La República
Holandesa
1684
Jack cabalga al sur desde Amsterdam
Jack salió de Amsterdam en dirección al oeste, atravesando Haarlem, y luego de pronto se encontró solo, y peligrosamente cerca de hallarse bajo el agua: las lluvias de otoño habían sumergido los pastos, dejando a las ciudades amuralladas convertidas en islas. Pronto alcanzó la línea de dunas que protegía al país del mar del Norte. Ni siquiera los holandeses podían hallar uso para tanta arena. Turco se mostró desconcertado por el cambio de suelo, pero luego pareció recordar como moverse en él, quizá su amo turco lo hubiese llevado a cabalgar por algún desierto mahometano. Con un movimiento entre lo exploratorio y la natación, llevó a Jack hasta la cresta de la duna. Por debajo, a una milla de distancia, olas verdes grandes como montañas golpeaban contra la arena con un estruendo y siseo monstruosos. Jack se quedó sentado y miró hasta que Turco se mostró inquieto. Para el caballo el espectáculo era extraño y hacía frío, para Jack era ligeramente agradable. Intentaba contar los años que habían pasado desde que había visto mar abierto.
Había sido el viaje a Jamaica, pero después su vida (había empezado a pensar) se había vuelto imposiblemente confusa. O eso, o quizás el mal francés le había pasmado y confundido los recuerdos. Tuvo que contar con los dedos. No, tuvo que desmontar y emplear la punta de la muleta para dibujar en la arena árboles familiares y mapas.
El regreso desde Jamaica era un buen punto de partida: 1678. Se había acostado con la hermosa Mary Dolores, seis pies de vigor irlandés, y luego había huido a Dunkerque para evitar un mandamiento judicial, luego el asunto del pene. Mientras se recuperaba de eso, Bob se había presentado con noticias: Mary Dolores estaba embarazada. Además, ese tipo John Churchill se había casado y lo habían hecho coronel —no, espera, general de brigada —y tenía a su mando un montón de regimientos. Estaba reclutando ávidamente, y todavía se acordaba de los Shaftoe, ¿deseaba Jack un trabajo fijo, quizá para casarse con Mary Dolores y cuidar de sus retoños?
—Justo el plan que se le hubiese ocurrido a Bob —le gritó Jack a las olas, todavía molesto, seis o siete años después. Turco se estaba poniendo nervioso. Jack decidió hablarle, ya que de todas formas estaba hablando en voz alta. ¿Comprendían los caballos lo que sucedía cuando le hablabas a gente que no estaba presente?—. Hasta ahí, bastante simple… pero luego se complica —empezó a decir—. John Churchill estaba en La Haya, después en Bruselas… ¿por qué? Incluso un caballo puede comprender la contradicción de ese proceder… pero olvido que eres un caballo otomano. Vale: toda esta tierra… —golpeó el suelo para darle énfasis— formaba parte de España, me oyes, ¡España! Luego esos jodidos holandeses se hicieron calvinistas y se rebelaron, y expulsaron a los españoles, hasta el sur en Maas y un montón de ríos con nombres difíciles de recordar… en cualquier caso, más allá de Zeeland… veremos más de esos ríos de lo que nos gustaría. Dejando sólo una cuña de la España papista atrapada entre la República Holandesa al norte y Francia al sur. Esa cuña española contenía Bruselas y Amberes, y básicamente un montón de campos de batalla… es como el terreno de justas a donde Europa va para celebrar sus guerras. En ocasiones los holandeses e ingleses se alían contra Francia, y se pelean en la Holanda española. En cualquier caso, en ese momento en particular, creo, se trataba de los ingleses y los holandeses contra Francia, por la razón de que toda Inglaterra se había levantado en armas contra el papado. Se había prohibido la importación de productos franceses, por eso me encontraba yo en Dunkerque, por las obvias oportunidades para el contrabando. Y era por eso que John Churchill reunía nuevos ejércitos. Fue a Holanda para parlamentar con Guillermo de Orange, quien se consideraba sabía más que nadie sobre cómo expulsar a las fuerzas católicas, porque había evitado al rey Looie a costa de convertir a medio país en un foso.
»Vale, hasta ahora tiene sentido. Pero ¿por qué, podría preguntarse un caballo inteligente, estaba John Churchill también en Bruselas, parte de España, por tanto de los dominios del Papa? Bien, eso era porque, gracias a las maniobras de su papá Winston, desde que John era un muchacho había pertenecido a la casa de Jacobo, hermano del rey Carlitos, duque de York. Y York, entonces y ahora primero en la línea de sucesión al trono, era, y sigue siendo hoy (esto te va a encantar) ¡un papista fanático! ¿Ahora comprendes por qué Londres estaba y probablemente sigue estando un poco nerviosa? El rey decidió que sería mejor que su hermano se tomase unas largas vacaciones fuera del país y, naturalmente, Jacobo escogió la ciudad católica más cercana: ¡Bruselas! Y John Churchill, como miembro de su casa, estaba obligado a seguirle, al menos parte del tiempo.
»En cualquier caso, Bob aceptó el chelín del rey y yo no. Desde Dunkerque, él y yo cabalgamos juntos atravesando la tierra de nadie, de la que, para no repetirme, pronto veremos mucha, por Ypres, Oudenaarde, Bruselas y hasta Waterloo, donde nos separamos. Yo fui a París, él regresó a Bruselas, y probablemente allí pasó la mayor parte del tiempo escabulléndose de un lado a otro llevando mensajes, como cuando era niño.
Durante ese recital, Jack había estado desenrollando la muleta: un palo curvo con una cruz acolchada en la parte alta para colocarlo bajo la axila, todo sujeto con una milla de bramante basto. Una vez desecha la madeja, le quedaron dos trozos de madera y la tela empleada para el acolchado. Pero sobresaliendo de lo alto del palo largo de la muleta estaba el pomo de una espada jenízara.
Había recorrido la mitad de las montañas Harz buscando un palo cuya curvatura se ajustase a la de la espada. Al encontrarlo, lo había cortado por la mitad, y había vaciado un espacio en el interior del tamaño suficiente para contener la vaina. El pomo y la defensa todavía sobresalían de la parte alta, pero cuando añadió la cruz de la muleta, cubriéndola luego con trapos, y atándolo todo con bramante, se quedó con una muleta que parecía del todo inocua, y si un guarda de frontera amenazaba con deshacerla Jack siempre podía meterse una mano en la axila y quejarse de las dolorosas hinchazones negras que recientemente le habían salido ahí.
