Puente de Londres
1673

 

Una vez que se hayan determinado los números característicos de la mayoría de las nociones, la especie humana dispondrá de un tipo nuevo de herramienta, una herramienta que incrementará el poder de la mente mucho más de lo que las lentes ópticas ayudaron a nuestros ojos, una herramienta que será tan superior a microscopios y telescopios como la razón lo es a la vista.

 

LEIBNIZ, Ensayos filosóficos
Trad. de Arlew y Garber

 

El encuentro de Daniel y Leibniz

Cerca del punto central del Puente de Londres, más cerca de la ciudad que de Southwark, había un cortafuegos, un espacio en la fila de edificios, como un diente perdido en una mandíbula atestada. Si estuvieses deslizándote río abajo en un bote, de forma que pudieses ver los diecinueve pilares achaparrados que sostenían el puente, y los veinte arcos andrajosos y puentes levadizos de madera que dejaban pasar el agua, podrías comprobar que ese espacio abierto —«el Square», como lo llamaban —se encontraba directamente encima de un arco más ancho que todos los demás, treinta y cuatro pies en su punto más ancho.

Al acercarte al puente, y al hacerse más evidente que tu vida corría peligro, y tu mente, en consecuencia, se centraba en detalles prácticos, te dabas cuenta de algo todavía más importante, es decir, que el paso entre los portentos —las plataformas de escombros en forma de calzado para la nieve que servían de base a los pilares— también era más ancho en este punto que en cualquier otro lugar del puente. En consecuencia, el paso a través no se parecía tanto a una catarata burbujeante sino a un río que descendiese montaña abajo después del deshielo de primavera. Si todavía tenías la capacidad de evitarlo, lo harías. Y si fueses pasajero en ese bote hipotético, y valorases tu vida, insistirías en que el barquero anclase un segundo en la punta del portento para dejarte bajar, de forma que pudieses abrirte camino por esa atestada horda de montones más o menos antiguos y los rellenos de lodos y escombros; coger una escalera hasta llegar al nivel de la calle; correr atravesando el Square, sin olvidarte de esquivar los carros que van en dos direcciones; descender otra escalera al otro extremo del portento; y luego saltar, resbalar y tambalearte por él hasta llegar al final, donde el barquero te estaría esperando para recogerte una vez más si su bote, y él, seguían existiendo.

En cualquier caso, eso explicaba las muchas peculiaridades de la parte del Puente de Londres llamada «el Square». Las personas que atravesaban el Támesis de este a oeste usando botes de barquero tendían a ser más ricas y más importantes que las que iban de norte a sur atravesando el Puente, y los que realmente se preocupaban lo suficiente por sus vidas, miembros y hacendados, como para molestarse en trepar y caminar sobre el portento, tendían a ser todavía más ricas e importantes, y por tanto los edificios situados sobre el puente a ambos extremos del Square estaban ¡bien situados! ¡bien situados! ¡bien situados! Para las mejores tiendas y taberneros.

Daniel Waterhouse pasó una mañana un par de horas holgazaneando en la vecindad del Square, esperando a cierto hombre en cierto bote. Sin embargo, el bote que esperaba vendría de la otra dirección: corriente arriba desde el mar.

Tomó asiento en una cafetería y se entretuvo observando a los sonrojados y sudorosos pasajeros de los trasbordadores aparecer en lo alto de los escalones, como si se hubiesen generado espontáneamente de las aguas fétidas del Támesis. Se arrastraban hasta la taberna más cercana para tomar una pinta y fortificarse para atravesar el camino de doce pies de ancho del Puente, donde un par de veces por semana los pasajeros quedaban aplastados entre carruajes. Si sobrevivían, entraban entonces en el guantero o el camisero para un poco de compra recreativa, y luego quizá corrían a un salón de café para tomar una taza rápida de java. El resto del Puente de Londres estaba cayendo en picado, porque aparecían tiendas mucho más de moda en otras partes de la ciudad, como las de Sterling, pero el Square era próspero y, debido a la continua amenaza de naufragios y ahogamientos, la parte más alegre de la ciudad.

Y en días así tendía a estar atestado, especialmente cuando venían barcos del canal, y anclaban en la entrada, y sus pasajeros continentales llegaban en trasbordador hasta los botes de los barqueros.

Mientras uno de tales botes se acercaba al Puente, Daniel se terminó el café, pagó la cuenta y se aventuró a la calle. Carros y vagones habían quedado detenidos por una multitud de peatones, todos deseaban descender al portento en el lado que daba corriente abajo, y eso formaba una especie de tampón que interrumpía no sólo los escalones sino también la calle. Viendo que, en general, eran hombres de la ciudad, con propósitos serios, y no vagabundos en busca de su monedero, Daniel se unió a la multitud y finalmente llegó a la parte alta de la escalera y descendió a la parte superior del portento con todos los demás. Al principio supuso que todos esos pasajeros bien vestidos habían venido a saludar a pasajeros específicos. Pero a medida que el bote se fue acercando, empezaron a gritar, nada de saludos amistosos, sino preguntas, en varias lenguas, sobre la guerra.

—Como hermano protestante, aunque luterano, es mi esperanza que Inglaterra y Holanda se reconcilien y que la guerra de la que hablan no exista más.

El joven alemán estaba de pie en el bote, vestido a la francesa. Pero a medida que el bote se acercaba a la turbulencia que bajaba del Puente, recuperó el sentido y se sentó.

—Vale las esperanzas… ¿pero cuáles son sus observaciones, señor? —le respondió alguien; uno de la docena que ahora ocupaba el portento, intentando acercarse en la medida de lo posible a los botes y trasbordadores entrantes sin caer en el terrible desagüe. Otros colgaban del borde del Square, como gárgolas, y otros más se encontraban en el río a bordo de botes que trazaban trayectorias de intersección, como bucaneros del Caribe. Ninguno de ellos admitía la diplomacia luterana. Ninguno sabía quién era el joven alemán: simplemente un pasajero de un bote que venía del extranjero y estaba dispuesto a hablar. En el mismo bote había otros viajeros, pero todos ellos ignoraron los gritos de los londinenses. Si aquellos poseían información la llevarían al Exchange y la narrarían a cambio de plata, y la propagarían a través de los canales tectónicos del mercado.

