A bordo de la «Minerva», bahía de Plymouth, Massachusetts
NOVIEMBRE 1713

 

Desde Plymouth a la bahía de Cabo Cod, 1713

La mente había corrido bastante por delante de la pluma; ésta se le ha secado, pero tiene el rostro sudoroso. A solas en el camarote, Daniel se consuela durante un minuto con otro pasatiempo favorito de los niños de cinco años. Algunos dicen que llorar es infantil. Daniel —quien desde el nacimiento de Godfrey ha tenido más oportunidades de las que hubiese deseado para ver llorar— sostiene el punto de vista contrario. Llorar en voz alta es infantil, en la medida que refleja la creencia, por parte del llorón, de que hay alguien a su alrededor para oír el ruido, y que vendrá corriendo a arreglarlo. Llorar en completo silencio, como hace Daniel esta mañana, es la máscara del doliente maduro que ya no guarda, ni es guardado por, tales fantasías confortables.

Hay un canto rítmico en la cubierta de cañones que se incrementa lentamente y finalmente estalla en el tamborileo de muchos pies sobre los escalones de caoba, y de pronto la cubierta de la Minerva está abarrotada de marineros, corriendo de un lado a otro y chocando entre sí, como una demostración viva de las ideas de Hooke sobre el calor. Daniel se pregunta si alguien ha visto un fuego en la santabárbara, y los marineros han subido todos para abandonar la nave. Pero se trata de un pánico muy organizado.

Daniel se seca la cara, tapa el tintero, y sale al alcázar, tirando por la borda la pluma cubierta de tinta seca. La mayoría de los marineros ya ha subido a la jarcia, y han comenzado a soltar vastas cortinas blancas como si quisiesen ocultar a los ojos de Daniel la flota de balandros y botes balleneros que ahora parecen converger sobre ellos desde todas las calas y ensenadas de la bahía de Plymouth. Las rocas y los árboles de la costa se mueven con respecto a los objetos fijos de la Minerva como no debieran.

—¡Nos movemos… estamos a la deriva!—protesta.

Levar anclas en un barco de la masa de la Minerva es un proceso ridículamente complicado y largo: un pequeño ejército de marineros cantarines persiguiéndose unos a otros alrededor de un gigantesco cabestrante en la cubierta superior, muchachos limpiando de cieno, mientras lo espolvorean con arena, el cable húmedo del ancla para permitir un mejor agarre del cabo gancho: un bucle infinito, que da tres vueltas al cabestrante, que los marineros de dedos ágiles sujetan continuamente a un lado al cabo del ancla y sueltan de otro. Nada de esto había empezado a suceder en la hora desde la salida del sol.

—¡Estamos a la deriva! —le insiste Daniel a Dappa, que acaba de saltar elegantemente por un lateral de la cubierta de popa y ha caído casi sobre los hombros de Daniel.

—Claro que sí, capitán… estamos en estado de pánico, ¿no lo está viendo?

—Estás siendo indebidamente duro con tu tripulación y contigo mismo, Dappa… ¿y por qué me llamas capitán? ¿Y cómo podemos estar a la deriva si no hemos levado ancla?

—Le requieren en la cubierta de popa, capitán… eso mismo, un pasito hacia delante…

—Déjame coger mi sombrero.

—Nada de eso, capitán, queremos que todos los piratas de Nueva Inglaterra, porque en estos momentos están todos ahí fuera, vean su pelo blanco relucir bajo el sol, la zona calva, pálida y rosada, como un capitán que hace años no sube a cubierta… por aquí, cuidado con el timón, señor… eso es… ¿podría tambalearse un poco más? Entrecierre los ojos ante la desacostumbrada luz solar… ¡muy bien, capitán!

—¡Que el Señor nos asista, señor Dappa, hemos perdido el ancla! ¡Algún loco ha cortado los cabos del ancla!

—Ya le dije que estábamos aterrorizados… ¡cuidado con los escalones, capitán!

—¡Suéltame el brazo! Soy perfectamente capaz de…

—Es un placer ayudarle, capitán… como también lo es para ese holandés contrahecho que le espera en lo alto de la escalera…

—¡Capitán Van Hoek! ¿¡Por qué está vestido como un marinero corriente!? Y ¿¡qué ha sido del ancla!?

—Peso muerto —dice Van Hoek, y luego sigue murmurando algo en holandés.

—Ha dicho, está usted manifestado justo la irritabilidad impotente que precisamos, ¡tome, agarre el catalejo! Tengo una idea: por qué no mira primero por el lado incorrecto… luego ponga cara de aturdimiento y furia, como si un subordinado hubiese cometido la estupidez de invertir las lentes.

