Newtowne, Bahía Colonial de Massachusetts
12 DE OCTUBRE, 1713

 

Tanto han mejorado y ganado esas colonias inglesas, incluso hasta tal grado, que algunos han sugerido, aunque no por falta de ignorancia, el peligro de que se rebelen contra el gobierno inglés y formen una potencia independiente para ellos mismos. Es cierto, la idea es absurda, y sin base, pero sirve para confirmar lo que antes he dicho sobre el incremento de esas colonias, y de la floreciente condición del comercio que en ellas se realiza.

 

DANIEL DEFOE,
Una exposición del comercio inglés

 

Instituto de Artes Tecnológicas de la Bahía Colonial de Massachussets

En ocasiones da la impresión de que todo el mundo está inmigrando a América —barcos de vela en el Atlántico norte, tan gruesos como los botes del Támesis, más o menos trazando surcos en las rutas marítimas —y por tanto, ociosamente, Enoch supone que su aparición en la entrada del Instituto de Artes Tecnológicas de la Bahía Colonial de Massachusetts no sorprenderá en nada a su fundador. Pero Daniel Waterhouse casi se traga la dentadura cuando Enoch entra por la puerta, y no es sólo debido a que el borde de la capa de Enoch derribe una alta pila de tarjetas. Durante un momento Enoch teme que se esté aproximando un clímax apopléjico, y que la última contribución del doctor Waterhouse a la Royal Society, después de casi una vida de servicio, será un músculo cardiaco traumáticamente afectado, sumergido en alcoholes de vino en un frasco de cristal. El doctor invierte el primer minuto de la entrevista colgado a medio camino entre estar de pie y sentarse, con la boca abierta y la mano izquierda sobre el esternón. Podría ser el inicio de una inclinación cortés, o una desagradable maniobra para ocultar, bajo el abrigo, una camisa tan manchada por el trabajo como para dejar en mal lugar la diligencia de su joven esposa. O quizá se trata de una investigación filosófica, es decir, comprobar su pulso; si es así, entonces es una buena noticia, porque sir John Floyer acaba de inventar la práctica, y si Daniel Waterhouse la conoce significa que se ha mantenido al día de los últimos adelantos en Londres.

Enoch aprovecha la calma para realizar otras observaciones e intentar juzgar empíricamente si Daniel está tan loco como querían hacerle creer los profesores de la universidad de Harvard. Por las mofas de los doctores durante el trayecto en trasbordador, Enoch no había esperado otra cosa más que engranajes y bielas. Y ciertamente, Waterhouse dispone de un taller mecánico en una esquina del… ¿cómo caracterizará Enoch esta estructura ante la Royal Society? «Cabina de troncos», aunque es técnicamente correcto hace que la mente conjure hombres salvajes vestidos con pieles. «Un laboratorio sólido, eficiente y en nada extravagante que usa de forma ingeniosa los materiales de construcción indígenas.» Eso es. Pero en cualquier caso, en su mayoría no está dedicado a los engranajes, sino a materias más blandas: tarjetas. Están apiladas en columnas que se desplomarían bajo la brisa de las alas de una polilla si las columnas no hubiesen sido reunidas en bancos, escalones y terrazas, con toda la formación edificada sobre una superficie de baldosas sueltas sobre el suelo de tierra para (supone Enoch) evitar que las pilas de tarjetas absorban la copiosa agua del subsuelo. Introduciéndose más en la habitación y espiando alrededor de un baluarte de tarjetas, Enoch encuentra un escritorio lleno de tarjetas en blanco. De los tinteros se proyectan plumas grises y gastadas, con las dobladas y rotas tiradas en el suelo; fragmentos de plumón, pelusa, cartílagos y otros elementos de pájaros forman una especie de capa sobre todo lo que hay allí.

Con el pretexto de recoger, Enoch comienza a ordenar las tarjetas caídas al suelo. Cada una está marcada en la parte superior con un número bastante grande, siempre impar, y debajo hay una larga fila de unos y ceros, que (ya que el último dígito es 1, lo que indica un número impar) supone que no es más que exactamente el mismo número expresado en la notación binaria recientemente perfeccionada por Leibniz. A continuación, bajo el número, hay una palabra o frase corta, una diferente en cada tarjeta. Al recogerlas y volver a colocarlas ve: Arca de Noé; Tratados de paz; Membranófonos (p.e., mirlitones); La idea de la sociedad sin clases; La faringe y sus extensiones; Instrumentos de dibujo (p.e., el cartabón); El escepticismo de Pyrrhon de Elis; Requerimientos de los contratos de seguro marítimo válidos; El bakufu Kamakura; La falacia de la afirmación sin conocimiento; Ágatas; Reglas que gobiernan la determinación de las cuestiones de hecho en los tribunales civiles romanos; Momificación; Manchas solares; Los órganos sexuales de los briófitos (p.e., hepática); Geometría euclidiana: homotecias y similitudes; Pantomima; La elección y reinado de Rodolfo de Habsburgo; Testes; Relaciones diádicas asimétricas; La querella de las investiduras; Fósforo; Remedios tradicionales para la impotencia; La herejía arminiana; y…

—Algunas me parecen demasiado complicadas para representarlas en mónadas —dice, desesperado por encontrar una forma de romper el hielo—. Como ésta: «El desarrollo de la hegemonía portuguesa en África central.»

—Mire el número en lo alto de la tarjeta —dice Waterhouse—. Es el producto de cinco primos: uno para Desarrollo, otro para portugués, uno para Hegemonía, otro para Central y uno para África.

