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«¿Quiénes son, que no semejan habitantes de este mundo estando en él…?», pensó Thomas, sintiéndose de repente como Macbeth cuando se topa con las extrañas hermanas en el monte.
Dio un paso hacia ella. A continuación otro. La mujer sabía que Thomas estaba allí. Se apostaría lo que fuera. Había en su figura una tensión, una actitud alerta, como la de un conejo en campo abierto.
—¿Señorita Church? —dijo—. Mi nombre es Thomas Knight. Esperaba poder hablar con usted…
Y de repente se volvió y Thomas pensó, Oh, Dios mío. ¡Es Margarita!
Era la mujer que había visto junto al río en Stratford, la mujer que había hablado a Randall Dagenhart con tal furia que le había recordado a Margarita de Anjou en los primeros dramas históricos de Shakespeare. Aquello le dejó mudo, helado. Permaneció allí, inmóvil, bajo la lluvia, con la boca abierta.
La furia que había visto en ella había desaparecido, y su rostro, aunque distante, estaba bastante sereno. Cuando habló, su voz fue baja pero clara, a pesar del viento y la lluvia.
—¿Qué es lo que quiere?
—Estoy investigando la muerte de Daniella Blackstone —dijo, revelando impulsivamente la verdad—. O, más bien, estoy investigando la muerte de un amigo mío, David Escolme, que la representaba y que fue asesinado poco después de que ella muriera.
—No sé nada de eso —dijo en un tono de ensoñada indiferencia.
Se dio la vuelta y su mirada perdida se posó en la lluvia.
—Solo quería hacerle una o dos preguntas —repitió Thomas.
Ella siguió sentada, quieta, sin responder.
—Señorita Church —dijo Thomas—, lo siento si este es un mal momento, pero vengo de Estados Unidos y no puedo estar demasiado tiempo aquí…
Permaneció sentada como uno de aquellos postes monolíticos, como si ni siquiera supiera que él estuviera allí.
—Daniella era amiga suya —se aventuró a decir Thomas—. Trabajaron juntas durante años. ¿Por qué se pelearon?
La mujer no lo miró ni dijo nada.
—Encontré su cuerpo —dijo Thomas. De repente se sentía muy enfadado—. Encontré su cuerpo en mi patio. No pedí que me metieran en esto. No quería que me metieran en esto.
—¿Murió rápido? —preguntó Church sin mirarlo.
—Creo que sí —respondió Thomas.
—Bien —dijo ella—. Supongo que eso es algo.
Se puso en pie de repente y Thomas se percató de que no era tan mayor como le había parecido en un primer momento. Se movía con lentitud pero con control. Caminó hacia él y Thomas recordó su ira con Dagenhart y tuvo que controlarse para no retroceder.
—Yo no la maté, señor Knight —dijo—. No estábamos de acuerdo en muchas cosas, en el dinero fundamentalmente, pero no la maté. No deseaba su muerte. Estábamos en desacuerdo en algunas cosas, pero también teníamos muchas en común.
—¿Podemos guarecernos de la lluvia y hablar un poco? Puedo llevarla al pub. Hablar un poco. Tomar algo.
—Tengo una bicicleta.
—Puede meterla en el maletero.
Lo observó unos instantes con sus ojos sinceros abiertos de par en par y Thomas se tuvo que obligar a no apartar la vista. Era como estar al lado de un toro o de un zorro, pues sus ojos estaban provistos de un instinto incognoscible, de una percepción tan ajena que no parecía humana.
—Puede llevarme a casa —dijo.
Echó a andar. Pasó junto a él y, durante unos instantes, Thomas se quedó inmóvil en aquel espacio sobrenatural dentro de los postes, solo entre los elementos, rodeado de flores cortadas.