Charing
Cross
1670
Sir ROBERT MORAY sacó un discurso relativo al café, escrito por el doctor GODDARD por orden del rey; que se leyó, y el autor deseaba dejar una copia en la sociedad.
El señor BOYLE mencionó que le habían informado que la ingestión excesiva de café produce perlesía.
El obispo de Exeter le apoyó, y añadió que él mismo lo había encontrado dispuesto a producir efectos paralíticos; que sin embargo pensaba que sólo se producían en constituciones coléricas, por fijación.
El señor GRAUNT afirmó que conocía a dos caballeros, grandes bebedores de café, muy paralíticos.
El doctor WHISTLER sugirió que podría comprobarse si las mismas personas tomaban demasiado tabaco.
Historia de la Royal Society de Londres
para la mejora del conocimiento natural,
18 de enero 1664/1665[16]
Daniel en Charing Cross, 1670
Como no tenía deseos de sufrir perlesía, o volverse paralítico, Daniel evitó tomarlo hasta 1670, cuando lo probó por primera vez en el Salón de Café de la señora Green, astutamente situado en un lugar donde el extremo occidental del Strand se abría a Charing Cross. La iglesia de St. Martin-de-los-campos se encontraba al oeste.[17] Al este se encontraba el New Exchange, formaba el núcleo de todo un bloque de tiendas. Al norte se encontraba el Covent Garden, y al sur, según los rumores y tradiciones, se encontraba el río Támesis, a unas yardas de distancia, pero no podías verlo porque los nobles palacios y casas formaban un dique sólido que iba desde la residencia del rey (palacio de Whitehall) bordeando el recodo del río hasta Fleet Ditch, donde comenzaban los embarcaderos.
Daniel Waterhouse pasó junto al local de la señora Green una mañana de verano en 1670, un minuto después de que Isaac Newton lo hubiese hecho. Tenía delante un pequeño jardín, con varías mesas. Daniel entró y permaneció de pie un momento, comprobando las líneas de visión. Isaac se había levantado pronto, había salido del dormitorio, se había echado a las calles sin tomar desayuno, no era raro para Isaac. Daniel le había seguido por la puerta principal de la (reconstruida y dramáticamente ampliada) residencia Waterhouse; al otro lado de Lincoln’s Inn Fields, donde algunos madrugadores paseaban perros, o se reunían en misteriosas conferencias; y (coincidencia) pasando justo por el mismo lugar en Drury Lane y Long Ace donde aquellos dos franceses habían muerto de la peste negra seis años atrás, inaugurando los memorables años de la plaga. De ahí al peligroso abismo de tierra volante y pavimento suelto que era St. Martin’s Lane —porque John Comstock, conde de Epsom, actuando en su papel de Comisionado de Cloacas, había decretado que aquel serpenteante sendero de vacas debía pavimentarse, y convertirse en una calle de ciudad—, el eje de todo un nuevo Londres.
Daniel había estado manteniendo la distancia de forma que Isaac no le viese si se daba la vuelta, aunque nunca se sabía con Isaac, que disponía de mejores sentidos que la mayoría de los animales salvajes. St. Martin’s Lane estaba atestada de pesados carros de piedras tirados por grupos de potentes caballos, apenas bajo el control de los carreteros, y Daniel se vio obligado a esquivar carromatos, y a correr alrededor y por encima de montones de tierra y escombros, para poder mantener a Isaac a la vista.
Una vez que hubieron alcanzado los espacios abiertos de Charing Cross, y la plaza adyacente donde los reyes de los escoceses habían venido en su momento a humillarse ante el señor feudal en Whitehall, Daniel pudo permitirse mantener más distancia; el pelo plateado de Isaac era fácil de distinguir entre la multitud. Y si el destino de Isaac era una de las tiendas, cafés, establos, jardines, mercados, o casas de nobles que bordeaban la gran intersección, bien, Daniel podía sentarse justo aquí mismo y espiarle con calma.
Por qué lo hacía, Daniel no tenía ni idea. Simplemente por levantarse y partir tan misteriosamente, Isaac rogaba ser seguido. No es que se le estuviese dando muy bien ser furtivo. Isaac estaba tan acostumbrado a ser mucho más inteligente que todo el mundo que realmente no tenía ni idea de qué podían hacer o no los demás. Por lo que cuando se le metía en la cabeza ser astuto, se le ocurrían trucos que no engañarían ni a un perro. Era difícil no sentirse insultado, pero estar cerca de Isaac no era para los que se mosqueaban con facilidad.
Seguían viviendo juntos en Trinity, aunque ahora compartían una quinta en la Gran Puerta. Realizaban experimentos con lentes y prismas, e Isaac iba a un aula dos veces por semana y daba clase a una sala vacía sobre temas matemáticos tan avanzados que nadie más podía comprenderlos. Por tanto, en ese sentido nada había cambiado. Pero últimamente era evidente que Isaac había perdido interés por la óptica (posiblemente porque ahora sabía todo lo que se podía saber sobre ese tema) y se había vuelto misterioso. Luego, hacía tres días había anunciado, con estudiada indiferencia, que iba a irse a Londres durante unos días. Cuando Daniel anunció que planeaba hacer lo mismo —para visitar al pobre Oldenburg y asistir a una reunión de la Royal Society— a Isaac se le dio muy mal ocultar el disgusto. Pero al menos había intentado ocultarlo, lo que resultaba encantador.