La muleta era conveniente en lugares asentados donde sólo los caballeros tenían el derecho de portar armas, pero entre ese punto y el norte de Francia tenía la esperanza de ver tan poco de ese tipo de región como fuese posible. Se puso la espada a la cintura y ató el palo de la muleta en la silla de Turco, y de pronto Jack el vagabundo tullido fue Jack el jinete armado, galopando por la costa a lomos de un caballo de guerra turco.
Jack en Picardía
Dejando atrás La Haya, bordeando el gancho de Holanda, Jack visitó a ciertos propietarios de botes a los que conocía, y supo de ellos que los franceses habían prohibido la tela barata que venía de Calicó en la India. Naturalmente, ahora los holandeses la pasaban de contrabando por la costa, y había un tráfico continuo de los pequeños buques de carga llamados flautas. Los amigos de Jack le llevaron, junto con Turco y una tonelada de calicó, a través del Zeeland, que era el nombre que los holandeses daban al enorme cenagal arenoso donde ríos como el Maas y el Schelde se vaciaban en el mar del Norte. Pero del canal venía una tormenta otoñal y tuvieron que refugiarse en una calita pirata en Flandes. Desde allí, Jack se aprovechó de una marea baja fortuita para galopar de noche siguiendo la costa hasta Dunkerque, y hacia la hospitalidad de la vieja y querida Bomba y Arpeo.
Pero de parte del señor Foot, el propietario de la Bomba y Jack descubrió que, desde que el rey Looie le había comprado Dunkerque al rey Carlitos, las cosas ya no eran como antes: los franceses habían agrandado el puerto de forma que pudiesen atracar los grandes buques de guerra del superpirata Jean Bart, y esos cambios habían alejado a los pequeños piratas y contrabandistas del canal que habían hecho de Dunkerque una ciudad tan próspera y alegre.
Indignado y consternado, Jack se fue de inmediato, desplazándose tierra adentro hacia Artois, donde todavía podía ir armado. Estaba justo en la frontera con la Holanda española y los soldados enviados allí a continuar las guerras del rey Looie no habían tardado en descubrir que se podía sacar mucho más robando a los viajeros de la ruta Londres-París —quienes seguían tan agradecidos de haber sobrevivido al paso del Canal que no se resistían— que ejecutando sus labores de soldados.
Jack se dio el aspecto de uno de esos asaltantes —lo que no fue muy difícil, porque había sido uno de ellos durante un año o dos— y eso le procuró un paso rápido y más o menos seguro hasta Picardía: el hogar del famoso regimiento que, ya que no se encontraba allí a la llegada de Jack, debía encontrarse destrozando la Holanda española. Algunos cambios de atuendo (su viejo y blando sombrero de mosquetero, por ejemplo) le dieron el aspecto de un desertor, o explorador, de dicho regimiento.
En una de esas aldeas de Picardía la campana de la iglesia sonaba sin parar. Presintiendo algún desorden, Jack se dirigió hacia ella, atravesando campos repletos de campesinos recogiendo la cosecha. Rotaban los cultivos, de forma que un tercio de los campos fuesen de trigo, un tercio avena y el resto en barbecho, y Jack tendía a atravesar los que estaban en barbecho. Esos desdichados lo miraban con expresiones de terror que eran abyectas incluso para lo habitual en los campesinos franceses. Muchos de ellos examinaban el cielo septentrional, quizá buscando nubes de humo o polvo, y algunos se tiraban al suelo y pegaban la oreja, prestando atención a los cascos de los caballos, y Jack llegó a la conclusión de que no le temían a él personalmente, sino a lo que pudiese venir detrás.
Decidió que ese pueblecito era uno de los lugares donde podía ir armado, y entró en él, porque le hacía falta avena para Turco. La única persona que vio fue un niño descalzo con ropa de lino basta y sucia, visible de cintura para abajo a través de una puerta baja en la base del campanario, su culo andrajoso sobresaliendo groseramente cada vez que tiraba de la cuerda de la campana.
Pero, a continuación, Jack encontró a un jinete vestido con buenas ropas y que aparentemente había venido de la dirección de París. Se acercaron, a una distancia segura, en la desierta plaza del mercado del pueblo, dieron vueltas uno al otro un par de veces y luego empezaron a gritarse por encima del estruendo de la campana, y se acomodaron a una combinación de inglés y francés.
Jack:
—¿Por qué doblan las campanas?
—Esos católicos creen que alejan las tormentas —dijo el francés—. ¿Por qué están tan…? —preguntó, y al no confiar en su inglés o en el francés de Jack, imitó a un campesino encogido y moviéndose furtivamente.
—Temen que sea el heraldo del regimiento de Picardía, que regresa a casa de las guerras —fue la suposición de Jack. Su intención era que fuese una broma ligera a costa de la tendencia de los regimientos a «vivir de la tierra», como decía el eufemismo. Pero para ese hugonote fue muy significativo.
—¿Es cierto? ¿El regimiento regresa?
—¿Cuánto valdría para usted? —preguntó Jack.
Aquel hugonote al completo le recordaba a los comerciantes independientes de Inglaterra, que cabalgaban hasta distritos remotos durante la cosecha para comprar bienes a mejor precio que en el mercado. Y tanto Jack como el comerciante —que se presentó como monsieur Arlanc— comprendían que el precio caería aún más si los vendedores creían, acertada o erróneamente, que el regimiento de Picardía volvía para comérselo todo.
Así que sobre la mesa había, inadvertidamente, una especie de propuesta mercantil. Vagabundo y hugonote dieron vueltas uno alrededor del otro un par de veces más. A su alrededor, los campesinos trabajaban en la cosecha. Pero vigilaban a los dos extraños, y pronto un anciano del pueblo salió dándose prisa de los campos a lomos de un burro.
Pero al final, monsieur Arlanc no se atrevió a hacerlo.
—Ya nos odian lo suficiente —dijo, aparentemente refiriéndose a los hugonotes—, sin extender miedos falsos. Estos campesinos ya tienen bastante a lo que temer… es por eso que mi hijo y yo salimos a zonas tan peligrosas.
—Perfecto. Pero incidentalmente, no tengo intención de robarle —dijo Jack irritado—, no es preciso que invente supuestos grupos de hijos fuertemente armados justo tras esa colina.
