Palacio de
Whitehall
FEBRERO 1685
Daniel en los Privy Stairs
Como un jinete que retiene a un corcel salvaje que le ha llevado, quisiera él o no, a través de varios condados; o como un capitán de barco que, después de correr frente a una tormenta durante una mala noche, iza las velas y se pone en marcha una vez más, navegando por entre mares desconocidos, igualmente, tenemos al doctor Daniel Waterhouse, anno domini 1685, observando cómo muere el rey Carlos II en el palacio de Whitehall.
Han pasado muchas cosas en los doce años anteriores, pero nada que fuese realmente diferente. El mundo de Daniel se había comportado como un trozo de caoutchouc que se estira sin romperse, y que nunca cambia de forma. Después de obtener su doctorado, para él no había habido nada que hacer en Cambridge excepto dar clases en aulas vacías, ejercer de tutor de estúpidos hijos de cortesanos y observar cómo Isaac se hundía aún más en las tinieblas, empeñado en su búsqueda del Mercurio Filosófico y sus estudios arcanos del Apocalipsis y el Templo de Salomón. Así que Daniel se había mudado a Londres, donde los acontecimientos le pasaban al lado como disparos de mosquete.
La caída de John Comstock, el haber abandonado su casa, y su retirada de la presidencia de la Royal Society, habían parecido en su momento acontecimientos importantes. Pero en unas semanas Thomas More Anglesey no sólo había sido elegido presidente de la Royal Society sino que además había comprado y ocupado la mansión de Comstock, la mejor de Londres, incluyendo a los palacios reales. El recto y conservador archianglicano había quedado reemplazado por un papista florido, pero en realidad nada había cambiado, lo que enseñó a Daniel que el mundo estaba repleto de hombres poderosos, pero siempre que interpretasen los mismos papeles eran tan intercambiables como actores de segunda repitiendo las mismas líneas en el mismo teatro en noches diferentes.
Todas las semillas plantadas en 1672 y 1673 habían pasado los últimos doce años creciendo hasta convertirse en árboles: algunos nobles y bien formados, algunos curiosamente retorcidos, y a algunos los había derribado un rayo. Knott Bolstrood había muerto en el exilio. Su hijo Gomer vivía ahora en Holanda. Otros Bolstrood habían atravesado el mar para establecerse en Nueva Inglaterra. Todo debido a que Knott había intentado acusar a Nell Gwyn de prostitución en el año 1679, lo que en su momento había provocado una gran sensación. A medida que envejecía el rey Carlos II, más temía Londres el retorno del papado cuando su hermano Jacobo subiese al trono, y por tanto más precisaba el rey mantener a su alrededor a un desagradable y austero protestante —un Bolstrood— para ofrecer confianza. Pero cuanto más poder adquiría Bolstrood, más gente podía agitar contra el duque de York y el papado. A finales de 1678, el pueblo se había agitado tanto que habían empezado a colgar a los católicos como parte de una supuesta conspiración papista. Cuando se les fueron acabando los católicos, habían empezado a colgar protestantes por dudas de que existiese dicha conspiración.
Para entonces, los hijos de Anglesey, Louis, el conde de Upnor, y Phillip, conde de Sheerness, habían conseguido perder en el juego la mayor parte del capital de la familia, y sólo podían perder a sus acreedores, por lo que habían huido a Francia. Roger Comstock —que había recibido un título y era ahora marqués de Ravenscar— había comprado la mansión Anglesey (antes Comstock). En lugar de ocuparla, la había derribado, arrancando los jardines, y había empezado a transformarla en la «mejor plaza de Europa». Pero no se trataba más que de la plaza Waterhouse más grande y mejor. Raleigh había muerto en 1678, pero Sterling había ocupado su lugar con la misma facilidad con la que Anglesey había ocupado el de John Comstock, y él y el marqués de Ravenscar se habían dedicado a hacer lo mismo otra vez pero con más capital y menos errores.
El rey había disuelto el parlamento para que no pudiese asesinar a más de sus amigos católicos, y había enviado a Jacobo a la Holanda española siguiendo el principio de «ojos que no ven corazón que no siente», y, para asegurarse, había casado a María hija de Jacobo con el Defensor Protestante en persona: Guillermo de Orange. Y por si no era suficiente, había animado al duque de Monmouth (que era protestante) a que se pasease por el país, tentando a Inglaterra con la posibilidad de que por medio de algún juego de manos genealógico podría ser desbastardizado y ocupar el trono.
En otras palabras, el rey Carlos II todavía podía deslumbrar, entretener y confundir. Pero sus investigaciones alquímicas bajo la galería Privy no habían servido para nada; no podía convertir el plomo en oro. Y no podía recaudar impuestos sin un parlamento. Los orfebres supervivientes en Threadneedle, y sir Richard Apthorp en su nuevo Banco, no se habían sentido de humor para prestarle nada. Luis XIV le había dado a Carlos un montón de oro, pero al final el rey sol resultó no ser muy diferente a cualquier otro pariente político rico e irritado: había empezado a encontrar formas de hacer que Carlos sufriese en lugar de pagar intereses. Así que el rey se había visto obligado a convocar al parlamento. Al hacerlo, descubrió que estaba controlado por una alianza de Londres/amigos de Bolstrood (Enemigos del gobierno arbitrario, como se describían a sí mismos) y que el primer punto de su lista no había sido aumentar los impuestos sino excluir a Jacobo (y a cualquier otro católico) del trono. Ese parlamento se había vuelto instantáneamente tan impopular entre los que amaban al rey que toda la asamblea —pelucas, saco de lana y todo— tuvo que trasladarse a Oxford para estar a salvo de las multitudes agitadas por sir Roger L’Estrange, que había cesado en su intento de suprimir los libelos de los demás y ahora imprimía los suyos propios. A salvo (o eso creían) en Oxford, esos Whigs (como los llamaban los libelos de L’Estrange) habían votado por la Exclusión, y vitorearon a Knott Bolstrood cuando éste proclamó que Nellie era una puta.
Un pregonero que marchaba por Piccadilly había informado a Daniel de tales noticias mientras se encontraba con Robert Hooke en lo que había sido el salón de baile de Comstock y luego de Anglesey y que para entonces era un campo de escombros de mármol italiano abierto a un agradable cielo azul de octubre. Como mesa de trabajo habían estado empleando el capitel de una columna corintia que había caído a tierra cuando los alegres irlandeses expertos en derribo de Ravenscar habían retirado dicha columna. El capitel se había medio hundido en la tierra y ahora descansaba en un ángulo conveniente; Hooke y Waterhouse habían desenrollado unas hojas y las habían asegurado por las esquinas con fragmentos de mármol: las puntas de alas de ángeles y fragmentos de acantos. Eran planos de agrimensor que detallaban el proyecto de Ravenscar para insertar algunos bloques cuadrados de racionalidad cartesiana en el confuso montón de raíces que era el sistema de calles de Londres. Los agrimensores y sus aprendices habían clavado estacas y habían estirado cordones señalando los ejes de tres cortas calles paralelas que, según Roger, exhibirían las mejores tiendas de Londres: una se llamaba Anglesey, otra Comstock y la otra Ravenscar. Pero esa tarde Roger se había presentado armado con una pluma cargada de tinta, había tachado esos nombres y había escrito en su lugar Northumbria,[59] Richmond[60] y St. Alban’s.[61]
Un mes después ya no había parlamento y ningún Bolstrood en Gran Bretaña. Jacobo había regresado del exilio, Monmouth había sido retirado del servicio del rey e Inglaterra se había convertido a todos los efectos en un departamento de Francia, con el rey Carlos aceptando abiertamente cien mil libras al año y la mayoría de los políticos de Londres —Whigs y Tories por igual— recibiendo también sobornos del rey sol. Bastantes de los católicos arrojados a la Torre por su supuesta implicación en la trama papista habían recibido la libertad, dejando sitio para muchos protestantes que supuestamente habían estado involucrados en la conspiración Rye House para colocar a Monmouth en el trono. De la misma forma que muchos conspiradores papistas antes que ellos, éstos habían empezado con rapidez a «suicidarse» en la Torre. Uno de ellos había logrado la heroica hazaña de ¡cortarse la garganta hasta llegar a las vértebras!