A continuación, a medio camino de Londres, Daniel (como si fuese un experimento) había fingido sentirse conmocionado porque Isaac tuviese la intención de alojarse en una posada. Daniel no lo iba a consentir, no cuando Raleigh había invertido tantos recursos de los Waterhouse en construir en Holborn una nueva casa más grande. En ese punto los ojos de Isaac se salieron incluso más de lo habitual y había adoptado su expresión de mártir doliente, y sólo accedió cuando Daniel mencionó que la casa de Raleigh era tan grande, y disponía de tantas habitaciones libres, que Daniel no estaba seguro de si llegarían a verse.
La hipótesis de Daniel, sustentada por esas observaciones, era que Isaac estaba cometiendo pecados contra natura con alguien, pero ciertas pistas (como que Isaac nunca recibía correo) argumentaban en contra.
Al encontrarse de pie frente al salón de café, un caballero[18] salió cabalgando de St. Martin’s Lane, refrenó el caballo, se puso en pie apoyado en los estribos y examinó el continuo disturbio de baja intensidad que era Charing Cross, con aspecto ansioso hasta que vio lo que fuese que estuviese buscando. Luego se relajó, se sentó y cabalgó lentamente en la dirección general de… Isaac Newton. Daniel se sentó en aquel jardincito frente al local de la señora Green y pidió café y un periódico.
El rey Carlos II de España estaba débil y enfermo, y no se esperaba que sobreviviese más allá del año. Comenius también se moría. Ana Hyde, la esposa del duque de York, estaba muy enferma de lo que todo el mundo asumía que era sífilis. John Locke redactaba una constitución para Carolina, la rebelión cosaca de Stenka Razin era aplastada en Ucrania, el Gran Turco le quitaba Creta a Venecia con la mano izquierda y le declaraba la guerra a Polonia con la derecha. En Londres, la caída del precio de la pimienta enviaba a la ruina a muchos mercaderes de la ciudad; mientras que a una corta distancia sobre el Canal, la V.O.C. —la Compañía Holandesa de las Indias Orientales— pagaba dividendos del 40 por ciento.
Pero las noticias se referían a las actividades de la CAMARILLA[19] y los cortesanos. John Churchill era uno de los pocos cortesanos que efectivamente hacía cosas como ir a Berbería y chocar mano a mano con corsarios paganos, y por tanto había mucho en que podía ocuparse. Él y la mayor parte de la marina inglesa bloqueaban Argel, intentando hacer algo, al fin, con respecto a los piratas de Berbería.
El caballero a caballo tenía aspecto de cortesano, aunque poco a la moda, porque llevaba ropas estropeadas y raídas. Unos minutos antes casi había pasado por encima de Daniel cuando éste surgió de la casa de Raleigh y estúpidamente se plantó en medio del camino intentando ver a Isaac. Tenía el aspecto general de un barón pobre de algún lugar gris de las latitudes altas que deseaba ganarse un nombre en Londres pero carecía de los medios. Desde un punto de vista práctico, estaba vestido con botas de verdad, en lugar de las ingeniosas alusiones a botas que llevaban los jóvenes de la ciudad. Vestía una casaca oscura —un atuendo para cabalgar que seguía más o menos el modelo de la prenda como una tienda de campaña para un sacerdote— con numerosos botones plateados. Tenía una silla cara sobre un caballo mediocre. El caballo por tanto tenía el aspecto de una verdulera vestida con el uniforme de un coronel. Si Isaac buscaba un ama (o un amo, o cualesquiera que fuese el equivalente sodomita de una ama) no podría haberle ido peor y podría haber encontrado algo bastante mejor.
Daniel había traído consigo un objeto de valor, no porque esperase darle uso, sino por temor a que los sirvientes de Raleigh lo rompiesen o lo robasen. Se trataba de una caja de madera cerrada, que había colocado sobre la mesa. Soltó los cierres, levantó la tapa, y retiró el terciopelo rojo para revelar un dispositivo tubular de como un pie de largo, del grosor suficiente para insertar un puño cerrado en un extremo. Estaba montado sobre una esfera de madera del tamaño de una manzana grande, y la esfera estaba sostenida en una especie de agarre que le permitía rotar en todos los ejes; es decir, podías situarla sobre la mesa y luego apuntar el extremo abierto del tubo en cualquier dirección, que fue lo que Daniel hizo. Taladrado en la pared del tubo cerca del extremo abierto había un agujero del tamaño de un dedo, y montado debajo, en el centro del tubo, había un pequeño espejo, inclinado hacia atrás sobre un plato cóncavo de vidrio plateado que cerraba el extremo inferior del tubo. El diseño era de Isaac, ciertos refinamientos y gran parte de la construcción pertenecían a Daniel. Poniendo un ojo en el pequeño agujero, vio una mancha de color. Ajustando un tornillo en el extremo del espejo, y por tanto contrayendo un poco el tubo, convirtió la mancha en un trozo de marco de ventana, adornado con cortinas de encaje que salían de él, al otro extremo de Charing Cross. Daniel se sorprendió al comprobar que estaba mirando al otro extremo del gran patio que se encontraba frente al palacio Whitehall, y que miraba a través de la ventana de alguien; a menos que se equivocase, se trataba de los apartamentos de lady Castlemaine, la amante favorita del rey de Inglaterra.
