Boston, Bahía Colonial de
Massachusetts
12 DE OCTUBRE,
1713
Otros se sentaron solos en una colina apartada
ocupados en pensamientos más elevados y razonamientos más altos
sobre la providencia, la presciencia,
la voluntad y el destino.
MILTON, El paraíso perdido
Daniel abandona Boston
Como un buen cartesiano que lo mide todo con respecto a un punto fijo, Daniel Waterhouse considera si regresar o no a Inglaterra mientras vigila con un ojo, a través de una puerta medio cerrada, a su hijo: Godfrey William, el punto fijo que Daniel ha clavado en el suelo después de muchas décadas de errancia. En un lugar arbitrario de un prado sin rasgos distintivos, dirían algunos, pero ahora el origen de todas sus reflexiones. Sir Isaac diría que toda materia es una especie de permanente milagro continuo, que los planetas se mantienen en sus órbitas, y los átomos en su sitio, por la voluntad inmanente de Dios, y mirando a su propio hijo, Daniel apenas puede soportar pensar de otra forma. El muchacho es un muelle comprimido, el potencial para generaciones de Waterhouse americanos, aunque es igual de probable que pille una fiebre y muera mañana.
En la mayoría de las casas de Boston, una esclava estaría vigilando al muchacho, dejando a los padres libres para hablar con el visitante. Daniel Waterhouse no posee esclavos. Las razones son diversas. Algunas de ellas son incluso altruistas. Así que el pequeño Godfrey no está sentado en el regazo de una negra angoleña, sino de su vecina: la chiflada pero inofensiva señora Goose, que viene ocasionalmente a su casa a hacer la única cosa que aparentemente sabe hacer: entretener a los niños relatando todo tipo de historias absurdas y sin sentido que ha reunido o inventado. Mientras tanto Enoch está fuera intentando llegar a un acuerdo con el capitán Van Hoek de la Minerva. Eso ha dejado en libertad a Daniel, Faith y el joven reverendo Wait Still Waterhouse[2] para discutir la mejor forma de responder a la asombrosa invitación de la princesa Carolina de Ansbach. Se dicen muchas palabras, pero no tienen más impacto en Daniel que las incoherentes narraciones de la señora Goose sobre cubiertos saltando sobre cuerpos celestes y viejas sucias viviendo en calzados abandonados.
Wait Still Waterhouse dice algo como:
—Tienes sesenta y siete años, es cierto, pero tienes buena salud… muchos han vivido más tiempo.
—Si evitas las multitudes, duermes bien, te alimentas… —dice Faith.
—El Puente de Londres se está desmoronando, se está desmoronando, se está desmoronando… —canta la señora Goose.
—Mi mente nunca me ha parecido tanto como un conjunto de cigüeñales y engranajes —dice Daniel—. Decidí qué iba a hacer hace ya mucho tiempo.
—Pero la gente cambia de opinión…—dice el reverendo.
—¿Debo inferir, de lo que acabas de decir, que eres un hombre del Libre Albedrío? —pregunta Daniel—. Realmente me conmociona oírselo a un Waterhouse. ¿Qué enseñan hoy en día en Harvard? ¿No comprendes que esta Colonia la fundó gente que huía de los que defendían el Libre Albedrío?
—Tengo la impresión de que el Libre Albedrío no tuvo mucho que ver con la fundación de esta colonia. Fue más bien una rebelión contra la idea de una Iglesia oficial… ya fuese papista o anglicana. Es cierto que muchos de esos independientes, como nuestro antepasado John Waterhouse, recibieron su doctrina de los calvinistas en Ginebra, y se mofaban de la idea, tan querida por los papistas y anglicanos, del Libre Albedrío. Pero eso por sí solo no hubiese sido suficiente para enviarlos al exilio.
—Yo no lo recibí de Calvino sino de la Filosofía Natural —dice Daniel—. La mente es una máquina, un Molino Lógico. Eso es lo que creo.
—¿Cómo el que has estado construyendo al otro lado del río?
—Mucho más efectivo que ése, por fortuna.
—¿Crees que si pudieses mejorar el tuyo haría lo que hace la mente humana? ¿Que podría tener un alma?
—Cuando hablas de alma, imaginas algo por encima y más allá de los cigüeñales y engranajes, la materia muerta, de la que está construida la máquina, ya sea el Molino Lógico o un cerebro. No creo en tal cosa.
—¿Por qué no?
Como muchas preguntas simples, Daniel tiene dificultades para responderla.