—Ah, por tanto no es en absoluto una mónada, sino un compuesto.

—Sí.

—Es difícil darse cuenta cuando las tarjetas están desordenadas. ¿No cree que debería organizarías?

—¿Según qué plan? —pregunta Waterhouse con astucia.

—Oh, no, no caeré en el truco de esa discusión.

—Ningún sistema de indexado lineal es adecuado para expresar la multidimensionalidad del conocimiento —le recuerda el doctor Waterhouse—. Pero si a cada uno se le asigna un número único, números primos para mónadas, y productos de primos para compuestos, entonces organizarías no es más que una cuestión de realizar computaciones… señor Root.

—Doctor Waterhouse. Perdone la interrupción.

—En absoluto. —Finalmente se sienta, y regresa a lo que estaba haciendo antes: pasando una larga lima sobre un trozo de metal con un tremendo crujido—. Es una diversión agradable verle aparecer frente a mí, tan inesperadamente, tan implausiblemente bien conservado —grita por encima del quejido de la herramienta caliente y el zumbido sobre la pieza.

—La durabilidad es preferible a las alternativas… pero no siempre conveniente. Personas menos sanas me están siempre mandando a hacer recados.

—Largos y tediosos, por lo que veo.

—Las incomodidades, peligros y tedios del viaje quedan más que compensados al verle, tan productivamente ocupado, y con tan buena salud.

O algo así. Se trata de la fase cortés de la conversación, que es poco probable que dure mucho más. Si le hubiese devuelto el halago, Daniel se habría reído, porque nadie diría que está tan bien conservado como Enoch. Parece tan viejo como es. Pero está nervudo, con limpios ojos azules, sin temblores en mandíbula o manos, sin vacilar a la hora de hablar una vez que ha superado la sorpresa de ver a Enoch (o, quizás, a cualquiera) en su Instituto. Daniel Waterhouse está calvo casi por completo, con una franja de pelo blanco rodeando la parte posterior de su cabeza como la nieve soplada por el viento en un tronco. No se disculpa por tenerla descubierta y no intenta coger la peluca, de hecho, parece que no posee ninguna. Sus ojos son grandes, anchos y penetrantes de una forma que probablemente no ayuda a mejorar su reputación. Esos globos flanquean una nariz aguileña que casi oculta la boca en ranura de un avaro mordiendo una moneda sospechosa. Sus orejas son alargadas y han desarrollado un radiante fleco de lanugo. El desequilibrio entre sus órganos de entrada y salida indican que ve y sabe más de lo que dice.

—Ahora es colono, o…

—Estoy aquí para verle a usted.

Los ojos le miran, tranquilos y llenos de saber.

—¡Entonces es una visita social! Un acto heroico, cuando un simple intercambio de cartas corre menos peligros de mareos, piratas, escorbuto, ahogamientos en masa…

—Hablando de cartas… tengo una aquí —dice Enoch, sacándola.

—Un sello grande, extraordinario y magnífico. Debe haberla escrito alguien terriblemente importante. No puedo expresar lo impresionado que me siento.

—Una amiga personal del doctor Leibniz.

—¿La electora Sofía?

—No, la otra.

—Ah. ¿Qué desea de mí la princesa Carolina? Debe de ser algo terrible, o no le habría enviado a importunarme.

El doctor Waterhouse se siente avergonzado de haberse sorprendido antes y ahora lo compensa mostrándose malhumorado. Pero está bien, porque a Enoch le parece que el Waterhouse de treinta años oculto en el interior del viejo presiona ahora contra la máscara de piel suelta, como una escultura de mármol que da forma a un tejido que la envuelve.

—Considérelo más bien animarle a actuar. ¡Doctor Waterhouse! Busquemos una taberna y…

—Buscaremos una taberna… después de que obtenga mi respuesta. ¿Qué quiere ella de mí?

—Lo mismo de siempre.

El doctor Waterhouse se encoge… el treintañero interior retrocede, y se torna un vejete extrañamente familiar.

—Debería haberlo sabido. ¿Qué otro uso habría para un viejo monadologista computacional gastado?

—Es asombroso.

—¿El qué?

—Le conozco desde hace, ¿cuánto?, treinta o cuarenta años, casi tanto como usted ha conocido a Leibniz. Le he visto en algunas situaciones desagradables. Pero hasta ahora, no creo haberle visto jamás lloriquear.

Daniel lo medita cuidadosamente y luego ríe.

—Mis disculpas.

—¡En absoluto!

—Creí que aquí apreciarían mi trabajo. Iba a establecer lo que para Harvard sería el Gresham’s College para Oxford. Imaginé que encontraría estudiantes, o al menos un protegido. Alguien que me ayudase a construir el Molino Lógico. No ha sido así. Todos los tipos con talento mecánico sueñan con motores de vapor. ¡Ridículo! ¿Qué tiene de malo la fuerza del agua? Aquí hay ríos de sobra. ¡Mire, hay uno pequeño entre sus pies!

—Es natural que, para los jóvenes, los motores sean más interesantes.

—No hace falta que me lo diga. Cuando yo era estudiante, un prisma era una maravilla. Iba a Sturbridge Fair con Isaac para comprarlos… pequeños milagros envueltos en terciopelo. Jugué con ellos durante meses.

—Hecho que ahora es bien conocido.

