Amsterdam
1685
¿Deben tus negocios apartarte de mí?
Oh, tal es la peor enfermedad del amor,
El amor consiente al pobre, al loco, al falso,
Pero no al hombre ocupado.
El que tiene negocios, y disfruta del amor, comete
Un mal tan grande como cuando un hombre casado engaña.
JOHN DONNE, «Inicio del día»
Jack y Eliza se reúnen en Amsterdam
—¿Quién es ese enorme barbudo, mal vestido, sin modales, con un arpón…? —preguntó Eliza, y se le acabaron las descripciones. Miraba por la ventana del salón de café La Doncella en dirección a un Nimrod holgazán que bloqueaba el sol con un inmenso y abigarrado abrigo de piel. El encargado, que incluso se había mostrado renuente a permitir la entrada de Jack, había trazado la línea en el tipo salvaje con el arpón.
—¿Oh, él? —preguntó Jack con inocencia… como si hubiese más de una persona que encajase en esa descripción—. Ese es Yevgeny el raskolnik.
—¿Qué es un raskolnik?
—Yo qué sé… lo único que sé es que se marchan de Rusia a toda prisa.
—Bien, entonces… ¿cómo le conociste?
—No tengo ni idea. Me desperté en la Bomba y Arpeo, y allí estaba, acurrucado contra mí, con la barba sobre mi cuello como si fuese un abrigo.
Eliza se estremeció exquisitamente.
—Pero la Bomba y Arpeo está en Dunkerque…
—¿Sí?
—¿Cómo llegaste allí desde París? ¿No hubo aventuras, persecuciones, duelos…?
—Supuestamente. No tengo ni idea.
—¿Qué hay de la herida en la pierna?
—Por el camino tuve la suerte de obtener los servicios de un buen grupo de gusanos robustos… la conservaron limpia. Se curó sin problemas.
—Pero ¿cómo puedes haber olvidado toda una semana de viaje?
—Así es como ahora me funciona la cabeza. Como en una obra, donde sólo se le muestran al público los momentos más dramáticos de la historia, y las partes tediosas se supone que suceden fuera del escenario. Por tanto: salgo galopando de la Place Royale; cae el telón, hay un intermedio; el telón vuelve a alzarse, y me encuentro en Dunkerque, en el mejor dormitorio del señor Foot, sobre la Bomba y Arpeo, y estoy con Yevgeny y, apilados en el suelo a nuestro alrededor, se encuentran todas sus pieles, cueros y ámbar.
—Entonces, ¿es una especie de comerciante en materia prima? —preguntó Eliza.
—No hay necesidad de malhumores, niña.
—Simplemente intento descubrir cómo se metió en la obra.
—No tengo ni idea… no habla ni una palabra de nada. Bajé escaleras abajo y le planteé la misma pregunta al señor Foot, el propietario, un hombre de mundo, antiguo pirata…
—Me has hablado, y me has hablado, y me has hablado del señor Foot.
—Dijo que una o dos semanas antes, Yevgeny había venido remando en chalupa a la pequeña cala donde se encuentra la Bomba y Arpeo.
—Quieres decir que vino remando a la costa desde un barco que había atracado en Dunkerque.
—No, sólo eso, vino de más allá del horizonte. Cabalgó en una ola hasta la playa, tiró de la chalupa todo lo que pudo, se desmoronó en la entrada de la morada más próxima, que resultó ser la vieja Bomba. Bien, el señor Foot se ha encontrado en los últimos años con escasez de clientes, por lo que en lugar de arrojarlo como a un pescado, como hubiese hecho en los grandes días de la B y A, y descubriendo, además, que la chalupa estaba llena hasta la borda de valiosos artículos árticos, lo acarreó todo escaleras arriba. Finalmente colocó al propio Yevgeny en una red de carga y lo subió por la ventana usando una polea. Pensaba que cuando despertase sabría como conseguir más artículos iguales.
—Sí, puedo comprender con claridad la estrategia comercial.
—Ahí vas otra vez. Si me dejases terminar no juzgarías tan mal al señor Foot. Con el coste de muchas horas de duro trabajo, dio un entierro más o menos cristiano a los restos…
—¿Qué? No hemos hablado de restos.
—Debo haber olvidado mencionar que Yevgeny compartía la chalupa con varios camaradas que habían sucumbido ante los elementos…
—… o quizá ante Yevgeny.