—Los relatos no ofrecen protección suficiente en estos tiempos, me temo —dijo monsieur Arlanc, retirando la capa para revelar no menos de cuatro armas diferentes: dos pistolas convencionales y dos más ingeniosamente encajadas respectivamente en el mango de un tomahawk y el cañón de un bastón.
—Muy bien hecho, monsieur… el sentido práctico protestante y el savoir-faire francés unidos.
—Dígame, ¿estará seguro dirigiéndose a la posada en Amiens armado con nada más que una espada? Los caminos…
—Yo no me hospedo en posadas de estilo francés, ni tampoco cabalgo generalmente por los caminos —dijo Jack—. Pero si ésa es su costumbre, y va a seguir ese camino…
Cabalgaron juntos hasta Amiens, después de adquirir avena del jefe del pueblo. Jack compró suficiente para llenar la panza de Turco y monsieur Arlanc compró el resto de la cosecha del año (más tarde enviaría carromatos para recogerla). Jack no contó mentiras, se limitó a repantigarse en el borde del pozo del pueblo, con el aspecto de un voluntario, como se conocía a los desertores y asaltantes de la zona. Después fue un buen viaje hasta Amiens, donde había un gran establecimiento ahogando un cruce de caminos: establos de librea casi completamente enterrados en heno y potreros repletos de bueyes; filas de vagones vacíos ocupando la cuneta de la carretera (que contrataría monsieur Arlanc); varias herrerías, algunas dedicadas a las herraduras, otras a poner llantas a las ruedas de los carros. También, tiendas de arreos, y varios carpinteros especializados en ruedas, yuntas de bueyes, estructuras de carros y fabricación de toneles. Caravanas de carros cargados con la cosecha ocupaban el camino, aguardando la inspección y pagar el peaje. En algún lugar, un alojamiento para comerciantes y viajeros que explicaba que se le llamase posada. En la distancia, era un gran nudo humeante y oscuro, claramente reconocible como un lugar poco apropiado para Jack, se quitó la espada, la volvió a ocultar en la muleta y empezó a enhebrarla de nuevo.
—Debe venir a la posada y comprobar que efectivamente tengo hijos —dijo monsieur Arlanc—. No son más que muchachos, pero…
—Nunca he visto a los míos… no puedo ver los suyos —dijo Jack—. Además, no puedo soportar esas posadas francesas…
Monsieur Arlanc asintió comprensivo.
—En su país, ¿los bienes tienen libertad de movimiento por los caminos?
—… y una posada es un lugar de hospitalidad para viajeros, no una obstrucción.
Así que le dijo adiós a monsieur Arlanc, de quien sabía una o dos cosas sobre dónde vender en París las plumas de avestruz y el caballo de batalla. A cambio, el hugonote aprendió algunas cosas sobre el fósforo, las minas de plata y el contrabando de calicó. Los dos hombres habían estado más seguros juntos de lo que hubiesen estado por separado.
Jack entra en París
Jack el calderero de una sola pierna, guiando a su caballo de campo, olió París medio día antes de verlo. Los campos de cereales dejaron paso a jardines de mercado llenos de verduras, pastos para el ganado vacuno y carros oscuros y pesados que recorrían continuamente la carretera desde la ciudad cargados con toneles y tinajas de la mierda humana, recogida de las cloacas y vertederos, que campesinos usando rastrillos y horcas dispersaban por los campos de verduras. Los parisinos parecían cagar más que el resto de los humanos, o quizá fuese que el ajo de la comida daba esa impresión, en cualquier caso, Jack se alegró de dejar atrás esos apestosos cultivos de verduras y entrar en los suburbios: interminables conejeras de chozas con techo de paja atestadas de gente de campo trasladada, quemando cualquier palo o resto que pudiesen encontraba para cocinar y alejar el frío del otoño, y sufriendo públicamente de diversas dolencias pintorescas. Jack no dejó de moverse hasta alcanzar el campamento perpetuo de peregrinos alrededor de St. Denis, donde casi cualquiera podía vaguear durante unas horas. Compró algo de queso para él y algo de heno para Turco a unos granjeros que se dirigían a la ciudad. Luego se relajó entre los leprosos, epilépticos y locos que se reunían alrededor de la Basílica, y dormitó hasta un par de horas antes del amanecer.
Cuando hubo luz suficiente para moverse por ahí, se unió a los miles de granjeros que entraban en la ciudad, como hacían cada mañana, trayendo verduras, leche, huevos, carne, pescado y heno a los mercados. La multitud era mayor de lo que recordaba, y les llevó mucho tiempo entrar en la ciudad. La puerta de St. Denis estaba congestionada hasta lo imposible, así que probó suerte con la puerta de St. Martin, a un tiro de mosquete de distancia. Pero cuando pasó por debajo, la luz del amanecer relucía con la belleza de nuevas esculturas: el rey Looie como un Hércules desnudo y primordial apoyándose indiferente sobre una maza del tamaño de un árbol, desnudo excepto por una peluca del tamaño de una nube, y con una piel de león sobre un brazo de forma que una esquina cubría el pene real. La victoria descendía de los cielos, con un brazo cargado de ramas de palma y el otro alargado para colocar una corona de laurel sobre la peluca. El pie del rey descansaba sobre la forma aplastada de alguien al que aparentemente acababa de dar una paliza, y, de fondo, una gran Torre ardía.
—Maldito seas, rey Looie —murmuró Jack, pasando bajo la puerta, porque podía sentirse encoger. Había intentando atravesar Francia cabalgando todo lo rápido que podía, específicamente para prevenir esto, pero aun así, le había llevado varios días. Su absoluta vastedad comparada con los diminutos principados alemanes y los estados componentes de la República Holandesa, era tal que para cuando llegabas a París, llevabas viajando tanto tiempo por los dominios de este rey que no podías evitar encogerte bajo su poder.
No importaba; estaba en París. A su izquierda el sol se elevaba sobre la torres y baluartes del Temple, donde esos caballeros de Malta tenían su propia ciudad dentro de la ciudad, aunque la vieja muralla que una vez la había rodeado había sido derribada. Pero en su mayor parte lo que veía en todas direcciones estaba limitado por muros verticales de piedra blanca: los edificios de seis o siete pisos de París elevándose a cada lado de la calle, encauzando a los granjeros, las pescaderas y los vendedores con los cargamentos de flores, naranjas y ostras en estrechas pistas de carreras donde competían por una buena posición, todos intentando evitar caer en el desagüe central. No muy lejos, hacia el interior de la ciudad, gran parte de ese tráfico se desviaba a la derecha, hacia el gran mercado de Les Halles, dejando (para lo que era París) una vista libre directamente al Sena y a la Île de la Cité.