—¿De qué barco viene, señor? —aulló alguien.

Sainte Catherine, señor.

—¿De dónde venía ese barco, señor?

—Calais.

—¿Mantuvo alguna conversación con personal naval?

—Quizás un poco.

—¿Alguna noticia, o rumores, de cañones estallando en barcos ingleses?

—Oh, sucede en ocasiones. Aparentemente a todos en el enfrentamiento naval, desaparece por completo un lateral del casco y los cuerpos salen volando, o eso dicen. Para todos los marineros, amigos y enemigos, quizás es una lección sobre la mortalidad. En consecuencia hablan de ello. Pero en la guerra actual creo que no ha sucedido más de lo habitual.

—¿Eran cañones de Comstock?

El alemán se tomó un momento para comprender la pregunta, sin haber puesto siquiera el pie en Inglaterra ya había conseguido meterse en buenos problemas.

—¡Señor! Los cañones de mi señor Epsom se consideran los mejores del mundo.

Pero nadie quería oír esas palabras. El tema había cambiado.

—¿Desde dónde llegó a Calais?

—París.

—¿Vio movimientos de tropas en su viaje por Francia?

—Algunas, agotadas, en dirección sur.

Los caballeros del portento zumbaron y vibraron durante unos momentos, asimilando la información. Uno se apartó de la multitud, dirigiéndose de nuevo a la escalera, y quedó rodeado de niños descalzos que saltaban de arriba abajo. Garabateó algo en un trozo de papel y se lo dio al que saltaba más alto. Éste viró, atravesó, a los otros, subió los escalones de cuatro en cuatro, llegó al Square, saltó sobre un carromato, dio vueltas a una verdulera y luego empezó a ganar velocidad por el puente. De aquí a la orilla de Londres había unas ciento y pocas yardas, de allí al Exchange unas seiscientas —llegaría en tres minutos. Mientras tanto, el interrogatorio continuó.

—¿Vio naves de fuerza en el canal, mein Herr? ¿Inglesas, francesas, holandesas?

—Había… —y aquí el inglés del hombre le falló. Hizo un gesto desesperado que lo abarcaba todo.

—¡Niebla!

—Niebla —repitió.

—¿Oyó cañones?

—Algunos… pero muy probablemente sólo fuesen señales. Datos codificados volando por entre la niebla, tan opaca a la luz, pero tan transparente al sonido… —Y en este punto perdió el control de su esfínter intelectual y empezó a pensar en voz alta en francés, reforzado con latín, desarrollando un sistema para enviar mensajes cifrados de un lugar a otro empleando explosiones, fundamentándose en ideas del Criptonomicón de Wilkins pero combinándolas con un plan práctico que, en su abundante consumo de pólvora, haría con seguridad las delicias de John Comstock. En otras palabras, se identificó a sí mismo (al menos para Daniel) como el doctor Gottfried Wilhelm Leibniz. Los observadores perdieron el interés y empezaron a dirigir las preguntas a otro bote.

Leibniz puso el pie en Inglaterra. Le siguieron de cerca un par de otros caballeros alemanes, algo mayores, pero menos parlanchines, y (Daniel no podía más que suponer) más importantes. Éstos a su vez vinieron seguidos por viejos sirvientes que encabezaban una columna corta de porteadores cargando cajas y bolsas. Pero Leibniz cargaba con una caja de madera que no soltaba. Daniel se adelantó para saludarle, pero le interrumpió un tipo brusco que lo apartó con el hombro para entregarle una carta sellada a uno de los caballeros más viejos, y le susurró algo en bajo alemán.

Daniel se enderezó molesto. Dada su suerte, miró hacia la orilla de Londres. Sus ojos descansaron sobre un muelle corriente abajo del Puente: un revoltijo en avalancha de restos ennegrecidos del Incendio. Podría haberse reconstruido hace años, pero no fue así, porque se había juzgado más importante reconstruir primero otras cosas. Algunos hombres realizaban una tarea de naturaleza muy intelectual, tendiendo líneas y dibujando. Uno de ellos —increíblemente— resultó ser Robert Hooke, topógrafo de la ciudad, al que Daniel había abandonado tranquilamente en el Gresham’s College una hora antes. No muy increíblemente (dado que se trataba de Hooke), había visto a Daniel de pie en el portento en medio del río, saludando a lo que evidentemente era una delegación extranjera, y por tanto le miraba con furia y reflexión.

Leibniz y los otros discutieron cuestiones en alto alemán. El intruso se volvió para mirar a Daniel. Era uno de los chicos para todos y espías del embajador holandés. Los alemanes trazaron alguna especie de plan, que parecía implicar el separarse. Daniel se adelantó y se presentó.

Los otros alemanes se presentaron por sus nombres pero lo importante eran sus ascendencias: uno de ellos era sobrino del arzobispo de Manis, el otro hijo del barón von Boineburg, que era ministro del mismo arzobispo. En otras palabras, personas muy importantes en Manis, por tanto bastante importantes en el Sacro Imperio Romano, que era más o menos neutral en el embrollo francés/inglés/holandés. Por tanto, tenía toda la pinta de ser algún tipo de misión de intermediación.

Leibniz sabía quién era, y preguntó:

—¿Wilkins sigue con vida?

—Sí…

—¡Gracias a Dios!

—Aunque está muy enfermo. Si desea visitarle le sugeriría hacerlo ahora. Será un placer escoltarle, doctor Leibniz… ¿puedo tener el honor de ayudarle con la caja?

—Es usted muy amable —dijo Leibniz—, pero la llevaré yo.

—Si contiene oro o joyas, será mejor que la agarre con fuerza.

—¿Las calles de Londres no son seguras?

—Digamos que a los jueces de paz les preocupan más los disidentes y los holandeses, y nuestros rateros no han tardado en adaptarse.

—Lo que contiene es infinitamente más valioso que el oro —dijo Leibniz, empezando a subir la escalera—, y sin embargo no se puede robar.