—Ahora los chicos se dividen en todas las direcciones simultáneamente, como un prisionero al que descuartizan en cuatro partes. U ocho, o dieciséis. Ya veo como le va pasando al joven Ben, y pronto le sucederá a mi propio hijo. «¿Debería estudiar matemática? ¿Euclidiana o cartesiana? ¿Cálculo newtoniano o leibniziano? ¿Debería seguirla ruta empírica? ¿Entonces diseccionaré animales, o clasificaré hierbas o crearé extrañas materias en crisoles? ¿Haré rodar bolas por planos inclinados? Jugaré con electricidad e imanes?» Frente a eso, ¿qué hay aquí que pueda interesarles?

—¿Podría deberse esa falta de interés a que todo el mundo sabe que fue Leibniz el que concibió el proyecto?

—No lo estoy haciendo a su modo. Su plan era emplear esferas rodantes para representar dígitos binarios, y hacerlas pasar por puertas mecánicas para realizar operaciones lógicas. Ingenioso, pero no muy práctico. Yo uso varillas.

—Superficial. Vuelvo a preguntar: ¿la falta de popularidad podría estar relacionada con que todos los ingleses creen qué Leibniz es un villano… un plagiario?

—Ésta es una desviación antinatural de la conversación, señor Root. ¿Está siendo tortuoso?

—Sólo un poco.

—Usted y sus costumbres continentales.

—Simplemente es que recientemente la disputa por la prioridad se ha vuelto feroz.

—Sabía que sucedería.

—No creo que aprecie lo desagradable que es.

—Usted no aprecia lo bien que conozco a sir Isaac.

—Estoy diciendo que las repercusiones podrían extenderse hasta aquí, hasta esta misma habitación, y podrían explicar su (perdóneme por mencionarla) soledad y sus lentos progresos.

—¡Ridículo!

—¿Ha visto las últimas cartas en cadena, corriendo por Europa sin firma, sin fecha, carentes incluso de marca de imprenta? ¿Las reseñas anónimas, plantadas como minas zapadoras en las revistas de los sabios? ¿Súbitos desenmascaramientos de hasta ese momento anónimos «matemáticos de importancia» obligados a reconocer, o negar, opiniones que durante mucho tiempo han esparcido en correspondencias privadas? ¿Grandes mentes que, en cualquier otra era, estarían realizando descubrimientos de dimensiones copernicanas, reducidas a actuar como agentes y matones mercenarios para los dos actores principales? ¿Nuevas y merecidamente oscuras publicaciones súbitamente elevadas al primer nivel porque algún lacayo ha conseguido que su última puñalada se imprima en sus páginas finales? ¿Desafíos y problemas saltando por el canal, cada uno diabólicamente diseñado para demostrar que el cálculo de Leibniz es el original y que Newton no es más que un mezquino falsificador, o viceversa? ¿Reputaciones defendidas a punta de espada…?

—No —dice Daniel—. Me trasladé aquí para alejarme de las intrigas de Europa. —Sus ojos caen sobre la carta. Enoch tampoco puede evitar mirarla.

—Es puramente una anomalía del destino —dice Enoch—, que Gottfried, de joven, carente de medios, buscando una posición, cualquier cosa que le ofreciese la simple libertad de trabajar, acabara en la corte de un oscuro duque alemán. Quien por medio de un intrincado y tedioso bordado de matrimonios, acoplamientos, muertes, conversiones religiosas, guerras, revoluciones, abortos, decapitaciones, retraso mental congénito, excomuniones, etcétera entre la elite europea, especialmente la muerte de los diecisiete hijos de la reina Ana, se convirtiese en el primero en la línea al trono de Inglaterra y Escocia, o Gran Bretaña como se supone que debemos llamarla ahora.

Algunos lo llamarían «destino». Otros…

—No entremos en eso.

—De acuerdo.

—La salud de Ana es terrible, la casa de Hanover está metiendo en el equipaje los cascos con punta y las jarras de cerveza ilustradas, y recibe lecciones de inglés. Sofía puede que llegue a ser reina de Inglaterra, al menos durante un breve periodo. Pero muy pronto Jorge Luis se convertirá en el rey de Newton y, como sir Isaac sigue en la Casa de la Moneda, su jefe.

—Comprendo. Es de lo más incómodo.

—Jorge Luis es la encarnación de la incomodidad… No le importa, apenas conoce, y probablemente pensaría que es gracioso si lo supiese. Pero su hija política, la princesa, autora de esta carta, es probable que con el tiempo se convierta en reina de Inglaterra, es amiga de Leibniz. Y sin embargo admira a Newton. Desea una reconciliación.

—Desea que una paloma vuele entre las columnas de Hércules. Que todavía están manchadas con las entrañas de todos los que anteriormente buscaron la paz.

—Se supone que usted es diferente.

—¿Hercúleo, quizá?

—Bien…

—¿Tiene alguna idea de por qué soy diferente, señor Root?

—No lo sé, doctor Waterhouse.

—Entonces, a la taberna.

 

Harvard Square

Envían a Ben y Godfrey de vuelta a Boston en el trasbordador. Daniel rechaza la taberna más cercana, alguna vieja disputa con el propietario; así que emprenden el camino y cabalgan hacia el noroeste durante un par de millas, echándose a un lado de vez en cuando para permitir que los pastores guíen las pequeñas manadas de animales con dirección a Boston. Llegan a la que solía ser la capital de Massachusetts, antes de que los padres de la ciudad de Boston tuviesen éxito en su maniobra. Varios caminos surgen de los bosques y chocan entre sí. Terratenientes, ganaderos y montañeses se mezclan en un remolino de fango y estiércol. Cerca hay una universidad. Newtowne es, en otras palabras, el paraíso de los taberneros, y la plaza (como la llaman) está ocupada por establecimientos públicos.