Jack había desarrollado la sospecha de que un agente de la policía del rey Looie le seguía, y desafortunadamente le había mirado a los ojos durante un momento al pasar por la puerta. Jack sabía que no debía girarse y mirar. Pero observando los rostros de los peatones que iban en sentido contrario —en particular, los de la chusma— podía comprobar que alguien les sorprendía y les aterraba. No es que Jack pudiese perderse en la multitud cuando guiaba a un caballo grande y enorme, pero podía intentar que no valiese la pena seguirle. Les Halles sería un buen lugar para intentarlo, así que siguió a la multitud a la derecha. La opción dramática —subirse a Turco, sacar un arma— le llevaría a las galeras. De hecho, había muy pocos caminos que saliesen de París y que no terminasen con Jack encadenado a un remo en Marsella.
Alguien a su espalda recibió un terrible asalto verbal por parte de las pescaderas de Les Halles. Jack oyó comparaciones entre el bigote del perseguidor y el pelo de la axila de varías razas de infieles. Se elevó la hipótesis, que fue en general aceptada, de que el policía pasaba demasiado tiempo realizando sexo oral con ciertos enormes animales de granja famosos por su falta de higiene. Por lo demás, el francés de Jack no era lo suficientemente rápido ni asqueroso. Recorrió varias veces Les Halles, con la esperanza de que la multitud, el olor de las entrañas de pescado de ayer, las pescaderas y el aburrimiento total hiciesen que el hombre dejase de perseguirle, pero no salió bien. Jack compró una hogaza, para explicar por qué había ido allí, por si alguien se molestaba en preguntar, y para demostrar que no era un vagabundo sin dinero, y también porque tenía hambre.
Dejó el sol a su espalda y empezó a maniobrar y soslayar varias calles, en dirección a la rue Vivienne. El policía quería arrestarle por estar en París sin propósito, lo que hubiese sido lo habitual en su caso. Tanto que en esta ocasión había olvidado que tenía un propósito.
Las calles habían empezado a congestionarse con detallistas andantes: un vendedor de queso empujando una enorme rueda de algo con venas azules en una especie de carretilla, un vendedor de mostaza cargando con un pequeño cubo tapado y un cucharón, numerosos porteurs d’eau, sus cuerpos rechonchos atados a ciertos armazones de los que colgaban cubos de madera, un vendedor de mantequilla con cientos de porciones de mantequilla atadas a la espalda. Esa situación no haría más que empeorar, hasta el punto de inmovilizarle. Tenía que deshacerse de Turco. No era problema: el negocio de los caballos estaba por todas partes, ya había pasado frente a varios establos con librea y calles estrechas llenas de carros de heno con sus moles de paja y fragancia narcótica. Jack siguió a uno hasta un establo y acordó dejar a Turco allí durante unos días.
Y luego salió por el otro lado, a un gran espacio abierto: una plaza con (sorpresa) una estatua monumental del rey Looie en su centro. En un lateral del pedestal, un relieve de Looie encabezando personalmente una carga de caballería al otro lado de un canal, o quizá fuese el Rin, contra un bosque horizontal de mosquetes. En el otro, Looie en el trono con una fila de reyes y emperadores de Europa esperando, con las coronas en la mano, para arrodillarse frente a él y besar sus botines de altos tacones.
Debía estar en el camino correcto, porque empezaba a ver un tipo de vendedor de clase más alta: vendedores de libros paseándose sosteniendo anuncios en pizarras sobre sus cabezas, un vendedor de dulces portando pequeñas básculas, un vendedor de eau-de-vie portando un cesto con botellas diminutas y una copa; un vendedor de pâtés portando una especie de paleta de pintor con borrones de distintas variedades, y muchas naranjeras: todas ellas emitiendo el grito particular que pertenecía a un vendedor específico, como pájaros con la llamada particular de su especie. Jack se encontraba en la rue Vivienne. Empezaba a parecerse a Amsterdam: hombres finamente vestidos de muchos países, paseando mientras mantenían conversaciones serias: ganando dinero por medio del intercambio de palabras. Pero también se parecía un poco al barrio de los libreros de Leipzig: carros totalmente llenos de libros, impresos pero no encuadernados, desapareciendo en el interior de una Mansión especialmente refinada: la Biblioteca del Rey.
Jack se desplazó apoyándose en la muleta por un lateral de la calle y luego bajó por otra hasta dar con la Casa de la Fragata Dorada, adornada con la escultura de un buque de guerra. Evidentemente la había creado un artesano que jamás se había acercado a un océano, porque estaba extrañamente distorsionada y poseía una improbable profusión de cañones. Pero tenía buen aspecto. Allí se encontraba un caballero italiano en la entrada principal, metiendo una llave de hierro forjada a mano de múltiples y curiosas protuberancias en una cerradura equivalente.
—¿Signor Cozzi? —preguntó Jack
—Si —replicó el otro, ligeramente sorprendido al ser acosado por un trotamundos de una sola pierna.
—Un mensaje de Amsterdam —dijo Jack en francés—, de su primo. —Pero eso último era innecesario, porque el signor Cozzi ya había reconocido el sello. Dejando la llave colgando de la cerradura, la abrió allí mismo y escrutó algunas líneas de una hermosa letra vaporosa. Una mujer con un barril de tinta a la espalda, al darse cuenta de su interés por los documentos escritos, le gritó una propuesta comercial, y antes de que pudiese rechazarla, se presentó una segunda mujer con un barril a la espalda de tinta muy superior y sin embargo más barata; las dos se enzarzaron en una discusión, y el signor Cozzi lo aprovechó para meterse dentro, indicándole a Jack que pasase con una mirada de sus grandes ojos castaños. Jack no pudo resistirse a darse la vuelta, para mirar a su espalda por primera vez desde que había entrado en la ciudad. Pudo ver a un hombre con espada ataviado con una especie de capa sombría, justo en el momento en que se volvía para escabullirse: ese policía había pasado media mañana siguiendo al mensajero, perfectamente legítimo, de un banquero.
—¿Le siguen? —inquirió el signor Cozzi, como si le preguntase a Jack si respiraba.