Daniel se lanzó a caminar con la esperanza de mantenerse a la altura. Leibniz era más delgado, de estatura media y tendía a inclinarse hacia delante al caminar, con la cabeza anticipándose a los pies. Una vez que llegaron al nivel de la calzada viró violentamente y caminó hacia la ciudad de Londres, ignorando las diversas tabernas y tiendas.

No parecía un monstruo.

Según Oldenburg, los parisinos que frecuentaban el salón del hotel Montmor —el equivalente más próximo de Francia a la Royal Society— habían empezado a emplear la palabra latina monstro para referirse a Leibniz. Eso por parte de hombres que habían conocido en persona a Descartes y a Fermat y que consideraban la exageración un hábito indescriptiblemente vulgar. Lo que había llevado a algunas investigaciones etimológicas por parte de algunos miembros de la R.S. ¿Se referían a que Leibniz era grotescamente deforme? ¿Un híbrido contranatural de hombre y algo más? ¿Una advertencia divina?

—Vive en esta dirección, ¿no es así?

—El obispo ha tenido que trasladarse debido a su enfermedad… vive en la casa de su ahijada en Chancery Lane.

—Entonces seguimos por este camino… y luego a la izquierda.

—¿Ha estado en Londres anteriormente, doctor Leibniz?

—He estado examinando cuadros sobre Londres.

—Me temo que la mayoría de ellos se han convertido en curiosidades para anticuarios después del Incendio como los planos de calles de la Atlántida.

—Y aún así, examinar varias representaciones de incluso una ciudad imaginaria es instructivo a su modo —dijo Leibniz—. Cada pintor no puede ver la ciudad más que desde un punto de vista concreto, así que se va moviendo, y la pinta desde lo alto de una colina en un lado, luego una torre en otro, después desde una gran intersección en el medio… todo sobre la misma tela. Cuando observamos esa tela, entrevemos de forma minúscula cómo entiende Dios el universo: porque él lo ve desde diferentes puntos de vista simultáneamente. Poblando el mundo con tantas mentes diferentes, cada una con su propio punto de vista, Dios nos ofrece una insinuación de lo que significa ser omnisciente.

Daniel decidió retroceder y permitir que las palabras de Leibniz reverberasen como debían reverberar los órganos de tubo en las iglesias luteranas. Mientras tanto llegaron al extremo norte del Puente, donde el alboroto de las ruedas hidráulicas, confinado y enfocado en las bóvedas de piedra de la entrada, hacía imposible mantener una conversación. No fue hasta llegar a tierra seca, y al comenzar a subir por la colina de Fish Street, que Daniel preguntó:

—Me he dado cuenta de que ya ha estado en contacto con el embajador holandés. ¿Debo asumir que su misión no tiene una naturaleza totalmente filosoficonatural?

—Una pregunta racional… en cierta forma —gruñó Leibniz—. ¿Usted y yo tenemos más o menos la misma edad? —preguntó realizando una inspección rápida de Daniel. Su mirada era inquietante. Dependiendo de qué tipo de monstruo fuese se podía considerar brillante o penetrante.

—Tengo veintiséis años.

—Yo también. Nacimos en mil seiscientos cuarenta y seis. Ese año los suecos ocuparon Praga, e invadieron Baviera. La Inquisición quemaba judíos en México. ¿Puedo asumir que cosas igualmente terribles sucedían en Inglaterra?

—Cromwell derrotó al ejército del rey en Newark, obligándolo a huir del país, John Comstock fue herido…

—Y sólo hablamos de reyes y nobles. Imagine los sufrimientos de las personas normales y los vagabundos, que a los ojos de Dios poseen igual importancia. Y sin embargo me pregunta si mi misión es filosófica o diplomática, como si esas dos disciplinas pudiesen separarse con precisión.

—Torpe y estúpido, lo sé, pero mi deber es mantener la conversación. Usted dice que el fin de todo filósofo natural debería ser restaurar la paz y la armonía en el mundo de los hombres. Eso no puedo negarlo.

Leibniz quedó ahora apaciguado.

—Nuestra meta es evitar que la guerra holandesa se convierta en una conflagración global. Por favor, no se ofenda por la franqueza que voy a mostrar: el arzobispo y el barón son seguidores de la Royal Society… como lo soy yo. Son alquimistas….que yo no soy, excepto cuando se trata de política. Tienen la esperanza de que, por medio de la Filosofía Natural, pueda ponerme en contacto con importantes figuras de este país, a las que tendría problemas para acceder por medio de los canales diplomáticos.

—Hace diez años podría haberme sentido ofendido —dijo Daniel—. Ahora, no hay nada que no pueda creer.

—Pero mi interés por reunirme con el lord obispo de Chester es tan puro como puede serlo cualquier motivo humano.

—Lo percibirá, y le alegrará —dijo Daniel—. Los últimos años de su vida Wilkins los ha sacrificado por completo a la política… ha estado trabajando para desmantelar la estructura de la teocracia, para evitar su resurgimiento, en caso de una ascensión papista al trono…

—O por si ya lo ha hecho —añadió Leibniz de inmediato.

La forma casual en que Leibniz sugirió que el rey Carlos II podría ser un cripto-católico dio a entender a Daniel que era de dominio público en el continente. Eso le hizo sentir desesperadamente ingenuo, tonto y provinciano. Había sospechado que el rey había cometido muchos crímenes y engaños, pero nunca nada tan terrible como mentir sobre su religión a todo el reino.

Tuvo tiempo de sobra para ocultar su disgusto porque en ese momento atravesaban el corazón de la ciudad, que se había convertido en un único, vasto y eterno solar de construcción mientras continuaba la operación normal del Exchange y los talleres de orfebre. Las piedras de pavimentar volaban entre Daniel y el doctor como si fuesen balas de cañón, las palas cortaban el aire alrededor de sus cabezas como si fuesen alfanjes; carretillas cargadas de oro, plata, ladrillos y barro rodaban como carros de munición sobre tablas de paso y tierra aplastada.

Quizás apreciando la ansiedad en el rostro de Daniel, Leibniz dijo:

—Igual que la Rue Vivienne de París. —Agitando la mano con indiferencia—. Voy allí con frecuencia para leer ciertos manuscritos en la Bibliothèque du Roí.

