Dorset
JUNIO 1685

 

Nunca he justificado el ajusticiamiento del rey, pero los desastres que caen sobre los reyes cuando se inician en la arbitrariedad no carecen de utilidad, y son como faros que señalan a sus sucesores las arenas que deben evitar.

 

Los males que con justicia podrían comprenderse de un gobierno de los rebeldes presbiterianos,
ANÓNIMO, ATRIBUIDO A
BERNARD MANDEVILLE, 1714

 

Bob habla de la rebelión de Monmouth

Si los desvaríos del pobre Jack contenían algo de verdad, entonces usted ha estado entre Personas de Alcurnia. Por tanto ya sabe lo importante que es la Familia para esa gente: no sólo les da nombre sino también posición, un trozo de tierra al que llamar hogar, ganancias y comida, y es la ventana a través de la cual miran y perciben el mundo. También les trae problemas: porque nacen como herederos de personas superiores a las que deben obedecer, hay tejados que deben reparar y tienen diversos problemas locales que les pertenecen tanto como sus nombres.

Ahora, en lugar de «Persona de Alcurnia» ponga «hombre corriente de la soldadesca» y en lugar de «Familia» ponga «regimiento», y poseerá un retrato bastante ajustado de mi vida.

Parece haber pasado bastante tiempo con Jack, así que le ahorraré la explicación de cómo dos alondras del lodo acabaron en un regimiento en Dorset. Pero mi carrera ha sido como la imagen especular de la suya, es decir, todo invertido.

El regimiento del que le habló era como la mayoría de los ingleses, es decir, era una milicia. Los soldados eran personas corrientes de la comarca y los oficiales eran caballeros locales, y el gran jefe era un Par, el lord teniente —en nuestro caso, Winston Churchill— que consiguió el trabajo a base de vivir en Londres, llevar las ropas correctas y decir lo correcto.

En su época, todos esos regimientos de milicias formaban la New Model Army de Cromwell, que derrotó a los caballeros, mató al rey, abolió la monarquía e incluso atravesó el canal para derrotar a los españoles en Flandes. Carlos II no pasó nada de eso por alto. Después de su retorno, tuvo como práctica mantener soldados profesionales en nómina. Su función consistía en mantener controladas a las milicias.

Puede que sepa que los caballeros que facilitaron el retorno de Carlos II recalaron en el norte y llegaron desde Tweed, atravesando la corriente fría con un regimiento al mando del general Lewis. Ese regimiento se llama la guardia de la corriente fría, y el general Lewis se convirtió en duque de Tweed por las molestias. Igualmente, el rey Carlos creó la guardia de granaderos. Probablemente hubiese disuelto por completo la milicia si hubiese podido, pero los años 60 eran muy turbulentos, con eso de la plaga y el incendio, y con los puritanos amargados recorriendo el país. El rey necesitaba sus lores teniente para mantener controlada a la gente, les concedió poderes para registrar hogares en busca de armas y para mandar a los problemáticos a prisión. Pero un lord teniente no podía ejercer esos poderes más que por medio de una milicia local y por tanto las milicias perduraron. Y fue en esa época más o menos cuando Jack y yo salimos del campamento de vagabundos y nos convertimos en chicos de regimiento.

Unos años después, John Churchill alcanzó la edad —dieciocho años— en la que se le consideró listo para aceptar su primer puesto, y se le dio un regimiento de guardias granaderos. Se trataba de un regimiento nuevo. Se le dotó de algunos hombres, armas y elementos necesarios, pero el resto lo tenía que conseguir por sí mismo, y por tanto hizo lo natural y reclutó a muchos soldados y suboficiales del regimiento de milicia de su padre en Dorset, incluyéndonos a Jack y a mí. Porque hay una diferencia entre familias y regimientos, y es que en estos últimos no hay mujeres y no pueden aumentar de número de la forma natural, es preciso hacer crecer a los nuevos miembros de la tierra como a la cosecha, o si lo prefiere, los impuestos.

Bien, le ahorraré la recitación de mi carrera a las órdenes de John Churchill, porque sin duda ya conoce una versión calumniosa de la misma cortesía de mi hermano Jack. En gran parte consistió en largas marchas y asedios en el Continente —muy repetitivo— y el resto en desfilar alrededor de Whitehall y St. James, porque nuestro propósito nominal es proteger al rey.

Más tarde, tras la muerte de Carlos II, John Churchill pasó un tiempo en el Continente, yendo a Versalles para reunirse con el rey Luis y aguardar un tiempo en Dunkerque para vigilar al duque de Monmouth. Yo estaba allí con él y por tanto cuando Jack llegó a bordo de un buque mercante cargado de conchas de cauri, fui a mantener una charla fraternal con él.