Desplazándolo a una posición ligeramente diferente, vio el extremo de la Banqueting House, donde el rey Carlos I había sido decapitado cuando Daniel era un niño, derribado el Derecho Divino de los Reyes, establecida la Commonwealth, introducida la libre empresa, Drake feliz por una vez, y Daniel sentado en sus hombros, viendo cómo caía la cabeza del rey. En aquellos días, habían enladrillado todas las ventanas de Whitehall que daban al exterior para evitar que entrasen los disparos de mosquetes, y muchas tonterías supersticiosas, por ejemplo, pinturas y esculturas, habían sido embaladas y enviadas a los holandeses. Pero ahora las ventanas volvían a ser ventanas, y las obras de arte habían vuelto, y no había ni un solo rey decapitado a la vista.
Por tanto, no era un buen momento para recordar a Drake. Daniel movió el telescopio reflector por los alrededores hasta que apareció el deshilachado penacho del jinete como una mancha agitada de color blanco, como la cola de un conejo apresurado. Una vez la enfocó, un par de diminutos ajustes puso a la vista la cascada argentina que Isaac tenía por pelo, justo a tiempo, porque subía los escalones para entrar en un edificio al otro lado de Haymarket, siguiendo la confluencia de tráfico que finalmente se convertiría en Pall Mall. Daniel movió el telescopio por la fachada del edificio, esperando que fuese un salón de café, un pub o una posada donde Isaac pudiese aguardar a su caballeroso amigo. Pero estaba por completo equivocado. Para empezar, el lugar aparentemente no era más que una casa de la ciudad. Y sin embargo, hombres bien vestidos entraban y salían ocasionalmente, y cuando salían, ellos (o sus sirvientes) portaban paquetes. Daniel dedujo que debía de tratarse de una tienda demasiado discreta para anunciarse, lo que estaba lejos de ser raro en esta parte de Londres, aunque no era un lugar habitual para Isaac.
El jinete no entró. Pasó frente a la tienda una vez, dos, tres, mirándola de lado, tan sorprendido como el propio Daniel. Luego pareció hablar con un peatón. Daniel recordó ahora que el jinete venía perseguido por un par de sirvientes a pie. Uno de esos pajes, o lo que fuesen, echó a correr, esquivó vendedores ambulantes y carros de heno atravesando todo Charing Cross y finalmente se perdió en el Strand.
El jinete desmontó, le pasó las riendas al otro paje, y ejecutó la vasta ceremonia de desabrocharse las mangas de forma que la casaca se transformase en una capa. Retiró los protectores de las piernas para revelar medias y calzones que sólo llevaban pasados de moda unos seis meses o un año, y luego encontró una cafetería propia, junto al otro extremo de Pall Mall frente a la misteriosa tienda, siguiendo (por tanto) el límite sur de St. James’s Fields, uno de esos campos entre los que antaño se había encontrado situada la iglesia de St. Martin. Pero ahora edificaban casas a su alrededor, rodeando un pequeño rectángulo de tierra de labranza que, con rapidez, se estaba convirtiendo en un jardín.
Daniel no podía hacer más que permanecer sentado. Para pagar el alquiler de la silla, hacía que le trajesen café continuamente. El primer sorbo había sido desagradable en extremo, como uno de esos venenos exóticos que a ciertos miembros de la Royal Society les, encantaba elaborar. Pero se sorprendió al comprobar que la taza estaba vacía.
Todo este ejercicio se había producido muy temprano, cuando nadie de importancia estaba despierto, y cuando, en cualquier caso, hacía demasiado frío y había demasiado rocío para sentarse en las mesas exteriores. Pero mientras Daniel permanecía sentado y fingía leer el periódico, el sol se desplazó sobre York House y Scotland Yard y el lugar se volvió agradable, y los personajes empezaron a ocupar los asientos cercanos, fingiendo leer sus propios periódicos. Incluso tuvo la sensación de que en esta misma cafetería se encontraban algunos de los personajes de los que había oído hablar a sus hermanos durante la cena. La verdad es que estar aquí sentado entre ellos le hacía sentirse como un espectador de teatro relajándose con los actores tras una representación, y en estos tiempos obscenos, actrices.