—Debo hacerle saber, señor Dappa, que en su momento supe tanto de óptica como cualquier hombre vivo, excepto uno: posiblemente dos, si contamos a Spinoza… pero él no era más que un pulidor de práctico y al que en general le preocupaban más las reflexiones ateas

—¡Hágalo! —gruñó el holandés de un solo brazo. Sigue siendo el capitán; así que Daniel se acerca a la barandilla de la cubierta de popa, levanta el catalejo y mira por la lente del objetivo. Puede oír a los piratas, en los lejanos botes balleneros, riéndose de él. Van Hoek arranca el catalejo de las manos de Daniel, le da la vuelta sobre los nudillos de la única mano, y se lo vuelve a entregar. Daniel lo acepta e intenta sostenerlo firme hacia un ballenero que se acerca. Pero el extremo delantero del bote está envuelto en una nube de humo, que sé dispersa con rapidez bajo la brisa fresca. Durante los últimos minutos, las velas de la Minerva se han ido hinchando, con frecuencia acompañadas de ruidos agudos, casi como disparos… pero…

—Maldición —dice—, ¡nos han disparado! —Ahora puede ver el cañón giratorio montado en la proa del ballenero, y a un tipo de aspecto sospechoso alimentando la boca del cañón con una masa perfecta de bolas de plomo.

—Sólo un disparo sobre la proa —dice Dappa—. Esa expresión de pánico en la cara… esa gesticulación… ¡perfecto!

—Es increíble el número de botes… ¿se dedican todos juntos a la piratería?

—Más tarde habrá tiempo de sobra para las explicaciones… ahora es momento de parecer acongojado… quizá haciendo temblar un poco las rodillas y agarrándose el pecho como si sufriese una apoplejía… le ayudaremos a llegar a su camarote en la cubierta superior.

—Pero mi camarote, como ya sabes, está en el alcázar…

—Sólo por hoy, se le concede un ascenso… capitán. Vamos, lleva demasiado tiempo al sol… mejor retirarse para abrir una botella de ron.

 

—Que no le confunda el intercambio de fuego de cañón —le tranquilizó Dappa, metiendo su cabeza lanuda y algo salvaje en el camarote del capitán—. Si esto fuese una lucha de verdad, los balandros y los botes balleneros estarían estallando a nuestro alrededor.

—Bien, si esto no es una lucha, ¿cómo llama a la situación en la que hombres en barcos se disparan bolas de plomo unos a otros?

—Un juego… un baile. Una representación teatral. Hablando de lo cual… ¿ha practicado recientemente su papel?

—No parecía seguro, cuando había tanto tiro volando… pero… como se trata sólo de un entretenimiento… bien… —Daniel se alza desde su posición oculta bajo la mesa de mapas del capitán y se desplaza hacia la ventana, moviéndose en una especie de modo de paradoja de Zenón: cada paso la mitad de largo que el anterior. El camarote de Van Hoek es tan ancho como toda la popa del barco: aquí dentro dos hombres podrían jugar a rehilete. Todo el mamparo de popa es una enorme ventana ligeramente curva que ofrece (ahora que Daniel está en posición de mirar a través de ella) toda una vista de la bahía de Plymouth: pequeñas cabañas y tepes en las colinas, y, en las olas, numerosos botes corriendo todos rodeados de humo de pólvora, lanzando ocasionalmente rayos truncados de fuego amarillo en su dirección—. La reacción de la crítica parece hostil —comenta Daniel. A la izquierda, un panel de vidrio salta del marco, por lo que toma por un disparo de mosquete.

—¡Excelente encogimiento! La forma en que levanta las manos como si fuese a cubrirse las orejas, y las detiene a medio camino, como si le hubiese hecho efecto el rigor mortis… gracias a Dios que le tenemos a bordo.

—¿Debo creer que todo esto no es más que una manipulación del estado mental de los piratas?

—No hay necesidad de ser engreídos: ellos también nos lo hacen a nosotros. La mitad de los cañones en esos botes son tallas de madera pintadas para que parezcan reales.

Algo con el aspecto de un enorme meteoro arranca la puerta de las bisagras y se incrusta en la riostra de roble, desnivelándola e inclinando ligeramente todo el camarote —alterando el efecto de paralelogramo del marco de referencia de Daniel, de forma que le parece que ahora Dappa está de pie formando un ángulo— o quizás el barco esté empezando a escorar.

—Evidentemente, algunos de los cañones son reales —admite Dappa antes de que Daniel pueda anotarse el tanto.