Waterhouse entra en una taberna e inmediatamente se echa atrás. Mirando al establecimiento sobre el hombro de su acompañante, Enoch entrevé un juez de peluca blanca sentado en un sillón enorme a la cabeza de un bar, un jurado sobre bancos de madera, un pillo mugriento al que interrogan.

—No es buen sitio para un par de ociosos —murmura Waterhouse.

—¿¡Realizan los procedimientos jurídicos en las casas de bebida!?

—¡Bah! Ese juez no está más borracho que cualquier magistrado del Old Bailey.

—Cuando lo expresa así es perfectamente lógico.

Daniel escoge otra taberna. Atraviesan la entrada de ladrillo rojo. De la entrada cuelgan algunos cubos de cuero antiincendios, de acuerdo con las regulaciones de seguridad, y un sacabotas cuelga de la pared de forma que el tabernero pueda secuestrar por las noches el calzado de sus huéspedes. El propietario está protegido en un pequeño fuerte de madera en una esquina, con las botellas en estantes a su espalda, un arma de fuego exagerada, de al menos seis pies de largo, apoyada en el ángulo de las paredes. Está ocupado ordenando el correo de sus clientes. Enoch no puede creer el tamaño de las planchas que conforman el suelo. Crujen y resuenan como el hielo sobre un lago congelado cuando la gente se mueve. Waterhouse le guía hasta una mesa. Ésta consiste en una única lámina de madera cortada del núcleo de un árbol que debía de tener al menos tres pies de diámetro.

—Hace cientos de años que no se ven árboles así en Europa —dice Enoch. Lo mide con respecto a la longitud de su brazo—. Debería haber ido directamente a la marina de Su Majestad. Estoy sorprendido.

—Hay una excepción a esa regla —le dice Waterhouse, mostrando por primera vez un rastro de buen humor—. Si el viento derriba un árbol, cualquiera puede recogerlo. Razón por la que Gomer Bolstrood, y sus compañeros ladradores, han construido sus colonias en lugares remotos donde los árboles son muy grandes…

—¿Y donde huracanes enormes atacan a menudo sin previo aviso?

—Y sin que el resto de los vecinos se den cuenta. Sí.

—De agitadores violentos a fabricantes de muebles en una única generación. Me pregunto qué opinaría el viejo Knott.

—Agitadores violentos y fabricantes de muebles —le corrige Waterhouse.

—Ah, bien… Si mi nombre fuese Bolstrood, me sentiría feliz de vivir en cualquier sitio que estuviese lejos de tories y arzobispos.

Daniel Waterhouse se pone en pie y se acerca a la chimenea, coge un par de troncos y los arroja con furia a los tizones. A continuación se dirige a la esquina y habla con el tabernero, quien parte dos huevos en dos jarras y comienza a añadir ron, angostura y melaza. La bebida es pegajosa y compleja… como la situación en la que Enoch se ha metido al venir aquí.

Hay una habitación similar al otro lado de la pared, reservada para las damas. Las ruecas cantan, las cardas rozan contra la lana. Alguien comienza a afinar un instrumento encorvado. No la viola de antaño, sino (a juzgar por el sonido) un violín. Es difícil de creer, considerando dónde se encuentra. Pero el músico comienza a tocar —y en lugar de un minueto barroco es una especie de melodía quejumbrosa— una tonada irlandesa, a menos que se equivoque. Es como usar seda impermeable para fabricar sacos para el grano; los londinenses se reirían hasta que las lágrimas les corriesen a chorros. Enoch se acerca y mira a través del quicio para asegurarse de que no son imaginaciones suyas. Efectivamente, una chica de pelo color zanahoria toca un violín, entreteniendo a otras mujeres que hilan y cosen, y las mujeres y la música son irlandesas como el día es largo.

Enoch vuelve a la mesa, agitando la cabeza. Daniel Waterhouse mete un calentador en cada una de las jarras, calentando y espesando las bebidas. Enoch se sienta, toma un sorbo y decide que le gusta. Incluso la música empieza a agradarle.

No puede mirar en ninguna dirección sin ver ojos justo cuando se apartan de él. Algunos de los otros parroquianos van a otras tabernas para anunciar qué están aquí, como si Root y Waterhouse fuesen un entretenimiento público. Profesores y estudiantes se pasean por aquí como quien no quiere la cosa, como si lo más normal del mundo fuese ponerse en pie con la cerveza a medias y cambiar de establecimiento.

—¿De dónde ha sacado la idea de que aquí huiría de las intrigas?

Daniel hizo caso omiso de la pregunta, demasiado ocupado mirando fijamente a los otros clientes.

—Mi padre, Drake, me educó con un único propósito —dice Daniel al fin—. Ayudarle en los preparativos para el Apocalipsis. Suponía que se produciría en el año 1666, el número de la bestia y todo eso. Por tanto, fui producido en 1646; como siempre, Drake lo preveía todo con cuidado. Cuando llegase a la mayoría de edad, sería un hombre del clero, con una educación universitaria completa, muy versado en lenguas clásicas muertas, de forma que pudiese alzarme en los acantilados de Dover y recibir personalmente a Cristo dándole la bienvenida a Inglaterra en fluido arameo. En ocasiones miro a mi alrededor —agita el brazo por la taberna— y me pregunto si era posible que mi padre pudiese estar más equivocado.

