Bishopgate
OCTUBRE 1689
Eres demasiado estrecho, desdichado, para comprenderte
Incluso a ti mismo: aun así se inclina sobre ti mismo
Para conocer tu cuerpo.
¿No han declarado todas las almas,
Desde tiempos inmemoriales, que nuestro cuerpo está forjado
De aire y fuego y los otros elementos?
Y ahora convocas ingredientes nuevos,
Y un alma piensa de una forma, y otra de otra
Diferente, y para todos es igual.
¿Pero sabes cómo entra la piedra en la
Caverna de la vejiga, sin romper jamás la piel?
JOHN DONNE,
El progreso del alma, El segundo aniversario
Una fiesta de despedida
El visitante —de cincuenta y seis años, pero bastante más vigoroso que el anfitrión— fingió frialdad al observar a sus librescos servidores dispersándose entre los montones, cajas, estantes y toneles que ahora constituían la biblioteca personal de Daniel Waterhouse. Uno de ellos se dirigió hacia un tonel abierto. Su amo lo hizo alejarse con una andanada de chasquidos, toses y ruidos.
—¡Debemos asumir que todo lo que el señor Waterhouse ha colocado en un tonel tiene como destino Boston!
Pero cuando los asistentes encontraron todos ellos algo en lo que ocuparse catalogando y valorando, se volvió hacia Daniel y estalló como una botella de champán.
—¡No puedo expresar el inmenso placer que me produce el volver a verte, viejo amigo!
—En realidad, no creo que mi rostro sea demasiado agradable en estos momentos, señor Pepys, pero es muy decente por su parte fingirlo.
Samuel Pepys se puso recto, parpadeó una vez y abrió los labios como si estuviese dispuesto a aprovecharse de la oportunidad de conversación que Daniel le había servido en bandeja. La mano tembló y se dirigió al bolsillo donde la piedra habitaba desde hacía treinta años. Pero cierto instinto de caballero le hizo cambiar de opinión; todavía no dirigiría la conversación hacia ese Peligro en particular.
—Por lo que contaban los miembros, suponía que estarías en Massachusetts.
—Debería haber iniciado los preparativos inmediatamente después de la Revolución —admitió Daniel—, pero los retrasé hasta después del encuentro de Jeffreys con el señor Jack Ketch en la Torre… para entonces ya era abril, y descubrí que para poder abandonar Londres tendría que liquidar mi vida… que ha resultado bastante más molesto de lo que esperaba. En realidad, es mucho más cómodo caerse muerto y que los demás se ocupen de todos esos detalles tediosos. —Daniel agitó una mano en dirección a los montones de libros, que se reducían con rapidez mientras el cuerpo de libreros mercenarios de Pepys los llevaban hacia su amo y los acumulaban a sus pies. Pepys miraba la portada de cada uno y luego movía los ojos de cierta forma u otra para indicar si debían devolverlo a su sitio o llevárselos; estos últimos se los llevaban a un viejo contable amargado que permanecía sentado con una lámpara de mesa, una pluma y un tintero y que iba redactando una orden de traspaso.
El comentario de Daniel al respecto de la comodidad de caerse muerto provocó una segunda oleada de tentación en el señor Pepys, quien tuvo que agarrarse el puño para evitar meterlo en el bolsillo. Por suerte, un ayudante lo distrajo sosteniendo frente a él un libro con grabados de peces diversos. Pepys frunció el entrecejo un momento. Luego lo reconoció y lo rechazó al instante, con repulsión. Unos años atrás la R.S. había impreso demasiado ejemplares de ese libro. Desde entonces, los miembros intentaban endilgarse copias los unos a los otros, intentando emplearlos como moneda de curso legal para el pago de viejas deudas, usándolos para mantener puertas abiertas, calzar mesas, prensar flores, etcétera.