—He oído que a ese lugar debe enviarse un ejemplar de todo libro impreso en Francia.

—Sí.

—Pero se fundó el mismo día que tuvimos nuestro Incendio… así que supongo que debe de ser muy pequeña todavía, ya que no ha tenido más que unos pocos años para crecer.

—Unos pocos años muy buenos para la matemática, señor. Y también contiene ciertos manuscritos inéditos de Descartes y Pascal.

—¿Pero ninguno de los clásicos?

—Tengo la buena fortuna de haber sido educado, o de haberme educado a mí mismo, en la biblioteca de mi padre, que los contenía todos.

—¿Su padre tenía inclinaciones matemáticas?

—Es difícil saberlo. De la misma forma que un viajero comprende una ciudad viendo sólo imágenes de la misma dibujadas desde diferentes puntos de vista, sólo conozco a mi padre por haber leído los libros que él leyó.

—Ahora comprendo la similitud, doctor. La Bibliothèque du Roi le ofrece lo que más cerca tenemos hoy en día a la comprensión divina del mundo.

—Y sin embargo con una biblioteca mayor estaríamos todavía más cerca.

—Pero con los debidos respetos, doctor, no comprendo cómo esta calle podría ser menos similar a la Rue Vivienne; no disponemos de tal Bibliothèque en Inglaterra.

—La Bibliothèque du Roi no es más que una casa, entiéndalo, una casa que Colbert resulta que compró en la Rue Vivienne: probablemente como inversión, porque la calle es el centro de los orfebres. Cada diez días, desde las diez de la mañana al mediodía, todos los mercaderes de París envían su dinero a la Rue Vivienne para que lo cuenten. Yo estoy sentado en la casa de Colbert intentando comprender a Descartes, realizando las pruebas matemáticas que Huygens, mi tutor, me asigna, y miro por la ventana mientras la calle se llena de porteadores sufriendo bajo el peso de oro y plata que cargan a las espaldas, mientras convergen a unas pocas puertas. ¿Comienza a comprender ahora mi acertijo?

—¿Qué acertijo era ése?

—¡Esta caja! Dije que contenía algo infinitamente más valioso que el oro, y que sin embargo no se podía robar. ¿Dónde hay que girar aquí?

Porque habían llegado al huracán donde Threadneedle, Cornhill, Poultry y Lombard entrechocaban. Muchachos mensajeros volaban por la intersección como flechas lanzadas desde ballestas —o (sospechaba Daniel) como indirectas evidentes que él no conseguía entender.

 

Wilkins en su lecho de muerte

Londres contenía un centenar de lores, obispos, predicadores, estudiosos y caballeros filósofos que con alegría hubiesen dotado a Wilkins de una cómoda cama de convaleciente, pero había acabado en el hogar de su hijastra en Chancery Lane, en realidad bastante cerca de donde vivían los Waterhouse. La entrada, y la calle que tenía enfrente, estaba atiborrada de cortesanos sudorosos; no los elegantes de alto nivel, sino los deslucidos, cansados y ligeramente demasiado viejos y ligeramente demasiado feos que en realidad eran los responsables de que se hiciese todo.[29] Se apiñaban en la calle alrededor de un carruaje negro blasonado con el escudo de armas del conde Penistone. La casa era vieja (el Incendio se había detenido a unas pocas yardas). Era una de esas casas arqueadas, de techo de paja y entramado de madera sacada directamente de los Cuentos de Canterbury, completamente pasada de moda junto al reluciente carruaje y los delgados estoques.

—Comprende; a pesar de la pureza de sus motivos está totalmente inmerso en política —dijo Daniel— La dama de la casa es la sobrina de Cromwell.

—¿¡Qué!? ¿El Cromwell?

—El mismo cuyo cráneo mira desde Westminster al extremo de una pica. Ahora bien, el dueño de ese carruaje espléndido es Knott Bolstrood, conde Penistone, su padre fundó una secta llamada ladradores, normalmente apilada junto con otras muchas bajo el término peyorativo de «puritanos». Sin embargo, los ladradores son gratuitamente radicales, por ejemplo, creen que el gobierno y la Iglesia no deberían tener ninguna relación y que debería liberarse a los esclavos.

—¡Pero los caballeros de ahí están vestidos como cortesanos! ¿Están preparándose para asaltar la casa de los puritanos?

—Son los parásitos de Bolstrood. Debe saber que Penistone es el secretario de estado de Su Majestad.

—Había oído que el rey Carlos II había nombrado a un fanático como secretario de estado, pero no podía creerlo.

—Píenselo… ¿podrían existir los ladradores en cualquier otro país? Exceptuando Amsterdam, claro.

—¡Naturalmente que no! —dijo Leibniz, ligeramente ofendido por la misma idea—. Serían exterminados.

—Por tanto, sienta o no lealtad por el rey, Knott Bolstrood no tiene más elección que defender una Inglaterra libre e independiente… y de tal forma, cuando los disidentes acusan al rey de acercarse demasiado a Francia, Su Majestad no tiene más que señalar a Bolstrood como prueba viviente de su política exterior independiente.

—¡Pero es todo una farsa! —murmuró Leibniz—. Todo París sabe que Francia tiene a Inglaterra en el bolsillo.

—Todo Londres lo sabe también… la diferencia es que aquí tenemos tres docenas de teatros… París sólo tiene uno…

Finalmente Leibniz se vuelve confundido.

—No comprendo.

—Lo único que digo es que disfrutamos de las farsas.

—¿Por qué Bolstrood visita a la sobrina de Cromwell?

—Probablemente esté visitando a Wilkins.

Leibniz se detuvo para considerar la cuestión.

—Tentador. Pero el protocolo es imposible. ¡No puedo entrar en la casa!

—Claro que puede… conmigo —dijo Daniel—. Sígame.

—Pero debo regresar y recoger a mis acompañantes… porque no tengo la posición para molestar al secretario de estado.

—Yo sí —dijo Daniel—. Uno de mis recuerdos más antiguos es verle destruir un órgano de tubo con una almádana. Verme le hará sentirse nostálgico.