—Creo que éste es un buen sitio para usted —dice Enoch—. Aquí nada sigue un plan. La música. El mobiliario. Todo es contrario a lo que se esperaba.

—Mi padre y yo asistimos a la ejecución de Hugh Peters, el capellán de Cromwell, en Londres. Cabalgamos directamente desde ese espectáculo hasta Cambridge. Como es costumbre que las ejecuciones se celebren a pleno amanecer, un puritano industrioso puede presenciarlas y sin embargo ocupar todo un día de duro viaje y trabajo antes de las oraciones de la noche. Lo hicieron con un cuchillo. A Drake no le impresionó en absoluto ver las entrañas del hermano Hugh. Simplemente hizo que estuviese todavía más decidido a enviarme a Cambridge. Allí fuimos y hablamos con Wilkins del Trinity College.

—Un momento, me falla la memoria… ¿no estaba Wilkins en Oxford? ¿Wadham College?

—En el año 1656 se casó con Robina. La hermana de Cromwell.

Eso lo recuerdo.

—Cromwell lo convirtió en master del Trinity College en Cambridge. Pero por supuesto, la Restauración deshizo el acuerdo. Así que sólo permaneció unos meses en el puesto… no es de extrañar que lo olvidase.

—Muy bien. Perdone la interrupción. ¿Drake le llevó a Cambridge…?

—Y visitamos a Wilkins. Yo tenía catorce años. Padre se fue y nos dejó solos, seguro de que ese hombre, ¡el cuñado de Cromwell!, me guiaría por el camino de la rectitud, quizás explicándome algunos versos bíblicos sobre bestias de nueve cabezas, quizá rezando por Hugh Peters.

—Ninguna de las dos cosas, asumo.

—Debe imaginar una gran cámara en Trinity, un laberinto gótico de piedra, como la zona inferior de una vieja catedral, antiguas mesas dispersas por allí, manchadas y quemadas por la alquimia, matraces y retortas sucias por residuos acres y relucientes, pero sobre todo, los libros;, objetos marrones apilados como troncos para el fuego, más libros de los que hubiese visto en una sola habitación. Había pasado una o dos décadas desde que Wilkins escribiese el Criptonomicón. Durante ese proyecto, había, evidentemente, reunido todos los métodos sobre escritura oculta provenientes de todo el mundo, compilando todo lo que se sabía, desde los tiempos de los antiguos, sobre la escritura de secretos. La publicación de ese libro le había ganado fama entre los que estudian esas cosas. Se sabía que circulaban ejemplares hasta en Pekín, Lima, Isfahan, Shahjahanabad. En consecuencia, le habían enviado todavía más libros, desde criptocabalistas portugueses, sabios árabes que recorrían las ruinas de Alejandría, persas que rezaban en secreto en el altar de Zoroastro, mercaderes armenios que debían comunicarse por todo el mundo, en una especie de red global de información, por medio de signos y símbolos sutiles ocultos en los márgenes y en el texto ostensible de cartas tan astutamente que un competidor, interceptando el mensaje, pudiese examinarlo y no encontrar más que cháchara ociosa, pero de forma que otro armenio pudiese extraer los datos vitales como usted y yo podríamos leer un cartel en la calle. También los sistemas de códigos secretos de los mandarines, que debido a su escritura china no pueden usar cifras como las nuestras, sino que deben ocultar los mensajes en la posición de los caracteres sobre la página, y otros métodos tan diabólicos que debían haber dedicado vidas a concebirlos. Todas esas cosas habían llegado hasta él debido a la fama del Criptonomicón, y para apreciar mi posición, debe comprender que me habían educado, Drake, Knott y otros, para creer que hasta la última palabra y carácter en esos libros era satánico. Es decir, que siquiera si levantase la portada de esos libros y expusiese los ojos a los caracteres ocultos del interior, sería arrastrado al Tofet en un instante.

—Veo que le causó una gran impresión…

—Wilkins me permitió sentarme en una silla durante media hora para que pudiese absorber aquel lugar. Luego comenzamos a juguetear por sus habitaciones y prendimos fuego a la parte superior de una mesa. Wilkins leía las pruebas de El químico escéptico de Boyle; por cierto, Enoch, algún día deberías leerlo…

—Conozco el contenido.

—Wilkins y yo intentábamos ociosamente reproducir uno de los experimentos de Boyle cuando las cosas se nos fueron de las manos. Por fortuna, no se produjeron daños importantes. No fue un fuego serio, pero logró lo que Wilkins quería: romper la máscara de etiqueta que Drake me había colocado, y liberar mi lengua. Debía tener una cara como si hubiese visto el rostro de Dios. Wilkins dejó caer que si buscaba una educación real, en Londres había algo llamado el Gresham’s College donde él y algunos de sus viejos colegas de Oxford estaban enseñando Filosofía Natural directamente, sin tener que pasar por años y años de tediosas boberías clásicas.

»Bien, yo era demasiado joven para plantearme siquiera ser taimado. Incluso si hubiese practicado el ser astuto, me lo habría pensado dos veces antes de serlo en aquella habitación. Así que me limité a decirle la verdad a Wilkins: no me interesaba la religión, al menos como profesión, y sólo deseaba ser un filósofo natural como Boyle o Huygens. Pero claro, Wilkins ya se había dado cuenta. «Déjalo en mis manos», dijo, y me guiñó un ojo.