Normalmente Daniel no era un hombre cruel, pero llevaba días tendido por la náusea, y no pudo resistirse a atormentar a Pepys una tercera vez:
—Su juicio es rápido e implacable, señor Pepys. Cada libro va a la izquierda o la derecha. Cuando un barco perece en un huracán, y san Pedro se encuentra de pronto con una larga cola de almas empapadas, ni siquiera él puede decidir qué lugar merecen con tanta rapidez.
—Está jugando conmigo, señor Waterhouse; ha comprendido mi engaño, sabe a qué he venido.
—En absoluto. ¿Cómo le va desde la Revolución? ¿No he sabido nada de usted?
—Estoy retirado, señor Waterhouse. Retirado a la vida de un caballero estudioso. Mi meta ahora es compilar una biblioteca que rivalice con la de sir Elias Ashmole, e intentar ocupar el vacío que vuestra partida dejará en los asuntos diarios de la Royal Society.
—Debe haberse sentido tentado de entrar en la nueva corte, en el nuevo parlamento…
—Un absoluto.
—¿En serio?
—Moverse en esos círculos se parece un poco a nadar. ¡Nadar con piedras en el bolsillo! Exige esfuerzo constante. Dejar de hacerlo es morir. Lego esa vida a gente diligente más joven y con más energías, como su amigo el marqués de Ravenscar. A mi edad, me siento feliz de quedarme en tierra firme.
—¿Qué hay de las piedras en sus bolsillos?
—¿Perdón?
—Le estoy dando una oportunidad, señor Pepys… para decir lo que quería.
—¡Ah, muy bien hecho! —dijo Pepys, y de un salto se encontraba junto a la cama de Daniel, sosteniéndole la vieja piedra frente a la cara.
Daniel jamás la había visto tan de cerca, y se dio cuenta de que poseía un par de salientes dispuestos simétricamente, como cuernecillos, donde había empezado a crecer hacia los uréteres que bajaban desde los riñones de Pepys. Eso le hizo sentirse mareado, por lo que prestó atención a la cara de Pepys, que estaba casi igual de cerca.
—¡Contempla! Mi muerte, prematura, sin sentido, evitable, la mía, y la tuya, Daniel. Pero la mía la sostengo en la mano. La tuya está encajada aquí… no saltes, no iba a tocarte… sólo quería demostrarte, Daniel, que tu piedra se encuentra sólo a un par de pulgadas de mi mano cuando la coloco aquí. Mi piedra está en mi mano. ¡Sólo dos pulgadas! Sin embargo para mí ese pequeño intervalo equivale a treinta años de vida extra… tres décadas, y si Dios quiere una o dos más, de mozas, bebida, canciones y descubrimientos, le ruego que hagas los preparativos necesarios, Daniel, y que hagas que la roca de tu vejiga se desplace dos pulgadas hasta tu bolsillo, donde podrá alojarse durante otros veinte o treinta años sin darte problemas.
—Son dos pulgadas muy importantes, señor Pepys.
—Evidentemente.
—Durante el año de la plaga, cuando vivíamos en Epsom, sostuve muchas velas para que el señor Hooke pudiese diseccionar los cuerpos de diversas criaturas… incluyendo humanos. Para entonces yo tenía habilidad suficiente para diseccionar la mayor parte de la mayoría de las criaturas. Pero los cuellos siempre me frustraron, y también esas pulgadas alrededor de la vejiga. Esas partes debía dejarlas a las habilidades superiores del señor Hooke. Todos esos orificios, esfínteres, glándulas, fragmentos terriblemente importantes de fontanería…
Ante la mención del nombre de Hooke, Pepys se alegró como si se le hubiese ocurrido algo que decir; pero a medida que la lección de anatomía de Daniel se alargaba, la expresión desapareció y se agrió.
—Evidentemente lo sé —dijo finalmente Pepys, cortándole.
—Claro.
—Lo sé por mí mismo, y también he tenido ocasión de repasar y refrescar ese dominio de la materia cuando un querido amigo mío ha muerto de la piedra… Me viene a la mente John Wilkins…
—¡Es un golpe muy, muy bajo el mencionarle ahora!
