que ver con los templarios, estoy a su disposición —dijo el sacristán.

Thomas casi podía oír su risita maliciosa.