—Lo mismo pensé yo. Pero, como el Buen Dios me dotó de más sesos, y menos bilis, que a otros, llegué a la conclusión que, de haber sido ése el caso, el raskolnik hubiese arrojado a las víctimas por la borda, especialmente después de volverse desagradables. El señor Foot, y sólo te lo cuento, niña, para limpiar el nombre de Yevgeny, dijo que las gaviotas habían arrancado completamente de los huesos la carne de esos cadáveres.
—O lo había hecho un Yevgeny algo hambriento —dijo Eliza, llevándose a los labios una taza de té para ocultar cierta sonrisa triunfal, y mirando por la ventana al ruso cubierto de pieles, que mataba el tiempo fumando una pipa tosca y afilando la aletas de su arpón con una piedra de afilar de bolsillo.
—Convertir en un buen personaje a mi amigo raskolnik, aunque tiene un corazón de oro, será imposible mientras, siendo una chica pulcra y elegante, mires boquiabierta su rudo exterior. Así que continuemos —dijo Jack—. A continuación, el señor Foot se encuentra con mi llegada, todo decorado con baratijas francesas, casi tan agotado como Yevgeny. Así que me acogió de la misma forma. Y finalmente le vino un caballero francés y le hizo saber que le gustaría comprar la Bomba y Arpeo, demostrando la regla de que no hay dos sin tres.
—Ahora me has dejado pasmada —dijo Eliza—.
¿Qué relación guardan esos tres sucesos entre sí para que los consideres un grupo de tres?
—Claro, de la misma forma que Yevgeny y yo vagábamos perdidos, pero en posesión de cosas de gran valor, el señor Foot se encontraba en penurias… Es un símil…
—Sí, tienes la expresión de tonto que se te queda cuando lo haces.
—Dunkerque ya no es igual desde que Leroy se la compró al rey Carlitos. Ahora es una gran base navale. Todos los piratas, ingleses y otros, que solían hospedarse, beber, apostar y putañear en la Bomba y Arpeo, han firmado con monsieur Jean Bart, o se han ido a Port Royal en Jamaica. Y a pesar de esos problemas, el señor Foot tenía algo de valor: la Bomba y Arpeo en sí. En la mente del señor Foot empezó a fraguarse una oportunidad, como un fantasma de teatro apareciendo de detrás de una nube de humo.
—De la misma forma que una sensación profunda de mal presagio empieza a adquirir forma en mi pecho.
—Tuve una visión en París, Eliza, de naturaleza bastante compleja; con muchos bailes y cantos, y con otras cosas horribles y obscenas en igual medida.
—Conociéndote como te conozco, Jack, no esperaría menos de una de tus visiones.
—Te ahorraré los detalles, la mayoría de los cuales no son aptos para una dama de tu educación. Que sea suficiente saber que guiándome por la fuerza de esa aparición celestial, y por otros signos y portentos, como los Tres Acontecimientos Similares en la Bomba y Arpeo, he decidido abandonar el vagabundeo y, junto con Yevgeny y el señor Foot, dedicarme a los negocios.
Eliza titubeó y se encogió, como si un tablón enorme, o algo similar, se le hubiese roto en el interior.
—¿Cómo es que —dijo Jack— cuando te sugiero que metas la mano y me agarres el chakra, no te importa en absoluto, pero cuando la palabra negocios sale de mis labios adoptas una expresión desconfiada y remilgada, como si fueses una virgen virtuosa que acabase de recibir propuestas indecorosas de parte de un lord grosero?
—No es nada. Por favor, continua —dijo Eliza, en una voz sin tono.
Pero Jack había perdido el valor. Empezó a irse por las ramas.
—Tenía la esperanza de que el hermano Bob estuviese en la ciudad, ya que habitualmente viajaba en el séquito de John Churchill. Y efectivamente, el señor Foot me dijo que hacía poco había pasado por allí, preguntando por mí. Pero luego el duque de Monmouth los había sorprendido a todos yendo a Dunkerque de incógnito, para reunirse con ciertos ingleses insatisfechos, y luego se apresuró a dirigirse por tierra a Bruselas. Uno de los tenientes de Churchill había enviado a Bob, que conoce muy bien ese terreno, para que lo siguiese e informase de sus movimientos.