—Él te mira desde el cielo diciendo: «Estoy impaciente por verte aquí arriba, Daniel, pero no me importa esperar otro cuarto de siglo o lo que sea; vamos, tómate tu tiempo, que te saquen la piedra, y termina tu trabajo.»
—La verdad es que me parece que usted no podría ser más vergonzoso, señor Pepys, y le ruego que deje en paz a un hombre enfermo.
—¡Vale… entonces vamos al pub!
—No me siento bien, gracias.
—¿Cuándo tomaste alimento sólido por última vez?
—No me acuerdo.
—¿Líquidos?
—No tengo incentivo para tomar líquidos, ya que carezco de los medios para deshacerme de ellos.
—De todas formas ven al pub, te hemos preparado una fiesta de despedida.
—Cancélela, señor Pepys. Las tempestades equinocciales ya han empezado. Navegar ahora a América sería una tontería. He establecido un acuerdo con el señor Edmund Palling, un anciano al que conozco desde hace muchos años, que desde hace tiempo desea emigrar a Massachusetts con su familia. Se ha establecido que en abril del próximo año subiremos al Torbay, un buque reciente, en Southend-on-Sea; y después de un viaje de aproximadamente…
—Dentro de una semana estarás muerto.
—Lo sé.
—Entonces es el momento perfecto para una fiesta de despedida. —Pepys dio dos palmadas. De alguna forma eso hizo que se produjese un gran estruendo en el pasillo.
—No puedo caminar hasta su carruaje, señor.
—No es necesario —dijo Pepys, abriendo la puerta para mostrar a dos porteadores con una silla de mano, una de las más pequeñas poco más que un sarcófago sostenido por dos palos, diseñado para que su ocupante pudiese ir de la calle hasta el mismo interior de la casa sin tener que bajar, y por tanto popular entre personas tímidas, como las prostitutas.
—¡Uf!, ¿qué pensará la gente?
—Que los miembros de la Royal Society entretienen a alguien extremadamente misterioso… ¡lo habitual! —respondió Pepys—. No pienses en nuestra reputación, Daniel, no puede caer más bajo; y tendremos tiempo suficiente, tras tu partida, para repararla.
Bajo una ráfaga de críticas más bien poco constructivas por parte del señor Pepys, los dos porteadores sacaron a Daniel de la cama, adoptando un tono gris verdoso mientras trabajan. Daniel recordaba el olor del dormitorio de Wilkins durante sus semanas finales, y suponía que ahora debía oler igual. Su cuerpo era muy ligero y estaba tan rígido como un pescado secado al sol. Lo colocaron en la caja negra, cerraron la puerta y la nariz de Daniel se llenó del olor a perfumes y polvos que había dejado atrás la clientela habitual. O quizás ése fuese el olor habitual del aire de Londres en comparación con su cama. Su marco de referencia comenzó a alterarse e inclinarse mientras lo bajaban por las escaleras.
Lo llevaron al norte más allá de la muralla romana, que era el camino equivocado. Pero en la medida en que Daniel se enfrentaba a su propia muerte, no parecía lógico preocuparse por algo tan poco importante como que un par de porteadores con una silla le estuviesen secuestrando. Cuando giró el cuello rígido para mirar por la abertura cubierta en la parte posterior de la caja, vio el carruaje de Pepys que iba con ellos.
Mientras maniobraban por entre calles y callejones, ante él se presentaron vistas diversas, perspectivas y espectáculos más o menos patéticos. Pero un edificio de piedra, recién renovado, con una cúpula, se mantenía fijo en el camino. Se trataba de Bedlam.
Bien, es ese momento cualquier otro hombre de Londres hubiese comenzado a gritar y a dar patadas para escapar, porque se habría dado cuenta de que lo llevaban a ese lugar para una estancia de duración desconocida. Pero Daniel era casi único entre los londinenses en el hecho de considerar a Bedlam no sólo como un basurero de lunáticos, sino también como el lugar predilecto de su amigo y colega el señor Robert Hooke. Con calma permitió que lo entrasen por la puerta principal.