—¿Por qué no? Supongo que porque me trae a la mente la alquimia. Esa alma, ese elemento extra añadido al cerebro, me recuerda a la Quintaesencia que los alquimistas siempre están buscando: una misteriosa presencia sobrenatural que se supone baña el mundo. Pero parecen ser incapaces de encontrarla. Sir Isaac Newton ha dedicado su vida al proyecto y no tiene nada que mostrar.
—Si tus simpatías no van en esa dirección, entonces sé que no podré hacer nada para lograr que cambies de idea, al menos en lo que se refiere al Libre Albedrío versus Predestinación —dice Wait Still—. Pero sé que cuando eras un muchacho tuviste el privilegio de sentarte en las rodillas de hombres como John Wilkins, Gregory Bolstrood, Drake Waterhouse, y muchos otros de simpatías independientes… hombres que predicaban la libertad de conciencia. Que defendían iglesias congregacionalistas en oposición a las oficiales. El florecimiento de pequeñas congregaciones. La abolición de un dogma central.
Daniel sin creerlo todavía del todo:
—Sí…
Wait Still, animado:
—¿Entonces qué me impide predicar el Libre Albedrío a mi rebaño?
Daniel ríe.
—Y, como no sólo eres un charlatán, sino joven, guapo y amable, estás convirtiendo a muchos al mismo credo, incluyendo, asumo, a mi esposa.
Faith enrojece, a continuación se pone en pie y se vuelve para ocultarlo. Bajo la luz de las velas, un rastro de plata reluce en su pelo: un alfiler para el cabello con una forma similar a un caduceo. Se ha puesto en pie con el pretexto de ir a ver cómo anda el pequeño Godfrey, a pesar de que la señora Goose lo tiene bien controlado.
En una pequeña ciudad como Boston, pensarías que sería imposible mantener una conversación sobre algún tema sin que alguien la escuchase. De hecho, el lugar se estableció para que así fuese: entregan el correo, no a tu casa, sino a la taberna más cercana, y si no vas a recogerlo después de unos días el tabernero lo abrirá y lo leerá en voz alta a cualquiera que esté presente. Así que Daniel ha dado por supuesto que la señora Goose estará escuchando toda la conversación. Pero en lugar de eso está completamente absorta en su labor, como si contar historias a un niño fuese más importante que esta gran decisión con la que Daniel se pelea, aquí casi al final de su larga vida.
—No tiene mayor importancia, cariño —le dice Daniel a la parte posterior del corpiño de Faith—. Habiendo sido criado por un hombre que creía en la Predestinación, la verdad es que prefiero que a mi hijo lo eduque una mujer en el Libre Albedrío. —Pero Faith sale de la habitación.
Wait Still dice:
—Por tanto… ¿crees que Dios te ha predestinado a partir para Inglaterra esta noche?
—No… No soy un calvinista. Ahora bien, estás perplejo, reverendo, porque has pasado demasiado tiempo en Harvard leyendo libros viejos sobre gente como Calvino y el arzobispo Laud, y todavía siguen atrapados en las disputas entre arminianos contra puritanos.
—¿Qué debería estar leyendo, doctor? —dice Wait Still, pasándose un poco en sus intentos de aparentar flexibilidad.
—Galileo, Descartes, Huygens, Newton, Leibniz.
—¿El temario de tu Instituto de Artes Tecnológicas?
—Sí.
—No sabía que también tratabas cuestiones teológicas.
—Eso no ha sido muy amable… ¡no, no, no hay problema! Me gusta bastante. Me agrada la muestra de valor. Puedo ver con total claridad que acabarás criando a mi hijo. —Daniel lo dice en un sentido totalmente carente de sexualidad, tiene en mente que Wait Still interpreta un papel de tío… pero por el enrojecimiento del rostro de Wait Still deduce que el papel de padrastro es más probable.
Éste, por tanto, sería un buen momento para cambiar el tema a cuestiones técnicas abstractas.
—Todo surge de primeros principios. Todo puede medirse, todo actúa según las leyes de la física. Incluyendo nuestras mentes. Mi mente, que está tomando la decisión, ya está siguiendo su camino, como una esfera rodando por un canalón.
—¡Tío! Seguro que no está negando la existencia de las almas… del Alma Suprema.
Daniel no responde.
—Ni Newton ni Leibniz estarían de acuerdo contigo —añade Wait Still.