Así que la labor de Wilkins quedó desecha, al menos por un tiempo. Mil trescientos cuáqueros, ladradores y otros disidentes habían acabado en prisión. Así pasó Daniel unos meses en un lugar apestoso escuchando a hombres furiosos que cantaban los mismos himnos que Drake le había enseñado de pequeño.
Había sido —en otras palabras— un reinado. El reinado del rey Carlos II. Él era el rey, amaba a Francia y odiaba a los puritanos, siempre disponía de amantes de sobra y le faltaba dinero, y nada cambiaba en realidad.
El marqués de Ravenscar
Ahora el doctor Waterhouse se encontraba de pie en los Privy Stairs del rey: una tosca plataforma de madera pegada a una pared vertical de bloques de piedra caliza que caía directamente hacia el Támesis. Todos los edificios palaciegos que miraban al río estaban construidos de la misma forma, así que mientras miraba corriente abajo, a la espera del bote que llevaba a los cirujanos, se encontró mirando un muro largo y continuo aunque variopinto, interrumpido por alguna ventana ocasional o un baluarte falso. Trescientos pies corriente abajo, un embarcadero penetraba en el río, y varios barqueros intrépidos lo recorrían de un lado a otro con el paso de los hombres que intentan evitar morir congelados. Los botes estaban allí atados, esperando a los pasajeros, pero ya era tarde, hacía frío, el rey se moría y ningún londinense se aprovechaba del viejo derecho de paso que atravesaba el palacio;
Más allá del embarcadero, el río ejecutaba una lenta curva a la derecha, hacia el puente de Londres. A medida que el crepúsculo del medio día se había convertido en una tarde cenicienta, Daniel había visto un bote alejarse del Viejo Cisne: una taberna en el extremo norte del puente que obtenía su clientela de entre aquellos a los que no les apetecía arriesgar la vida penetrando entre los arcos turbulentos. Desde entonces el bote luchaba por ir corriente arriba, y ahora estaba tan cerca que, con la ayuda del catalejo de bolsillo, Daniel podía ver que sólo transportaba a dos pasajeros.
Daniel había estado recordando la noche de 1670 cuando había venido a Whitehall en el carruaje de Pepys, y había vagado por el Privy Garden intentando actuar con naturalidad. En aquel momento lo había considerado un acto descarado y romántico, pero ahora, el recordar tanta necedad le hacía retorcerse las entrañas y dar gracias de que el único testigo fuese la cabeza cortada de Cromwell.
Recientemente había pasado bastante tiempo en Whitehall. El rey había decidido relajarse un poquillo, y había permitido la salida de prisión de algunos cuáqueros y ladradores, y había decidido nombrar a Daniel una especie de secretario no oficial para todos los asuntos relacionados con los locos puritanos: es decir, el sucesor de Knott Bolstrood, con las mismas cargas pero muchos menos poderes. De las dos mil, o así, estancias de Whitehall, Daniel probablemente no había pisado más que unos centenares, las suficientes para saber que se trataba de una confusión sucia y mohosa, como un plano del interior de la mente de un cortesano, a todos los efectos una pocilga en todo menos de nombre. Había secciones completas ocupadas por la jauría de spaniels semisalvajes del rey, que se habían vuelto tan endogámicos, incluso para estándares reales, que eran todavía más estúpidos de lo habitual en los spaniels. El palacio de Whitehall era, al final, una casa: la casa de una familia. Se trataba de una familia antigua y muy extraña. Y desde hacía una semana Daniel conocía mejor a esa familia de lo que desearía cualquier persona en su sano juicio. Y ahora, Daniel esperaba en la Privy Stairs sólo como una excusa para salir del dormitorio del rey —más aún, su misma cama— y respirar algo de aire que no oliese a los fluidos del cuerpo real.
Después de un rato, el marqués de Ravenscar salió y se unió a él. Roger Comstock —el menos prometedor y hasta ahora el hombre de más éxito con el que Daniel había ido a Cambridge— se encontraba en el norte cuando el rey se puso enfermo el lunes. Supervisaba la construcción de su hacienda, que Daniel le había diseñado. A la noticia debió llevarle uno o dos días llegar hasta él, y debió partir de inmediato: ya era jueves por la tarde. Roger seguía con las ropas de viaje, con el aspecto más soso que Daniel le hubiese visto nunca, casi puritano.
—Mi señor.
—Doctor Waterhouse.
Por la expresión del rostro de Roger, Daniel supo que primero se había detenido en el dormitorio real. En caso de que cupiese alguna duda, Roger puso a la espalda los largos faldones del abrigo, se arrodilló, se inclinó y vomitó al Támesis.
—Por favor, excúsame.
—Igual que en los días de universidad.
—¡No suponía que un hombre pudiese contener tantos fluidos y demás en todo su cuerpo!
Daniel hizo un gestó en dirección al bote que se aproximaba.
—Pronto serás testigo de nuevas maravillas.
—Por el aspecto de Su Majestad deduzco que los médicos han estado muy ocupados.
—Han hecho todo lo posible para acelerar el momento en que el rey abandone este mundo.
—¡Daniel! Baja la voz, te digo —dijo Roger enojado—. Algunos podrían no comprender tu sentido del humor… si ésa es la palabra correcta.
—Es curioso que hayas sacado el tema de los humores. Todo comenzó con un ataque de apoplejía el lunes. El rey, siendo una criatura resistente, podría haberse recuperado… ¡sólo que se dio el caso de que había un médico en la habitación, armado con el equipo completo de lancetas!
—¡Uf! ¡Qué mala suerte!
—Se muestra un bisturí, el doctor encuentra una vena y el rey se despide triste de una pinta o dos del humor de las pasiones. Pero claro, siempre tuvo de sobra: así que siguió viviendo como siempre hasta el martes, y tuvo fuerzas para resistirse al enjambre de doctores hasta ayer. Luego, por desgracia, sufrió un ataque de epilepsia y todos los médicos le saltaron a la vez. Habían estado esperando en la antesala, discutiendo sobre qué humor, y en qué cantidad, era preciso eliminar. Después de toda una noche y un día sin dormir, se había establecido entre ellos una especie de competición para ver quién proponía la medida más heroica. Cuando el rey, después de una valiente resistencia, perdió finalmente el sentido, y ya no podía mantenerlos alejados, cayeron sobre él como perros de presa. El médico que había estado insistiendo en que el rey sufría de un exceso de sangre, tenía la lanceta clavada en la yugular izquierda del rey antes incluso de que los otros pudiesen sacar las suyas. Saltó una cantidad prodigiosa de sangre…
—Creo que lo vi.
—Calma, no he hecho más que empezar. El médico que había diagnosticado un exceso de bilis, señaló que dicho desequilibrio no había hecho más que empeorar con la pérdida de tanta sangre, así que él y un par de fornidos ayudantes sentaron al rey en la cama, le abrieron la boca y comenzaron a cosquillearle la campanilla con diversas plumas, barbas de ballena, etcétera. Se produjo el vómito. En ese punto, un tercer médico, que había insistido, de forma bastante molesta, que todos los problemas del rey se debían a acumulaciones de los humores del colon, le dio la vuelta a su Majestad e insertó una calabaza de cuello prodigiosamente largo en el ano real. Entró un fluido misterioso y muy caro… salió…
—Sí.