—Si estamos jugando con la mente de los piratas, ¿qué ventaja aporta hacerles creer que el capitán es un idiota senil… que, si he leído bien entre líneas, parece ser mi papel? ¿Por qué no abrir hasta la última portañola, sacar todos los cañones, hacer que las colinas resuenen por las andanadas, y poner a Van Hoek en la popa agitando el garfio?

—Es más que probable que lleguemos a eso. Por el momento debemos seguir una estrategia de engaño multinivel.

—¿Por qué?

—Porque debemos tratar con más de un grupo de piratas.

—¿¡Qué!?

—Es por eso que capturamos e interrogamos…

Algunos dirían que torturaron…

—… varios piratas antes del amanecer. Simplemente en esta bahía hay más piratas de los razonables. Algunos de ellos parecen ser mutuamente hostiles. En realidad, hemos descubierto que los piratas tradicionales, honrados y trabajadores de la bahía de Plymouth, los que van en los botes pequeños… ¡apártese capitán! ¡Dos pasos a babor, por favor!

Dappa esquiva algo que ve por la ventana. Daniel se vuelve para ver un cabo tenso colgando verticalmente justo en el exterior… no es algo extraño en sí mismo, pero no estaba ahí hace unos segundos. La línea tensa se estremece, tatuando una vibración en el panel. Aparecen un par de manos quemadas por el sol, luego un sombrero de ala ancha, a continuación una cabeza con una daga entre los dientes. A continuación detrás de Daniel se oye un tremendo FOOM mientras le sucede algo horrible a la cara del escalador: claramente visible a través del panel súbitamente ausente.

Una nube de humo se revuelve y rebota contra los vidrios todavía presentes, y para cuando se aclara el pirata ha desaparecido. Dappa se encuentra en medio del camarote sosteniendo una pistola caliente y humeante.

Revuelve en el arcón de Van Hoek y saca un garfio del que cuelgan correas.

—Ese era uno de los que hablaba. Nunca hubiesen intentado algo tan estúpido si los nuevos no se lo hubiesen puesto tan difícil.

—¿Qué nuevos?

Dappa, con cara de fastidio y disgusto, pasa el garfio a través del espacio hueco y agarra la cuerda colgante, la mete dentro y la corta con un diestro gesto del alfanje.

—Levante la cabeza hacia el horizonte, capitán, y observe la flotilla de naves de cabotaje, balandros, goletas y un queche, que se está formando en la bahía de Plymouth. Media docena o más de barcos. Extraña información viajando de unos a otros, encarnada en gallardetes, cañones y destellos de luz solar.

—¿Se debe a ellos que la chusma de ese bote pequeño no pueda ganarse la vida?

—Exactamente, capitán. Ahora, si presentásemos una fachada de valor, entonces sabrían que su causa no tiene sentido, y podrían sentirse tentados a unirse en causa común con Teach.

—¿Teach?

—Capitán Edward Teach, el almirante de esa flota pirata de allá. Pero tal y como están las cosas, estos piratas de poca monta se malgastan en fútiles intentos de abordar la Minerva antes de que Teach tenga tiempo de desplegar las velas y formar. Ahora podemos encargarnos independientemente del asunto Teach.

—Había un Teach en la armada real…

—Es el mismo tipo. El y sus hombres lucharon durante la guerra del bando de la reina, enriqueciéndose con los envíos españoles. Ahora que se ha firmado un tratado y estamos en buenas relaciones con los españoles, esos tipos son cabos sueltos, y han atravesado el Atlántico buscando un puerto para dedicarse a la piratería en América.

—Así que asumo que Teach no desea nuestra carga, sino…

—Si arrojásemos hasta el último fardo por la borda, aún así vendría a por nosotros. Quiere a la Minerva como buque insignia. Y sería una asaltante maravillosa.

Hace rato que no se oyen disparos, así que Daniel se acerca a la ventana y ve cómo se despliega vela tras vela, la flota de Teach transformándose en una nube estable sobre la bahía.

—Parecen barcos rápidos —dice—. Pronto veremos a Teach.

—Es fácil reconocerlo: según los prisioneros, es un maestro de las representaciones piratas. Lleva yesca humeante enroscada alrededor de la cabeza, como rizos ardientes, y, por la noche, cirios encendidos en su espesa barba negra. Ha convencido a la mitad de los habitantes de Plymouth de que es la encarnación del diablo.

—¿Qué opinas tú, Dappa?

—Creo que no hay demonio más feroz que el capitán Van Hoek, cuando los piratas persiguen a su dama.

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