50

El pánico tardó unos instantes en aflorar. Durante un segundo todos permanecieron sentados, como correspondía a unos turistas educados, mientras la guía cacareaba sugerencias tranquilizadoras por su micrófono apagado, esperando a que algo ocurriera. Pero cuando nada ocurrió, cuando la oscuridad prosiguió y el silencio (desprovisto de los zumbidos electrónicos de los que nadie se había percatado hasta que desaparecieron) se hizo mayor, todo se desbarató.

—¿Qué está ocurriendo? —gritó alguien.

—¿Se supone que es una broma o qué?

—Enciendan las luces. ¡No puedo quedarme aquí sentado, en la oscuridad!

—¿Por qué no hay luces de emergencia?

—¿Quién me ha tocado?

Entonces comenzaron a moverse, aunque no sabían hacia dónde. Bajaron del tren, temerosos de que pudiera dar un bandazo y matarlos a todos. Con tanto movimiento y charla febril, y los ruegos de la guía de que permanecieran en sus asientos, Thomas no estaba seguro de por qué sabía que al menos una persona se había bajado ya del tren y se había alejado de allí con rapidez. Lo percibió, un movimiento diferente a todo el caos que lo rodeaba: deliberado, resuelto. Le pareció oír pisadas a su derecha, zancadas seguras y enérgicas. Alguien que sabía adónde iba.

Thomas se bajó de su asiento y extendió las manos en la oscuridad, siguiendo aquellas pisadas que se alejaban mientras rebuscaba en su bolsillo en busca de la linterna. Ya casi estaba en el túnel perpendicular cuando una llama amarilla se iluminó en el tren. Alguien había encendido una cerilla. Mientras las sombras saltaban, se escuchó la voz de la guía.

—Permanezca en el tren, por favor. ¿Señor? ¡Señor!

Siguió caminando, encendió la linterna y echó a correr sin hacer ruido, atento a posibles sonidos de quienquiera que hubiese abandonado primero el grupo. Alguien vio su luz y gritó «¡Allí!», como si llevaran semanas en el mar esperando a ser rescatados. Giró a la izquierda para que no lo vieran y siguió avanzando.

No sabía adónde iba y una vez hubo desaparecido del campo de visión de los que estaban en el tren se detuvo, intentando agudizar sus sentidos. Cerró los ojos, contuvo la respiración, y escuchó.

Había tres niveles de sonido. El primero, y más obvio, era el pánico de los turistas, en el lugar por el que había venido. No estaba a más de cien metros, pero las cuevas distorsionaban sus bravatas de indignación de modo que parecían acosarlo desde todos los flancos, cual espectros. El segundo, más bajo pero al menos igual de insistente, era el latido de su corazón. Le costó acceder al tercer nivel y tuvo que forzar su mente como si solo imaginándolo esta fuera a dejárselo oír, pero ahí estaba: enérgicas pisadas. Se dio la vuelta, con los ojos cerrados, siguiendo el sonido hasta ubicarlo, y echó a andar.

Estaba respirando de nuevo, pero su mente estaba tan pendiente de las pisadas que los otros sonidos se desvanecían, eliminados por su concentración. Las pisadas eran fuertes y resonaban levemente contra la piedra, no con el clac que harían unos zapatos de tacón de mujer, sino con el ruido sordo de las suelas de cuero, y algo más, otro sonido que no era capaz de ubicar. Un hombre, pensó, un hombre que sigue caminando, que sabe adónde va. Intentó identificar el otro sonido, y le pareció que era un clic metálico lo que puntuaba cada paso.

¿Recuerdas ese sonido?, pensó.

Así era, y el recuerdo le hizo acelerar el paso.

La luz de la linterna era insuficiente, su haz de luz amarillento y neblinoso, y al intentar mantener el ritmo de las pisadas Thomas estaba volviéndose imprudente. Si había algún botellero en mitad del túnel en vez de en las hornacinas laterales, se daría de bruces con él antes de verlo. Bajó el ritmo un segundo, escuchó las zancadas constantes de su presa y cogió velocidad de nuevo.