»Drake ni siquiera querría oír lo de ir a Gresham’s, así que dos años más tarde me matriculé en esa vieja fabrica de vicarios: Trinity College, Cambridge. Padre creyó que lo hacía cumpliendo sus planes para mí. Wilkins mientras tanto había preparado su propio plan para mi vida. Y por tanto, Enoch, estoy más que acostumbrado a que otros diseñen planes absurdos sobre cómo debo vivir. Es por eso que vine a Massachusetts, y la razón por la que no tengo intención de irme.

—Tus intenciones son asunto tuyo. Simplemente te pido que leas la carta —dice Enoch.

—¿Qué súbito acontecimiento hizo que te enviasen aquí, Enoch? ¿Problemas entre sir Isaac y un joven protegido?

—¡Una suposición asombrosa!

—No es más suposición que cuando Halley predijo el retorno del cometa. Newton se guía por sus propias leyes. Ha estado trabajando en la segunda edición de los Principia con ese joven, ¿cómo se llama…?

—Roger Cotes.

—Un joven prometedor y novato, ¿no?

—Novato, sin duda —dice Enoch—, prometedor, hasta…

—Hasta que cometió algún error y Newton se puso furioso y lo arrojó al lago de fuego.

—Aparentemente. Ahora, todo en lo que Cotes trabajaba, los Principia Mathematica revisados y alguna especie de reconciliación con Leibniz, ha quedado arruinado, o al menos se ha detenido.

—Isaac nunca me arrojó a mí al lago de fuego —comenta Daniel—. Yo era tan joven y tan evidentemente inocente… nunca pudo pensar mal de mí, como hace con todos los demás.

—¡Gracias por recordármelo! Por favor. —Enoch lanza la carta sobre la mesa.

Daniel rompe el sello y la abre. Saca unas gafas del bolsillo y las sostiene con una mano frente a la cara, como si el hecho de ajustarías sobre las orejas representase un compromiso de por vida. Al principio mantiene el codo rígido para examinar la carta completa como una obra de arte caligráfico, admirando los gráciles giros y bucles.

—Gracias a Dios no está escrita con esas letras germánicas bárbaras —dice al fin. Finalmente dobla el codo y se pone a leerla.

Al acercarse al final de la primera página se produce una transformación en el rostro de Daniel.

—Como habrás probablemente notado —dice Enoch—, la princesa aprecia totalmente los peligros de un viaje trasatlántico y por tanto ha establecido un seguro…

—¡Un soborno póstumo! —dice Daniel—. Hoy en día la Royal Society está infestada de actuarios y estadísticos, creando tablas para esos estafadores del Exchange. Debéis haber «calculado las cifras» evaluando las probabilidades de que un hombre de mi edad sobreviva a un viaje por el Atlántico; meses o incluso años en esa pestilente metrópolis; y un viaje de vuelta a Boston.

—¡Daniel! Ciertamente no «calculamos las cifras». Simplemente es razonable que la princesa te asegure.

—¿Con esta cantidad? Es una pensión, un legado, para mi esposa e hijo.

—¿Ahora tienes pensión, Daniel?

—¿¡Qué!? Comparado con esto no tengo nada —dice señalando con la uña una línea de ceros escrita en el corazón de la carta.

—Entonces parece que la idea de Su Alteza Real es muy persuasiva.

Waterhouse acaba de comprender en este mismo instante que muy pronto va a subirse a un barco y navegar hasta Londres. Eso queda evidente en su rostro. Pero todavía está a una hora o dos de admitirlo. Serán horas difíciles para Enoch.

—Incluso sin la póliza de seguro —dice Enoch—, te interesa mucho hacerlo. La Filosofía Natural, como el amor y la guerra, es mejor dejarla a los jóvenes. Sir Isaac no ha realizado ningún trabajo creativo desde que sufrió esa misteriosa catástrofe en el 93.

—Para mi no es un misterio.

—Desde entonces, ha estado esforzándose en la Casa de la Moneda, preparando nuevas versiones de viejos libros y vomitando llamas contra Leibniz.

—¿Y me aconsejas que emule ese comportamiento?

—Te aconsejo que abandones la lima, guardes las tarjetas, te alejes del banco de trabajo y pienses en el futuro de la revolución.

—¿De qué revolución podríamos estar hablando? Está la Gloriosa del 88, y la gente está comentando la posibilidad de hacer una aquí, pero…

—No seas falso, Daniel. Hablas y piensas en una lengua que no existía cuando tú y sir Isaac entrasteis en Trinity.

—Vale, vale. Si quieres llamarla revolución, no me opondré.

—Esa revolución ahora se está volviendo contra sí misma. La disputa sobre el cálculo se está convirtiendo en un cisma entre los filósofos naturales del continente y los de Gran Bretaña. Los británicos tienen mucho más que perder. Ya muestran renuencia a emplear las técnicas de Leibniz… que ahora están más avanzadas, ya que él se molestó en diseminar sus ideas. Tus dificultades para poner en marcha el Instituto de Artes Tecnológicas de la Bahía Colonial de Massachusetts son un síntoma del mismo mal. Así que no te ocultes en las fronteras de la civilización jugueteando con engranajes y tarjetas, doctor Waterhouse. Regresa al centro, busca las causas primeras, sana la herida central. ¡Si puedes lograrlo, bien, entonces para cuando tu hijo tenga edad de convertirse en estudiante, el Instituto ya no será una cabaña de troncos hundiéndose en el fango, sino un campus de pabellones abovedados y muchos laboratorios a lo largo del río Charles, donde los jóvenes más ingeniosos de América se reunirán para estudiar y refinar el arte de la computación automática!