—Un cuarto médico se puso a aplicarle copas calientes por todas partes para extraer otros venenos a través de la piel… de ahí esos cardenales gargantuescos bordeados por quemaduras circulares. El primer médico sufría ahora de un ataque de pánico, viendo que los ajustes realizados por los otros tres habían causado un exceso de sangre… ya que como sabes todo es relativo. Así que le abrió la otra yugular, prometiendo dejar salir sólo un poco. Pero dejó escapar bastante. Los otros médicos se indignaron, y exigieron el derecho a repetir todos sus tratamientos. Pero en ese momento intervine, y ejerciendo, algunos dirían que abusando, de toda mi autoridad como Secretario de la Royal Society, recomendé una purga de médicos más que de humores y los eché a patadas del dormitorio. Se manifestaron amenazas contra mi reputación y mi vida, pero los expulsé con rapidez.
—Pero de camino a Londres recibí noticias de que mejoraba.
—Después de que los hijos de Asclepio acabasen con él, realmente no se movió en absoluto durante veinticuatro horas. Algunos podrían preferir considerarlo como que dormía. Carecía de fuerzas para otro ataque… algunos lo considerarían recuperación. Ocasionalmente yo sostenía frente a sus labios un espejo frío y el reflejo del rostro del rey se empañaba. Hoy a mitad del día empezó a agitarse y a gruñir.
—¡No se puede culpar a Su Majestad de tal cosa! —dijo Roger indignado.
—Sin embargo, hasta él llegaron más médicos y diagnosticaron una fiebre. Le administraron una dosis real del Elixir Propietalis LeFebure.
—¡Eso debe haber mejorado increíblemente el humor del rey!
—No podemos más que elucubrar. Se ha puesto peor. Los médicos que prescriben polvos y elixires, en consecuencia, han perdido posiciones y ¡sobre nosotros han caído los que prefieren purgas y sangrías!
—Entonces sumaré mi peso como presidente al tuyo como secretario de la Royal Society, y veremos cuánto tiempo podemos mantener las lancetas en sus vainas.
—Has sacado a colación un punto interesante, Roger…
—Oh, Daniel, tienes esa mirada de preocupación de los Waterhouse, y por tanto temo que no se refiere a un punto literal, como la punta de las lancetas…
—Pensaba…
—¡Socorro! —gritó Roger, agitando los brazos. Pero los barqueros del atracadero habían dado la espalda a los Privy Stairs para observar la aproximación del bote que llevaba a los cirujanos.
—Me aterroriza que vayas a decir algo banal, Daniel, sobre cómo la sangre, bilis, etcétera del rey no son diferentes de las tuyas. Por lo que si para ti es igual, me limitaré a estipular que el republicanismo tiene todo el sentido del mundo, parece funcionar muy bien en Holanda, y por tanto me eximiré de esta parte de la conversación.
—No es exactamente a donde me dirigía —objetó Daniel—. Pensaba en con qué facilidad Anglesey reemplazó a tu primo… y la decepcionante poca diferencia que ese cambio produjo.
—Antes de que te acorrales a ti mismo, Daniel, y me obligues a rescatarte sacándote a rastras como es habitual, te animaría a no hacer ningún uso posterior de esa similitud.
—Estás a punto de decir que Carlos es como Comstock y Jacobo es como Anglesey, y que no representará ninguna diferencia, al final, cuál de ellos es rey. Lo que sería una afirmación muy peligrosa para ti, porque la Mansión donde vivían Comstock y Anglesey ha sido derribada y pavimentada. —Roger agitó la cabeza hacia arriba en dirección a Whitehall—. Que no es la suerte que deseamos para esa mansión de ahí.
—¡Pero no me refería a eso!
—Entonces, ¿qué decías? ¿Algo que no era evidente?
—De la misma forma que Anglesey reemplazó a Comstock, y Sterling reemplazó a Raleigh, yo reemplacé a Bolstrood, en cierta forma…
—Sí, doctor Waterhouse, vivimos en una sociedad ordenada en la que unos hombres reemplazan a otros.
—En ocasiones. Pero a algunos no se les puede reemplazar.
—No sé si estoy de acuerdo.
—Supongamos, Dios no lo quiera, que Newton muriese. ¿Quién le reemplazaría?
—Hooke, o quizá Leibniz.
—Pero Hooke y Leibniz son diferentes. Te digo que algunos hombres poseen cualidades realmente únicas y no se les puede reemplazar.
—Los Newton aparecen muy de vez en cuando. Él es una excepción a cualquier regla que desees enunciar… realmente una táctica retórica muy vil por tu parte, Daniel. ¿Has considerado presentarte a parlamentario?
—En ese caso debería haber usado un ejemplo diferente, porque lo que intento decir es que a todo nuestro alrededor, en los mercados y las herrerías, en el parlamento, en la ciudad, en las iglesias y las minas de carbón, hay personas cuya desaparición realmente cambiaría las cosas.
—¿Por qué? ¿Qué hace que esas personas sean diferentes?
—Es una pregunta muy profunda. Recientemente Leibniz ha estado refinando su sistema de metafísica…
—Despiértame cuando termines.
—Cuando le vi por primera vez en el Lion Quay hace muchos años, demostraba sus conocimientos sobre Londres, aunque nunca había estado antes en la ciudad. Había estado estudiando representaciones de la ciudad dibujadas por diversos artistas desde diversos puntos de vista. Se lanzó a un discurso sobre cómo la ciudad en sí tenía una forma, pero que cada persona que la habitaba la percibía de formas diferentes, dependiendo de la posición única de cada uno.
—Hasta los estudiantes de segundo año piensan eso.
—Eso fue hace más de una docena de años. En su carta más reciente parece inclinarse hacia la idea de que la ciudad está lejos de tener una forma absoluta…
—Una tontería evidente.
—… que la ciudad es, en cierto sentido, el resultado de la suma total de las percepciones de todos sus constituyentes.
—¡Sabía que deberíamos haberle permitido entrar en la Royal Society!
—No lo estoy explicando muy bien —admitió Daniel—, porque todavía no lo entiendo del todo.
—¿Entonces por qué me estás aburriendo con esa idea ahora de todas las posibles ocasiones?
—El punto a destacar está relacionado con la percepción, y cómo partes diferentes del mundo, almas diferentes, perciben todas las otras partes, las otras almas. Algunas almas tienen percepciones confusas e imprecisas, como si mirasen a través de lentes mal talladas. Mientras que otras son como Hooke mirando por un microscopio o Newton a través de un telescopio reflector. Poseen percepciones superiores.
—¡Porque disponen de mejor óptica!
—No, incluso sin lentes o espejos parabólicos, Newton y Hooke ven cosas que tú y yo no vemos. Leibniz propone una extraña inversión de lo que queremos decir normalmente cuando describimos a un hombre como distinguido o único. Normalmente, cuando decimos esas cosas, queremos decir que el hombre en sí destaca de la multitud de alguna forma. Pero Leibniz dice que la unicidad de tal hombre hunde sus raíces en su capacidad de percibir el resto del universo con desacostumbrada claridad… para distinguir una cosa de otras de forma más efectiva que las almas ordinarias.
Roger lanzó un suspiro.
—Todo lo que sé es que últimamente el doctor Leibniz ha estado diciendo cosas muy groseras sobre Descartes…
—Sí, en su Brevis Demonstratio Erroris Memorabilis Cartesii et Aliorum Circa Legem Naturalem…
—Y los franceses se han levantado en armas.
—Dijiste, Roger, que sumarías tu peso como presidente al mío como secretario de la Royal Society.
—Y así lo haré.
—Pero me halagas diciéndolo. Algunos hombres son intercambiables, sí. Esos dos cirujanos podrían ser reemplazados por otros dos cualesquiera, y el rey seguiría muriendo esta noche. ¿Pero podría yo, podría cualquiera, caminar en tus zapatos tan fácilmente, Roger?
—Vaya, Daniel, ¡creo que es la primera vez en tu vida en que has manifestado hacia mí algo similar al respeto!
—Eres un hombre de muchas partes, Roger.