En este punto mi relato podría volverse espantoso. No voy a describir a Jack. Baste decir que he visto cosas mejores y peores en los campos de batalla. El mal francés estaba en un estado muy avanzado y no razonaba. Por él supe de usted. En particular, supe que usted tiene la aversión más intensa posible a la esclavitud, sobre lo cual diré algo más adelante. Pero primero debo hablar sobre Monmouth.

Había un tal señor Foot a bordo de Las llagas de Dios, uno de esos tipos agradables y de aspecto inofensivo a los que cualquiera les contaría cualquier cosa, y que en consecuencia lo saben todo y conocen a todo el mundo. Mientras esperaba a que Jack recuperara el sentido, pasé algunas horas con él y recogí los últimos cotilleos —o, como decimos en el ejército, inteligencia— de Amsterdam. El señor Foot me contó que la fuerza de invasión de Monmouth se estaba concentrando en Texel y que con seguridad se dirigía al puerto de Lyme Regis.

Cuando hube terminado de despedirme del pobre Jack, fui a tierra e intenté buscar a mi amo, John Churchill, para darle las noticias. Pero acababa de partir para Dover, con destino Londres, y me había dejado instrucciones de seguirle en un barco más lento con ciertos elementos del regimiento.

Bien, probablemente le he dado la impresión de que la guardia granadera se encontraba en Dunkerque, lo que no es cierto. Estaba en Londres, protegiendo al rey. ¿Por qué no estaba yo con mi regimiento? Para responder debo explicarle qué soy para John Churchill y qué es él para mí, lo que llevaría más tiempo del que vale la pena invertir. Debido a mi avanzada edad —casi treinta años— y mi largo tiempo de servicio, soy un suboficial muy superior. Y si conociese usted el ejército eso le indicaría muchas cosas sobre la naturaleza peculiar e irregular de mis deberes. Hago las cosas que son demasiado difíciles de explicar.

No está muy claro, ¿verdad? Aquí tiene un buen ejemplo: hice caso omiso de las órdenes, me quité el uniforme, pedí prestado dinero con el buen nombre de mi amo y adquirí pasaje en un barco con destino al oeste que me acabó dejando en Lyme Regis. Antes de embarcar, le envié a mi amo noticias de que iba a ocuparme del oeste, donde había oído que era preciso ahorcar a algunos vagabundos. Como estoy seguro de que habrá notado, era tanto una profecía de lo que pronto iba a pasar, y un recordatorio de acontecimientos acaecidos largo tiempo atrás. Monmouth había puesto rumbo a Dorset porque era un famoso hervidero de rebelión protestante. Ashe House, que era la sede de la familia Churchill, miraba al puerto de Lyme Regis, que había sido el escenario de un terrible asedio durante la guerra civil. Algunos de los Churchill habían sido cabezas peladas, y otros, caballeros. Winston había tomado el lado de los caballeros, había acabado dominando ese lugar rebelde, y él y su hijo se habían acabado convirtiendo en hombres más importantes por sus molestias. Ahora Monmouth —el viejo compañero de armas de John de los días del asedio a Maastricht— regresaba para convertir el lugar en una carnicería. Hacía que Winston pareciese idiota o desleal a los ojos del resto del parlamento y haría dudar de la lealtad de John.

Durante algunos años, John ha formado parte de la casa del duque de York—ahora el rey Jacobo II—, pero su esposa Sarah es ahora ayuda de cámara de la hija del duque, la princesa Ana: una protestante que algún día podría ser reina. Y entre los londinenses que cotillean unos con otros para ganarse la vida, eso se interpreta como que John se limita a fingir lealtad al rey, aguardando el momento justo para traicionar a ese papista y colocar a un protestante en el trono. No son más que chismes de la corte, ¿pero qué pasaría si Monmouth usara el territorio de John como cabeza de playa de una rebelión protestante?

La pequeña flota de Monmouth atracó en el puerto de Lyme Regis dos días después de mi llegada. El pueblo estaba emocionado, creían que Cromwell se había reencarnado. En un día, mil quinientos hombres se reunían bajo su estandarte. El único que no se le adhirió fue el alcalde. Pero yo ya le había advertido de que tuviese los caballos ensillados y el equipaje preparado. Le ayudé a escapar, a él y a su familia, siguiendo senderos ocultos de vagabundos, y él envió mensajeros a los Churchill en Londres. De tal suerte Winston podría presentarse ante el rey y decir «Mis súbditos están rebelándose, y esto es lo que mi hijo yo vamos a hacer al respecto» en lugar de que la noticia le pillase por sorpresa.

