27
La casa era enorme e impresionante. Probablemente se proyectó como una especie de granja, pero había sido aburguesada y ampliada haría unos cien años. El tejado era muy inclinado y había una especie de torrecilla cuadrada en medio. Mientras esperaba a que alguien abriera, observó el Jaguar azul oscuro con su matrícula amarilla aparcado en el patio delantero de gravilla. Posiblemente fuera de Daniella.
La puerta se abrió y apareció un hombre.
—Hola —dijo Thomas—. Soy Thomas Knight.
El hombre de la entrada (¿un sirviente?, ¿un abogado?) esperó a que dijera algo más y, como esto no ocurrió, dijo:
—¿Disculpe? —Habló en tono cortado. Su boca apenas se movió y sus ojos se posaron inmóviles en el cabestrillo de Thomas.
—Thomas Knight. El periodista…
La puerta empezó a cerrarse.
—No soy periodista de prensa —dijo Thomas a toda prisa—. Estoy aquí por el reportaje que estoy haciendo sobre Daniella Blackstone para el fanzine Thrills.
El guardián del umbral se detuvo y a continuación negó con la cabeza.
—Su agente no le dijo que iba a venir —dijo Thomas como si acabara de percatarse del problema.
—Me temo que no. Soy el administrador de la propiedad de Daniella Blackstone. No puedo dejar que entren los periodistas mientras la casa es inventariada.
—Y obviamente este es un mal momento —dijo Thomas—. Tiene que resultar muy difícil para usted.
La puerta, que había vuelto a cerrarse de nuevo, se detuvo. El hombre se quedó unos instantes pensativo y a continuación volvió a mirar a Thomas. Tendría unos cincuenta años. Su pelo comenzaba a escasear. Llevaba un traje negro que le hacía parecerse un poco a un doliente en un funeral del siglo XIX y, aunque sus ojos eran de un azul gris empañado, su mirada era dura y escéptica.
—Tenía una cita con su agente —presionó Thomas—. Es más, esto es parte de una obligación contractual. ¿Querría llamar al agente para confirmarlo? Puedo esperar.
—¿Qué era lo que pretendía hacer aquí? —preguntó el administrador, moviendo mínimamente la boca, como si estuviera practicando para ventrílocuo.
—Solo echar un vistazo al lugar. Ya sabe, para saber dónde vivía. Ni siquiera iba a hacer fotos —dijo—. Daniella Blackstone era una de las escritoras favoritas de nuestros lectores y nos concedió un par de entrevistas. Volvería en otro momento, pero tengo que regresar a Londres mañana y a Estados Unidos este fin de semana.
—¿Cuánto tiempo necesita? —preguntó el administrador mientras miraba su reloj.
—Una hora debería bastar —dijo Thomas—. Quizá menos.
—Tendría que ir con usted y no tengo tiempo para…
—No se preocupe por mí —dijo Thomas—. Un poco de privacidad estaría muy bien. Ya sabe, probablemente pueda así absorber más: el sentimiento del lugar, ¿me comprende?
—Sin duda —dijo el administrador. No tenía intención de hacer una cosa así—. Puedo darle quince minutos —dijo, echándose a un lado—. Acabemos con esto.
Thomas entró. El vestíbulo era largo y ornamentado, pero lúgubre. Olía a barniz.
—Las dependencias de la señorita Blackstone comprenden el salón, la sala de estar, el comedor y una biblioteca en la planta inferior y las habitaciones, que están en la planta superior. Por favor, no toque nada.
—Naturalmente —dijo Thomas.
Thomas no acababa de cogerle el punto a aquel hombre. Podía tratarse de un mero funcionario, aunque Thomas era incapaz de decir por qué no había relajado su imagen tras la muerte de su señora. Quizá estaba tremendamente afligido y su manera de afrontarlo era vestir de esa manera tan formal. Los británicos no eran exactamente famosos por sus demostraciones de afecto. Quizá había sido su amante y esperaba heredar aquel lugar.
—¿Por dónde le gustaría empezar? —dijo el administrador.
Thomas miró a su alrededor y, casi al instante, un teléfono sonó en otra habitación. El administrador le lanzó una mirada.
—Espere aquí, por favor —dijo y se marchó siguiendo el sonido.