—Estoy conmovido y por supuesto estoy de acuerdo con lo que pretendías decir… fuese lo que fuese.
—Bien… me alegra oír que estás de acuerdo conmigo en que Jacobo no es un buen recambio para Carlos.
Antes de que Roger pudiese recuperarse —pero después de haber controlado su furia— el bote se situó al alcance del oído y, por tanto, la conversación terminó.
—Larga vida al rey, mi señor, y doctor Waterhouse —dijo un tal doctor Hammond, saltando por la borda del bote para llegar a los Privy Stairs. Luego todos tuvieron que repetirlo.
Hammond fue seguido por el doctor Griffin, quien también los saludó con «¡Larga vida al rey!», lo que significaba que todos tenían que repetirlo una vez más.
Daniel debió decirlo con una evidente falta de entusiasmo, porque el doctor Hammond le dedicó una mirada afilada y luego se volvió hacia el doctor Griffin cómo si buscase testigos.
—Es una suerte que haya llegado usted a tiempo, mi señor —le dijo Hammond a Roger Comstock—, porque, entre jesuitas por un lado y puritanos por el otro, lanzando por las pupilas grandes chorros de vitriolo reluciente en dirección a Daniel, algunos dirían que el rey ha tenido suficientes malos consejos.
Bien, Roger tendía a decir las cosas después de largas pausas. Cuando había sido un sizar algo payaso en Trinity, esa peculiaridad le había hecho parecer no muy inteligente; pero ahora que era marqués, y presidente de la Royal Society, le hacía parecer sumamente sensato y serio. Así que después de que todos hubiesen subido los escalones hasta el balcón que llevaba hasta la parte de Whitehall llamada apartamentos reales, dijo:
—La mente de un rey nunca debería echar en falta el consejo de hombres piadosos o sabios, de la misma forma que su cuerpo no debería nunca echar en falta un abundante suministro de los diversos humores que sostienen la vida y la salud.
Agitando un brazo hacia el caos palaciego sobre sus cabezas, el doctor Hammond le dijo a Roger:
—Este lugar es tal bazar de rumores e intrigas que su presencia, mi señor, hará mucho por acallar cualquier susurro si, Dios todopoderoso no lo quiera, sucede lo peor —dedicando a Daniel otras de sus temibles miradas por encima del hombro, y siguiendo al marqués de Ravenscar a los apartamentos reales.
—Suena como si algunos se dedicasen ya a algo más que a susurrar —dijo Daniel.
—Estoy seguro de que al doctor Hammond sólo le interesa preservar su reputación, doctor Waterhouse —dijo Roger.
—Vaya… hace casi veinte años desde que Su Majestad hizo volar a mi padre… ¿la gente supone que le guardo rencor?
—No es eso, Daniel…
—¡Al contrario! La partida de Padre de este plano fue tan súbita, tan caliente, sin dejar atrás ningún rastro físico, que para mi espíritu ha sido una especie de bálsamo el sentarme junto al rey, noche tras noche, empapándome en la sangre real, respirándola con mis pulmones, absorbiéndola con la piel, y muchos otros placeres adicionales, que no tuve cuando mi Padre ascendió…
El marqués de Ravenscar y los otros dos doctores se habían detenido casi por completo y ahora intercambiaban miradas.
—Sí —dijo finalmente Roger, después de otra larga pausa—, permanecer demasiado tiempo sentado en una atmósfera fétida no es lo más saludable para la mente y el cuerpo de uno, o el espíritu… quizá sea conveniente un descanso de una noche, Daniel, de forma que cuando estos dos buenos doctores hayan reestablecido la salud del rey, estarás listo para ofrecerle a Su Majestad tus felicitaciones, así como reafirmar la profunda lealtad que le guardas, y que siempre has guardado, en tu corazón, a pesar de los acontecimientos de hace dos décadas, que algunos dirían que ya han aparecido en demasiadas ocasiones en la conversación…
Le llevó un cuarto de hora terminar esa frase. Antes de darle una muerte misericordiosa, se las arregló para insertar varios encomios tanto para los doctores Hammond y Griffin, comparando a uno con Asclepio y al otro con Hipócrates, sin dejar de lado el realizar gran cantidad de comentarios cautelosamente favorables sobre todos los demás médicos que se habían acercado a menos de cien yardas del rey durante el último mes. Y también (como notó Daniel, con cierta admiración) fue capaz de dejar claro, a todos los presentes, que sería una catástrofe mórbida que el rey muriese y entregase Inglaterra a manos de ese loco papista el duque de York mientras, prácticamente con las mismas fiases, con las mismas palabras, afirmaba que York era en realidad un tipo tan espléndido que era casi imperativo que todos ellos entrasen corriendo en la cámara del rey y asfixiasen a Carlos II bajo un colchón. En una especie de fuga recursiva de cláusulas dependientes pudo, de forma similar, proclamar que Drake Waterhouse había sido el mejor inglés que jamás hubiese cocido carne mientras afirmaba simultáneamente que volarle con una tonelada de pólvora había sido una piedra de toque absoluta de (dependiendo de cómo lo mirases) genio monárquico que convertía a Carlos II en una figura colosal, (o) despotismo exagerado que anunciaba un favorable reinado para su hermano.
Todo esto mientras Daniel y los médicos seguían a Roger por las entradas, salones, pasillos, antecámaras y capillas de Whitehall, abriendo con golpes de hombros las puertas atrancadas y apartando a golpes toneladas de colgantes empolvados. En algún momento el Palacio debió ser un único edificio, pero nadie sabía qué parte se había construido primero; en cualquier caso, habían unidos otros edificios a ese primero tan rápido como podían traer piedra y mortero, y se habían tendido galerías como líneas de tender entre alas que se consideraba estaban demasiado alejadas; creando patios que, en su momento, se dividieron e invadieron con nuevos añadidos, y se rellenaron. A continuación los constructores habían dirigido el ingenio a enladrillar viejas aberturas, y a abrir otras nuevas, para posteriormente enladrillar las nuevas y reabrir las viejas, o crear otras todavía más nuevas. En cualquier caso, hasta el último armario, salón o habitación fue reclamada por un nido o secta de cortesanos, de la misma forma que hasta el último trozo de Alemania tenía su propio barón. El viaje desde la Privy Stairs hasta la cámara del rey hubiese estado, por tanto, fraguado de difíciles cruces de fronteras y disputas protocolarias de haberse realizado en silencio. Pero como el marqués de Ravenscar los guiaba con seguridad por entre el laberinto, siguió hablando y hablando, una gesta similar a enhebrar una aguja mientras se cabalga a través de una bodega. Daniel perdió la cuenta de cuantas claques y camarillas se encontraron, saludaron y dejaron atrás; pero sí notó la presencia de muchos católicos y más de un jesuita. La ruta los llevó en una especie de arco desigual que circunvaló los apartamentos de la reina, que mucho tiempo atrás se habían tornado en una especie de convento portugués, provisto de libros de oraciones y espantosos objetos de devoción; pero en el que sin embargo zumbaban sus propias conspiraciones. En cuanto veían una puerta entreabierta, oían pasos rápidos que se acercaban desde el otro lado y la veían cerrarse de golpe ante sus narices. Pasaron junto a la pequeña capilla del rey, que se había convertido en el campamento base de la invasión católica, lo que realmente no sorprendió a Daniel pero hubiese provocado disturbios en nueve décimas partes de Inglaterra si fuese de dominio público.
Finalmente llegaron a la puerta del dormitorio del rey, y Roger los sobresaltó a todos dando fin a la frase. De alguna forma se las arregló para separar a Daniel de los médicos, y habló brevemente con estos últimos antes de permitirles pasar a ver al paciente.
—¿Qué les dijiste? —le preguntó Daniel cuando regresó el marqués.