Daniel pasó un rato intentando usar el telescopio para espiar por las ventanas superiores de la tienda misteriosa, porque le pareció entrever pelo plateado en una de ellas, y por tanto durante un rato fue únicamente consciente de las entradas y salidas de clientes por las estelas de sus perfumes, el crujido de las crinolinas de las damas, el ominoso crujido de sus corsés de barba de ballena, el choque de las espadas de los caballeros contra las patas de las mesas al calcular mal la distancia entre los muebles, el golpe de sus botines de suela gruesa.
Los perfumes le eran familiares, y ya había oído todos los chistes mientras cenaba en casa de Raleigh. Raleigh, que en este momento tenía cincuenta y dos años, conocía a un asombroso número de personas que evidentemente no tenían mejor cosa que hacer que pasearse cada uno por las casas de los demás, como bandas de vagabundos asaltando haciendas campestres, y compartir su aburrimiento unos con otros. Daniel siempre se sorprendía al descubrir que esas personas eran caballeros, barones o príncipes mercaderes.
—¡Vaya, pero si es Daniel Waterhouse! ¡Dios guarde al rey!
—¡Dios guarde al rey! —murmuró Daniel reflexivamente, mirando a una vasta confusión rebosante de ropas y pelo emperifollado, entre la que, después de buscar un momento, pudo identificar el rostro de sir Winston Churchill: miembro de la Royal Society y padre de ese John Churchill que se estaba ganando una reputación propia luchando frente a Argel.
Se produjo un momento de exquisita incomodidad. Churchill había recordado, un latido demasiado tarde, que el mencionado rey había volado personalmente al padre de Daniel. El propio Churchill tenía a muchos antimonárquicos en la familia, y por tanto se enorgullecía de ser un poco más diestro de lo que había demostrado.
No habían podido encontrar los restos de Drake. El recuerdo vago de Daniel (vago porque en ese mismo instante le habían disparado con un trabuco) era que la explosión lo había arrojado más o menos en dirección al Gran Incendio de Londres, por lo que era muy poco probable que quedase algo de él excepto una terca capa de cenizas aceitosas depositada en la lencería y alféizares de los vecinos en dirección contraría al viento. Descubrir fragmentos de porcelana TÚ Y YO NO SOMOS MÁS QUE TIERRA en los restos de casas quemadas lo había confirmado. John Wilkins (todavía consternado por la quema de sus libros del Alfabeto Universal en el incendio) había tenido la amabilidad de presidir el funeral, y sólo un constructor de puentes de su carisma e ingenio podría haber evitado que se convirtiese en una reyerta acompañada de falanges de fanáticos enfurecidos marchando hacia el palacio Whitehall para cometer regicidio.
Desde entonces —y ya que la mayor parte de la fortuna de Drake había pasado a Raleigh— Daniel no había visto mucho a su familia. Había estado trabajando en óptica con Newton y siempre se sorprendía, un poco de que los otros Waterhouse hiciesen cosas cuando él no miraba. Praise-God, el hijo mayor de Raleigh, que se había ido a Boston antes de la plaga, había obtenido finalmente su título por Harvard y se había casado con alguien, y por tanto todos (los Waterhouse y sus visitantes por igual) habían estado hablando de él, pero siempre lo hacían maliciosamente, como niños malos que se estuviesen saliendo con la suya, y con ocasionales miradas furtivas hacia Daniel. Había llegado a la conclusión de que ahora él y Praise-God eran los últimos vestigios de puritanismo en la familia y que a Raleigh se le admiraba con discreción, por parte de los que iban a los salones de café, por haber metido a uno en Cambridge y al otro en Harvard donde no podían interferir con lo que fuese que hacían los otros Waterhouse.
De esa vena: había tenido la impresión —a partir de diversas miradas cargadas de sentido intercambiadas sobre la mesa en momentos diferentes por parte de sus medio hermanos, su extensa familia y sus visitantes excesivamente vestidos— de que los Waterhouse, los Ham y quizás algunos otros se habían unido para formar una especie de vasta conspiración cuya naturaleza exacta no le quedaba clara —pero para ellos eran tan enorme y compleja como, digamos, derribar el Sacro Imperio Romano.
Thomas Ham se llamaba ahora vizconde Walbrook. Todo su oro se había fundido en el Incendio, pero no había escapado del sótano recién remozado; cuando regresaron días más tarde encontraron una lámina de oro sólido que pesaba toneladas, el lingote de oro más grande del mundo. Ninguno de los depositarios perdió ni un penique. Otros se apresuraron a depositar su oro con el increíblemente fiable señor Ham. Empezó a prestarlo al rey para financiar la reconstrucción de Londres. En parte para reconocer ese gesto, y en parte para disculparse por haber volado a su suegro, el rey le había concedido un título.