—Tienen miedo de darme la razón, porque son hombres importantes y quedarían destruidos si lo dijesen. Pero nadie se molestaría en destruirme a mí.
—¿Pueden los argumentos influir en tu maquinaria mental? —pregunta Faith, que ha vuelto para situarse en el quicio de la puerta.
Daniel desea decir que los mejores argumentos de Wait Still tendrían tanta influencia como un moco lanzado contra el costado de un barco de línea a plena vela, pero no encuentra ninguna razón para ser cáustico… el sentido de este ejercicio es que los que permanezcan en el Nuevo Mundo le recuerden bien, siguiendo la teoría que a medida que el sol se alza en la costa de América, las cosas pequeñas proyectan largas sombras al oeste.
—El futuro está tan fijado como el pasado —dice—, y el futuro es que subiré dentro de una hora a bordo de la Minerva. Podréis argumentar que debería permanecer en Boston para criar a mi hijo. Evidentemente, nada me gustaría más. Debería, por gracia de Dios, tener la satisfacción de verle crecer durante todos los años que me queden. Godfrey tendría un padre de carne y hueso con muchas taras y debilidades evidentes. Me adoraría durante un breve periodo, como todos los chicos adoran a sus padres. No duraría. Pero si parto en la Minerva, entonces en lugar de un padre de carne y hueso, una cantidad fija y conocida, tendrá que fantasear con uno, infinitamente dúctil en su mente. Puedo irme e imaginar generaciones de Waterhouse todavía por nacer, y Godfrey puede imaginar un padre heroico mejor de lo que yo puedo serlo en realidad.
Wait Still Waterhouse, un hombre inteligente y decente, puede ver tantos agujeros en ese argumento que se ve paralizado a la hora de elegir. Faith, mejor madre que esposa, que tiene mejor hijo que marido, abarca una amplia gama de compromisos con una delicada inclinación de la cabeza. Daniel coge a su hijo del regazo de la señora Goose —Enoch llega con un coche alquilado— y van al muelle.
Entonces vi en mi sueño que el hombre echaba a correr. Cuando no se había alejado demasiado de su propia puerta, su mujer e hijos se dieron cuenta y empezaron a gritarle que regresase: pero el hombre se metió los dedos en las orejas y siguió corriendo mientras gritaba: «Vida, vida, vida eterna.» Así que no miró a su espalda, sino que corrió hacia el centro de la llanura.
JOHN BUNYAN, El progreso del peregrino
La Minerva ya ha levado anclas, empleando la marea alta para ampliar la distancia entre la quilla y ciertas obstrucciones en la entrada de la bahía. A Daniel lo llevarán en un bote a unirse a ella. Godfrey, medio dormido, besa debidamente a su viejo padre y presencia su partida como si fuese un sueño —eso es bueno, porque posteriormente podrá ajustar sus recuerdos a medida que sea necesario— como un juego de ropas modificado cada seis meses para ajustarse a un cuerpo que crece. Wait Still permanece junto a Faith, y Daniel no puede evitar pensar que forman una pareja encantadora. Enoch, el rompehogares, permanece al final del embarcadero, culpablemente apartado, con el pelo plateado flameando como un fuego blanco bajo la luz de la luna llena.
Una docena de esclavos maneja con energía los remos, obligando a Daniel a sentarse, no vaya a ser que el bote le de un golpe y lo deje flotando en el puerto. En realidad no es que se siente sino más bien se echa y tiene suerte. Desde la orilla probablemente haya parecido una caída, pero sabe que ese momento de torpeza será eliminado de La Historia que algún día vivirá en los recuerdos de los Waterhouse americanos. La Historia está en excelentes manos. La señora Goose ha venido para mirar y memorizar, y posee un aterrador talento para esas cosas, y Enoch también se queda, en parte para cuidar del residuo físico del Instituto de Artes Tecnológicas de la Bahía Colonial de Massachusetts, pero también en parte para cuidar de La Historia y asegurarse de que adquiere una forma y se transmite ventajosamente para Daniel.
Daniel llora.
Los sonidos de lloriqueos y jadeos ahogan casi todo lo demás, pero es consciente de una música extraña y baja: los esclavos han empezado a cantar. ¿Una canción de remeros? No, tendría un ritmo pesado tun-ton-ton, y ésta es mucho más complicada, con el ritmo en los lugares incorrectos. Debe de ser una tonada africana, porque han jugado con algunas de las notas, haciéndolas más planas de lo que deberían ser. Pero al mismo tiempo es extrañamente irlandesa. En las Indias orientales no faltan esclavos irlandeses, donde estos hombres cayeron por primera vez bajo el látigo, lo que podría explicarlo. Es (dejando de lado las elucubraciones musicológicas) una canción totalmente triste, y Daniel sabe por qué: al subir al bote y ponerse a llorar le ha recordado a cada uno de esos africanos el día en que fueron atrapados, encadenados, enviados a la costa de Guinea y cargados en un alto barco.