El doctor Waterhouse le dedica una mirada de piedad desolada normalmente dirigida a tíos demasiado trastornados para saber que son incontinentes.

—O al menos podrías pillar una fiebre y morir dentro de tres días dejando a Faith y Godfrey una pensión cómoda.

—Una ventaja adicional.

 

Recuerdos de juventud de Daniel

Ser un cristiano europeo (se puede perdonar al resto del mundo por pensarlo) consistía en construir barcos y navegarlos a todas y cada una de las costas que ya no estuviesen erizadas de cañones, tomar tierra en la desembocadura de un río, plantar una cruz o una bandera, asustar de muerte a cualquier indígena con una demostración de mosquetes, y —habiendo llegado tan lejos, con tanto sufrimiento y arriesgando tanto— sacar una palangana casi plana y recoger algo de fango del fondo del río. Agitada, la palangana se convierte en un vórtice, cubierto de fango durante unos momentos a medida que el cieno se eleva en la corriente como el polvo en un ciclón. Pero a medida que se lo lleva la corriente del río, queda en evidencia la forma del vórtice. En medio hay un ojo de tierra qué se desintegra lentamente desde afuera convirtiéndose en gránulos más ligeros que se alejan. Queda en medio una piña de nodos, más pesados que el resto. Ojos azules venidos de lejos prestan atención, porque en ocasiones esos nodos son brillantes y amarillos.

Ahora bien, sería fácil llamar estúpidos a esos hombres (sin ni siquiera mencionar la avaricia, la violencia, la arrogancia, etcétera), porque había algo voluntariosamente idiota en ir a un país desconocido, pasando de su gente, sus lenguas, su arte, sus bestias y mariposas, flores, hierbas, árboles, ruinas, etcétera, y reducirlo todo a unos cuantos trozos de materia pesada en el centro de un plato. Sin embargo, Daniel, en la taberna, intentando reunir sus primeros recuerdos de Trinity y Cambridge, se siente mortificado al descubrir que un proceso similar lleva casi medio siglo produciéndose en su cráneo.

Las impresiones recibidas en esos años habían sido tan infinitamente variadas como las que se encaraban a un conquistador cuando empujaba su bote en una costa extraña. Perplejidad, en su sentido más antiguo y literal de encontrarse perdido en un lugar salvaje, era la suerte del explorador, y describe bien el estado mental de Daniel durante sus primeros años en Trinity. La analogía no era tan improbable, porque Daniel se había matriculado justo después de la Restauración, y se encontró entre jóvenes de alcurnia que habían pasado la mayor parte de sus vidas en París. Sus ropas sorprendían a los ojos de Daniel tanto como los exuberantes plumajes de los pájaros tropicales a un jesuita de túnica negra, y sus estoques y dagas no eran menos fatales que los colmillos y talones de los depredadores de la jungla. Siendo un muchacho pensativo, había intentado, ya el primer día, darle sentido a todo, llegar al fondo de las cosas, como el explorador que da la espalda a orangutanes y orquídeas para meter el plato en el lodo de un riachuelo. El resultado no había sido nada más que suciedad giratoria.

En los años posteriores muy rara vez había revisitado esos recuerdos. Al hacerlo ahora, en una taberna cerca de Harvard College, se asombra al comprobar que el remolino de lodo ha desaparecido. El plato de metal ha estado dando vueltas durante cincuenta años, llevando la arena y la suciedad a la periferia y expulsándolas. La mayoría de los recuerdos simplemente han desaparecido. Lo único que queda son algunas pepitas chiquitínas. No le queda claro a Daniel por qué esas impresiones han permanecido, mientras que otras, que le parecieron tanto o más importantes cuando sucedieron, se han esfumado. Pero si la similitud con la búsqueda de oro es fiel, significa que esos recuerdos valen más que los desaparecidos. Porque el oro permanece en el centro del plato debido a su densidad; tiene más materia (sea lo que signifique eso) en cierta extensión que cualquier otra cosa.

La multitud en Charing Cross, la espada cayendo en silencio sobre el cuello de Carlos I: ésa es la primera pepita. A continuación no hay nada hasta algunos meses más tarde cuando los Waterhouse y los viejos amigos de la familia, los Bolstrood, fueron a una especie de fiesta en el campo para derribar una catedral.

Pepita: en silueta contra la vidriera de una catedral, una aparición negra e inclinada cargando con algo: los dos brazos convertidos en un péndulo, una cabeza de santo cortada balanceándose en ellos. Era Drake Waterhouse, el padre de Daniel, de unos sesenta años.

Pepita: la cabeza de piedra en vuelo, volviéndose para mirar sorprendida a Drake. La gloriosa estructura del ventanal rompiéndose hacia dentro, como la superficie de un tazón de sopa cuando la atraviesas con una cuchara, el vidrio alejándose, la visión trascendente de la vidriera convertida en un disco de la vista normal de una colina verdeazulada inglesa bajo un cielo gris. Era la Guerra Civil inglesa.

Pepita: un hombre bajo pero robusto, habiendo terminado de derribar la valla circular que el arzobispo Laud había construido alrededor del altar, dejando caer en un ataque epiléptico la maza sobre la Mesa del Señor. Era Gregory Bolstrood, como de unos cincuenta años en ese momento. Era un predicador. Se denomina a sí mismo Independiente. Su tendencia a los ataques había desatado el rumor de que ladraba como un perro durante sus sermones de tres horas, de forma que la secta que había fundado, y que Drake había financiado, había acabado siendo conocida como los ladradores.