Pasaría una semana, como poco, antes de que mi regimiento pudiese llegar desde Londres, lo que significaba que Monmouth tenía una semana para reunir su ejército, y que yo tenía una semana para ser de utilidad. Hice cola en la plaza del mercado de Lyme Regis hasta que el registrador apuntó mi nombre en su gran libro; le dije que era Jack Shaftoe y bajo ese nombre me uní al ejército de Monmouth. Al día siguiente nos agrupamos en un campo sobre el pueblo y me entregaron mi arma: una hoz atada al extremo de un palo.

Lo sucedido en esa semana fue muy divertido para John Churchill cuando se lo conté, pero para usted sería tedioso. Sólo hay una parte que podría resultarle de interés, y fue lo que sucedió en Taunton. Taunton es un pueblo del interior. Nuestro pequeño ejército llegó allí después de atravesar la campiña durante varios días. Para entonces ya éramos tres mil. El pueblo nos recibió todavía mejor que Lyme Regis; las muchachas de la escuela le entregaron a Monmouth una bandolera que habían bordado ellas mismas, y nos sirvieron comidas en la cantina que habían montado en la plaza del pueblo. Una de esas chicas, de dieciséis años, Abigail Frome…

¿Debo dedicar mil o diez mil palabras a contar cómo me enamoré de Abigail Frome? «Me enamoré» no le hace justicia, pero diez mil palabras apenas serían mejor, así que es mejor dejarlo así. Quizá la amase porque era una verdadera chica rebelde, y mi corazón estaba con la rebelión. Mi mente comprendía que estaba condenada, pero mi corazón escuchaba al Demonio de la Perversidad. Escogí el nombre de Jack Shaftoe porque suponía que mi hermano ya estaba muerto y no lo iba a necesitar. Pero ser «Jack Shaftoe» había despertado una lujuria que había olvidado: quería ir de vagabundeo. Y quería llevarme a Abigail Frome conmigo.

Así fue el primero, y posiblemente el segundo, día de encaprichamiento. Pero entre esos largos días soleados de junio había noches cortas de sueño inquieto y entrecortado, cuando las preocupaciones se disolvían en sueños extraños que terminaban conmigo sentado firme y anonadado en la cama, como un marinero que acaba de sentir que el barco choca con un arrecife, y que sabe que debería hacer algo más que estar tendido. No me había acostado con la chica, ni siquiera la había besado. Pero creía que estábamos unidos, y que tenía que prepararme para una vida totalmente diferente. El vagabundeo y la rebelión no podían formar parte de esa vida, valen para los hombres, pero los hombres que intentan llevar a esa vida a sus mujeres e hijos no son más que bastardos. Si ha pasado un tiempo con Jack por los caminos ya sabrá a qué me refiero.

Así que mi pasión de vagabundo por esa chica rebelde me hizo volverme finalmente contra la rebelión. Podía flirtear con una o con otra, pero no con las dos; y flirtear con Abigail era mucho más agradable.

Llegaron noticias de que la milicia —mi antiguo regimiento del vulgo local— era requerida para realizar su función manifiesta, es decir, sofocar la rebelión. Deserté de mi regimiento rebelde, huí de Taunton y me fui al lugar de reunión. Algunos de los hombres estaban dispuestos a unir sus fuerzas a Monmouth, algunos le eran leales al rey y la mayoría estaban demasiado asustados o perplejos para hacer nada. Reuní una compañía de hombres leales, ligeramente mejores que estranguladores, y los llevé hasta Chard, a donde finalmente había llegado John Churchill para montar su campamento.

Ésta es una ocasión tan buena como cualquier otra para mencionar que me vieron mientras me escabullía por entre las líneas rebeldes en Taunton, pero no fue el centinela, un peón agrícola adormilado, sino su perro. El perro me había perseguido, me había agarrado por la pernera de los calzones y me retuvo el tiempo suficiente para que el granjero viniese a por mí con una horca. Como puede apreciar, había dejado que las cosas se me fuesen de las manos. Se debió a que tengo un aprecio fatuo por los perros, y siempre lo he tenido, desde que era un muchacho alondra del lodo y las Personas de Alcurnia me llamaban perro. Había retirado la hoz del extremo del palo, dejándola en Taunton, pero todavía tenía el palo, así que lo levanté y golpeé expertamente entre los ojos del perro, que recuerdo me miraba con furia. Pero era de raza terrier y por ninguna razón iba a dejar escapar a su presa. El granjero me atacó con la horca. Yo me hice a un lado. Uno de los dientes se me metió bajo la piel de la espalda, se movió por allí como un palmo, y luego surgió en otro punto. Yo di un golpe desde atrás con el palo y le di en el puente de la nariz. Soltó la horca y se llevó las manos a la cara. Me saqué el hierro del cuerpo, lo levanté por encima del perro y le dije al granjero que si se limitaba a llamar a la maldita criatura no me vería obligado a derramar la sangre de nadie, excepto la mía.