Leibniz se detuvo con gesto horrorizado; Daniel casi podía ver reflejados en sus ojos las vidrieras y el órgano de tubo de alguna hermosa iglesia luterana en Leipzig.

—¿¡Por qué iba a cometer semejante crimen!?

—Porque se trataba de una catedral anglicana. Él tendría unos veinte años… una edad dada a tales acciones.

—¿Su familia era seguidora de Cromwell?

—Sería más correcto decir que Cromwell era seguidor de mi padre; que Dios tenga piedad de sus almas. —Pero ahora se encontraban en medio de la muchedumbre de cortesanos y era demasiado tarde para que Leibniz hiciese caso de su instinto y saliese corriendo.

Pasaron algunos minutos empujando a hombres progresivamente mejor vestidos y de mayor posición social, hasta entrar en la casa, subir las escaleras y finalmente penetrar en un pequeño dormitorio de techo bajo. Olía como si Wilkins ya hubiese muerto, pero la mayor parte de su ser seguía con vida; estaba apoyado en almohadas, con un tablero sobre los muslos, y un documento de aspecto importante sobre el tablero. Knott Bolstrood —de cuarenta y dos años— estaba de rodillas junto a la cama. Se volvió para ver cómo Daniel entraba. Durante los diez años que Knott había sobrevivido en la zona común de la prisión de Newgate, viviendo en un lugar oscuro entre asesinos y dementes, había desarrollado un buen instinto para cuidarse la espalda. Era tan útil para un secretario de estado como lo había sido para un fanático agitador.

—¡Hermano Daniel!

—Mi señor.

—Servirás tan bien como cualquiera… mejor que la mayoría.

—¿Serviré para qué, señor?

—Ser testigo de la firma del obispo.

Bolstrood cogió una pluma cargada de tinta. Daniel la colocó entre los dedos hinchados de Wilkins. Después de que su dueño respirase con pesadez un par de veces, la mano comenzó a moverse, y una confusión de líneas y curvas comenzó a adoptar forma sobre la página, manteniendo la misma relación con la firma de Wilkins que un hombre con su fantasma. Por tanto, era una suerte que hubiesen varias personas presentes para verificarla. Daniel no tenía ni idea de qué era el documento. Pero por la forma de la caligrafía podía suponer que estaba destinado a ojos del rey.

Después de eso, el conde Penistone fue un hombre con prisa. Pero antes de irse le dijo a Daniel:

—Si tienes acciones en la Compañía de Guinea del duque de York, véndelas… porque ese esclavista y papista va a recoger tempestades. —Después, por quizá segunda o tercera vez en su vida, Knott Bolstrood sonrió.

—Muéstremelo, doctor Leibniz —dijo Wilkins, saltándose todas las formalidades; no había orinado en tres días y por tanto todo tenía cierta urgencia.

Leibniz se sentó cautelosamente en el borde de la cama y abrió la caja.

Daniel vio engranajes, cigüeñales, ejes. Pensó que podría tratarse de un nuevo reloj, pero no tenía ni esfera ni manecillas, sólo algunas ruedas con números grabados.

—Debe mucho, evidentemente, a la máquina de monsieur Pascal —dijo Leibniz—, pero ésta puede multiplicar números aparte de sumarlos y restarlos.

—Hágala funcionar para mí, doctor.

—Debo confesarle que todavía no está terminada. —Leibniz frunció el ceño, inclinó la caja hacia la luz y sopló hacia ella con fuerza. Una cucaracha salió volando y trazó una parábola para llegar al suelo y ocultarse bajo la cama—. Es simplemente un modelo. Pero cuando esté terminada será magnifique.

—No importa —dijo Wilkins—. ¿Emplea números decimales?

—Sí, como la de Pascal… pero los binarios serían mejores…

—No hace falta que me lo diga —dijo Wilkins, y luego parloteó durante al menos una hora, citando páginas completas de las secciones relevantes del Criptonomicón.

Leibniz finalmente se aclaró la garganta y dijo:

—También hay razones mecánicas; con los números decimales se necesitan demasiadas combinaciones de engranajes… la fricción y el retroceso hacen de las suyas.

—¡Hooke! Hooke podría construirla —dijo Wilkins—. Pero basta de máquinas. Hablemos de pansofismo. Dígame: ¿ha tenido éxito en Viena?

—Le he escrito varias veces al emperador, describiéndole la Bibliothèque du Roí del rey francés…

—Intentando despertar su envidia…

—Sí… pero en su jerarquía de vicios parece que la pereza reina suprema sobre la envidia o cualquier otro. ¿Ha tenido éxito aquí, mi señor?

—Sir Elías Asole está montando una biblioteca valiente… pero le distrae y le confunde la alquimia. Yo he tenido que ocuparme de cuestiones más fundamentales… —dijo Wilkins, e hizo un gesto débil en dirección a la puerta por la que había partido Bolstrood—. Creo que los dispositivos aritméticos binarios tendrán mucha importancia… también Oldenburg está de lo más interesado.

—Si yo pudiese avanzar su trabajo, señor, me consideraría de lo más afortunado.

—Ahora está siendo amable… no tengo tiempo. ¡Waterhouse!

Leibniz cerró la caja. El obispo de Chester observó como la tapa se cerraba sobre el dispositivo y sus párpados casi se cerraron al mismo tiempo. Pero a continuación reunió algo más de fuerzas. Leibniz se apartó y Daniel ocupó su lugar.

—¿Mi señor?

Era todo lo que podía decir. Drake había sido su padre, pero John Wilkins era realmente su señor en casi todos los sentidos de la palabra. Su señor, su obispo, su ministro, su profesor.

—Ahora recae sobre ti la responsabilidad de que todo suceda.

—¿Mi señor? ¿Hacer que suceda qué?

Pero Wilkins estaba dormido o muerto.