Thomas esperó hasta que estuvo fuera de su vista y a continuación recorrió el pasillo todo lo rápidamente que pudo sin hacer ruido.
Comenzó por la biblioteca. Parecía el lugar lógico, aunque no creía muy probable que fuera a encontrar Trabajos de amor ganados en la «S» de Shakespeare. Lo que sí encontró fue una habitación con una sola butaca, una rinconera y estantes que iban del suelo al techo. Solo había una pequeña ventana que daba a la parte trasera de la casa, a un campo donde había vacas pastando, por lo que la habitación estaba tenuemente iluminada. La butaca parecía desgastada y cómoda, y la alfombra oriental sobre la que se encontraba estaba prácticamente deshilachada en esa parte. Alguien había pasado mucho tiempo allí, en ese mismo lugar y, dada la escasez de mobiliario, lo había hecho a solas. Una única lámpara de lectura se cernía sobre el respaldo de la butaca. Thomas la encendió, pero incluso con la luz del día la habitación parecía sombría, y la lámpara tan solo iluminaba la butaca.
La biblioteca habría sido considerable si hubiese constado de volúmenes antiguos encuadernados en cuero, pero los estantes estaban a rebosar de libros en rústica muy usados de todos los tamaños y colores. Los únicos libros de tapa dura que encontró eran los suyos, colocados en un rincón bajo la ventana, aparentemente sin abrir. Thomas sacó un par y los hojeó. La habitación estaba totalmente en silencio.
Los libros de Blackstone y Church eran un extraño híbrido que combinaba el equivalente británico del suspense de la novela policíaca con los fantasmas y vampiros de las novelas de terror. Estilísticamente hablando eran muy floridos y rimbombantes, llenos de una prosa grandilocuente y dickensiana, inteligentes y muy bien ambientados. Thomas escogió La rosa de sangre y lo hojeó. Recordaba una escena en la que el intrépido inspector se había visto acorralado en un cementerio neblinoso por una asesina de cuya mortalidad no estaba seguro. Había estado leyéndolo hasta bien entrada la noche y, aunque se había sonreído al recordar algunas partes a la mañana siguiente, lo cierto era que la asesina espectral se le había aparecido en sueños. Encontró esa parte del libro y sintió como se le erizaba el vello, de modo que durante algunos segundos se olvidó de que el administrador podía regresar en cualquier momento.
El resto de los libros eran del mismo género, o variantes de este, pero la mayoría firmemente cimentados en un lado u otro de la línea divisoria de lo sobrenatural: P. D. James y Ruth Rendell por un lado, Stephen King y Ray Bradbury por el otro. Ahí era donde Daniella se mantenía al tanto de la competencia. Ni rastro de Shakespeare.
Thomas se asomó al pasillo, pero no había señales del administrador.
Las otras habitaciones de la planta baja resultaron menos instructivas incluso. Eran austeras y un tanto recargadas al gusto victoriano: roble oscuro y encajes, algunos retratos familiares al óleo, de los cuales solo uno era del siglo XX. Estaba colgado encima de la chimenea de piedra de la sala de estar y representaba a un joven, rubio, con un bigote que a Thomas le recordó al de Errol Flynn. Llevaba una especie de uniforme militar color caqui con botones de latón y sostenía en la mano una gorra con visera y una insignia. Un enorme revólver en una pistolera de cuero le cruzaba el pecho. Parecía un oficial, pero Thomas no sabía tanto de ese tema como para estar seguro, y tan solo la antigüedad aparente de la pintura y la rigidez de la pose le hicieron pensar que se trataba de la primera guerra mundial, no de la segunda. El hombre parecía un poco arrogante, seguro de sí mismo, pero Thomas no tenía manera de saber si el cuadro había sido pintado antes, durante o después de su servicio militar.
Se dirigió a la cocina. Desde ahí pudo oír los ocasionales e inaudibles comentarios del administrador por el teléfono. Thomas probó a abrir la primera puerta que vio. Daba a una escalera de piedra que descendía hasta lo que en la actualidad era una bodega con estantes llenos de vino y champán (todas las botellas de champán con el nombre Saint Evremond). Thomas supuso que en otros tiempos habría sido una carbonera. El suelo había sido limpiado, pero tenía ese brillo negro y persistente en aquellas paredes donde el carbón se amontonaba. Alzó la vista y vio una trampilla en un extremo de la habitación, donde la luz se filtraba a través de las grietas.