Después de lo cual se sintió un poco aliviado cuando los porteadores se apartaron de las habitaciones cerradas y le llevaron hacia la oficina de Hooke bajo la cúpula. Los aullidos y chillidos de los pacientes se iban convirtiendo en un tenue fondo de balbuceo, para quedar finalmente ahogados por voces mucho más alegres que atravesaban una puerta elegante. Pepys se situó frente a la silla y abrió la puerta para mostrar a todos: no sólo Hooke, sino Christiaan Huygens, Isaac Newton, Fatio la sombra de Isaac, Robert Boyle, John Locke, Roger Comstock, Christopher Wren y otros veinte, en su mayoría miembros regulares de la Royal Society, pero también algunos hombres discordantes como Edmund Palling y Sterling Waterhouse.
Lo sacaron de la silla como si fuese un raro espécimen al que sacasen de su embalaje y lo elevaron para aceptar varías oleadas de vítores y brindis. Roger Comstock (quien, desde que toda la supervisión adulta de Inglaterra había huido a Francia, era cada día más importante) se puso en pie sobre la mesa de tallar lentes de Hooke (Hooke se puso furioso y Wren tuvo que agarrarlo) y pidió silencio. Luego sostuvo un vaso de precipitados lleno de un fluido más transparente que el agua.
—Todos conocemos la alta estima y admiración que el señor Waterhouse siente por la alquimia —empezó a decir Roger. Lo que era doblemente gracioso por efecto de la exagerada pomposidad de su voz y gestos; estaba empleando su voz para hablar al parlamento. Después de que se calmasen las risas y los aullidos parlamentarios, continuó con igual seriedad—: La alquimia ha creado muchos milagros en nuestro tiempo, y algunos de sus más importantes practicantes me aseguran que en unos años habrán logrado lo que durante milenios ha sido la gran meta de todo alquimista: ¡es decir, concedernos la inmoralidad!
Roger Comstock adoptó una expresión de total asombro al estallar la sala en el verdadero espíritu de Bedlam. Daniel no pudo evitar mirar a Isaac, que era el último hombre del mundo capaz de encontrar divertido un chiste sobre alquimia o inmortalidad. Pero Isaac sonrió e intercambió una mirada con Fatio.
Roger se llevó una mano a la oreja y escuchó con cuidado, para luego parecer perplejo:
—¿¡Qué!? ¿Dice que es inmortalidad? —Ahora mostraba indignación, y señaló con un dedo a Boyle—. ¡Señor, mi abogado le visitará mañana para solicitar la devolución de mi dinero!
El público estaba ahora totalmente indefenso, que era como a Roger le gustaba tener al público. Sólo podían esperar a que continuase, cosa que estaba más que feliz de hacer:
—Los químicos por su parte han logrado pequeños milagros. Entre aquellos que frecuentan los establecimientos de bebida, o eso me dicen, se sabe, empíricamente, que los licores espiritosos frecuentemente están contaminados por subproductos no deseados y nocivos. De ellos, el peor con diferencia es el agua, que llena la vejiga y obliga a uno a salir al exterior, donde queda sometido al frío, a la lluvia, al viento y las miradas desaprobadoras de vecinos y paseantes hasta el momento en que se vacía la vejiga… ¡que en el caso de nuestro invitado de honor puede llevar hasta una quincena!
—Sólo puedo decir en mi defensa que durante esa quincena he tenido tiempo para que se me pase la borrachera —respondió Daniel—, y cuando regreso al interior descubro que ha dejado usted todos los vasos vacíos, mi señor.