 

La conversación de Daniel y Leibniz (I)

Atravesaron una pequeña cocina oscura y salieron al laberinto de patios y callejones tras Chancery Lane, donde llamaron la atención de varios gallos y perros. Perseguidos por su revuelo, el señor Waterhouse y el doctor Leibniz emergieron en un distrito de teatros y cafeterías. Cualquiera de esos salones de café hubiese sido perfecto, pero estaban cerca de Queen Street, otro de los proyectos de pavimentación de Hooke. Daniel había empezado a sentirse como una mosca bajo el gran microscopio. Hooke subtendía como la mitad del cosmos, y hacía que Daniel se sintiese como si volase de un refugio a otro, a pesar de no tener nada que ocultar. Leibniz se mostraba vivaz, y parecía disfrutar de la exploración de una ciudad nueva. Daniel lo hizo girar de nuevo en dirección al río. Intentaba decidir qué responsabilidades, específicamente, Wilkins acababa de depositar sobre sus hombros. Se le ocurrió —después de un cuarto de hora de ser un muy mal conversador— que Leibniz podría tener algunas ideas sobre el tema.

—Dijo que deseaba avanzar el trabajo de Wilkins, doctor. ¿A qué proyecto se refería? ¿Volar a la Luna, o…?

—La Lengua Filosófica —dijo Leibniz, como si hubiese sido evidente.

Sabía que Daniel había estado implicado en ese proyecto, y pareció tomarse la pregunta como muestra de que Daniel no se sentía especialmente orgulloso de él, lo que era cierto. Al darse cuenta del respeto de Leibniz para con el proyecto, Daniel sintió una punzada de dudas respecto a que quizá la Lengua Filosófica poseía algunas maravillosas propiedades que él había sido demasiado estúpido para apreciar.

—¿Qué más queda por hacer con él? —preguntó Daniel—. ¿Tiene algún refinamiento… añadido? ¿Desea traducir la obra al alemán…? Niega con la cabeza, doctor… ¿entonces qué?

—Me eduqué como abogado. No ponga esa cara de horror, señor Waterhouse, es más que respetable para un hombre ilustrado de Alemania. Debe recordar que no tenemos una Royal Society. Después de que me concediesen mi doctorado en jurisprudencia, entré a trabajar para el arzobispo de Manis, que me asignó la labor de reformar el código legal, que era una torre de Babel, con leyes romanas, germanas y locales todas entremezcladas. Llegué a la conclusión de que tenía poco sentido improvisar algo. Lo que necesitábamos era romper todo en ciertos conceptos básicos y empezar a partir de primeros principios.

—Comprendo la utilidad de la Lengua Filosófica para desmontarlo todo —dijo Daniel—, pero para reconstruirlo, se necesitaría algo más.

—Lógica —dijo Leibniz.

—La lógica disfruta de muy mala reputación entre los primates superiores de la Royal Society…

—Porque la asocian con los pedantes escolásticos que los torturaron en la universidad —admitió Leibniz—. ¡No hablo de tal cosa! Cuando digo lógica, me refiero a la euclidiana.

—Empezar con ciertos axiomas y combinarlos siguiendo ciertas reglas…

—Sí… y construir un sistema de leyes que sea tan demostrable, y tan consistente internamente, como la teoría de las secciones cónicas.

—Pero recientemente se ha mudado usted a París, ¿no es así?

Leibniz asintió.

—Parte del mismo proyecto. Por razones evidentes, debo mejorar mis conocimientos de matemática… ¿qué mejor lugar para ello? —Luego su rostro adquirió una expresión distraída y meditabunda—. En realidad, hay otra razón: el arzobispo me envió como emisario, para presentar cierta propuesta a Luis XIV.

—Así que hoy no ha sido el primer día que ha combinado la Filosofía Natural con la diplomacia…

—Ni será el último, me temo.

—¿Qué propuesta presentó al rey?

—En realidad, no llegué sino hasta Colbert. Pero era que en lugar de invadir a sus vecinos, Francia debería organizar una expedición a Egipto y establecer allí un imperio, creando una amenaza en el flanco izquierdo de los turcos, África, y obligándoles así a desplazar algunas tropas del flanco derecho…

—Cristiandad.

—Sí —suspiró Leibniz.

—Suena… mm… audaz —dijo Daniel, ahora en misión diplomática propia.

—Para cuando llegué a París, y obtuve una cita con Colbert, el rey Luis ya había lanzado su fuerza de invasión contra Holanda y Alemania.

—Ah, bien… era una buena idea.

—Quizás algún futuro monarca de Francia la resucite —dijo Leibniz—. Para el holandés las consecuencias fueron extremas. Para mí, fue una suerte; ya no tenía que esforzarme en tramas diplomáticas. Podía ir a la casa de Colbert en la Rue Vivienne y tratar con gigantes filosóficos.

—Yo he renunciado a tratar con ellos —suspiró Daniel—, y ahora no hago más que seguir sus pasos.

Pasearon hasta el Strand y se sentaron en un salón de café con ventanales que daban al sur. Daniel inclinó el dispositivo aritmético hacia el sol y examinó los pequeños engranajes.

—Perdóneme por preguntar, doctor, pero esto es simplemente algo para dar inicio a una conversación o…

—Quizá debería volver y preguntarle a Wilkins.

Touché.

Ahora a beber café.

—Mi señor Chester habló correctamente, en cierta forma, cuando dijo que Hooke podría construirlo —dijo Daniel—. Hace sólo unos años era una criatura de la Royal Society y lo hubiese hecho. Ahora es una criatura de Londres, y hace que los artesanos fabriquen la mayoría de sus relojes. La única excepción, quizá, son los que fabrica para el rey, el duque de York y similares.

—Si puedo transmitir al señor Hooke la importancia de este dispositivo, confío en que lo hará.

—No comprende a Hooke —dijo Daniel—. Como es usted alemán y dispone de varias conexiones extranjeras, Hooke asumirá que forma parte de la camarilla grubendoliana… que en su mente es tan extensa que una invasión francesa de Egipto no sería más que una parte.

—¿Grubendol? —dijo Leibniz. Luego, antes de que Daniel pudiese decirlo, añadió—: Comprendo, anagrama de Oldenburg.

Daniel apretó los dientes durante un momento, recordando lo mucho que le había llevado a él descifrar el mismo anagrama, luego dijo:

—Hooke está convencido de que Oldenburg le roba los inventos; enviándolos al extranjero por medio de cartas cifradas. Lo que es peor, le vio desembarcar en el Puente, y que un conocido holandés le entregaba una carta. Querrá saber en qué intrigas continentales está usted implicado.