Ante la mención del duque de Monmouth, Eliza volvió a mirar a Jack a la cara, de lo que él dedujo dos posibilidades: o estaba buscando una relación romántica con un aspirante (bastante discutible) al trono inglés o ahora consideraba entre sus numerosos intereses las conspiraciones políticas. De hecho, cuando la había sorprendido entrando en la Doncella, había estado escribiendo una carta con la mano derecha mientras realizaba la aritmética binaria con la izquierda, siguiendo el método del Doctor.
En cualquier caso —siempre que tuviese su atención— decidió atacar.
—Y fue en ese momento cuando el señor Foot me hizo consciente de la Oportunidad.
La cara de Eliza se convirtió en una máscara mortuoria, como cuando un médico dice: Por favor siéntese…
—El señor Foot dispone de muchos contactos en la industria de transporte…
—Contrabandistas.
—La mayor parte del transporte es contrabando en cierto grado —dijo Jack con aires de maestro—. Había recibido la visita personal de un tal señor Vliet, un holandés que buscaba adquirir una nave de tamaño moderado en condiciones de navegar, capaz de cruzar el Atlántico con una carga de tantas y tantas toneladas. El señor Foot se apresuró en asegurarse los servicios de Las llagas de Dios, una nave bien educada de doble velamen.
—¿Sabes siquiera lo que significa eso?
—Tiene velas cuadradas y triangulares, por lo que está bien preparada para navegar frente a los vientos del comercio, o recorrer las brisas volubles de la costa. Tiene una tripulación algo curiosa, pero bastante competente…
—¿Así que sólo requería avituallamiento y reacondicionamiento…?
—Era necesario, evidentemente, algo de capital.
—¿Así que el señor Vliet fue a Amsterdam y…?
—A Dunkerque fue el señor Vliet, y le explicó al señor Foot, quien luego me lo explicó a mí y, lo mejor que pudo, a Yevgeny, la naturaleza del viaje comercial propuesto: de una simpleza lapidaria, pero con la garantía de ser lucrativo. Acordamos juntar nuestras posesiones. Por suerte, no es difícil vender con rapidez en Dunkerque. Yo liquidé las joyas, Yevgeny las pieles, aceite de ballena y parte del ámbar, y el señor Foot vendió la Bomba y Arpeo a un cliente francés.
—La del señor Vliet parece una forma muy rebuscada para obtener financiación —dijo Eliza—, cuando hay un enorme mercado extremadamente vigoroso de capital aquí mismo en Amsterdam.
Ésa era (como Jack comprendió más tarde, cuando tuvo mucho tiempo para pensarlo) la forma en que Eliza le decía que opinaba que el señor Vliet era un bribón, y el viaje no era algo en lo que una persona en sus cabales debería invertir. Pero habiendo permanecido en Amsterdam durante tanto tiempo, lo dijo en el zargón de los banqueros.
—¿Por qué no vender las joyas y entregar el dinero a tus chicos? —añadió.
—¿Por qué no invertirlo, ya que no tienen necesidad inmediata del dinero, y en unos años darles cuatro veces esa cantidad?
—¿Cuatro?
—No espero menos.
Eliza puso cara de que le estaban obligando a tragarse una nuez inglesa entera.
—Hablando de dinero —murmuró—, ¿qué fue del caballo y las plumas de avestruz?
—El noble corcel permanece en Dunkerque aguardando el retorno de John Churchill, que ha manifestado su intención de comprármelo. Las plumas están seguras en manos de mis agentes en París —dijo Jack, y se agarró al borde de la mesa con las dos manos, anticipando un interrogatorio completo. Pero Eliza abandonó el tema, como si no pudiese soportar acercarse más a la verdad. Jack comprendió que ella no había esperado volver a verle jamás, ni tampoco el dinero: que ella se había retirado, hacía mucho tiempo, de la asociación que habían formado bajo el palacio del emperador en Viena
Eliza no le miraba a los ojos, no se reía de sus chistes, no enrojecía cuando la provocaba, y él pensó que el frío de Amsterdam le había helado el alma: había absorbido de sus venas el humor de las pasiones. Pero con el tiempo la convenció para que saliese a la calle con él. Cuando se puso en pie, y el propietario de la Doncella le ayudó a ponerse una capa, tenía mejor aspecto que nunca. Jack estaba a punto de felicitarla por su habilidad con la aguja cuando se dio cuenta de que llevaba anillos de oro en los dedos, y joyas alrededor del cuello, y supo que probablemente no había tocado hilo y aguja desde la llegada a Amsterdam.