Comprendió que era la solución más sabia. Pero ya me había reconocido:

—¡Shaftoe! —me dijo—, ¿se te ha ido el valor tan pronto?

Le reconocí como el tipo con el que había pasado el tiempo mientras esperaba en la cola de Lyme Regis para alistarme en el ejército de Monmouth.

Estoy acostumbrado a las evoluciones predecibles y regulares de las marchas, los entrenamientos y los asedios. Pero allí estaba, unos pocos días después de encapricharme como un jovencito de Abigail Frome, me encontraba ejecutando uno de esos líos teatrales que se producen en el acto cuarto de una comedia. Estaba abandonando la rebelión para forjarme una nueva vida con una muchacha rebelde, que se había enamorado no de mí, sino de mi hermano, que estaba muerto. Yo que he matado a bastantes hombres me había dejado atrapar y reconocer por no hacer daño a un chucho. Y yo que estaba haciendo —si se me permite decirlo— algo que exigía un poco de coraje, y que demostraba mi lealtad, sería ahora denunciado como cobarde y traidor, y Abigail me consideraría así para siempre.

Un civil —con su permiso— se hubiese sentido desconcertado y perplejo. Mi mente de soldado reconoció de inmediato la situación como una cagada, una jodienda, una Situación Normal. Esas cosas nos pasan continuamente, y en general acarrean consecuencias peores que el que una chica guapa decida que te desprecia. Eso lo pasamos con bebidas fermentadas y humor negro. Me alejé de allí sin mayor violencia. Pero para cuando llegué hasta el campamento de John Churchill, la herida de horca había supurado, y un barbero tuvo que abrirla y airearla. Yo no pude verla, pero todos los que la miraron dieron un paso atrás. En realidad era una herida superficial, y sanó con rapidez una vez que tuve fuerzas para huir del barbero. Pero el que hubiese entrado en el campamento sangrando y febril al mando de una columna de tropas milicianas leales hizo que pareciese un gesto más importante de lo que era en realidad. John Churchill me hundió en halagos y honores, y me entregó un monedero. Cuando le conté toda la historia, se rió y reflexionó:

—Ahora estoy doblemente en deuda con tu hermano… me ha provisto de un excelente caballo y de inteligencia vital.

Jack me dice que sabe usted leer, así que dejaré que se informe sobre los detalles de la lucha en los libros de historia. Mencionaré algunos detalles en particular, porque dudo que los historiadores los consideren con la importancia suficiente para ser recordados.

El rey declinó confiar en John Churchill por las razones antes mencionadas. El mando supremo se le cedió a Feversham, quien a pesar de su nombre es francés. Años atrás Feversham emprendió la tarea de volar algunas casas con pólvora, supuestamente para detener el avance de un incendio, pero en realidad, sospecho yo, porque estaba poseído por esa necesidad, común a todos los hombres, de volar cosas porque sí. Momentos después de satisfacer esa ansia, un fragmento volador le dio en el cerebro y le dejó inconsciente. El cerebro se le hinchó. Para dejarle espacio, los cirujanos le abrieron un agujero en el cráneo. Puede imaginarse por sí sola los detalles, baste decir que ese hombre es un anuncio vivo del gremio de peluqueros. El rey Jacobo II confía en él, lo que, si no sabe nada más sobre Su Majestad, le ofrecerá información suficiente para formarse una opinión sobre su reinado.

Fue a ese Feversham al que pusieron al mando de la expedición para aplastar la rebelión del duque de Monmouth, y el que recibió el crédito por su éxito, pero fue John Churchill el que ganó las batallas, y mi regimiento, como siempre, el que peleó. En un momento dado, el duque de Grafton salió al frente de la caballería y luchó con Monmouth. El enfrentamiento no fue demasiado importante, pero lo menciono para darle cierto color a la historia, ¡porque Grafton es uno de los bastardos de Carlos II, al igual que el propio Monmouth!