—Que si desenvainaban las lancetas, usaría sus testículos como pelotas de tenis —dijo Roger—. Tengo un recado para ti, Daniel: vete junto al duque de York e infórmale del estado de su hermano.
Daniel respiró profundamente y contuvo el aire. Apenas podía creer, así de pronto, lo cansado que se sentía.
—Podría decir algo evidente, como que cualquiera podría hacerlo, y que la mayoría lo haría mejor que yo, y luego tú me responderías con algo que me haría sentir ligeramente corto de luces, como que…
—En nuestra preocupación con el rey anterior no debemos olvidar mantener buenas relaciones con el siguiente.
—¿Y en este caso «nosotros» se refiere a…?
—¡Pues a la Royal Society! —dijo Roger, molesto por la pregunta en sí.
—Correcto. ¿Qué debo decirle?
—Que los mejores médicos de Londres han llegado… por lo que no se demorará mucho.
St. James
Podría haberse protegido del frío y el viento caminando a lo largo de la galería Privy, pero estaba bastante harto de Whitehall, así que salió al exterior, atravesó un par de patios y apareció delante de la Banqueting House, directamente debajo de donde Carlos I había perdido la cabeza hacía tantos años. Los hombres de Cromwell lo habían mantenido prisionero en St. James y luego le habían hecho atravesar el Parque para la decapitación. El Daniel de cuatro años, sentado sobre los hombros de Drake en la plaza, había sido testigo de los pasos del rey.
Esta noche, el Daniel de treinta y nueve años repetiría el camino final del rey, solo que en sentido contrario.
Bien, Drake, veinte años atrás, hubiese sido el primero en admitir que la Restauración había desecho la mayor parte de la obra de Cromwell. Pero al menos Carlos II era protestante, o tenía la decencia de fingir serlo. Así que Daniel no debería apresurarse a considerar este recorrido como un presagio, Dios no quisiese que empezase a pensar como Isaac y encontrase símbolos ocultos hasta en los detalles más minúsculos. Pero no podía evitar imaginar que los tiempos retrocedían aún más, incluso más allá del reinado de Isabel, hasta llegar a los días de María la Sangrienta. En esos días, John Waterhouse, el abuelo de Drake, había huido por mar a Génova, que era un avispero de calvinistas. Sólo regresó después de la llegada de Isabel al trono, acompañado de su hijo Calvin —el padre de Drake— y muchos otros ingleses y escoceses que opinaban sobre religión lo mismo que él.
En cualquier caso, ahora Daniel atravesaba el viejo patio de justas y descendía los escalones del St. James’ Park, yendo en busca del hombre que tenía toda la pinta de tener un reinado como el de María la Sangrienta. Jacobo, el duque de York, había vivido en el palacio de Whitehall con el rey y la reina hasta que la tendencia de los ingleses a sublevarse y quemar objetos de gran tamaño en las calles ante la mínima mención de su nombre había dado al rey la idea de enviarle a lugares como Bruselas y Edimburgo. Desde entonces había sido un cometa político, pasando casi todo su tiempo patrullando la oscuridad liminal, ocasionalmente regresando a Londres, aterrorizando a todo el mundo hasta que el resplandor de las hogueras y el fuego de las iglesias católicas lo lanzaban de nuevo a la oscuridad. Después de que el rey perdiese la paciencia, suspendiese el parlamento, echase a Bolstrood y mandase al resto de los disidentes a prisión, a Jacobo se le permitió regresar y establecer su casa, pero en el palacio de St. James.
Desde Whitehall no estaba más que a cinco minutos de camino atravesando varios jardines y plazas. El viento del demonio que azotó Inglaterra a la muerte de Cromwell había arrancado la mayoría de los viejos árboles. Como un muchacho recorriendo Pall Mall arriba y abajo, Daniel había visto cómo plantaban árboles jóvenes. Ahora se sintió consternado al ver lo mucho que habían crecido.
En primavera y verano, los personajes reales y los cortesanos trazaban senderos que se movían por entre esos árboles, porque salir de paseo se había convertido en una procesión ritualizada. Ahora el terreno estaba vacío, una acumulación informe de marrón y gris: una costra de lodo congelado flotando sobre un miasma profundo de meada y estiércol de caballo. Las botas de Daniel rompían la costra y lo hundían en la porquería. Aprendió a evitar pisar las hendiduras en forma de luna creciente que unas horas atrás habían provocado los cascos del regimiento de guardia de John Churchill entrenándose y desfilando en ese mismo terreno, galopando de un lado a otro y cortando con sables las cabezas de hombres de paja. A esos hombres de paja no los habían vestido como Whigs o disidentes, pero incluso así el mensaje había sido más que evidente, para Daniel y para la multitud de londinenses reunidos siguiendo las hogueras en honor al rey que ardían en Charing Cross.
Recientemente un tal Nahum Tate había traducido al inglés un poema de ciento cincuenta años obra del astrónomo veronés Hieronymus Fracastorius, titulado (en el original) Syphilis, Sive Morbus Gallicus o (según Tate) «Sífilis, o una historia poética de la enfermedad francesa». De todas formas, el poema relataba la historia de un pastor llamado Syphilus, quien (como todos los pastores de los viejos mitos) sufría una suerte miserable y perfectamente inmerecida: fue la primera persona en sufrir la enfermedad que ahora llevaba su nombre. Mentes inquisitivas podrían plantearse por qué el señor Tate se había molestado en traducir, en ese momento, un poema sobre un pastor enfermo que había languidecido en latín durante siglo y medio sin que ningún inglés lo echase en falta: ¡un poema sobre una enfermedad, escrito por un astrónomo! Ciertos londinenses de inclinaciones cínicas creían que la respuesta al enigma podría encontrarse en las asombrosas similitudes entre el pastor epónimo y Jacobo, el duque de York. A saber, que todas las amantes, queridas y esposas de dicho duque habían acabado sufriendo de dicha pestilencia; que su primera esposa, Ana Hyde, aparentemente había muerto por su causa; que las hijas de Ana Hyde, María y Ana, tenían las dos dificultades con los ojos, y con sus úteros; que el duque tenía llagas evidentes en la cara y que o era increíblemente estúpido o estaba ido de la cabeza.
Bien (como muy bien sabía Daniel el filósofo natural), la gente tenía el hábito de sobrecargar las explicaciones, y hacerlo era muy mala costumbre, una variedad de superstición. Y sin embargo los paralelos entre Syphilus el pastor y Jacobo el heredero del trono inglés eran difíciles de ignorar, y por si eso no era suficiente, recientemente sir Roger L’Estrange había estado presionando a Nahum Tate, preguntándole si no podría encontrar otros mohosos viejos poemas en latín para traducir. Y todo el mundo sabía que L’Estrange lo estaba haciendo, y comprendía el porqué.
Jacobo era católico, y quería ser santo, y todo encajaba porque había nacido en el palacio de St. James unos cincuenta y dos años antes. Siempre había sido su verdadero hogar. En sus años jóvenes le habían enseñado los rudimentos principescos en ese mismo patio: esgrima y francés. Durante la guerra civil le habían mandado a Oxford, y más o menos desde ese momento se había educado a sí mismo. Ocasionalmente papá se pasaba por allí, lo recogía y lo llevaba a algún frente de batalla para que Oliver Cromwell lo machacase.