—¿Windbandel, o regalos de pretendientes?
—No escapé de la esclavitud para convertirme en puta —respondió Eliza—. Tú puede que te despiertes junto a Yevgeny y te lo tomes a broma… yo me lo tomaría de otra forma.
Yevgeny, sin saber que lo usaban de tal forma, los siguió por las calles limpiadas de la ciudad, golpeando el pavimento con la parte posterior del arpón. Finalmente llegaron al distrito suroeste no tan limpio, y empezaron a oír bastante francés y ladino, ya que allí vivían hugonotes y sefardíes, incluso algunos raskolniks, que pararon a Yevgeny para intercambiar rumores e historias. Las casas se volvieron cascadas y desiguales, hundiéndose en el lodo tan rápidamente que casi podías ver cómo se movían, y los canales se hicieron estrechos y se cubrieron de espuma, como si el comercio los alterase muy de vez en cuando.
Caminaron por una calle así hasta un almacén donde descargaban sacos pesados a la bodega de un balandro.
—Ahí está, nuestro producto —dijo Jack—. Tan bueno como el oro, y en algunas partes del mundo más valioso.
—¿Qué es? ¿Avellanas? —preguntó Eliza—. ¿Granos de café? —Jack no tenía ninguna razón en particular para guardar el secreto, pero ésa era la primera vez que ella había manifestado interés en la empresa, y quería que durase.
La bodega del balandro estaba llena. De forma que incluso mientras Jack, Eliza y Yevgeny se acercaban, las líneas se habían retirado y habían izado las velas, y comenzó a deslizarse por el canal frente a una brisa débil, en dirección al puerto interior, a unos pocos minutos a pie.
Lo siguieron a pie.
—¿Tienes seguro? —preguntó Eliza.
—Es curioso que lo preguntes —dijo Jack, y en este punto Eliza puso los ojos en blanco y dejó caer los hombros como una de esas casas que se hundían—. El señor Foot dice que ésta es una gran aventura, pero…
—Quiere decir que le habéis hecho al señor Vliet un préstamo à la grosse aventure, que es una forma típica de financiar viajes comerciales —dijo Eliza—. Pero los que realizan el préstamo siempre compran un seguro… si pueden encontrar a alguien que se lo venda. Puedo indicarte un salón de café especializado precisamente en eso. Pero…
—¿Cuánto cuesta?
—Depende de todo, Jack, no hay precio fijo. ¿Me estás diciendo que no os queda dinero suficiente para comprar un seguro?
Jack no dijo nada.
—Si es así, deberías retirarte, ahora.
—Demasiado tarde… la vitualla está pagada y almacenada en la bodega de Las llagas de Dios. Pero quizás haya sitio para un inversor más
Eliza lanzó un gruñido.
—¿Qué te ha pasado? Ser un vagabundo se te da muy bien, y ganas una buena suma. Pero invertir… no es tu metier.
—Me gustaría que lo hubieses mencionado antes —dijo Jack—. Porque desde el primer momento que el señor Foot me lo mencionó, vi este viaje comercial como una forma de ganar respeto a tus ojos. —Luego Jack estuvo a punto de caerse a un canal, porque decir la verdad tan imprudentemente le había provocado un mareo. Eliza, por su parte, tenía el aspecto de alguien a quien Yevgeny le hubiese clavado el arpón en el cuello… Dejó de caminar, plantó bien los pies y cruzó los brazos sobre el corpiño como si contuviese un dolor de estómago; miró el canal durante unos momentos con ojos húmedos, y lloriqueó un poco.
Jack debería haberse sentido encantado. Pero todo lo que sintió, finalmente, fue una sensación apagada de fatalidad. No le había contado a Eliza lo del pescado podrido o los caballos de ojos color rosa. Ciertamente no había mencionado que podría haber matado, pero que por idiota no lo había hecho, al villano que la había convertido en esclava. Pero sabía que algún día ella lo descubriría, y cuando eso sucediese, él no quería estar en el continente europeo.
—Déjame ver el barco —dijo Eliza al fin.
