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Thomas tomó la N51 sur a Épernay, atravesando vastas extensiones de campos y viñedos en meticulosa disposición a ambos lados de colinas de caliza. Se salió de la autopista y giró mal al menos una vez, yendo a parar a unos pueblos pintorescos con antiguas granjas, mercados y monumentos conmemorativos de guerras, algunos de las guerras napoleónicas, otros de la primera guerra mundial y otros de la segunda. Cuando se bajó a mirar una señal tapada por un enorme árbol, descubrió uno de esos monumentos, emplazado en mitad de la nada. Dio por sentado que allí se habría librado alguna batalla y subió los peldaños que conducían al monumento con su bandera francesa descolorida, el obelisco de ladrillo y las placas de alrededor cubiertas de nombres. Habían colocado flores hacía poco. Solo cuando se fijó en las inscripciones y vio todos aquellos apellidos repetidos comenzó a preguntarse si allí no habría habido un pueblo que la guerra (en este caso, la primera guerra mundial) hubiese destruido. Muchos de los nombres eran de mujeres. ¿Era posible que pueblos enteros hubieran sido borrados del mapa y sus edificios y gentes erradicados durante aquel horror de cuatro años que había sido la «guerra que terminaría con todas las guerras»? Miró el mapa de su guía y concluyó que sí era posible. Épernay estaba situada junto al río Marne, emplazamiento de las principales batallas al principio y final de la guerra. En ese periodo de tiempo, el terreno que rodeaba el río había pasado del control aliado al alemán, y la región había sido diezmada por completo.
Se quedó delante de los escalones y miró atrás, a la carretera por la que había venido. No había más que campos y unas extrañas torres redondas con su parte superior cónica, de pizarra, que quizá hubieran sido silos, así como algunos árboles aislados. Ni rastro del Citroën verde que había pensado que lo estaba siguiendo cuando había salido de Reims, pero tampoco podía decir con seguridad que no lo hubiera visto en la autopista una vez había abandonado la ciudad.
Te estás volviendo paranoico, Thomas, pensó. No es buena señal.
Regresó al coche y dio la vuelta.
Épernay, una vez hubo encontrado el camino, era una ciudad pintoresca de avenidas arboladas y edificios largos con frentes cuadrados y tejados de teja muy inclinados. Oscurecía y Thomas estaba cansado. Encontró un pequeño y anónimo hotel donde cenó un rico estofado de venado y una tabla de quesos locales, muy parecidos al Brie. Cuando terminó subió a su espartana habitación. La cama era dura y muy estrecha, pero Thomas se durmió rápidamente, despertándose cuando ya era de día. No recordaba qué había soñado, pero se despertó angustiado, como si hubiera algo que tenía que hacer y que no podía recordar.
Thomas le dio las gracias a la señora del hotel por su desayuno de pan, queso y café au lait; estudió un mapa del centro de la ciudad y decidió no coger el coche.
En Épernay todo parecía estar orientado al champán, y en una calle ancha se alineaban a ambos lados las mansiones de las casas más famosas: Perrier Jouët, Mercier y, por supuesto, Moët et Chandon, con la estatua del monje que daba nombre a su marca más famosa: Dom Pérignon. Había otras casas, más pequeñas, casas cuyos fondos daban a los viñedos, que se alzaban por encima de la ciudad. Entre ellas, ya casi al final de la calle, Thomas encontró Demière.
No resultaba tan imponente como las otras casas de champán, era menos elegante, a medio camino entre una casa de labranza abandonada y un château pequeño y no muy bien conservado. Pero, al igual que muchos de sus vecinos, tenía un camino de grava tras la verja de hierro forjado, pintada de negro con adornos dorados. La verja estaba abierta y un cartel daba la bienvenida a la visita guiada de la bodega. Más o menos en la mitad de la avenida, había un Citroën verde aparcado junto a la acera, sin ocupantes. Thomas pasó disimuladamente junto a él y se metió en un estanco situado en la esquina, pero no fue capaz de saber si ese era el coche que había visto en Reims. En la tienda compró una linterna pequeña, que se metió en el bolsillo antes de regresar a Demier.
Una vez más, Thomas compró su entrada (doce euros en esa ocasión) y observó el vestíbulo mientras esperaba. A diferencia de la disposición más bien casual de Taittinger, la visita guiada de Demier estaba regulada y automatizada. Había dado por sentado que Demier era un productor menor que apenas lograba atraer la atención de los turistas, embelesados con los placeres que les esperaban al final de la carretera, pero el lugar estaba lleno de gente, casi todos ellos franceses. Demier era una casa de champán pequeña con un volumen de producción mínimo en comparación con gigantes como Moët et Chandon, pero generaba lo que se consideraba, al menos dentro del país, un champán de excelente calidad. La compañía poseía menos de cuarenta acres de viñedos y producía solo unos cientos de miles de botellas al año, pero afirmaban ser los únicos que seguían los métodos de producción de champán tradicionales al cien por cien, y sus precios así lo reflejaban. Thomas echó un vistazo a su carísima tienda y no vio ninguna botella que costara menos de ciento cincuenta dólares estadounidenses, y muchas de ellas multiplicaban varias veces ese precio. Thomas se preguntó si la gente podía de verdad notar la diferencia, si realmente podía gustarle algo tan escandalosamente caro, (¿mil dólares, dos mil, cinco mil por una botella?), o si bien todo aquello era una estratagema para atraer a aquellos con más dinero que sentido común.