Todo lo cual era contexto para Daniel mientras permanecía sentado mirando el rostro avergonzado de sir Winston Churchill. Ahora bien, si Churchill se hubiese limitado a preguntar, Daniel podría haberle dicho que volar a Drake era probablemente la acción correcta por parte del rey, dadas las circunstancias. Pero Churchill no preguntó, dio por supuesto. Razón por la que nunca llegaría a ser un verdadero filósofo natural. Aunque la Royal Society le seguiría tolerando mientras pagase sus cuotas.
Por su parte, Daniel era ahora consciente de estar rodeado de gente de alcurnia y que todos le miraban. Se había metido él solo en una situación complicada, de las que no le gustaban. El telescopio reflector descansaba en la mesa frente a él tan evidente como una cabeza cortada. Sir Winston estaba demasiado avergonzado para apercibirse del aparato, pero acabaría haciéndolo, y dado que era miembro de la Royal Society desde antes de la plaga, muy probablemente podría deducir qué era; e incluso si Daniel le mentía, la mentira acabaría siendo descubierta esa misma noche, cuando Daniel lo presentase, en nombre de Isaac, ante la Royal Society. Sintió el deseo de agarrarlo y ocultarlo, pero eso haría que fuese todavía más evidente.
Y sir Winston no era más que una de las personas que Daniel reconocía en el local. Aparentemente, sin darse cuenta, Daniel se había sentado en medio de un importante sendero de caza: personas que venían del palacio Whitehall y Westminster para comprar medias, guantes, sombreros, curas para la sífilis, etcétera en el New Exchange, a un tiro de piedra del Strand, pasaban todas por este salón de café para obtener las últimas informaciones sobre qué estaba y qué dejaba de estar de moda.
Daniel no se había movido o hablado en lo que parecían diez minutos… ¡de hecho, estaba (observando la reveladora taza de café que tenía delante) paralizado! A continuación resolvió el atasco de etiqueta de sir Winston soltando algo como:
—¡Lo mismo digo!
E intentó ponerse en pie, lo que le salió como un ataque de perlesía de cuerpo entero, se enfrascó en una competición de golpes en la pantorrilla con su propia mesa y produjo una alteración que hizo saltar las tazas en sus platillos. Todos le miraban.
—¡Siempre portándose como un filósofo natural diligente, el señor Waterhouse realiza un experimento sobre la intoxicación por café! —anunció sir Winston a todo el mundo. Risas tremendas y aplausos.
Sir Winston pertenecía a la generación de Raleigh y había luchado en la Guerra Civil entre caballeros; era un hombre serio y vestía de una forma que aquí se consideraba digna y comedida, con abrigo de terciopelo negro, acampanándose justo sobre las rodillas, con pañuelos de encaje sobresaliendo de varias aberturas como volutas de humo, y un chaleco amarillo por debajo, y sólo Dios sabía qué más bajo el chaleco; las mangas de todas esas prendas terminaban cerca de los codos en inmensas coronas de encajes, chorreras, etcétera, y todo para mostrar sus guantes de piel. Llevaba un sombrero de caballero de alas anchas orlado con un material blanco y plumoso probablemente recogido del trasero de algún pájaro que pasaba mucho tiempo sentado sobre témpanos de hielo, y un bigote muy fino, una peluca de pelo amarillo, cuidadosamente despeinada y formando rizos saltarines. Llevaba medias negras arrugadas en las pantorrillas como exigía la moda, y zapatos de tacón alto con lazos de ocho pulgadas. El interfaz medias/calzones se encontraba presumiblemente en algún lugar alrededor de sus rodillas y era algún tipo de fenómeno en ramillete fantásticamente complejo formado por cintas, pliegues y faldones diseñados para sobresalir bajo los rebordes de su abrigo, chaleco y prendas aliadas.
Por su parte, la señora Churchill se había dedicado a una actividad mordaz referida a un sombrero. Tenía la forma general de un sombrero de puritano, un objeto de peregrino que consistía en un cono truncado montado sobre una ala ancha y plana, pero alegrado con franjas de colores, cintas colgando, insignias enjoyadas, plumas exóticas y otros elementos; una parodia, por tanto, una afirmación mordaz referida a su estatus como no puritana. Todo lo demás, desde el ala del sombrero hasta el bordillo del vestido, era demasiado complejo para que el ojo de Daniel pudiese comprenderlo —se sentía como un salvaje analfabeto mirando con asombro la primera página de una Biblia iluminada— pero sí se dio cuenta de que el pequeñín que portaba su cola iba vestido de duende (sir Winston hacía muchos negocios con el rey de Irlanda).
Era una forma bastante exagerada de vestir para tomar una taza de café, pero los Churchill debieron suponer que todos vendrían a saludarles a causa de su gallardo hijo y decidieron vestirse para la ocasión.
La señora Churchill miraba por encima del hombro de Daniel, hacia la calle. Eso daba libertad a Daniel para mirarle a la cara, a la que había pegado varios puntos de terciopelo negro, lo que, ya que la piel subyacente había sido blanqueada empleando algún jipo de potente cosmético, le daba el aspecto de un dálmata.
—Está aquí —le dijo a quien fuese que estuviese mirando. Luego, confundida—: ¿Esperaba a su medio hermano?