En unos minutos han perdido de vista los embarcaderos de Boston, pero siguen rodeados de tierra: los muchos islotes, rocas y tentáculos de piedra que forman el puerto de Boston. Sus progresos los observan hombres muertos colgando de patíbulos oxidados. Cuando se ejecuta a los piratas, es porque han estado en alta mar violando la ley del almirantazgo, cuya jurisdicción sólo’ se extiende hasta la marca de la marea alta. La lógica implacable de la ley dicta que los cadalsos de piratas deben, por tanto, erigirse en la zona de oscilación de la marea, y que los cadáveres de los piratas deben bañarse tres veces en la marea antes de ser retirados. Por supuesto; la simple muerte es demasiado buena para los piratas, y por tanto la sentencia exige que sus cadáveres se ahorquen en jaulas de hierro cerradas de forma que jamás puedan recuperarse y recibir un entierro cristiano.
Nueva Inglaterra parece tener tantos piratas como marineros honrados. Pero aquí, como en tantas otras cosas, la Providencia ha sonreído a Massachusetts, porque el puerto de Boston está repleto de islas pequeñas que se cubren durante la marea alta, ofreciendo vastos recursos para la ejecución de piratas y terrenos para el cuelgue. Casi todo ese espacio está ocupado. Durante el día, los cadalsos quedan oscurecidos por nubes de pájaros hambrientos. Pero en medio de la noche, las aves están en Boston y Charleston, dormitando en sus nidos de pelo de pirata. La marea es alta, los arrecifes están sumergidos, los apoyos se elevan directamente de entre las olas. Y por tanto a medida que los esclavos que cantan llevan remando a Daniel a lo que asume será su último viaje, veintenas de piratas disecados y convertidos en esqueletos, suspendidos en el aire sobre el mar iluminado por la luna, le observan pasar, como si fuese una guardia de honor ceremonial.
Lleva más de una hora alcanzar la Minerva, justo después de haber dejado atrás las zonas poco profundas de la isla Spectacle. Su casco tiene forma de barril y se curva sobre ellos. Se lanza una escala. El ascenso no es fácil. La gravitación universal no es su único oponente. Olas altas, saltando del Atlántico norte, lo alejan del casco. Con exasperación, la subida le recuerda todo tipo de dogmas puritanos que ha intentado olvidar; la escala se convierte en la de Jacob, el bote de sudorosos esclavos negros en la Tierra, el barco en el Cielo, los marineros situados en los aparejos iluminados por la luna en ángeles, el capitán es Drake en persona, que ascendió hace muchos años, y que le exhorta a subir más rápido.
Daniel abandona América, convirtiéndose en parte del conjunto de recuerdos del país, el abono de estiércol del que crecen tallos verdes. El Viejo Mundo alarga su mano para atraparle: un par de marineros hindúes, sus cuerpos y aliento llenos de azafrán, asafétida, y cardamomo, se apoyan sobre la baranda, agarran sus frías manos blanquecinas entre sus cálidas manos oscuras, y tiran de él como si fuese un pescado. Una ola pasa bajo el casco en ese preciso instante y caen sobre cubierta en una confusión orgiástica. Los arriadores se ponen en pie y se ocupan de recoger su equipaje por medio de cuerdas. Comparado con el pequeño bote, con el gemido y chapoteo de los remos y el gruñido de los esclavos, la Minerva se mueve con el silencio de una nave bien ajustada, lo que significa (eso espera) su armonía con las fuerzas y campos de la naturaleza. Esas olas atlánticas hacen que la cubierta a sus pies se acelere suavemente arriba y abajo, moviendo su cuerpo sin esfuerzo; es como encontrarse en el vientre de la madre cuando ella respira. Así que Daniel se queda tendido durante un rato, mirando a las estrellas, puntos geométricos blancos sobre una pizarra, cuadriculada por sombras de aparejos, una red explicatoria de curvas catenarias y secciones euclidianas, como una de esas pruebas geométricas en los Principia Mathematica de Newton.