Pepita: un ladrador más joven destrozando el órgano de la catedral con una barra de hierro; majestuosos tubos cayendo como árboles, teclas de boj pulidas deslizándose sobre el suelo de mármol. Era Knott Bolstrood, el hijo de Gregory, en su mejor momento.

 

Pero esas pepitas provienen todas de su niñez, antes de que hubiese aprendido a leer y pensar. Después de eso su joven vida había sido bien ordenada y (se sorprendió al comprobarlo retrospectivamente) interesante. Incluso aventurera. Drake era comerciante. Después de que Cromwell ganase y la Guerra Civil terminase, él y el joven Daniel habían viajado por toda Inglaterra durante la década de 1650 comprando baratos los productos locales y luego enviándolos a Holanda donde se podían vender caros. A pesar de que gran parte del comercio era ilegal (porque Drake abrigaba la convicción religiosa de que el Estado no tenía derecho a imponerle impuestos y tarifas, y consideraba el contrabando no sólo una buena idea sino un deber sagrado), era bastante ordenado. Los recuerdos de Daniel de la época —en la medida en que todavía los conservaba— son tan formales y simples como una obra moral escrita por puritanos. No fue hasta la Restauración, y el marchar a Trinity, que volvió a sentirse confundido, y entró en una especie de segunda niñez.

Pepita: la noche antes de que Daniel cabalgase a Cambridge para iniciar su sesión de estudios final de cuatro años antes del Fin del Mundo, durmió en la casa de su padre en las afueras de Londres. La cama era un rectángulo de vigas robustas, un trozo de lona extendida en medio por un zigzag de cuerdas peludas, un saco de hierba encima, y media docena de predicadores disidentes roncando a los pies de los demás. La realeza había vuelto, Inglaterra tenía rey, que se llamaba Carlos II, y ese rey tenía cortesanos. Uno de ellos, John Comstock, había redactado un Acta de Uniformidad, y el rey la había firmado: convirtiendo con un golpe de pluma a todos los ministros independientes en herejes sin empleo. Evidentemente, todos habían acabado en casa de Drake. Sir Roger L’Estrange, el inspector de Imprenta, venía cada pocos días y asaltaba el lugar, con la sospecha de que todos esos fanáticos ociosos debían estar imprimiendo libelos en el sótano.

Wilkins —que durante un breve periodo había sido master de Trinity —había asegurado el puesto de Daniel. Daniel había fantaseado con ser el alumno de Wilkins, su protegido. Pero antes de que Daniel pudiese matricularse, la Restauración había forzado la salida de Wilkins. Wilkins se había retirado a Londres para servir como ministro de la iglesia de St. Lawrence Jewry y, en su tiempo libre, lanzar la Royal Society. Para Daniel fue una lección sobre lo mal que podía salir un plan. Porque Daniel había estado viviendo en Londres, y podía haber pasado con Wilkins todo el tiempo que quisiese, incluso asistiendo a las reuniones de la Royal Society, para aprender todo lo que quisiese sobre Filosofía Natural simplemente atravesando la ciudad. En lugar de eso, iría a Trinity unos pocos meses después de que Wilkins lo hubiese abandonado para siempre.

Pepita: en el camino a Cambridge pasó junto a santos del camino cuyas narices y orejas los puritanos habían roto a martillazos años antes. Cada uno de ellos, por tanto, exhibía un marcado parecido con Drake. Le parecía a él que cada uno de ellos volvía la cabeza para observarle pasar cabalgando.

Pepita: una moza con pintura en la cara, berreando al caer de espaldas sobre la cama de Daniel en el Trinity College. Daniel con una erección. Eso era la Restauración.

El peso de la mujer sobre sus piernas se duplicó de pronto cuando un muchacho que tenía la mitad de edad que ella, envuelto en volantes de encajes franceses, cayó sobre la mujer. Se trataba de Upnor.

Pepita: una espada de duelo enjoyada resonando sobre el suelo mientras su dueño se apoyaba en rodillas y manos y manchaba el suelo con un abanico de vómitos. «Eehhr», gruñó, poniéndose de rodillas y permitiendo que la cabeza colgase sobre su cuello de encajes. La luz de las velas iluminaba su rostro: un mal retrato del rey de Inglaterra. Se trataba del duque de Monmouth.

Pepita: un sizar con una fregona y un cubo, intentando limpiar la habitación; Monmouth, Upnor, Jeffreys y el resto de sus compañeros commoners[1] pidiendo cerveza, enviándole al sótano. Se trata de Roger Comstock. Emparentado, lejanamente, con el John Comstock que había redactado el Acta de Uniformidad. Pero perteneciente a una rama de la familia enfrentada con la de John. De ahí su baja posición en Trinity.

Daniel disponía de cama propia en Trinity, y sin embargo no podía dormir. Compartiendo la gran cama en casa de Drake con apestosos fanáticos, o durmiendo en camas comunales en posadas mientras viajaba por toda Inglaterra con su padre, Daniel había disfrutado de grandes periodos de sueño profundo. Pero cuando fue a la universidad se encontró de pronto compartiendo la habitación con jóvenes demasiado borrachos para tenerse en pie y demasiado peligrosos para discutir con ellos. Sus noches quedaban astilladas. Sueños vívidos y agotadores se producían en los espacios intermedios, como el vapor que escapa de un contenedor roto.

Su primer recuerdo coherente de aquel lugar se inicia una noche como ésa.

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