Daniel se volvió y reconoció a Sterling Waterhouse, que ahora tenía unos cuarenta años, y su esposa desde hacía tres años, Beatrice, y toda una multitud de personas que aparentemente habían decidido organizar un asalto de pillaje en el New Exchange. Sterling y Beatrice se conmocionaron al verle. Pero no tenían otra opción más que acercarse, ahora que la señora Churchill había hecho lo que había hecho. Y así lo hicieron, con la alegría justa, y a continuación se produjo una serie de saludos, presentaciones y otras formalidades (incluyendo el que todos los presentes felicitasen a los Churchill por las relucientes cualidades de su hijo John, y a su vez prometiesen rezar por su regreso sano y salvo de las costas de Trípoli) lo que duró como media hora. Daniel quería cortarse la garganta. Esa gente estaba haciendo lo que hacían para ganarse la vida. Daniel no.
Pero descubrió algo que resultaría útil en posteriores tratos con su propia familia. Como Raleigh estaba implicado en la misteriosa Conspiración de la que Daniel había sido reciente y vagamente consciente, probablemente tuviese alguna relación con la tierra. Como el tío Thomas («vizconde Walbrook») Ham estaba mezclado en ella, debía tener alguna relación con dar usos interesantes al dinero de los ricos. Y como Sterling estaba implicado, probablemente tuviese alguna relación con tiendas, porque desde que Drake había ascendido en llamas sobre Londres, Sterling se había estado alejando del estilo de negocio de Drake (contrabando, y viajar para realizar negocios privados lejos de los mercados) y acercándose al nuevo procedimiento de poner toda la mercancía en un edificio fijo y esperar a que los clientes la transportasen ellos mismos. La situación completa surgió en la cabeza de Daniel cuando se sentó en ese salón de café en Charing Cross y miró a los cortesanos, lechuguinos, presumidos y petimetres fluyendo desde las nuevas casas de la ciudad caminando sobre tierra que había quedado incinerada, o que había sido pastos abiertos, cuatro años atrás. Estaba planeando algún desarrollo de bienes raíces en el límite de la ciudad, probablemente en los acres de terreno tras la residencia Waterhouse. Colocarían adosados alrededor del borde, convertirían el centro en una plaza, y Sterling colocaría algunas tiendas siguiendo la plaza. La gente rica se mudaría allí, y los Waterhouse y sus confederados controlarían un trozo de tierra que probablemente generaría más renta que mil millas cuadradas de Irlanda, básicamente, se convertirían en granjeros de ricos.
Y lo que lo convertía en extraordinariamente astuto —como sólo podía serlo Sterling— era que este proyecto no sería en sí una lucha. No tendrían que derrotar a un adversario o superar un obstáculo, no tendrían más que seguir ciertas tendencias inexorables, todo lo que ellos —todo lo que Sterling— tendrían que hacer era percibir esas tendencias. Siempre había tenido talento para percibir —razón por la que sus tiendas tenían tan buena consideración—, así que lo único que necesitaba era estar en el momento adecuado para percibir, y el lugar correcto era evidentemente el salón de café de la señora Green.
Pero era el lugar equivocado para Daniel, que no quería más que percibir a qué se dedicaba Isaac. A todo su alrededor se desarrollaba una conversación animada, pero bien podría estar desarrollándose en una lengua extranjera; de hecho, así era con frecuencia. Daniel dividía su tiempo entre mirar al telescopio y preguntarse cuándo podría cogerlo de la mesa sin llamar la atención; mirar a la tienda misteriosa y al caballero jinete; combates de miradas fraternales con Sterling (que hoy llevaba un traje rojo de seda con botones de plata, y tenía muchos trozos de negro pegados al rostro, aunque no tantos como Beatrice); y mirar a sir Winston Churchill, que parecía igualmente aburrido, distraído y desdichado.
En un momento dado pilló a sir Winston mirando fijamente al telescopio, con sus ojos realizando pequeños movimientos y enfocándose a medida que deducía su funcionamiento. Daniel aguardó a que sir Winston lo mirase a la cara, listo con una pregunta; entonces Daniel guiñó un ojo y movió ligeramente la cabeza. Sir Winston arqueó una ceja y adoptó una expresión de entusiasmo ahora que él y Daniel tenían una pequeña intriga propia, era como si de forma inesperada una muchacha bonita de diecisiete años se le sentase en el regazo. Pero el intercambio fue seguido por completo por alguien del grupo de Sterling —una de las jóvenes amigas de Beatrice— que exigió saber qué era el objeto tubular.
—Gracias por recordármelo —dijo Daniel—. Será mejor que lo guarde.
—¿Qué es? —exigió la dama.
—Un dispositivo naval —dijo sir Winston—, o un modelo del mismo… ¡Dios se apiade de la flota holandesa cuando el invento del señor Waterhouse se construya a escala completa!
—Cómo funciona?