Giraron una esquina y les saludó una de esas vistas súbitas y sorprendentes de Amsterdam, canal abajo hasta el Ijsselmeer cubierto de barcos. Plantada en la orilla del Ij estaba la torre Herring-Packers, un silo redondeado de ladrillo que se elevaba sobre un muelle descuidado y apestoso donde estaban anclados tres barcos: un par de buques viejos que llevaban avituallamiento a barcos mayores en el puerto exterior y Las llagas de Dios, que tenía aspecto de barco que estuviesen desmontando. Habían retirado todas las compuertas para la carga, y lo que quedaba tenía un aspecto estructuralmente dudoso, especialmente cuando le cargaban grandes toneles sudorosos de arenques y esos misteriosos sacos del almacén.
Pero antes de que Jack pudiese encarar directamente el tema de la capacitación para la navegación, Eliza —moviéndose con una contundencia que él ya no podía fingir— se había desplazado por el muelle, arrastrando con la falda un montón de cosas que más tarde lamentaría haber llevado a casa. Un saco se había abierto y el contenido que se mostraba disperso se rompió, fracturó y estalló bajo sus zapatos al acercarse. Se inclinó y metió la mano en el agujero, como si fuese un Tomás dubitativo, y sacó un puñado de la carga, y lo dejó caer en una colorida lluvia tintineante.
—Conchas de cauri —dijo distraída.
Jack pensó, al principio, que se había quedado pasmada —quizá debido a la brillantez y a la magnificencia del plan—, pero prestando más atención comprobó que manifestaba todos los síntomas de la reflexión.
—Para ti son conchas de cauri —dijo Jack—. ¡En África, esto es dinero!
—No por mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir? El dinero es dinero. El señor Vliet lleva guardándolas desde hace veinte años, esperando la caída de precios.
—Hace unas semanas —dijo Eliza—, llegaron noticias de que los holandeses habían adquirido ciertas islas, cerca de la India, llamadas Maldivas y Lacadivas, y que allí se había encontrado gran número de conchas de cauri. Desde la llegada de la noticia, se las ha considerado carentes de valor.
Piezas de India
A Jack le llevó algo de tiempo recuperarse.
Tenía una espada, y el señor Vliet, un hombre mofletudo de pelo muy rubio, no estaba más que a un tiro de piedra, repasando unos papeles con un proveedor del barco, y era natural imaginarse corriendo hasta allí e insertando la punta de la espada entre cualquiera de las papadas del señor Vliet y empujando con fuerza. Pero eso, suponía, no haría más que demostrar la tesis de Eliza (a saber, no tenía madera de comerciante), y no quería darle semejante satisfacción. Jack no iba a obtener el tipo de satisfacción que ansiaba desde hacía seis meses, y por tanto, ¿por qué iba a obtenerla ella? Como forma de mantener el cuerpo ocupado mientras la mente trabajaba, ayudó a llevar algunos barriles planchas arriba hasta la cubierta de la nave.
—Ahora comprendo la palabra Windhandel de una forma diferente —fue todo lo que se le ocurrió—. Esto es real —dijo, dándole una palmada a un barril— y esto —dando un zapatazo a la cubierta de Las llagas de Dios— es real, y éstas —levantando dos puñados de conchas de cauri— son reales, y todo esto tan real, ahora mismo, como lo era hace diez minutos, y antes de que llegasen rumores de las Maldivas y las Lacadivas…
—Las noticias llegaron por tierra… más rápido que el viaje normal de los barcos, cuando tienen que bordear el cabo de Buena Esperanza. Así que es posible que tú llegues a África antes que los grandes cargamentos de conchas de cauri que, presumo, se dirigen allí desde las Maldivas.
—Justo como el señor Vliet había planeado, estoy seguro.
—Pero cuando llegues a Africa, ¿qué comprarás con las conchas de cauri, Jack?
—Tela.
—¿¡Tela!?
—Luego navegaremos al oeste… se dice que hay un gran mercado para la tela africana en las Indias Occidentales.
—Los africanos no exportan tela, Jack. La importan.
—Debes estar confundida, el señor Vliet ha sido muy claro en ese punto, navegaremos hasta África y cambiaremos las conchas de cauri por piezas de India, que estoy seguro sabes significa tela india, y luego las llevaremos al otro lado del Atlántico…
—Una pieza de India es una expresión que significa esclavo africano hombre entre quince y cuarenta años —dijo Eliza—. La tela India, como las concha de cauri, es moneda en África, y los africanos venden a uno de los suyos por una pieza de la otra.