Conforme el grupo de la visita era agrupado por tres trabajadores junto a un par de ascensores de acero inoxidable, Thomas escudriñó a la gente allí congregada y reconoció dos rostros familiares. Uno era el del estadounidense trajeado que había visto en Reims; el otro el del joven del abrigo que lo había seguido en el Citroën verde. El conductor probablemente también estuviera allí, pero Thomas no sabía cuál era su aspecto.
—Entre, por favor, señor —le dijo la empleada.
Thomas miró el ascensor con preocupación y dijo:
—Esperaré al siguiente.
Se dio la vuelta mientras la puerta se cerraba, dudando de si su perseguidor lo había visto, pero completamente seguro de que el estadounidense no. La empleada, una mujer de gesto serio con algunas canas en su cabello oscuro recogido en una coleta, asintió sin molestarse en ocultar su desagrado.
Turistas, estaría pensando. O peor, estadounidenses.
Thomas inclinó la cabeza a modo de disculpa y sonrió. Ella ni se inmutó, sino que siguió chasqueando los dedos mientras esperaba el segundo ascensor. Tan pronto como llegó, le indicó que entrara y comenzó la charla que sus compañeros habían dado para el grupo anterior, más numeroso, cuando habían bajado por el ascensor.
—Cuando lleguemos, les ruego que se dirijan al tren por su derecha…
—¿Tren?
La mujer lo miró.
—Sí, no es un tren de verdad. Son… coches eléctricos unidos. Cuando lleguen allí, diríjanse a la derecha y tomen asiento. El tren funciona mediante láseres, así que si toman fotos con flash, apunten a los laterales, no directamente hacia delante, pues pueden confundir a los controles direccionales y provocar un accidente.
Thomas, incapaz de controlarse, sonrió de manera burlona. La empleada lo miró. El ascensor aminoró el descenso y se paró.
Hacía frío en aquel pasillo de piedra, y casi todos los vestigios de modernidad y lujo del vestíbulo principal habían desaparecido. Allí solo había túneles excavados en la roca, tenuemente iluminados por las franjas de luz colocadas arriba. El tren, más bien una fila de carritos de golf, estaba esperando. Se sentó al final del todo, dos filas vacías por detrás de los últimos pasajeros, y se agachó cuanto pudo. Nadie de la parte delantera del tren se giró, pues estaban atendiendo a la guía. Estaba sentada en el extremo delantero del tren, en un asiento elevado que miraba hacia ellos. Nadie conducía y la guía no podía ver adónde se dirigían, de ahí el sistema de teledirección por láser, visible por los pequeños puntos rojos que se reflejaban en el túnel.
La mujer que había conducido a Thomas allí abajo asintió a la guía y regresó al ascensor. La guía puntualizó algunos aspectos más de la seguridad en un inglés muy inglés (todo «aes» largas y leves «tes» finales) cuando el tren se puso en marcha. Este emitió un leve zumbido eléctrico y comenzó a avanzar, doblando una esquina con una docena de nichos arqueados con botelleros. La guía hablaba constantemente con practicada cadencia, comentando las condiciones del terreno, las propiedades de la piedra caliza, una historia resumida del champán antes del siglo XVII. A continuación vinieron las biografías del monje Dom Pérignon y su infructuoso intento de quitarle el gas al vino, y la de la Veuve Clicquot, la viuda que había industrializado la producción de champán en el siglo XIX y perfeccionado los estantes en los que la levadura se almacenaba y sumergía. Thomas había leído u oído ya la mayoría de lo que estaba contando, pero había algo críptico en aquellas bodegas, y su tamaño era lo suficientemente grande como para mantener a raya su claustrofobia. Aquel sitio era un laberinto de túneles interconectados, cada uno de ellos resultaba ser tanto un área de almacenamiento por derecho propio como un camino para acceder a otro lugar.
—Hay diez kilómetros de túneles —dijo la guía—, la mayoría en el mismo nivel, aunque algunos no se han vuelto a abrir desde la última guerra.
Aquel paraje se hallaba a medio camino entre una ciudad subterránea y una enorme mina blanca. Que algunas partes estuvieran cerradas sugería cierta inestabilidad, pero prefirió no pensar en ello. Esa era la razón de que emplearan ese tren para los turistas, pensó. Así estaban controlados y hacían que la visita fuera divertida (ligeramente cómica, incluso), como si estuvieran en una atracción de Disneylandia. Sin el tren, la increíble red de túneles y pasillos podía resultar sobrecogedora, aterradora incluso, y eso antes siquiera de que alguien comenzara a usar frases como «inestabilidad estructural».
Seguía riéndose para sus adentros cuando, sin previo aviso, el tren se detuvo y las luces se apagaron.