18

—Odio tener que decirle que se lo advertí —dijo Polinski mientras observaba la habitación del hospital con aprobación.

—No, no es cierto —dijo Thomas. Tenía el pecho vendado y le costaba hablar.

—Tiene razón, no es cierto —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Fue Escolme?

Thomas negó con la cabeza y sintió una punzada de dolor en el hombro. Dijo:

—No.

—¿Está seguro? —dijo la policía—. Ha dicho que llevaba gafas de visión nocturna.

—Supongo que no —admitió Thomas. Levantó la cabeza de la almohada con cuidado—. No creo que fuera él. La mayor parte del tiempo estuvimos a oscuras y entonces…

Se estremeció al recordarlo y Polinski asintió, para a continuación fruncir el ceño.

—¿Era el mismo tipo que lo atacó la noche anterior en el patio de su casa?

—No podría decirle —dijo Thomas—. Yo diría que no, pero es solo una suposición.

—¿Basada en qué?

—Los zapatos —respondió—. El tipo que vino la noche anterior, suponiendo que fuera un hombre, llevaba unos zapatos que hacían un pequeño sonido metálico cuando caminaba. Los de este otro tipo no.

—Pudo habérselos cambiado.

—Sí, pero los ataques fueron diferentes. Uno va con esos ruidosos zapatos y sale corriendo tan pronto como me oye. Hasta que me abalanzo sobre él y me noquea, claro. El otro se presenta en mi casa con todo ese equipo de tecnología de caza furtiva y un arma. O bien era otra persona o tenía prioridades muy diferentes.

—¿Era blanco?

—Creo que sí —dijo Thomas.

—¿Podría decirnos algo acerca de su altura, complexión?

Thomas comenzó a negar con la cabeza, pero paró antes de que se iniciara el dolor.

—Lo siento —dijo—. Complexión media, supongo. No era muy robusto, más bien atlético, metro ochenta o menos, pero no estoy seguro. Un poco más bajo que yo, pero al menos igual de fuerte.

Llevaba ingresado en el hospital de Evanston dos días. Durante el primer día había permanecido inconsciente todo el tiempo y le habían intervenido para extraerle los fragmentos de la bala del calibre 38, que le había fracturado la clavícula y posteriormente había rebotado en su interior. Le habían drenado los pulmones colocándole un tubo en el pecho (que aún llevaba) y le habían puesto un cóctel de fluidos intravenosos. La herida del hombro había sido cosida y vendada. A pesar de ello, había policías vigilando su habitación, como si todavía pudiera seguir siendo un objetivo. O un sospechoso. Thomas no tenía muy claro cuál de las dos cosas.

—¿Me cree ahora? —le dijo a Polinski—. ¿Lo de Escolme? ¿El Drake? ¿La obra de Shakespeare?

Polinski sonrió, aunque más bien fue un leve movimiento de la comisura de sus labios.

—¿Conoce una canción de Meat Loaf que se llama Two Out of Three Ain’t Bad?[2] —preguntó Polinski.

—No me gusta demasiado Meat Loaf —dijo Thomas—. ¿Qué dos?

—Digamos que tardaré un tiempo en usar citas de Shakespeare en un informe de homicidio —dijo.

Thomas sonrió.

Polinski ladeó la cabeza.

—¿Cree que eso era lo que estaba buscando? —preguntó—. ¿La obra perdida?

—Es lo único que relaciona dos ataques en la misma dirección y en sendas noches —dijo Thomas—. Lo que no sé es por qué alguien puede pensar que yo la tengo. A menos que piensen que Escolme me la dio y luego fingió el robo.

—Fingió otras cosas —dijo Polinski—. Pero si no fue él quien estuvo merodeando por su casa con esas gafas de visión nocturna y su arsenal personal, entonces ha reclamado la atención de algunas personas que no estarán nada contentas cuando averigüen que ese libro de valor incalculable…

—Obra —corrigió Thomas.

—Obra —repitió Polinski—. Cuando averigüen que esa obra se ha perdido o, con más probabilidad, que jamás existió.

Thomas suspiró.

—¿Cuándo puedo volver a casa? —dijo.

—No entra en mis competencias. Pero creo que quieren tenerlo aquí otro par de días.

—¿Podría alguien ponerse en contacto con el instituto? Tengo que corregir algunos trabajos.