—Este no es el lugar —dijo sir Winston con ojos maquinadores mirando de un lado a otro buscando ostensiblemente espías holandeses. Eso hizo que todas las otras cabezas se volviesen, lo que llevó a una visión importante: un séquito migraba desde el Strand para llegar a Charing Cross, y alguien terriblemente importante debía de estar en medio del grupo. Mientras intentaban descubrir quién, Daniel guardó el telescopio y cerró la caja.
—Es el conde de Upnor —susurró alguien y entonces Daniel tuvo que mirar, y ver qué había sido de su antiguo compañero de cuarto.
La respuesta: ahora que Louis Anglesey, conde de Upnor, se encontraba en Londres, libre de las limitaciones monásticas de Cambridge, y con veintidós años de edad, podía vivir y vestir como le diese la gana. Ahora, caminando por Charing Cross, vestía un traje que parecía haber sido construido (1) vistiéndose con una blusa de mangas de veinte pies de largo del tejido más caro; (2) atando las mangas en numerosos pliegues superpuestos sobre los hombros; (3) pintando la mayoría de su persona con cola; (4) agitándolo y rodándolo en un recipiente conteniendo miles de tapetes de seda negra; y (5) (porque el rey Carlos II, que había ordenado algunos años antes que todos los cortesanos vistiesen de blanco y negro, se estaba aburriendo de la orden pero todavía no la había revocado formalmente) añadiendo toques de color aquí y allí, principalmente en forma de conjuntos de cintas elaboradamente reunidas y anudadas; cintas suficientes, todo hay que decirlo, para extenderse hasta la tienda de París donde el conde hubiese comprado todo ese material. El conde también llevaba un pañuelo de seda blanca atado a la garganta de tal forma que mostrase sus extremos de encaje. Los mercenarios croatas de Luis XIV, les Cravates, habían adoptado la práctica de atarse sus gigantescos cuellos de encaje ondeante hacia debajo de forma que los golpes de viento no les cubriesen la cara en medio de una batalla o un duelo, y se había convertido en moda en París, y el conde de Upnor, siempre dispuesto a romper moldes, hacía lo de la cravate con un pañuelo en lugar de (como diez minutos atrás) con un cuello pasado de moda. Llevaba una peluca más ancha que sus hombros y un par de botas que contenían tal cantidad de buen cuero blanco como la nieve que, si se las pusiese rectas, le llegarían hasta la entrepierna, en cuyo punto cada una de ellas tendría una circunferencia más grande que su cintura; pero evidentemente habían doblado las partes superiores y luego (ya que eran largas) las había vuelto a doblar hacia arriba para evitar arrastrarlas por el suelo, de forma que alrededor de cada rodilla había una complejidad de pliegues de cuero blanco tan ancho como un cubo de un bushel, lleno de una espuma de encajes. Espolones de oro, engarzados con joyas, se doblaban desde cada tacón a una distancia de unas ocho pulgadas. Los tacones en sí eran de un rojo cereza, de cuatro pulgadas de alto, y estaban protegidos del barro de Charing Cross por zapatillas amplias cuyas suelas planas se arrastraban por el suelo y producían un sonido retumbante a cada paso. Debido a la anchura de la parte superior de las botas, el conde tenía que separar las piernas agitándolas a cada paso, con los dedos rectos, agitándose violentamente de lado a lado de forma que sólo podía mantener el equilibrio con la ayuda de un bastón largo, incrustado y encintado.
Debido a todo eso, avanzaba con rapidez, y sus admiradores en el jardín del salón de café sólo dispusieron de unos momentos para memorizar los detalles. Daniel protegió el telescopio reflector y luego miró al otro lado de la plaza, esperando volver a ver al extraño caballero que seguía a Isaac.
Pero el tipo ya no estaba sentado en el salón de café de enfrente. Daniel temió haber perdido el rastro del hombre; hasta que volvió a mirar al conde de Upnor, y se dio cuenta de que su séquito se abría para admitir, y tragar, a ningún otro sino el mismo caballero jinete.
Daniel, al no tener las molestias de una espada, gigantescas botas ondeantes, o resonantes protectores para botas, se puso en pie muy rápido y se alejó del local de la señora Green sin molestarse en presentar excusas. No caminó directamente hacia Upnor, sino que trazó un rumbo que bordeaba el grupo como si fuese a hacer algo al otro extremo de Charing Cross.
Al acercarse, observó lo siguiente: el caballero desmontó y se aproximó al conde, sonriendo con confianza. Orgulloso de sí mismo, exhibiendo enormes dientes mohosos.
Mientras el jinete se inclinaba, Upnor miró, y asintió, en dirección a uno de sus parásitos. El hombre salió por un lado, se agachó y realizó un gesto en dirección a una de las botas de Upnor. Algo le salió volando de la mano y golpeó la parte superior de la bota. Al mismo tiempo, ese tipo extendió el índice y señaló: una perfecta ración de material marrón del tamaño de una moneda de una guinea. Todos menos el conde de Upnor y el jinete caballero se quedaron boquiabiertos de horror.
