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No tenía dónde esconderse. Debajo de la cama apenas cabía la alfombra y el armario estaba lleno de cajas. Miró las paredes con nerviosismo, pero en ellas solo había ventanas.

Eran ventanas antiguas, con marcos de metal y pasadores de hierro forjado. Una de ellas tenía una celosía de rombos. Thomas fue hasta la ventana, la abrió (con el corazón latiéndole a toda velocidad) y cuando estaba ya con medio cuerpo fuera oyó que las pisadas se detenían en la puerta. Sacó las dos piernas y descendió con sumo cuidado por el alféizar inferior. Cerró la ventana. Oyó que giraban el pomo y el chirrido de la puerta, pero para entonces ya estaba fuera.

El problema era que no tenía adónde ir. Estaba sobre la franja de un adorno de piedra que recorría los lados de la torrecilla. Thomas se movió lentamente hacia la esquina para no tapar la luz del sol que se filtraba por la ventana, pero allí solo estaba la piedra irregular y el estrecho marco de la ventana para agarrarse. Había cerrado la ventana, con toda la tranquilidad de que había sido capaz, pero no podía abrirla desde fuera. Durante cinco segundos permaneció allí, sin respirar, esperando a que la ventana se abriera y lo enviara a su muerte.

Oyó movimientos en el interior de la habitación, y a continuación se hizo el silencio.

Thomas se había imaginado que habría un balcón meramente decorativo o una tubería vieja por la que poder descender, pero no había nada. Ante sus ojos se alzaba el camino entre los campos y setos y tras estos los restos rojizos del castillo de Kenilworth. Se aventuró a mirar hacia abajo y solo vio los inclinados lados de la torrecilla y el patio delantero de grava.

Diez metros, quizá doce, pensó. Como poco te romperás las piernas si intentas saltar. O si te caes.

La brisa lo golpeó en el rostro y se pegó todo lo que pudo contra la torre.

Esto puede acabar muy mal…

A Thomas nunca le habían gustado demasiado las alturas.

Tenías que haber intentando hablar, pensó. O simplemente golpearlo y echar a correr.

Pero ambas cosas habrían terminado con su detención y arresto.

Claro, pensó con sequedad, y este número de equilibrismo es mucho mejor

Bajó la vista y miró de nuevo al alféizar. Tendría unos diez centímetros de ancho. Si fuera necesario, podría rodear la torre e intentar llegar al tejado propiamente dicho de la casa, pero un mal paso, o una ráfaga de viento, y se caería. No se oía ningún ruido desde el interior. Thomas se valió de la mano derecha para agarrar la parte superior del estrecho marco metálico de la ventana e intentó aferrarse a la piedra estirando los dedos de la mano izquierda. Lentamente, con muchísima cautela y sintiendo que la piedra se le clavaba en la espalda, giró la cabeza hacia la ventana y estiró el cuello.

El cristal era biselado y estaba empañado, pero pudo distinguir una forma humana sentada en la cama, de espaldas a la ventana. Un hombre, pensó, aunque no podía saberlo con seguridad. Thomas se movió levemente y miró a través de otro de los rombos del cristal, cuya parte central era más nítida.

Era el administrador, y estaba leyendo el diario de Alice.

A continuación se levantó, con rapidez, y se dio la vuelta. Thomas apartó la cabeza de la ventana al instante. A punto estuvo de perder el equilibrio y, durante un segundo, pareció estar inclinándose hacia el vacío.

En ese mismo instante, la ventana se abrió.

Thomas se pegó todo lo que pudo a la piedra y contuvo la respiración. Vio la blanca mano del administrador en el pasador de la ventana. Si se asomaba más y giraba un poco la cabeza vería a Thomas y entonces…

Solo Dios sabe qué.

Seguía pensando en ello cuando la ventana se cerró de repente. Un instante después oyó el pasador. A continuación el crujido de la puerta y el golpe sordo al cerrarse. Thomas ladeó la cabeza de nuevo y encontró el trozo de cristal que había usado como mirilla.

El administrador se había marchado y se había llevado el diario de Alice consigo.

Thomas presionó la ventana con la mano derecha, pero esta no cedió. Quizá fuera capaz de romper uno o dos de los cristales con el codo, pero la celosía era tan estrecha que no lograría descorrer el pasador sin romper la mitad de los cristales. Incluso aunque pudiera hacer eso sin caerse, armaría muchísimo ruido. Si el administrador lo pillaba, cualquier enfrentamiento acabaría con Thomas cayendo y matándose.

Será mejor que intentes rodear la torre hasta llegar al lugar donde se une con el tejado, pensó.

Tragó saliva y, con la mirada fija en las ruinas del castillo, dio un mínimo paso hacia la izquierda. Al dar el paso extendió el brazo derecho (que todavía se aferraba al marco de la ventana) todo lo que pudo. Giró la cabeza para mirar por la esquina. Un ángulo recto. No podría rodearlo así, no de espaldas al muro. Nunca lo lograría. La única manera era darse la vuelta para ponerse de cara a la piedra y, para hacerlo, iba a tener que soltarse de la ventana.