—Ahora ya no —respondió Jack.
Era otro de esos lugares compuesto de bancas con grandes libros cerrados con candados, y un pesado arcón en el suelo.
—¿Cómo es que conoce a mi primo? —preguntó Cozzi, dejando claro que no iba a invitar a Jack a tomar asiento. Cozzi se sentó tras un escritorio y empezó a sacar plumas de un pequeño tarro para examinar sus puntas.
—Una dama conocida mía, eh, le conoce. Cuando descubrió, por su mediación, que estaba a punto de viajar a París, me entregó esa carta.
Cozzi apuntó algo, a continuación abrió un cajón y empezó a buscar, sacando unas monedas.
—Dice que si el sello ha sido alterado, debo enviarle a galeras.
—Eso supuse.
—Si el sello está intacto, y me lo entrega dentro de los catorce días posteriores a su redacción, debo entregarle un luis de oro. Diez días le ganan dos. Menos de diez, un luis de oro adicional por cada día rebajado al viaje. —Cozzi dejó caer cinco monedas de oro en la mano de Jack—. ¿Cómo demonios lo hizo? Nadie viaja de Amsterdam a París en siete días.
—Considérelo un secreto comercial —dijo Jack.
—Está muerto de sueño… vaya a algún sitio y duerma —dijo Cozzi—. Y cuando esté listo para regresar a Amsterdam, venga aquí, quizá tenga un mensaje para mi primo.
—¿Qué le hace pensar que voy a regresar?
Cozzi sonrió por primera vez.
—La mirada en sus ojos cuando habló de esa amiga. Está loco de amor, ¿no?
—En realidad, loco por la sífilis —dijo Jack—, pero lo suficientemente loco para regresar.
St.-George
Con el dinero que había traído consigo, y el dinero que había ganado, Jack podría haberse hospedado en algún lugar decente, pero no sabía cómo encontrar tal lugar, o cómo comportarse una vez que lo hubiese encontrado. El año pasado había sido muy educativo en lo poco que significaba no tener dinero. Un vagabundo rico seguía siendo un vagabundo, y era de dominio público que el rey Carlos, durante el Interregno, había vivido en Holanda sin dinero. Así que Jack vagó por la ciudad hasta el distrito llamado el Marais. Ahora el movimiento no era más que cuestión de forzar al cuerpo entre los espacios estrechos y efímeros entre otros transeúntes, en su mayoría vendedores de (en algunos distritos) peaux de lapins (manojos de pieles de conejo), cestos (esa gente cargaba con cestos enormes llenos de cestos más pequeños), sombreros (árboles pequeños cortados con sombreros colgando de las ramas), linge (una mujer toda cubierta con encajes y pañuelos), y (al entrar en el Marais) chaudronniers con potes y cazuelas empalados por el mango. Vendedores de vinagre con toneles sobre ruedas, músicos con gaitas y organillos, vendedores de bizcochos con anchos y planos cestos de confiterías humeantes que mareaban a Jack.
Jack penetró en el corazón del Marais, encontró una esquina de mear donde podía permanecer quieto y contempló durante media hora o así el aire sobre las cabezas de la gente, y prestó atención, hasta oír un grito en particular. Todo el mundo en la calle gritaba algo, normalmente el nombre de lo que fuese que vendían, y durante el primer par de horas para Jack había sido como Bedlam. Pero después de un rato el oído de Jack distinguió voces individuales, algo así como oír el resonar de los tambores o la corneta en medio de la batalla. Ya sabía que los parisinos habían desarrollado esa habilidad hasta un grado altísimo, de la misma forma que el teniente de policía podía examinar al torrente de gente que pasaba por la puerta al amanecer y escoger al vagabundo. Jack fue capaz de oír la voz aguda que gritaba «Mort-aux-rats! Mort-aux-rats!», y luego fue muy simple volver la cabeza y ver un largo poste, como una pica, moviéndose en ángulo sobre los hombros de alguien, con los cadáveres de un par de docenas de ratas colgando por las colas, su frescura una infalsificable garantía de que el hombre había estado trabajando recientemente.
Jack se abrió camino entre la muchedumbre, empleando ahora la muleta como la palanqueta de un ladrón para ampliar pequeñas aberturas, y después de unos minutos de ruidosa persecución alcanzó a St.-George y le puso la mano en el hombro, como si fuese un policía. Muchos, al recibir ese toque, arrojarían todo lo que llevasen y saldrían corriendo, pero uno no se convertía en una leyenda en el negocio de matar ratas si se asustaba tan fácilmente. St.-George se volvió, haciendo que las ratas se agitasen en un ángulo amplio, como bailarines de pértiga en una feria, y le reconoció. Con calma, pero con frialdad:
—Jacques… así que escapaste de aquellas brujas alemanas.
—No fue nada —dijo Jack, intentando ocultar primero su asombro, luego su orgullo, al comprobar que la historia había llegado hasta París—. Eran idiotas. Indefensas. Otra cosa hubiese sido si tú me hubieses estado persiguiendo.
—Ahora has regresado a la civilización… ¿Por qué? —La curiosidad acerada era otro buen rasgo para un buen cazador de ratas. St.-George poseía un pelo rizado del color de la arena, y ojos avellanados, y probablemente de niño había tenido un aspecto angelical. La madurez le había alargado las mejillas y (según la leyenda) otras partes de su cuerpo de una forma no tan divina… Tenía una cabeza en forma de embudo, terminada en un par de labios fruncidos, ojos fijos que te miraban como si estuviesen pintados—. Ya sabes que el negocio de passe-volante se ha acabado… ¿por qué estás aquí?
—Para renovar mi amistad contigo, St.-George.
—Has estado montando a caballo… lo huelo.
Jack decidió dejarlo pasar.
—¿Cómo puedes oler algo que no sea mierda humana?
St.-George olisqueó el aire.
—¿Mierda? ¿Dónde? ¿Quién se ha cagado? —Eso, una especie de chiste, era una señal de que Jack debía ofrecerse ahora a comprarle algo a St.-George, como muestra de amistad. Después de unas negociaciones, St.-George aceptó ser el receptor de la generosidad de Jack, pero no porque la necesitase, sino porque era inherente a la naturaleza humana el que uno de vez en cuando entrega cosas, y por tanto en esas ocasiones uno precisaba de alguien a quien entregárselas, y parte de ser un buen amigo era ser ese alguien, cuando fuese necesario. A continuación se produjeron las negociaciones sobre lo que Jack iba a comprar. El objetivo de St.-George era descubrir cuánto dinero llevaba Jack… el de Jack era hacer que St.-George desease saber más. Al final, por razones tácticas, St.-George aceptó permitir a Jack que le comprase algo de café… pero debía ser de un vendedor en particular llamado Christopher.