No había nada allí.
Regresó sobre sus pasos al vestíbulo principal, moviéndose con cautela, atento, y a continuación subió por una escalera en forma de media espiral, apoyando la mano sobre un pasamanos de roble que los años y el uso habían hecho que ya no pareciera de madera. Merodeó de habitación en habitación, encontrando más muebles recargados del siglo XIX, aunque allí sí encontró concesiones a las comodidades modernas. La cama tenía un dosel antiguo, pero el colchón era nuevo. El escritorio del estudio era nuevo y sólido y albergaba un ordenador de última tecnología, mientras que el escritorio antiguo del rincón parecía una pieza de museo que había sido muy usada. Había unos cuantos libros, todos modernos pero, una vez más, ninguna edición antigua de Shakespeare.
En una parte del rellano había otras escaleras que subían a un tercer nivel: la torrecilla que había visto desde fuera. Subió las escaleras, pero la puerta era muy pesada y estaba cerrada. Pasó la mano por el dintel y encontró una llave antigua.
Bien.
Estaba metiéndola por la cerradura e intentando girarla con su torpe mano izquierda cuando una voz a sus espaldas lo dejó helado.
—¿Qué cree usted que está haciendo?
El administrador estaba en el rellano inferior y lo miraba con gesto severo.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Thomas, intentando sonar despreocupado.
—Era la habitación de la señorita Alice.
Lo dijo como si esa explicación fuera suficiente.
—¿Puedo echar un vistazo dentro? —preguntó Thomas.
¿Señorita Alice?
—No, le dije que me esperara abajo.
—¿Sigue viviendo aquí la señorita Alice? —dijo Thomas, haciendo caso omiso de la hostilidad de aquel hombre. Quizá Blackstone había tenido lo que llamaban una «compañera». Su marido, después de todo, llevaba mucho tiempo muerto.
—La señorita Alice era su hija —dijo el hombre y sus ojos empañados lo miraron como si Thomas hubiese dicho algo ofensivo—. ¿Para qué publicación me dijo que trabajaba?
—Lo lamento —dijo Thomas—. Lo olvidé. Siempre intentamos mantenernos fuera de la tragedia personal de la señorita Blackstone.
—Y, sin embargo, aquí está usted.
Se produjo una pausa.
—La llave, por favor —dijo el administrador.
Extendió la mano sin dar un paso, y Thomas tuvo que bajar a dársela. Alargó su mano izquierda, girando el cuerpo de manera que el dolor de su hombro se agudizó. El administrador se dio cuenta y ladeó la cabeza con interés, divertido incluso.
—¿Ha estado en la guerra, señor Knight? —dijo.
—Me llevé una puerta por delante —dijo Thomas.
—Y ahora ya puede ir saliendo por esta.
Con la llave en el puño, el administrador se dio la vuelta y echó a andar. Bajó las escaleras con tanta rapidez que Thomas tuvo que apretar el paso para seguirlo.
Entró en la cocina, donde se hallaba una mesa de madera debajo de unos estantes con cacerolas. La habitación estaba inmaculada, pero era tan lúgubre y fría como el resto de las estancias. Había una caja de madera junto a la mesa con el emblema de Saint Evremond. Encima había una especie de armario con llaves colgadas. El administrador puso la llave allí y se volvió hacia Thomas. Su rostro mostraba el mismo gesto de perplejidad, pero los músculos de su mandíbula estaban tensos y sus ojos lo miraban con dureza.
—A la señorita Blackstone le gustaba el champán —dijo Thomas mientras hacía un gesto con la cabeza indicando la caja.
No resultó la manera más adecuada de decirlo.
—Le gustaban muchas cosas refinadas con moderación —dijo el hombre de forma harto significativa. A Thomas no se le ocurrió qué decir.
—Lo acompañaré a la puerta —dijo el administrador.
En la puerta añadió:
—Oh, y señor Knight…
—¿Sí? —dijo Thomas, volviéndose hacia él.
—Sea buen chico y no vuelva más.
Los ojos impasibles del administrador se mantuvieron fijos en Thomas hasta que la puerta se cerró con un golpe seco que resonó por toda la casa.