—No es secreto que mi patrón es el arzobispo de Manis —protestó Leibniz.

—Pero dijo que era luterano.

—Y lo soy… pero uno de los objetivos del obispo es reconciliar ambas Iglesias.

Aquí decimos que hay más de dos —le recordó Daniel.

—¿Hooke es un hombre religioso?

—Si con eso se refiere a «si va a la iglesia», entonces no —admitió Daniel después de algunas vacilaciones—. Pero si significa «cree en Dios», entonces diría que sí: el microscopio y el telescopio son sus vidrieras, los animáculos en una gota de su semen, o las sombras en los anillos de Saturno, sus visiones celestiales.

—¿Entonces es como Spinoza?

—¿Quiere decir uno que dice que Dios no es más que la Naturaleza? Lo dudo.

—¿Qué quiere Hooke?

—Pasa ocupado día y noche diseñando nuevos edificios, trazando nuevas calles…

—Sí, y yo estoy ocupado reformando el código legal alemán… pero no es lo que quiero.

—El señor Hooke mantiene varios planes e intrigas contra Oldenburg…

—Pero seguro que no es porque quiera, ¿verdad?

—Escribe ensayos y conferencias…

Leibniz se mofó.

—No ha escrito ni una décima parte de lo que sabe, ¿cierto?

—Debe tener en mente, con respecto a Hooke, que en general es un incomprendido, en parte por su sinuosidad y en parte por sus difíciles cualidades personales. En un mundo donde muchos todavía se niegan a creer en la hipótesis copernicana, algunas de las ideas más avanzadas de Hooke se considerarían razones para encerrarlo en Bedlam.

Leibniz entrecerró los ojos.

—¿Entonces se trata de la alquimia?

—El señor Hooke desprecia la alquimia.

—¡Bien! —soltó Leibniz… de forma muy poco diplomática. Daniel cubrió su sonrisa con la taza de café. Leibniz parecía horrorizado, temiendo que Daniel fuese él mismo un alquimista. Daniel lo tranquilizó citando a Hooke:

—«¿Por qué deberíamos esforzarnos en encontrar misterios donde no los hay? Y como rabinos encontrar cabalismo, y enigmas en la figura y colocación de las letras, donde no se ocultan tales cosas: mientras que en las formas naturales, cuando más ampliamos un objeto, más excelencias y misterios aparecen; y más descubrimos las imperfecciones de nuestros sentidos, y las percepciones omnipotentes e infinitas del gran Creador.»

—Así que Hooke cree que los secretos del mundo se encuentran en algún proceso microscópico.

—Sí… los copos de nieve, por ejemplo. Si cada copo de nieve es único, entonces ¿por qué son iguales los seis brazos de un copo de nieve concreto?

—Si asumimos que los brazos crecen hacia fuera desde el centro, entonces debe de haber algo en el centro que infunde el mismo principio organizador a los seis brazos; de la misma forma que todos los robles y todos los tilos comparten una naturaleza común, y crecen con la misma forma general.

—Pero hablar de alguna naturaleza misteriosa es ser como los escolásticos: Aristóteles vestido con un jubón —dijo Daniel.

—O con la túnica de un alquimista… —respondió Leibniz.

—Estoy de acuerdo. Newton argumentaría…

—¿El que inventó el telescopio?

—Sí. Argumentaría que si pudieses atrapar un copo de nieve, fundirlo, y destilar su agua, podrías extraer alguna esencia que contenga su naturaleza física en el mundo, y que explique su forma.

—Sí, ésa es una buena destilación, por así decirlo, de los hábitos mentales de los alquimistas, que consisten en creer que todo aquello que no podemos comprender debe poseer un residuo físico que en principio se pueda refinar a partir de la materia basta.

—El señor Hooke, en contraste, está convencido de que los métodos de la naturaleza están en consonancia con la razón del hombre. Como el batir del ala de una mosca está en consonancia con la vibración de una cuerda punteada, de forma que el sonido de una, produce una vibración simpática en la otra… de la misma forma, todo fenómeno del mundo puede, en principio, ser comprendido por el raciocinio humano.

Leibniz dijo:

—Y por tanto, dotado de un microscopio lo suficientemente potente, Hooke podría mirar en el núcleo del copo de nieve en el momento de su creación y ver cómo se combinan sus partes internas, como los engranajes de un reloj fabricado por Dios.

—Exactamente, señor.

—¿Y eso es lo que Hooke desea?

—Es la meta implícita de todas sus investigaciones… es lo que debe creer y lo que debe buscar, porque ésa es la naturaleza de Hooke.

—Ahora habla usted como un seguidor de Aristóteles —bromeó Leibniz.

Luego alargó la mano sobre la mesa y la depositó sobre la caja y dijo algo que aparentemente iba muy en serio.

—Lo que un reloj es al tiempo, este dispositivo es al pensamiento.

—¡Señor! Me muestra algunos engranajes que suman y multiplican números… muy bien. ¡Pero esto no es lo mismo que el pensamiento!

—¿Qué es un número, señor Waterhouse?

Daniel gruñó.

—¿Cómo puede plantear semejantes preguntas?

—¿Cómo podría no plantearlas, señor? Es usted un filósofo, ¿no es así?

—Un filósofo natural.

—Entonces debe estar de acuerdo en que en el mundo moderno la matemática reside en el corazón de la Filosofía Natural… es como la esencia misteriosa en el núcleo del copo de nieve. Cuando tenía quince años, señor Waterhouse, vagaba por Rosenthal, un jardín en las afueras de Leipzig, cuando decidí que para ser un filósofo natural debería dejar de lado la vieja doctrina de las formas sustanciales y en su lugar confiar en los mecanismos para explicar el mundo. Eso me condujo inevitablemente a la matemática.

—Cuando yo tenía quince años, repartía libelos fanáticos muy cerca de aquí, y esquivaba a la guardia… pero con el tiempo, doctor, mientras Newton y yo estudiábamos a Descartes en Cambridge, llegué a compartir los puntos de vista que expresa con respecto a la posición suprema de la matemática.