Sólo les llevó media hora localizarlo.
—No es muy alto…
—Entonces será difícil de encontrar.
—Pero lleva un fez rojo con una valiente borla dorada…
—¿Es un turco?
—¡Claro! Te dije que vende café, ¿no?
—¿Un turco llamado… Christopher?
—No seas payaso, Jacques… recuerda que te conozco.
—¿Pero…?
St.-George puso los ojos en blanco y respondió:
—¡Todos los turcos que venden café en las calles son realmente armenios vestidos como turcos!
—Lo lamento, St.-George, no lo sabía.
—No debería ser tan duro —admitió St.-George—. Cuando te fuiste de París el café todavía no estaba de moda… no hasta que los turcos huyeron de Viena y dejaron montañas de café abandonadas.
—Ha estado de moda en Inglaterra desde que yo era niño.
—Si está en Inglaterra, no es una moda, sino una curiosidad—dijo St.-George apretando los dientes.
Siguieron buscando, St.-George atravesando la multitud como un hurón, dejando atrás, por ejemplo, vendedores de muebles que cargaban a la espalda complejos fantásticos de sillas y taburetes todos atados entre sí, lecheros con potes en la cabeza, d’oublies cargando linternas apagadas e inclinados bajo enormes y chorreantes barriles de mierda, y afiladores haciendo girar ruedas de piedra. Jack tuvo que darle un uso bastante bruto a la muleta, y consideró sacar la espada. Eliza había tenido razón, París era comercio detallista; era curioso que lo supiese sin haber estado jamás en la ciudad, mientras que Jack, que había vivido allí, ocasionalmente, durante años…
Mejor concentrarse en St.-George. Sólo el palo con las ratas le impedía a Jack perderle de vista. Aunque también ayudaba que la gente continuamente saliese corriendo de las tiendas, o le gritase desde las ventanas, intentando contratar sus servicios. Las únicas personas que podían permitirse el mantener tiendas permanentes eran los miembros de los pocos comercios principescos, a saber, fabricantes de vestidos, sombreros y pelucas. Pero St.-George trataba a todo el mundo por igual, planteándoles una serie de preguntas penetrantes y luego mandándolos a casa.
—Incluso los nobles y los sabios son campesinos en su comprensión de las ratas —dijo St.-George con incredulidad—. ¿Cómo puedo serles de ayuda cuando sus razonamientos son tan pre-teoréticos?
—Bien, para empezar, podrías deshacerte de sus ratas…
—¡Uno no se deshace de las ratas! ¡No eres mejor que esa gente!
—Lo lamento, St.-George. Yo…
—¿Alguien se deshace de los vagabundos?
—De los individuales, sí. Pero…
—Individuales para ti… pero para un caballero todos son iguales, como las ratas, ¿n’est-ce pas? Uno debe vivir con las ratas.
—¿Excepto las que cuelgan de tu palo…?
—Es como los ahorcamientos ejemplares. Las cabezas en las picas frente a las puertas de la ciudad.
—¿Para asustar a les autres?
—Justo eso, Jacques. Éstas eran, a las ratas, como tú, amigo mío, eres a los vagabundos.
—Eres demasiado amable… en serio, me halagas, St.-George.
—Éstas eran las más listas… las que podían encontrar los agujeros más diminutos, que exploraban los tubos de desagüe, que les decían a las ratas normales: «Mordisquea esta rejilla, mes amis; cierto, te acortará los dientes, pero cuando la atravieses, ¡tendrás todo un festín! Éstas eran los sabios, los Magallanes…
—Y están muertas.
—Me contrariaron, en muchas ocasiones, estas mismas. A muchas otras les permito vivir… ¡incluso reproducirse!
—¡No!
—En ciertos sótanos, sin conocimiento de los apotecarios y perfumistas que viven encima, mantengo serrallos de ratas donde permito procrear a mis favoritas. Hay líneas que reproduzco desde hace cien generaciones. Como un criador de caninos crea perros feroces para con los extraños, pero obedientes con el amo…
—Tú creas ratas que obedecen a St.-George.
—¿Pourquoi non?
—¿Pero cómo puedes estar tan seguro de que las ratas no te están criando a ti?
—Perdona.
—Tu padre era mort-aux-rats, ¿no?
—Y su padre antes que él. Murieron en las plagas, que Dios tenga piedad de sus almas.
—Eso crees. Pero quizá las ratas los mataron.
—Me enfureces. Pero tu teoría no carece de mérito…
—Quizá tú, St.-George, eres el resultado de un programa de crianza… se te ha permitido vivir, y florecer, y tener hijos propios, porque sostienes una teoría compatible con las ratas.
—Aún así, mato muchas.
—Pero son las estúpidas… sin introspección.
—Comprendo, Jacques. Para ti, serviría como mort-aux-rats y lo haría gratis. Pero por éste… —Hizo un gesto rápido en dirección a un hombre con una peluca excelente que intentaba llamarle desde una tienda. El hombre pareció abatido… temporalmente. Pero luego St.-George se ablandó y se movió en dirección a la estrecha entrada, más una escotilla que una puerta, situada en la pared del fabricante de pelucas, junto a la ventana de la tienda. Ésta se abrió de pronto, y un hombre de cinco pies de alto y cuerpo redondo, con un vigoroso bigote y zapatillas de punta enroscada surgió de una escalera no más ancha que él, precedido por un aparato humeante y vaporoso de cobre batido que llevaba atado al cuerpo.