Ahora un silencio casi tan largo como el de la fiesta del duque d’Arcachon. Jack de pie en el puente de lento movimiento de Las llagas de Dios, Eliza en el muelle.
—Vas a meterte en el tráfico de esclavos —dijo ella, con voz apagada.
—Bien… no tenía ni idea, hasta ahora.
—Te creo. Pero ahora tendrás que bajar del barco y alejarte de él.
Era una idea estupenda, y una parte de Jack estaba encantada. Pero el Demonio de la Perversidad prevaleció, y Jack decidió tomarse la sugerencia con espíritu negativo y resentido.
—¿Y simplemente perder mi inversión?
—Mejor que perder tu alma inmortal. Ya sé que perdiste las plumas de avestruz y el caballo, Jack, sé que fue así… ¿por qué no hacer lo mismo ahora?
—Esto es con diferencia mucho más valioso.
—¿Qué hay del otro artículo que saqueaste en el campamento del Gran Visir, Jack?
—¿La espada?
Eliza movió la cabeza para decir no, le miró a los ojos y esperó.
—Lo recuerdo —le concedió Jack.
—¿También la perderás a ella?
—Ella es mucho más valiosa, sí…
—Y vale mucho más dinero —dijo Eliza con cierta picardía.
—¿No estarás proponiendo venderte a ti misma…?
Eliza pasó a una extraña amalgama de risa y llanto.
—Me limito a decir que ya he ganado mucho más dinero de lo que valían las plumas, la espada y el caballo, y pronto voy a ganar mucho más… y por tanto si es el dinero lo que te preocupa, abandona Las llagas de Dios y quédate conmigo en Amsterdam… pronto olvidarás la misma existencia de ese barco.
—No parece respetable… vivir de una mujer.
—¿Cuándo en tu vida te ha preocupado el respeto?
—Desde que la gente comenzó a respetarme.
—Te ofrezco seguridad, felicidad, riqueza… y mi respeto —dijo Eliza.
—No me respetarías durante mucho tiempo. Déjame partir en este viaje, y recuperar mi dinero; luego…
—Un viaje para ti. Desdicha eterna para los africanos que compres y para sus descendientes.
—En cualquier caso, he perdido a mi Eliza —dijo Jack encogiéndose de hombros—. Así que eso me convierte en una autoridad en lo que se refiere a la desdicha eterna.
—¿Quieres tu vida?
—¿Esta vida? No especialmente.
—Sal del barco, si quieres tener una vida.
Eliza se había dado cuenta de algo que Jack no había percibido: habían terminado de cargar Las llagas de Dios. Las escotillas volvían a su sitio, habían pagado el arenque (con monedas de plata, no concha de cauri) y los marineros recogían los cabos. Sólo el señor Vliet y Yevgeny permanecían en el muelle, el primero regateando con un apotecario sobre un arcón de medicinas, y el segundo recibiendo la bendición de un sacerdote raskolnik de alto sombrero. Esa escena era tan curiosa que desvió por completo la atención de Jack, hasta que todos los marineros comenzaron a aullar. Luego los miró a ellos. Pero ellos contemplaban un espectáculo aparentemente horrible en el muelle, lo que hizo que Jack temiese de pronto que los rufianes, o similar, estuviesen atacando a Eliza.
Jack se volvió a tiempo de descubrir que Eliza había agarrado el arpón que Yevgeny había dejado apoyado contra un montón de cajas y se encontraba justo en el acto de lanzarlo contra Jack. Ella no era, por supuesto, una arponera profesional, pero poseía la habilidad femenina de apuntar al corazón, y por tanto el arma fue hacia él tan directamente como la verdad. Jack, recordando un fragmento del arte de la lucha con espada de sus días de regimiento, se giró de lado para ofrecer un blanco más estrecho, pero perdió el equilibrio y cayó hacia el palo mayor y lanzó el brazo izquierdo para frenarla caída. Los amplios lóbulos del arpón cortaron a todo lo ancho del pecho y el arpón rebotó en una costilla, o algo, de forma que la punta penetró en el antebrazo y pasó de lado por el espacio estrecho entre los dos huesos y se hundió en el palo mayor, dejándole fijado. Sintió todo eso antes de verlo porque miraba a Eliza. Pero ésta ya se había dado la vuelta y se alejaba caminando, sin importarle siquiera si le había dado o no.