—Sus clases han sido asignadas a otros profesores —dijo Polinski.

—Soy perfectamente capaz de corregir unos cuantos…

—Relájese —dijo Polinski—. Rememoró en el salón de su casa el tiroteo de O. K. Corral y recibió un disparo. Incluso un adicto al trabajo como usted debería darse cuenta de que es motivo suficiente para tomarse un descanso.

—¿Hasta cuándo?

—Otoño —respondió sonriente.

—¡Otoño! —Thomas bramó. Se incorporó a pesar de su hombro vendado, por lo que la palabra se convirtió en un grito de dolor.

—El semestre está prácticamente terminado. —Polinski se encogió de hombros.

—¡Es mi maldito trabajo! —dijo Thomas—. He estado con esos chicos todo el curso…

—Tiene que recuperarse —dijo la policía mientras se ponía en pie—. Otros profesores pueden ayudarlos con los exámenes finales.

Tenía razón, sí, pero la verdad dolía, y Thomas volvió a tumbarse a regañadientes. Se preguntó si sus estudiantes lo echarían de menos. Les gustaba, a la mayoría de ellos. En parte se debía a cierta notoriedad que había alcanzado (notoriedad que se vería incrementada ahora que le habían disparado) y en parte a que se preocupaba de su materia de una manera que en ocasiones lograba que a ellos también les llegara a importar. Si eso le hacía ser bueno en su trabajo, ya no sabía decirlo. Después de todo, emocionarse por el desarrollo del argumento de una novela de Dickens o por una frase de Shakespeare poco tenía que ver con sus calificaciones.

«Soy Thomas Knight y me encantan los libros», decía el primer día de clase.

Se suponía que era una broma, una parodia de las reuniones de alcohólicos anónimos. Tenía la esperanza de que, al final del curso, algunos de ellos se contagiaran de parte de su entusiasmo. Thomas era lo suficientemente carca, optimista, o ingenuo (no estaba seguro de cuál de las tres cosas) como para pensar que eso importaba.

Por medio del director del instituto le habían hecho llegar algunas tarjetas deseándole una pronta recuperación, pero aun así resultaba difícil saber si le echaban de menos. A Thomas le sorprendió descubrir que deseaba que así fuera.

Eres un llorón, pensó, y un vanidoso.

—Solo para su información —dijo Polinski—, ha de saber que hemos estado vigilando su casa desde el tiroteo.

—¿Y?

—Nada. Un par de compañías de seguridad fueron a echar un vistazo a su casa para hacerle un presupuesto. Esos papeles seguirán ahí cuando vuelva.

—Y añadió: —Aun así, poner una alarma ahora… es como cerrar la puerta del establo después de que el caballo…

—¿Haya sido disparado? —Thomas completó la frase por ella—. Sí.

Polinski se echó a reír.

—¿Seguirán vigilando la casa después de que vuelva? —preguntó, intentando no parecer preocupado.

—Al menos durante unos días, sí.

Thomas asintió. Polinski se volvió para marcharse.

—¿Lo alcancé? —preguntó Thomas—. Al intruso. Disparé dos veces. Lo miró con extrañeza.

—¿Espera haberlo hecho? —le preguntó.

La pregunta y la gravedad de su mirada hicieron que no respondiera. En aquel silencio, Polinski se limitó a negar con la cabeza.

—Tendrá que hacer algunas reparaciones en su casa cuando regrese —dijo—. Sacamos un par de balas de nueve milímetros de una de las paredes.

—Genial.

—Ni rastro del arma, por cierto —añadió Polinski.

—¿Cómo?

—Dijo que había dos armas, con la que le dispararon y con la que usted decoró el pasillo. Las hemos buscado, pero no hemos encontrado ninguna.

—Debería estar justo donde la dejé antes de arrastrarme por la cocina. Podría mostrarles el lugar…

—No está allí —dijo y lo miró de nuevo con gesto serio—. Suponemos que regresó por ella, probablemente antes de que la ambulancia llegara.

—¿Mientras yo yacía inconsciente?

—Eso parece.

Aquel pensamiento era extrañamente inquietante. ¿Había pensado que estaba muerto? Si no había sido así, ¿por qué lo había dejado con vida?

—Adiós, Thomas —dijo Polinski—. Intente no meterse en problemas.

Thomas contempló la habitación del hospital.

—Es poco probable.