El entresol
Cuando Christopher (porque no se trataba de otro) se puso de pie al sol, lo que intentaba hacer siempre, la luz dorada se reflejó en el cobre, colgó en el vapor, relució en la borla dorada del fez y destelló en las zapatillas bordadas y botones de latón y le dio un aspecto magnífico, como una mezquita ambulante. En medio de la frase cambiaba entre francés, español e inglés, y afirmó saberlo todo sobre Jack Shaftoe (al que apelaba como l’Emmerdeur), e intentó darle café gratis. Explicó que acababa de rellenar el depósito allá arriba, y estaba muy cargado. St.-George le había advertido de que Christopher haría tal oferta «porque querrá calcular cuánto dinero llevas», y juntos habían ensayado algunos escenarios sobre cómo podría realizar la negociación por el precio del café. El plan consistía en que Jack llevaría su parte de las negociaciones, y que St.-George flotaría por ahí, y que en el momento adecuado, divulgaría que Jack buscaba un alojamiento. Jack nunca le había dicho tal cosa a St.-George, pero tampoco era necesario; era por eso que había buscado a St.-George al llegar al Alarais. Su trabajo le llevaba a todos los edificios, especialmente a las partes de un edificio donde una persona como Jack era probable que se quedase.
Aceptar café gratis era degradarse a uno mismo; pagar en exceso era humillar públicamente a Christopher, dando a entender que era el tipo de hombre al que le preocupaba algo tan bajo y sucio como el dinero; aceptar simplemente un precio justo era proclamarse un simplón, y acusar a Christopher de lo mismo. Sin embargo, el arduo regateo abría el alma y convertía a los participantes en hermanos de sangre. Finalmente la cuestión se estableció, para alivio del fabricante de pelucas, que permanecía retorciéndose las manos mientras aquel vagabundo de una sola pierna, un gordo seudoturco y un cazador de ratas se gritaban uno al otro directamente frente a su tienda, alejando a los clientes. Mientras tanto, St.-George llegaba a un acuerdo propio con el fabricante de pelucas. Jack estaba demasiado ocupado para escuchar de soslayo, pero le pareció que St.-George hacía uso de su influencia para conseguirle una habitación a Jack, o al menos una esquina, en el piso de arriba.
Después de una ceremonial taza de café en la calle, Jack se despidió de St.-George (quien tenía responsabilidades inmediatas en el sótano) y de Christopher (que tenía café para vender), atravesó la diminuta puerta y empezó a subir las escaleras, dejando atrás la tienda del fabricante de pelucas en la planta baja, y luego, el primer piso, el de su morada, al menos las partes adecuadas de la misma, como el salón y el comedor. Luego un piso para los dormitorios de la familia. Luego un piso donde se alojaban los sirvientes. Luego uno que había alquilado a un comerciante de menor rango. A medida que se acumulaban los pisos, se iba reduciendo la calidad. En los niveles inferiores las paredes y los escalones por igual eran de piedra sólida, pero daban paso a escalones de madera y paredes de escayola. A medida que Jack seguía subiendo, la escayola desarrollaba grietas, y luego empezaba a hincharse y desconcharse separándose de la madera. Al mismo tiempo, los escalones se volvían chirriantes, y empezaban a doblarse bajo el peso. En el piso superior simplemente no había escayola en las paredes, sólo nidos de paja y zarzos cubriendo los huecos entre la madera. Allí, en una gran habitación interrumpida por algunos soportes para sostener el tejado, vivía la familia de Christopher: incontables armenios durmiendo y sentándose sobre fardos cuadrangulares de granos de café. Una escalera en una esquina daba acceso al tejado, donde se había improvisado una especie de choza inclinada, conocida por el tremebundo nombre de entresol. De una esquina a otra colgaba una hamaca de marinero. Se habían unido varios ladrillos para formar una plataforma que permitía encender un fuego. Sobre las tejas, más abajo del entresol, una mancha marrón indicaba donde los antiguos ocupantes habían cagado y meado.
Jack se tiró sobre la hamaca y descubrió que los anteriores ocupantes, con bastante previsión, habían practicado agujeros en las paredes adyacentes. Sería un cuchitril con corrientes de aire en invierno, pero a Jack le gustaba; le ofrecía vistas, y rutas de escape sobre los tejados en varias direcciones. El edificio al otro lado de la calle disponía de una buhardilla, no más lejos del entresol de Jack de lo que una habitación en una casa lo está de otra, pero separada de él por una fisura de sesenta o setenta pies de profundidad. Esto era más típico del tipo de lugar donde Jack esperaría acomodarse (aunque casi podía oír a St.-George diciéndole que, ahora que era un hombre de fortuna, debería mirar más alto). Así que podía oír las conversaciones, y oler la comida y los cuerpos, de la gente al otro lado. Pero tendido sobre la hamaca podía observarlos como si sus vidas fuesen una obra de teatro, y él el público. Parecía ser el refugio habitual de gran altitud para prostitutas que huían de los chulos, sirvientes escapados, mujeres embarazadas sin casarse y campesinos jóvenes que habían llegado a París con la esperanza de encontrar algo.
Jack intentó dormir, pero estaba en plena tarde y no podía dormir con París en plena actividad a su alrededor. Así que salió por los tejados, memorizando los giros que daría, los saltos que ejecutaría, las hendiduras en las que se ocultaría, los lugares en los que se alzaría y lucharía, si el teniente de policía venía a por él alguna vez. Eso le llevó a recorrer los tejados, causando conmoción y pánico entre los habitantes de las buhardillas que vivían temiendo un asalto. En general tenía los tejados para él solo. Había algunos niños con aspecto de vagabundo moviéndose en manada, y muchas ratas de tejado. Casi en cada bloque había cuerdas andrajosas, o ramas frágiles de árboles, haciendo de puentes sobre las calles, no lo suficientemente resistentes para un humano, pero empleadas por las ratas con todo entusiasmo. En otros lugares las cuerdas permanecían perfectamente recogidas sobre los tejados, los palos descansaban sobre los desagües para la lluvia. Jack supuso que St.-George debía haberlos situado, ya que los empleaba para canalizar y controlar las migraciones de ratas, de la misma forma que los generales pueden derribar puentes en parte de un territorio disputado mientras improvisan otros en alguna otra zona.
Finalmente Jack descendió al nivel de la calle, y descubrió que había llegado a una zona mejor de la ciudad, cercana al río. Se dirigió, sin considerarlo, hacía su viejo terreno de juego, el Pont-Neuf. Era mucho más inteligente permanecer en la calle —no se tenía en buena consideración a la gente que andaba por los tejados—, pero se estaba oscuro y confinado entre las paredes de piedra de los edificios. Incluso la vista calle abajo estaba limitada por balcones que se proyectaban más de la mitad del ancho de la calle por cada lado. Todas las casas tenían grandes portales arqueados cerrados por puertas de fortaleza reforzadas con hierro. En ocasiones, un sirviente abría una justo cuando Jack pasaba por delante. Se demoraba y daba un vistazo, obteniendo una visión de un frío pasillo en sombras que llevaba hasta un patio iluminado por el sol, medio lleno de desprendimientos de flores, aguado por fuentes borboteantes. Después la puerta se cerraba. París para Jack y la mayoría de los demás era, por tanto, una red de profundas trincheras de paredes verticales, y algunas almenas ventosas sobre esas paredes; por lo demás, se trataba de la mayor colección mundial de puertas cerradas y atrancadas.