Jacobo había pasado bastante tiempo frecuentando a sus primos, la prole de su tía Isabel (la reina de invierno), una rama alternativa de la familia, fecunda pero desdichada. Una vez perdida la guerra civil, había regresado a St. James para vivir allí como un rehén consentido, vagando por su parque y tratando ocasionalmente de montar el intento de fuga juvenil, incluyendo cartas cifradas enviadas a cómplices leales. Habían interceptado una de esas cartas, y llamaron a John Wilkins para que la descifrase, y el parlamento había amenazado con enviar a Jacobo a vivir en la decididamente menos hospitalaria Torre. Finalmente consiguió atravesar el parque, disfrazado de muchacha, y huyó río arriba y por mar hasta Holanda. Por tanto se encontraba fuera del país cuando su padre atravesó el parque para que le cortasen la cabeza. Mientras la guerra civil inglesa iba perdiendo fuerza, Jacobo se convirtió en hombre, saltando entre Holanda, la isla de Jersey y St. Germain (un suburbio real de París) y ocupándose de pasatiempos principescos como cabalgar, disparar y tirarse a francesas de clase alta. Pero mientras Cromwell seguía aplastando a los monárquicos en cada oportunidad, no solo en Inglaterra sino en Irlanda y Francia también, a Jacobo se le acabó el dinero al fin y se convirtió en soldado —en uno bastante bueno— al mando del mariscal Turenne, el incomparable general francés.
Mientras caminaba, Daniel giraba ocasionalmente la cabeza para mirar al norte sobre Pall Mall. La vista era diferente en cada ocasión, como decían las observaciones del doctor Leibniz. Pero cuando el paralaje de las calles era justo el correcto, podía ver entre las hogueras montadas por los protestantes nerviosos, pasando por las calles que llevaban nombres de bastardos reales, hasta llegar a las plazas donde Roger Comstock y Sterling Waterhouse edificaban casas y tiendas nuevas. Algunas de las más grandes se construían con grandes bloques de piedra sacados de los escombros de la mansión de John Comstock, bloques que a su vez Comstock había recuperado del crucero sur derruido de la vieja St. Paul. Había luces en las ventanas superiores, y salía humo de las chimeneas. En su mayoría era el humo mineral del carbón, pero con el viento del norte Daniel pillaba el aroma ocasional de la carne asada. Crujir y chapotear sobre ese parque atrofiado, pasando por encima de cabezas rellenas que unas horas atrás habían cortado de hombres de paja, le había devuelto el apetito a Daniel. Quería estar allá arriba, con una jarra en una mano y un muslo de pollo en la otra, pero ahí estaba, haciendo las cosas que solía hacer. ¿Y qué era eso exactamente?
El palacio de St. James se acercaba, y la verdad es que debería tener una respuesta antes de llegar.
En cierto momento, de manera poco probable, Cromwell había formado una alianza con los franceses, y entonces el joven Jacobo tuvo que irse al norte, hacia una existencia pobre, solitaria y aburrida en la Holanda española. En los años finales antes de la Restauración, había andado por Flandes con un ejército variopinto de regimientos irlandeses, escoceses e ingleses exiliados, peleándose contra las fuerzas de Cromwell cerca de Dunkerque. Después de la Restauración, había recibido su título hereditario de gran lord del almirantazgo, y había tomado parte en algunos encuentros navales apasionantes y sangrientos contra los holandeses.
Sin embargo la tendencia de sus hermanos a morir jóvenes, y la incapacidad de su hermano Carlos para producir un heredero legítimo, habían convertido a Jacobo en la única esperanza para continuar la línea sanguínea de su madre. Mientras Madre había estado viviendo la buena vida en Francia, a su cuñada, la reina de invierno, le habían dado patadas por toda Europa como si fuese una vejiga de cerdo inflada en una feria de campo. Sin embargo, Isabel había producido bebés con una eficiencia inhumana y Europa estaba cubierta con sus descendientes. Muchos no habían llegado a nada, pero su hija Sofía parecía continuar la tradición, con siete hijos supervivientes. Por tanto, en las apuestas de propagación real, Enriqueta María de Francia, la madre de Jacobo y Carlos, parecía perder, a la larga, frente a la miserable reina de invierno. Jacobo era su única esperanza. Y en consecuencia, durante las distintas aventuras de Jacobo, había hecho uso de todas sus artes y conexiones para mantenerlo alejado del peligro, dejando a Jacobo con la sensación intranquilizante de que no había destruido tanto ejército o hundido tantas flotas como le hubiese sido posible.
Frustrado, había pasado la mayor parte del tiempo desde 1670 haciendo… ¿exactamente qué? Extraer oro de África, y, cuando esa empresa fracasó, negros. Intentar persuadir a los nobles ingleses para que se convirtiesen al catolicismo. Pasar temporadas en Bruselas, y luego en Edimburgo, donde fue de utilidad recorriendo las zonas salvajes de Escocia para sofocar a los presbiterianos sangrientos en sus rústicas reuniones secretas. En realidad no había hecho más que perder el tiempo mientras esperaba.
Justo igual que Daniel.
Habían pasado una docena de años, arrastrándole como a un jinete con un pie atrapado en el estribo.
¿Qué significaba? Que sería mejor ponerse manos a la obra y ordenar su vida. Encontrar algo que hacer con los años restantes. Se había comportado demasiado como Drake, aguardando algún Apocalipsis que no llegaría nunca.
La perspectiva de Jacobo en el trono, colaborando mano en guante con Luis XIV, era simplemente enfermiza. Era una emergencia, tan urgente como el Incendio de Londres.
Las ideas no hacían más que llegarle, o más bien le aparecían de golpe en la mente, como una Atenea que saltase de su cráneo con la armadura completa, y él no pretendía más que darles orden.
Las emergencias exigían medidas firmes, incluso desesperadas, como volar casas con barriles de pólvora (como el rey Carlos II había hecho en persona) o inundar la mitad de Holanda para mantener alejados a los franceses (como había hecho Guillermo de Orange). O —se atrevió a pensar— derrotar reyes y cortarles la cabeza como había ayudado a hacer Drake. Hombres como Carlos, Guillermo y Drake parecían tomar esas decisiones sin vacilación, mientras que Daniel prefería (a) ser un desgraciado miserable y pusilánime o (b) aguardar a que pasase el tiempo.
Quizá fuese por eso que Dios y Drake le habían traído a este mundo: para interpretar un papel importante en este caso, la lucha final entre la Puta de Babilonia, también conocida como Iglesia Católica Romana, y el Libre Comercio, la Libertad de Conciencia, el Gobierno Limitado y otras variadas y buenas virtudes anglosajonas, que iba a iniciarse en unos diez minutos.
Los miembros de la fe romana ahora revolotean por la corte con una confianza que no se veía desde la Reforma.
Diario de JOHN EVELYN
Todas esas ideas le aterrorizaron tan profundamente que casi le hicieron caer de rodillas frente a la entrada del palacio de St. James. No hubiese sido tan embarazoso como suena; los cortesanos que entraban y salían por las puertas, y los guardias granaderos calentándose las manos sobre las llamas azules de las antorchas agitadas por el viento, probablemente lo hubiesen catalogado como otro puritano loco que había sufrido un ataque de fe de Pentecostés. Sin embargo, Daniel permaneció de pie y se esforzó por subir los escalones y entrar en el palacio. Dejó pisadas embarradas sobre la piedra lisa: dejándolo todo emporcado mientras caminaba y dejando pistas abundantes, lo que parecía muy mal comienzo para un conspirador.
St. James era más espacioso que la suite de Whitehall donde Jacobo había vivido anteriormente, y (como Daniel comprendía sólo ahora) eso le había ofrecido el espacio y la intimidad para reunir a su propia corte personal, una corte que a la caída de una corona podría marchar por el parque y sustituir a la de Carlos. Parecía un enjambre curioso de religiosos y mediocres. Ahora Daniel se maldecía por no haberles prestado más atención. Algunos de ellos eran actores que habían acabado interpretando los mismos papeles y declamando los mismos diálogos que aquellos a los que iban a reemplazar, pero (si las cavilaciones de Daniel en la Privy Stairs no carecían por completo de base) otros poseían puntos de vista únicos. Sería inteligente por parte de Daniel el identificarlos.
