40
Thomas llamó dos veces a Kumi antes de que esta se lo cogiera. Había estado posponiéndolo porque comenzaba a disfrutar jugando al detective y al académico en aquel estrafalario lugar cargado de historia, y una parte de él no quería que el enfado de Kumi echara a perderlo todo. Quería contarle todo lo que estaba haciendo, compartirlo con ella, pero pensó que los primeros momentos de la conversación serían incómodos y por ello lo había estado retrasando. Por lo general, cuando percibía un problema lo abordaba de la manera más directa posible, pero con Kumi sabía que en ocasiones era necesario esperar. Si lo forzaba, la reconciliación tardaría más en llegar.
Porque es casi tan cabezota como tú.
Su voz sonó cansada y distante, aunque no había problema alguno con la línea. Le dijo que sentía no haber llamado antes y ella le dijo que no pasaba nada, que lamentaba haber estado tan alterada. Debería haberse puesto contento, pero parecía tan cansada, tan desprovista de emociones que incluso la disculpa parecía no cuadrar. Le preguntó por el trabajo y las clases, pero ella respondió con brevedad, con la misma vacuidad en su voz, así que Thomas le contó lo que había ocurrido desde la última vez que habían hablado, incluido el episodio del castillo en ruinas. Esperaba con ello despertarle al menos cierta compasión.
—¿Pero estás bien? —le preguntó.
—Como nuevo.
Aún parecía distraída y su preocupación por él, la causa de su enfado en su última conversación, resultaba mecánica (por decir algo).
—¿Estás bien? —le preguntó Thomas.
—Sí. Solo estoy cansada.
—¿Quieres que te deje?
—¿Que me dejes qué?
—No lo sé —dijo—. Trabajar. Descansar. Lo que sea.
—Quizá.
—¿Te preocupa algo?
—No —dijo ella—. Tan solo… No lo sé. ¿Podemos hablar de ello después?
—No estarás en peligro, ¿verdad? —preguntó Thomas.
Parecía una frase sacada de una mala película, y tan pronto como la dijo deseó no haberlo hecho, aunque dadas las circunstancias no era una pregunta descabellada. Ya había estado en peligro por su culpa antes. Pero no estaba preparado para la respuesta que le dio: un susurro, una risa ahogada cual suspiros encadenados que gradualmente se tornó en algo más. Thomas se sobresaltó al darse cuenta de que Kumi estaba llorando.
—Tengo cáncer, Tom —dijo—. Cáncer de mama. Me encontraron un bulto hace un par de semanas. No pensé que fuera nada. Un quiste. Te lo habría dicho la última vez que hablamos pero estaba enfadada porque no me habías llamado y no pensé que fuera a ser nada. Pero han realizado una biopsia…
—Espera —dijo Thomas—. ¿Qué? ¿Cáncer? ¿Cómo puedes tener cáncer? No lo entiendo.
Y no lo entendía. No había nada que ella pudiera decir para cambiar eso, así que Thomas se limitó a escuchar.
¿Cáncer?
Le dijo que no fuera, que no le haría ningún bien a ninguno de los dos, que confiaba en sus médicos y que se sentía en buenas manos. Pronto le dirían qué tenían pensado hacer y cuándo. Thomas se quedó allí, con la mandíbula encajada para encerrar cualquier posible sonido, asintiendo como un estúpido. Entonces ella se lo repitió todo de nuevo, llorando, y él escuchó, asintiendo, hasta que el saldo de su tarjeta se agotó y la llamada se cortó.