Cada tramo del pasillo era prácticamente idéntico al anterior y, conforme avanzaba, el alcance limitado de la luz de la linterna repetía los mismos contornos y formas de los arcos de piedra blanca, las mismas hornacinas y nichos oscuros y las entradas a los túneles laterales. Thomas tenía la sensación de estar adentrándose en las entrañas de la colina, y se percató de que tenía la mandíbula encajada. También estaba comenzando a sudar. Ninguna de esas dos cosas se debía al esfuerzo o a pensar en lo que podía ocurrir si seguía corriendo tras el hombre al que perseguía. Era el lugar lo que estaba comenzando a afectarle: los túneles, la oscuridad, el peso colosal de la piedra que se alzaba sobre él. A cada paso que se alejaba de las partes que veían los turistas, los techos parecían disminuir de altura y la piedra caliza parecía más resquebrajada e irregular. En esos momentos estaba corriendo con la cerviz inclinada, agachándose todavía más conforme el túnel iba ganando en profundidad.

Sigue respirando, se dijo a sí mismo.

Cogió aire y lo notó frío y húmedo en su garganta y pulmones. El dolor del hombro estaba comenzando a extendérsele de nuevo. Podía oler la piedra que lo rodeaba desde todos los flancos.

Inestabilidad estructural, recordó.

La linterna parpadeó y Thomas la agitó mientras seguía corriendo. Volvió a iluminar de forma continuada, pero Thomas sintió una punzada de pánico. Si se apagaba la linterna y no volvía la luz, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar hasta los ascensores? Si sacaban a los turistas de allí y no había ninguna voz que lo pudiera guiar de regreso, podría estar en ese laberinto durante días, semanas…

Las pisadas parecían haber desaparecido, pero de repente las escuchó con más fuerza, como si el propietario hubiese doblado una esquina en algún rincón del lugar. Thomas vaciló, seguro ya de que el resonar rítmico de las pisadas tenía el contrapunto de un tintineo metálico similar al de una campanilla.

Recordó el momento en el que había oído ese sonido por última vez y el recuerdo hizo que aflojara el paso unos instantes. Regresó a una oscuridad diferente, al porche de Evanston, escuchando aquellas pisadas por el lateral de su casa, a alguien entrando en su patio…

Y no olvides lo que pasó después.

Aquello era imposible de olvidar. Y casi inmediatamente recordó las hebillas laterales de los zapatos del estadounidense trajeado, el hombre que había afirmado ser viticultor, pero que hablaba como el ejecutivo de algún estudio cinematográfico.

No por vez primera en aquel viaje, Thomas se sintió manipulado y estafado, y de repente solo deseaba encontrar a aquel hombre con sus estilosos zapatos y hacerle pagar por su encuentro previo en la calle Sycamore. Ese pensamiento hizo que desapareciera su creciente malestar, así que giró una vez más hacia el sonido, corriendo lo más silenciosamente que podía, intentando que sus pisadas coincidieran con las zancadas del otro hombre para que este no pudiera oírlas.

Pero entonces escuchó algo más: otras pisadas, a su derecha. Thomas se detuvo y se dio la vuelta. Durante un segundo pensó que había sido fruto de su imaginación, pero entonces, entre los pasos tintineantes del estadounidense, los escuchó de nuevo. Eran pasos cautos, furtivos.

Thomas sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Alguien más estaba allí abajo con ellos, en la oscuridad. Alguien que no quería ser descubierto.

Comenzó a andar de nuevo, más rápido que nunca, intentando acercarse a aquellos pasos lejanos y tintineantes. Giró a la izquierda, después a la derecha y entonces oyó algo diferente y se detuvo. Apagó la linterna. Sintió sus ojos abrirse de par en par, a pesar de la oscuridad, mientras intentaba ubicar el nuevo sonido.

Pies corriendo. Muchos. A su espalda.