A medida que se abría paso por el palacio empezó a ver menos guardias granaderos y más tobillos curvilíneos y verdes agitándose bajo faldas de volantes. Jacobo tenía cinco amantes principales, incluyendo una condesa y una duquesa, y siete amantes secundarias, normalmente viudas alegres de difuntos importantes. Muchas de ellas eran doncellas de honor, es decir, miembros de la casa ducal, y por tanto con derecho a gandulear alrededor de Jacobo todo lo que quisiesen. Daniel, quien se esforzaba hercúleamente por mantenerse al tanto de esas cosas, y que fácilmente podía recitar de memoria la lista de las amantes del rey, había perdido por completo la cuenta de las del duque. Era un hecho empírico que el duque perseguiría a cualquier joven que vistiese medias verdes, lo que hacía que en St. James fuese muy fácil enterarse simplemente mirando los tobillos.
De las amantes no descubriría nada, al menos hasta que no supiese sus nombres y las estudiase más de cerca. ¿Y los cortesanos? A algunos se les podría describir exhaustivamente diciendo «cortesano» o «petimetre idiota», pero a otros había que conocerlos y comprenderlos en toda la variedad de sus percepciones. Daniel retrocedió al ver a un tipo que, de no haber estado vestido con los atavíos de un noble francés, hubiese podido ser considerado un pordiosero. Su cabeza parecía ser el producto de un espantoso experimento de la Royal Society que consistiese en coger las cabezas de dos hombres, cortarlas por la mitad y unir las dos mitades. Se agitaba frecuentemente hacia un lado, como si las mitades de cabeza se peleasen por a qué punto debían mirar. De vez en cuando el argumento alcanzaba un punto muerto y permanecía inmóvil y mudo durante unos segundos, con la boca abierta y explorando la habitación con la lengua. Luego parpadeaba y volvía a hablar, desvariando en un inglés con mucho acento en dirección a un joven oficial, John Churchill.
La mitad mejor de esa extraña cabeza francesa parecía tener entre cuarenta o cincuenta años. Se trataba de Louis de Duras, un sobrino del mariscal Turenne pero inglés naturalizado. Casándose con la inglesa adecuada y consiguiendo muchos ingresos para Carlos había adquirido los títulos de barón Throwley, vizconde de Sondes y conde de Feversham. Feversham (como se le conocía en general) era lord de cámara del rey Carlos II, lo que significaba que en realidad ahora mismo debería haber estado en Whitehall. El que no estuviese allí podría considerarse una prueba de que era un absoluto incompetente. Pero también era comandante de la guardia montada. Eso le ofrecía una excusa para encontrarse aquí, ya que Jacobo, próximo rey muy impopular pero saludable, necesitaba bastante más protección que Carlos, un rey por lo general popular y a las puertas de la muerte.
Virando una esquina para entrar en otro pasillo, éste tan helado que cuando la gente hablaba le salía vapor de la boca. Daniel vio a Pepys y viró hacia él. Pero a continuación un golpe de viento que entró por una ventana mal ajustada apartó una nube de vapor del rostro del hombre que hablaba con Pepys. Se trataba de Jeffreys. Sus hermosos ojos, ahora atrapados en un rostro hinchado y colorado, se clavaron en Daniel, quien se sintió durante un momento como un pequeño mamífero paralizado por la mirada hipnótica de una serpiente. Pero Daniel tuvo el sentido común suficiente de apartar la vista y meterse por una puerta oportuna que daba a una galería que a su vez conectaba varías cámaras privadas del duque.
María Beatriz d’Este, también conocida como María de Módena —la segunda esposa de Jacobo— estaría aislada en las profundidades de esa galería, presumiblemente medio loca por la desdicha. Daniel intentó no imaginarse cómo debía ser para ella: una princesa italiana criada entre Florencia, Venecia y Génova, y ahora atrapada allí, para siempre, rodeada por las amantes de su marido sifilítico, rodeada a su vez por protestantes, rodeada luego por agua helada, y con el único propósito en la vida de generar un niño de forma que los católicos pudiesen continuar en el trono, pero con un útero que hasta ahora era estéril.
Con aspecto algo más alegre estaba Catherine Sedley, condesa de Dorchester, que era rica para empezar y que ahora se había asegurado la pensión produciendo a dos de los innumerables bastardos de Jacobo. No era una mujer atractiva, ni católica, y ni siquiera se había molestado en ponerse medias verdes, pero sin embargo poseía un misterioso control no especificado sobre Jacobo que superaba al de sus otras amantes. Paseaba por la galería tête-à-tête con un jesuita: el padre Petre, que entre otras obligaciones era el responsable de convertir a todos los bastardos de Jacobo en buenos católicos. Daniel pilló un momento de genuina diversión en el rostro de la señorita Sedley y supuso que el jesuita le estaba contando alguna historia sobre las payasadas de sus chicos. En esa galería sin ventanas, mal iluminada por algunas velas, para ellos Daniel podría no haber sido más que una aparición oscura —una cara pálida y un montón de ropa negra—, un fuego fatuo puritano, el tipo de mal recuerdo que obsesionaba siempre a los nerviosos monárquicos que habían sobrevivido a la guerra civil. Las sonrisas de afecto quedaron reemplazadas por miradas de alerta en su dirección: ¿se trataba de un invitado, o un fanático, un hashishin? Daniel estaba grotescamente fuera de lugar. Pero sus años en Trinity le habían hecho acostumbrarse. Se inclinó ante la condesa de Dorchester e intercambió un saludo acre con el padre Petre. A esas personas no les gustaba, no le querían allí, y jamás serían amables con él de verdad. Y sin embargo había una simetría que le turbaba. Había visto curiosidad prudente en sus caras, luego reconocimiento, y ahora sobre sus pensamientos habían situado máscaras de cortesía mientras se preguntaban por qué estaba allí, e intentaban encajar a Daniel Waterhouse en una imagen más amplia.
Pero si Daniel hubiese sostenido un espejo sobre su propia cara, hubiese apreciado exactamente la misma evolución.
Él era uno de ellos. No tan poderoso ni tan bien situado —de hecho, sin ninguna posición—, pero estaba allí, ahora, y para esa gente ésa era la situación que tenía importancia. Estar allí, oler ese lugar, inclinarse ante las amantes, era una especie de iniciación. Drake hubiese dicho que el mero hecho de poner el pie en las casas de tales personas y mostrarles la cortesía común era ser cómplice de todo su sistema de poder. Daniel y muchos otros se habían mofado de tales ideas. Pero ahora sabía que era así, porque cuando la condesa había notado su presencia y usado su nombre, Daniel se había sentido importante. Drake —si hubiese tenido una tumba— estaría dando vueltas en ella. Pero la tumba de Drake se encontraba en el aire sobre Londres.
Una antigua viga del techo saltó cuando otra ráfaga de viento golpeó el palacio.
La condesa le dedicó a Daniel una mirada de complicidad. Daniel había tenido una amante, y la señorita Sedley lo sabía: la incomparable Tess Charter, que había muerto cinco años atrás víctima de la viruela. Ahora no tenía amante, y probablemente Catherine Sedley también lo sabía.
Daniel había reducido el paso hasta detenerse. Oyó pasos que se apresuraban hacia su espalda y sintió miedo, esperando una mano sobre el hombro, pero dos cortesanos, luego dos más —incluyendo a Pepys— se dividieron a su alrededor como si fuese una piedra en una corriente, para converger posteriormente sobre la enorme puerta gótica de una madera que se había vuelto tan gris como el cielo. Se ejecutó un protocolo de llamadas, carraspeos y movimientos del pomo. La puerta se abrió desde dentro, sobre unas bisagras que se quejaron como un enfermo.
St. James estaba mejor conservado que Whitehall, pero seguía siendo una enorme casa vieja. Era bastante más destartalada que la mansión Comstock/Anglesey. Pero a esa mansión la habían derribado. Y lo que la había derribado no había sido una revolución sino los movimientos del mercado. La destrucción de los Comstock y los Anglesey no había sido a causa de balas de plomo, sino de monedas de oró. El vecindario construido sobre las ruinas de la gran Mansión estaba ahora atestado de hombres cuyas bóvedas estaban bien repletas de esa munición.