Pasó junto a una estatua del rey Looie ataviado como un general romano con una estilizada armadura clásica que dejaba el ombligo al descubierto. En un lateral del pedestal, la alada Victoria entregaba hogazas a los pobres, y en otro, un ángel con una espada flamígera y un escudo decorado con una trinidad de fleur-de-lis, cubierto por una virgen santa que agitaba una cruz y blandía un cáliz, atacaba y aplastaba diversos demonios semi-reptilianos que caían sobre una confusión de libros con los nombres de (aunque Jack no sabía leer, los conocía bien) M. Lutero, J. Wycliffe, Jan Hus, Juan Calvino.
El cielo se abría. Sintiendo que ya estaba cerca del Sena, Jack se adelantó y finalmente llegó al Pont-Neuf. «Pont» era la palabra francesa para un istmo artificial de piedra, que cruzaba un río, con arcos por debajo para permitir el flujo del agua, pilones de pie en el flujo, dividiéndolo con sus afiladas cuchillas; en lo alto, una calle pavimentada bordeada de edificios como cualesquiera otra de París, de forma que no sabrías que estabas atravesando un río a menos que un parisino te lo dijese. Pero en ese aspecto el Pont-Neuf era diferente: no tenía edificios, sino centenares de cabezas esculpidas de diosas y dioses paganos, y desde allí se podía ver. Jack fue y vio cosas. Muchos otros tenían la misma idea. Corriente arriba, la luz de finales de la tarde iluminaba las zonas posteriores de los edificios del Pont au Change; una lluvia continua de mierda salía de las ventanas, y el Sena se la tragaba. Las perfectas orillas de piedra del río quedaban ocultas por una aglomeración permanente de pequeños botes y gabarras. Las que llegaban atraían oleadas de hombres con la esperanza de ser contratados como porteadores. Algunos botes cargaban bloques de piedra a los que canteros trabajando al aire libre, en algún lugar corriente arriba, habían dado forma; esos botes se acercaban a embarcaderos especiales equipados con grúas especiales impulsadas por un par de ruedas escalonadas en las que los hombres ascendían siempre sin subir nunca, moviendo un tren de engranajes que recogía un cable que pasaba sobre una polea en un extremo de un brazo del tamaño de un árbol, sacando los bloques de los botes. Toda la grúa —ruedas, hombres y demás— podía rotar para depositar los bloques sobre un carro pesado.
En otro lugar, ese mismo esfuerzo podría producir un barrilete de mantequilla o leña para una semana; allí se empleaba para elevar un bloque varias pulgadas, de forma que se pudiese llevar a la ciudad para que otros trabajadores lo elevasen, más y más alto, de forma que los parisinos pudiesen tener habitaciones más altas que anchas, y ventanas más altas que los árboles a los que miraban. París era una ciudad de piedra, de color hueso, hermosa y dura, podrías estrellarte contra ella y no dejarías marca. Estaba edificada, por lo que Jack podía ver, siguiendo el principio de que no había nada que no se pudiese lograr si reunías a diez millones de campesinos en la mejor tierra del mundo y no dejabas de violentar sus cerebros durante mil años. A la derecha, al mirar corriente arriba, se encontraba la Île de la Cité, atestada y elevada con cosas importantes: las torres gemelas y cuadradas de Notre Dame y las torres gemelas y redondeadas de la Conciergerie, ofreciendo la perspectiva de la salvación o la condenación como un charlatán que te decía que escogieses una carta, cualquier carta. El Palais de Justice también estaba allí, un monstruo de piedra blanca decorado con águilas, listas para atacar.
Un perro corrió por el puente intentando huir de un trozo de cadena que le habían atado a la cola. Jack caminó hacia el otro lado del río, quitándose de encima innumerables charlatanes, mendigos y prostitutas. Volviéndose, pudo mirar corriente abajo y al otro lado del río hacia el Louvre, donde el rey había vivido hasta que habían completado Versalles. En el jardín de las Tullerias, que ahora estaba cayendo en la larga sombra del muro oriental de la ciudad, los jardineros del rey torturaban y recortaban a los árboles, plantados en filas perfectas, para evitar cualquier desviación de la forma correcta.
Jack se apoyaba contra un muro de piedra que el sol había calentado cuando oyó un ligero crujido justo detrás de su cabeza. Volviéndose, tuvo la impresión de una criatura pequeña, aplastada y suspendida en la roca, una visión más que común en ese tipo de piedra, que se sabía era un truco de la naturaleza, como cuando nacían animales unidos por la cadera, o con miembros que crecían en los lugares equivocados. El Doctor tenía otra teoría: que ésos habían sido seres vivos, atrapados e inmovilizados, aprisionados para siempre. Ahora con el peso de todas las piedras de París que parecía hundirle a él, Jack lo creía. Volvió a oír el ligero crujido, y examinando el muro con cuidado vio finalmente el movimiento: entre un par de conchas de peregrino y huesos de pez, vio una pequeña figura humana, medio atrapada en la piedra, y que luchaba por liberarse. Mirando con atención a la criatura, que no era mayor que su meñique, comprobó que se trataba de Eliza.
Jack se volvió y atravesó el Pont-Neuf hacia el entresol en el Alarais. Intentó mirar exclusivamente los bloques de pavimento bajo sus pies, pero en ocasiones también había criaturas en movimiento atrapadas en ellos. Así que levantó la vista y vio buhoneros vendiendo cabezas humanas; entonces apartó la vista hacia el brillante cielo y vio a un ángel con una espada flamígera, como un kienspan, cayendo sobre la ciudad; entonces intentó concentrarse en su lugar en las cabezas talladas de los dioses que adornaban el Pont-Neuf, pero éstas cobraron vida y le gritaron pidiéndole que las liberase de ese patíbulo de piedra.
Jack estaba volviéndose loco al fin, y era un pequeño consuelo el que hubiese elegido la ciudad adecuada para ello.