—En ese caso, repito la pregunta: ¿Qué es un número? ¿Y qué es multiplicar dos números?

—Sea lo que sea, doctor, es diferente del pensamiento.

—Bacon dijo: «Lo que posea diferencias suficientes, perceptibles para los sentidos, es en su naturaleza competente para expresar cogitación.» No puede negar que los números son en ese sentido competentes…

—¡Para expresar cogitación, sí! Pero expresar cogitaciones no es realizarlas, o en ese caso plumas e imprentas escribirían poesía por sí mismas.

—¿No puede su mente manipular esta cuchara directamente? —dijo Leibniz, sosteniendo una cuchara de plata, y luego colocándola sobre la mesa entre ellos dos.

—No sin mis manos.

—Sí, cuando piensa en la cuchara, ¿está su mente manipulando la cuchara?

—No. La cuchara no sufre ningún efecto, sin que importe lo que yo piense sobre ella.

—Porque nuestras mentes no pueden manipular objetos físicos, tazas, platos, cucharas, en su lugar manipulan símbolos de esos objetos, que se almacenan en la mente.

—Eso lo aceptaré.

—Bien, usted mismo ayudó a lord Chester a desarrollar la Lengua Filosófica, cuya principal virtud es asignar a todas las cosas del mundo posiciones en ciertas tablas: posiciones que se pueden codificar en números.

—Una vez más, estoy de acuerdo en que los números pueden expresar cogitaciones, por medio de una especie de cifrado. ¡Pero realizar cogitaciones es algo totalmente diferente!

—¿Por qué? Sumamos, restamos y multiplicamos números.

—Supongamos que el número tres representa un pollo, y el número doce los anillos de Saturno… ¿qué es entonces tres por doce?

—Bien, no puede simplemente hacerse aleatoriamente —dijo Leibniz—, no más de lo que Euclides podía trazar líneas y círculos al azar, y así obtener teoremas. Debe haber un sistema formal de reglas, según las cuales se puedan combinar los números.

—¿Y propone construir una máquina para hacerlo?

Pourquoi non? Con la ayuda de una máquina, la verdad puede comprenderse como si estuviese dibujada en un papel.

—Pero sigue sin ser pensamiento. Pensar es lo que hacen los ángeles… es una propiedad que Dios concedió al Hombre.

—¿Cómo supone que nos la dio Dios?

—¡No pretendo saberlo, señor!

—Si coge el cerebro de un hombre y lo destila, ¿puede extraer una esencia misteriosa… la presencia divina de Dios sobre la Tierra?

—Eso es lo que los alquimistas llaman el «mercurio filosófico».

—¿O, si Hooke mirase al cerebro de un hombre con un microscopio lo suficientemente bueno, vería pequeños engranajes interconectados?

Daniel no dijo nada. Leibniz acababa de implotarle la cabeza. Los engranajes se habían atascado, el mercurio filosófico se le salía por las orejas.

—Ya se ha aliado con Hooke, y contra Newton, en lo relativo a los copos de nieve… ¿puedo por tanto asumir que toma la misma posición en lo relativo a cerebros? siguió diciendo Leibniz, ahora con exagerada amabilidad.

Daniel pasó un rato mirando por los ventanales a un punto muy distante. Con el tiempo su consciencia regresó al salón de café. Miró, un poco furtivamente, al dispositivo aritmético.

—Hay un lugar en Micrographia donde Hooke describe cómo las moscas forman enjambres alrededor de la carne, las mariposas alrededor de las flores, los mosquitos alrededor del agua… ofreciendo la apariencia del comportamiento racional. Pero cree que todo se debe a mecanismos internos disparados por vapores especiales que salen de carne, flores, etcétera. En otras palabras: cree que esas criaturas no son más racionales que una trampa, en la que un animal que desea atrapar la carnaza tira de la cuerda que dispara el arma. Un salvaje que observase cómo la trampa mata al animal podría suponerla racional. Pero la trampa no es racional; el hombre que la concibió lo era. Bien, si usted, el ingenioso doctor Leibniz, concibe una máquina que da la impresión de pensar: ¿está pensando de verdad, o simplemente la máquina refleja su genio?

—De la misma forma podría haber preguntado: ¿estamos nosotros pensando? ¿O simplemente reflejamos el genio de Dios?

—Supongamos que lo pregunté, doctor… ¿cual sería su respuesta?

—Mi respuesta, señor, es ambas cosas.

—¿Ambas cosas? Pero eso es imposible. Debe ser una u otra.

—No estoy de acuerdo con usted, señor Waterhouse.

—Si somos simples mecanismos que siguen reglas dispuestas por Dios, entonces todas nuestras acciones están predestinadas, y realmente no estamos pensando.

—Pero señor Waterhouse, usted se educó entre puritanos que creen en la predestinación…

—Me educaron, sí… —dijo Daniel, y permitió que colgase en el aire durante un rato.

—¿Ya no acepta la predestinación?

—No resuena demasiado bien con mis observaciones del mundo, como debería hacerlo una buena hipótesis. —Daniel suspiró—. Ahora, comprendo por qué Newton ha escogido el camino de la alquimia.

—Cuando dice que escogió ese camino, da a entender que debe haber rechazado otro. ¿Está diciendo que su amigo Newton exploró la idea de un cerebro determinado mecánicamente y la rechazó?

—Puede que la haya explorado, aunque sólo en sus sueños y pesadillas.

Leibniz arqueó las cejas y pasó varios minutos mirando al montón de tazas y platillos sobre la mesa.

—Éste es uno de los dos grandes laberintos que atraen a la mente humana: la cuestión del libre albedrío contra la predestinación. Usted fue educado para creer en este último. Lo rechazó, lo que debió representar una gran agonía espiritual, y se convirtió en un pensador. Ha adoptado una filosofía moderna y mecánica. Pero esa misma filosofía parece que le lleva de regreso a la predestinación. Es de lo más difícil.

—Pero usted afirma conocer un tercer método, doctor. Me gustaría oírlo.

—Y a mí me gustaría contárselo —dijo Leibniz—, pero ahora debo abandonarle, y reunirme con mis compañeros de viaje. ¿Podemos continuar algún otro día?

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