—¿Qué es? —preguntó el conde.
—¡Su bota! —exclamó alguien.
—No puedo verla —dijo el conde—, la parte superior de la bota me obstruye la vista. —Apoyándose en el bastón, extendió una pierna frente a él y estiró la punta. Ahora todos en Charing Cross podían verla, incluyendo el conde.
—¡Ha lanzado mierda a mi bota! —anunció—. ¿Debería matarle?
El jinete estaba perplejo: no se había acercado lo suficiente para lanzarle mierda a nadie, pero las únicas personas que podrían testificar eran los amigos del conde. Mirando a su alrededor, podía ver los rostros cubiertos de coloretes y lunares negros de la multitud del conde mirándole con furia.
—¿Por qué dice tal cosa, mi señor?
—Para enfrentarnos a duelo, diría yo… lo que presumiblemente implicaría matarle, todos aquellos a los que me enfrento a duelo parecen morir… ¿por qué iba usted a ser una excepción?
—¿Por qué un… duelo, mi señor?
—Porque sacarle una disculpa parece imposible. Incluso mi perro se disculpa. ¡Pero usted! ¿Por qué no puede manifestar que se avergüenza de sus acciones?
—Mis acciones…
—¡Ha arrojado mierda a mi bota!
—Mi señor, me temo que le han informado mal.
Sonidos muy desagradables por parte del séquito.
—Nos veremos mañana por la mañana en Tyburn. Traiga a alguien… con la fuerza suficiente para cargar con el cuerpo cuando hayamos terminado.
El jinete comprendió finalmente que defender su inocencia no le llevaba a ninguna parte.
—Pero puedo demostrarle que me avergüenzo, mi señor.
—¿En serio? ¿Incluso como un perro?
—Sí, mi señor.
—Cuando mi perro caga donde no debe, se la restriego por el morro —dijo el conde, extendiendo una vez más la punta de la bota, de forma que casi tocaba la cara del jinete.
Daniel caminaba ahora casi detrás del jinete, a no más de doce pies de distancia, y podía ver claramente un torrente de orina que se le acumulaba en la entrepierna y caía sobre la calle.
—Por favor, mi señor. Hice lo que me pidió. Seguí al hombre de pelo blanco… envié el mensaje. ¿Por qué me hace esto?
Pero el conde de Upnor fijó su vista en el jinete y levantó la bota una pulgada. El jinete inclinó la cabeza —bajando la nariz— pero en ese momento el conde lentamente hizo bajar la bota hasta estar en el suelo, obligándole a inclinarse aún más, luego arrodillarse y finalmente colocar los codos sobre el suelo, para poder poner la nariz exactamente donde la deseaba el conde.
Cuando hubo terminado, el jinete caballero salía corriendo de Charing Cross con el rostro hundido entre las manos, presumiblemente para no volver a aparecer por Londres, que debía de ser exactamente lo que el conde quería.
El conde, por su parte, abandonó el séquito en una taberna y entró solo en la misma tienda que Isaac Newton. Daniel, en ese punto, ya no estaba seguro de que Isaac siguiese dentro. Caminó delante una vez y finalmente vio un diminuto cartel junto a la ventana: MONSIEUR LEFEBURE — CHYMIST.
Daniel dio vueltas por Charing Cross durante la siguiente hora y media, mirando de vez en cuando por las ventanas de M. LeFebure, hasta que finalmente vio a Isaac con su pelo plateado enmarcado en una ventana, en profunda conversación con Louis Anglesey, el conde de Upnor, quien asentía, asentía y (para asegurarse) asentía una vez más, en éxtasis.
De la misma manera que el sol había quemado su rostro en las retinas de Isaac en Woolsthorpe, esa imagen permaneció con Daniel mucho tiempo después de haber dado la espalda a Charing Cross y alejarse. Caminó por las calles durante mucho tiempo, cambiando de vez en cuando el peso del telescopio de un hombro a otro. Se dirigía más o menos hacia Bishopsgate, donde tenía una reunión a la que debía asistir. Durante todo el camino le persiguió y atormentó un sentimiento, difícil de identificar, hasta que finalmente lo reconoció como una especie de celos. No sabía a qué se dedicaba Isaac en la casa/tienda/laboratorio/salón de M. LeFebure. Sospechaba que era alquimia, sodomía, o alguna reciente invención del mismo estilo: y si no, entonces flirtea con algo así. Lo que era por completo asunto de Isaac y no de Daniel. De hecho, Daniel no tenía el más mínimo interés en esos pasatiempos. Sentir celos era, por tanto, una tontería. Y sin embargo los sentía. Isaac, de alguna forma, había encontrado amigos a los que podía confiar cosas que ocultaba a Daniel. Eso era, simple y dolorosamente un golpe en el pico. Pero Daniel tenía amigos propios. Ahora mismo iba a verlos. Algunos no eran menos fraudulentos, o tontos, que los alquimistas. Quizás Isaac no estuviese dándole más que lo que se merecía.