Para movilizar esas fuerzas, sólo era necesario algo de esa habilidad real para decidir y actuar.
Le indicaban que avanzase. Pepys se le acercó, alargando una mano como si fuese a agarrarle el codo. Si Daniel fuese un duque, ahora mismo Pepys le estaría ofreciendo sabios consejos.
—¿Qué debo decir? —preguntó Daniel.
Pepys respondió de inmediato, como si llevase tres semanas practicando la respuesta frente al espejo.
—No te preocupes demasiado de que el duque desprecie y tema a los puritanos, Daniel. En lugar de eso piensa en los hombres a los que el duque adora: generales y papas.
—Vale, señor Pepys, pienso en ellos… y no me hace nada de bien.
—Cierto, Roger puede que te haya enviado aquí como el cordero al sacrificio, y el duque puede que te vea como un asesino. Si es así, entonces cualquier intento por tu parte de aplacarle y disimular se considerará mal. Además, no se te da bien.
—Por tanto… si van a cortarme la cabeza, debería ir y colocarla yo mismo sobre el bloque como un hombre…
—¡Entona un himno o dos! Besa a Jack Ketch y perdónale por adelantado. Enséñale a esos petimetres de qué pasta estás hecho.
—¿Realmente cree que Roger me envió a…?
—¡Claro que no, Daniel! Estoy de coña.
—Pero hay cierta tradición de matar al mensajero.
—Por difícil que te sea creerlo, el duque admira ciertos detalles de los puritanos: su moderación, su reserva, su resistencia pétrea. ¡Vio luchar a Cromwell, Daniel! Vio a Cromwell acabar con una generación de petimetres cortesanos. No lo ha olvidado.
—¿¡Me está sugiriendo que ahora emule a Cromwell?
—Emula a lo que sea menos a un cortesano —dijo Samuel Pepys, agarrando ahora el brazo de Daniel y prácticamente empujándolo por la puerta.
Daniel Waterhouse se encontraba ahora en presencia de Jacobo, el duque de York.
El duque llevaba una peluca rubia. Siempre había tenido la piel pálida y ojos grandes, lo que le había hecho ser un joven lindo, pero un adulto algo deforme y horrible. Le rodeaba un círculo de algunos cortesanos, encerrados en lujosos vestidos de grandes mangas y arrastrando los pies. Tintineaba la espuela ocasional.
Daniel se inclinó. Jacobo no pareció darse cuenta. Se miraron durante unos momentos. A esas alturas Carlos ya hubiese realizado un comentario ingenioso, para romper el hielo, y hacerle saber a Daniel en qué situación se encontraba, pero Jacobo se limitó a mirar a Daniel expectante.
—¿Cómo se encuentra mi hermano, doctor Waterhouse? —preguntó Jacobo.
Daniel comprendió, por la forma en que preguntó, que Jacobo no tenía ni idea de cuan enfermo estaba su hermano. Jacobo tenía mal humor; todo el mundo lo sabía; nadie había tenido el valor de decirle la verdad.
—Su hermano morirá en una hora —anunció Daniel.
Como las duelas de un barril que el tonelero junta en el taller, el anillo de cortesanos se tensó y se contrajo.
—Entonces, ¿¡ha empeorado!? —exclamó Jacobo.
—Siempre ha estado a las puertas de la muerte.
—¿Por qué no se me ha dicho claramente hasta este instante?
La respuesta correcta, muy probablemente, era que lo habían hecho, y él simplemente no lo había pillado; pero nadie podía dar tal explicación.
—No tengo ni idea —respondió Daniel.
Roger Comstock, Samuel Pepys y Daniel Waterhouse se encontraban en la antecámara de Whitehall.
—Dijo: «Vivo rodeado de hombres que temen decirme la verdad a la cara.» Dijo: «No soy tan complicado como mi hermano… no tan complicado como para ser rey.» Dijo: «Necesito vuestra ayuda y lo sé.»
—¿¡Dijo todo eso!? —soltó Roger.
—Claro que no —se mofó Pepys—, pero ése era el sentido.
La antecámara disponía de dos puertas. Una llevaba a Londres, y daba la impresión de que la mitad de Londres estaba apiñada al otro lado. La otra puerta llevaba hasta el dormitorio real, donde, rodeando la cama del monarca moribundo, se encontraban Jacobo, duque de York; la duquesa de Portsmouth, la amante principal de Carlos; el padre Huddlestone, un sacerdote católico; y Louis de Duras, el conde de Feversham.
—¿Qué más dijo? —exigió saber Roger—. O para centrarnos, ¿qué más dio a entender?
—Él es corto y rígido, y por tanto precisa de alguien inteligente y flexible. Aparentemente, tengo reputación de ser ambas cosas.
—¡Espléndido! —exclamó Roger, mostrando más alegría de la que era apropiada en las circunstancias—. Debes agradecérselo al señor Pepys… el duque confía en el señor Pepys, y el señor Pepys ha estado contando cosas buenas de ti.
—Gracias, señor Pepys…
—¡De nada, doctor Waterhouse!
—… por contarle al duque que tengo la disposición cobarde de torcer mis principios.
—Por mucho que me ofende contar tales mentiras bestiales sobre ti, Daniel, estoy dispuesto a hacerlo, como favor personal para un buen amigo —respondió Pepys al instante.
Roger pasó de ese diálogo, y dijo:
—¿Su alteza real te pidió algún consejo?
—Le conté, mientras atravesábamos el parque, que éste es un país protestante, y que él forma parte de una minoría religiosa. Se quedó sorprendido.
—Debe haber sido un golpe doloroso para él.
—Le sugerí que convirtiese su demencia sifilítica en una ventaja… demuestra su lado humano mientras ofrece una excusa para algunos de sus actos.
—¡Eso no lo dijiste!
—El doctor Waterhouse se limitaba a comprobar si estaba usted prestando atención, mi señor —le explicó Pepys.
—Hace veinte años, en Epsom, me contó que tenía sífilis —dijo Daniel—, y el secreto, en aquellos días era secreto, no se hizo público inmediatamente. Quizá por eso confía en mí.
Roger no tenía ni el más mínimo interés en esas noticias pasadas. Tenía los ojos fijos en la esquina opuesta de la habitación, donde el padre Petre se mantenía junto a Barrillon, el embajador francés.
Una de las puertas se abrió. Al otro lado, un hombre muerto yacía sobre una cama manchada. El padre Huddlestpne realizaba el signo de la cruz, terminando las estrofas finales del rito de la extremaunción. La duquesa de Portsmouth lloraba en un pañuelo y el duque de York —no, el rey de Inglaterra— rezaba con las manos unidas.
El conde de Feversham salió tambaleándose y se apoyó en la jamba. No parecía ni feliz ni triste, más bien ligeramente perdido. Ese hombre era ahora comandante en jefe del ejército. Paul Barrillon tenía cara de estar chupando un bombón de chocolate y no quería que nadie lo supiese. Samuel Pepys, Roger Comstock y Daniel Waterhouse compartieron una mirada incómoda.
—¿Mi señor? ¿Hay noticias? —dijo Pepys.
—¿Qué? ¡Oh! El rey ha muerto —anunció Feversham. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el brazo levantando durante un momento, como si fuese a echarse una breve siesta.
—Larga vida… —le animó Pepys.
Feversham despertó.
—¡Larga vida al rey!
—¡Larga vida al rey! —dijeron todos.
El padre Huddlestone terminó el rito y se volvió hacia la puerta. Roger Comstock escogió ese momento para persignarse.
—No sabía que fuese católico, mi señor —dijo Daniel.
—¡Cállate, Daniel! Sabes que soy hombre de libertad de conciencia… ¿te he molestado alguna vez por tu religión? —dijo el marqués de Ravenscar.