Roger Comstock respondió:
—Es cierto. Doy el contenido de esos vasos a nuestros hermanos alquimistas, quienes los usan en sus lucubraciones. Han descubierto cómo eliminar el agua del vino y dejar sólo el alcohol. Pero esto empieza a sonar como un discurso teológico, así que déjenme cambiar a asuntos prácticos. —Roger levantó el vaso sobre la cabeza—. ¡Por favor, caballeros, apaguen todos los materiales encendidos! No queremos prender fuego al edificio del señor Hooke. Los pacientes se aterrorizarían tanto que se volverían cuerdos. Sostengo en la mano el alcohol puro del que he hablado, y podría quemar este lugar como si fuese fuego griego. Seguirá siendo un gran peligro hasta que el invitado de honor tenga la prudencia de guardárselo en su estómago. Alegría, Daniel; ¡y tranquilo, que esta libación seguro que se te subirá a la cabeza, pero ni una gota te molestará en los riñones!
Bajo el centro de la cúpula habían colocado una robusta silla de roble sobre una plataforma, como si fuese un trono, lo que a Daniel le pareció extremadamente considerado, porque colocaba su cabeza al nivel o por encima de los demás. Era la primera vez en mucho tiempo en que podía hablar con alguien sin sentirse como que le miraban desde arriba. Una vez que hubo subido a la silla y unos cojines le ayudaron a situarse más o menos recto, no tuvo que mover nada excepto la mandíbula y el brazo de la bebida. Los otros se le acercaban de uno en uno o en parejas para hablar con él como si fuese el rey.
Wren habló de los progresos en la construcción de la gran bóveda de St. Paul. Edmund Palling contó detalles del viaje a Massachusetts planeado para abril. Hooke, cuando no discutía sobre relojes con Huygens (y esquivaba chistes groseros sobre «horología» de Roger Comstock), habló sobre su trabajo con músculos artificiales. No dijo que fuesen para usarse en máquinas voladoras, pero Daniel ya lo sabía. Isaac Newton vivía ahora en Londres, compartiendo alojamiento con Fatio, y se había convertido en miembro del parlamento por Cambridge. Roger rebosaba de rumores escandalosos. Sterling tramaba algo con sir Richard Apthorp, un plan colosal para financiar los desatinos eternos del gobierno. Puede que España tuviese minas en América y Francia un suministro infinito de campesinos a explotar, pero Sterling y sir Richard parecían pensar que Inglaterra podría superar la falta de ambos por medio de un juego de manos metafísico. Huygens vino a contarle la noticia melancólica de que la condesa de la Zeur se había quedado embarazada fuera del matrimonio, para acabar perdiendo el bebé. Pero en cierta forma Daniel se alegró al saber que ella seguía con vida. En una ocasión había soñado con proponerle matrimonio. Dada su condición actual, no podía imaginar peor idea.
Pero pensar en ella le hizo entrar en una especie de ensueño del que no volvió. No perdió la conciencia en un momento determinado; más bien la conciencia se le escapó lentamente, durante la velada. Todo amigo que se acercaba a saludarle levantaba su copa, y Daniel levantaba su vaso. El licor no se deslizaba por su garganta, sino que corría apresurado por sus membranas mucosas, quemándole los ojos y las trompas de Eustaquio, y pasando directamente al cerebro. Fue perdiendo la visión. El rugido y el murmullo de la fiesta lo fueron dejando dormido.
El silencio le despertó. El silencio y la luz. Por un momento imaginó que le habían sacado fuera para que viese el sol. Pero había varios soles dispuestos en una constelación. Primero intentó levantar un brazo, luego el otro, para protegerse los ojos del brillo, pero ninguno de los miembros se movía. Las piernas también las tenía retenidas.
—Quizás imaginas que estás sufriendo una anomalía cerebral, una experiencia cercana a la muerte, o incluso posterior a la muerte —dijo con tranquilidad una voz. Emanaba de abajo, de entre las rodillas de Daniel—. Y que hay varios arcángeles dispuestos frente a ti, quemándote los ojos con su brillo. En ese caso yo sería una sombra, un pobre fantasma gris, y los gritos y quejidos que oyes en la distancia serían las quejas de las otras almas que llevan al infierno.
Hooke efectivamente estaba demasiado difuminado para verlo con claridad, porque tenía las luces detrás. Ordenaba algunos instrumentos y herramientas sobre una mesa que había colocado frente a la silla.
Ahora que Daniel había dejado de mirar las luces brillantes, sus ojos se habían ajustado lo suficiente para ver qué le impedía moverse: cordones de lino blanco, alrededor de brazos y piernas, ingeniosamente entrelazados para formar una red. Claramente era obra del meticuloso Hooke, porque incluso los dedos y pulgares de Daniel habían sido unidos de la misma forma, nudillo a nudillo, a los brazos de la silla, que eran tan masivos como los maderos de un cañón.
Su mente regresó a Epsom durante el año de la plaga, cuando Hooke se sentaba durante horas al sol mirando a través de una lente cómo una araña, envolvía a un tábano en su red.
El otro detalle que le llamó la atención era el brillo de los pequeños dispositivos que Hooke ordenaba sobre la mesa. Además de las muchas lupas que Hooke siempre tenía consigo, estaba la sonda torcida que insertaría a lo largo de la uretra del paciente para encontrar y sostener la piedra. A su lado estaba la lanceta para realizar la incisión a través del escroto y hasta la vejiga. Luego un gancho para meter por esa abertura y sacar la piedra por entre los testículos, y un conjunto de rastrillos de diversos tamaños y formas para raspar el interior de la vejiga y examinar los uréteres para encontrar y retirar las piedras más pequeñas que podrían estar creciendo en los recovecos. La tubería de plata que se dejaría en la uretra para que el flujo de orina, sangre, linfa y pus no se viese afectado por la hinchazón inevitable, y la fina tripa de oveja para coserle de nuevo, y las agujas curvas y alicates para pasarla por la carne. Pero por alguna razón ninguna de esas cosas le perturbó tanto como la báscula al final de la mesa, con sus platillos de latón pulido que le lanzaban señales inescrutables al oscilar al extremo de sus cadenas. Hooke, siempre tan empírico, evidentemente pesaría la piedra cuando la sacase.
—En verdad estás vivo, y lo estarás por muchos años más… más de los que me quedan a mí. Hay algunos que mueren por el shock, es cierto, y quizá por eso todos tus amigos quisieron venir y pasar algo de tiempo contigo antes de que diese comienzo la operación. Pero, como recuerdo, en una ocasión recibiste un disparo de trabuco, y te pusiste en pie y te alejaste por ti mismo. Así que por esa parte no tengo miedo. Las luces brillantes que ves son barras de fósforo ardiente. Y yo soy Robert Hooke, y no hay hombre mejor cualificado para realizar esta operación.
—No, Robert.
Hooke se aprovechó de la súplica de Daniel para colocarle una correa de cuero en la boca.
—Puedes morderla si lo deseas, o puedes escupirla y gritar todo lo que quieras: esto es Bedlam, y a nadie le importará. Tampoco nadie prestará atención o se apiadará. Menos que nadie Robert Hooke. Porque como sabes, Daniel, carezco totalmente de la cualidad de misericordia. Lo que está bien, porque me haría perfectamente incapaz de realizar esta operación. Te dije hace un año, en la Torre, que algún día te pagaría tu amistad: una perla de gran valor. Ahora ha llegado el momento de cumplir mi promesa. La única pregunta que queda por responder es cuánto pesará la perla, cuando le haya lavado tu sangre y la deposite en esa báscula. Lamento que te despertases. No voy a insultarte sugiriendo que te relajes. Por favor, no te vuelvas loco. Te veré al otro lado de la Estigia.
Cuando él, Hooke y Wilkins habían cortado perros vivos durante el año de la plaga, Daniel había mirado sus aterrorizados ojos marrones preguntándose qué les pasaba por la mente. Al final había decidido que nada, que los perros no tenían mentes conscientes, ni tampoco ideas sobre el pasado o el futuro, viviendo puramente en el momento, y que eso hacía que para ellos fuese peor. Porque no podían ni aguardar el final del dolor, ni recordar los momentos en que perseguían a los conejos por los prados.
Hooke cogió el bisturí y se acercó a Daniel.