La campaña sólo fue emocionante por la narcolepsia de Feversham. Eso, combinado con su incapacidad para comprender nada incluso cuando estaba despierto, hizo que durante un día o dos pareciese que Monmouth tenía una oportunidad. Yo pasé la mayor parte de ese periodo tendido boca abajo, recuperándome de la herida de horca. Y me considero con suerte, porque no sentía, ni siento, amor por el rey, y me gustaban esos inconformistas rústicos con las hoces y los trabucos.

Al final Monmouth abandonó a los hombres que luchaban y morían por él. Lo encontramos encogido de miedo en una acequia. Lo mandaron a la Torre de Londres y murió humillado.

Los granjeros y comerciantes de Lyme Regis y Taunton que habían formado el ejército de Monmouth eran ingleses de pies a cabeza, lo que significa que no sólo eran gentes razonables, moderadas, decentes y sensatas, sino que no concebían, ni conocían, otra forma de ser. Simplemente no se les ocurrió que Monmouth pudiese abandonarles e intentase escapar de la isla. Pero a mí sí se me había ocurrido, porque había pasado años luchando en el continente.

Igualmente, jamás imaginaron la represión posterior. Viviendo en los campos verdes y amplios o asentados en aquellos somnolientos pueblos mercantiles, no comprendían las mentes febriles de los londinenses. Si asistes a muchas representaciones teatrales, como lo hacíamos Jack y yo, pronto te das cuenta de que los dramaturgos no disponen más que de unas pocas historias. Así que las reutilizan una y otra vez. En ocasiones, cuando te cuelas en una obra que acaba de estrenarse, los personajes y situaciones te resultan extrañamente familiares, y para cuando concluye la primera escena, recuerdas que ya la has visto varias veces antes, sólo que transcurría en la Toscana en lugar de en Flandes, y que el profesor era un párroco, y que el coronel senil era un almirante chiflado. De manera similar, los grandes y poderosos de Inglaterra tienen la historia de Cromwell bien grabada en la cabeza, y en cuanto sucede algo mínimamente inquietante —especialmente si es en el campo e implica a los no conformistas— deciden, al instante, que se trata de la guerra civil. Y lo único que quieren es descubrir al que ejecuta el papel de Cromwell y clavarle la cabeza en una pica. Al resto hay que someterlo. Y así será hasta que a los hombres que gobiernan Inglaterra se les ocurra una historia diferente.

Peor aún, Feversham era un noble francés para quien los campesinos (como consideraba a esa gente) eran haces de leña a meter en la chimenea. Para cuando hubo terminado, hasta el último árbol de Dorset tenía a pequeños terratenientes, ruederos, toneleros y mineros colgando de sus ramas.

Churchill no quería participar. Regresó a Londres tan directamente como pudo, junto con sus regimientos, incluyéndome a mí. Feversham no se había demorado en extender la historia de su gloriosa lucha. Ya se había convertido a sí mismo en héroe, y todas las partes del relato se convirtieron en algo mucho más espectacular de lo que habían sido en realidad. La acequia en la que capturamos a Monmouth se ensanchó, en la narración, hasta convertirse en un tumultuoso barranco llamado el Torrente Negro. El rey quedó tan sobrecogido por esa parte de la historia que le concedió a mi regimiento un nuevo nombre: ahora somos, y para siempre, la guardia personal del rey Torrente Negro.

Ahora al fin puedo hablarle de la esclavitud, que según Jack es una práctica sobre la que usted abriga opiniones muy claras.

El lord jefe de justicia es un tipo llamado Jeffreys, reputado por su crueldad y mente sangrienta incluso en sus mejores momentos. Ha invertido la vida congraciándose con los caballeros, los católicos y la corte afrancesada, y cuando el rey Jacobo II llegó al trono Jeffreys recibió su recompensa y se convirtió en el juez más importante de Inglaterra. La rebelión de Monmouth trajo un olor a sangre en el viento del oeste, y Jeffreys lo siguió como un perro de presa y estableció un tribunal en esa zona del país. Ha ejecutado a no menos de cuatrocientas personas, es decir, cuatrocientos además de los muertos en la batalla y los colgados por Feversham. En algunas zonas del continente, cuatrocientos ahorcamientos casi no se notarían, pero en Dorset se considera una cifra muy alta.

Como puede imaginar, Jeffreys ha invertido mucho ingenio en encontrar razones para ejecutar a los hombres. Pero en muchos casos ni siquiera él podía justificar la pena capital, y por tanto al acusado se le sentenciaba a la esclavitud. ¡Dice algo sobre su estado mental el que considere la esclavitud un castigo más indulgente que la muerte! Jeffreys ha vendido a mil doscientos protestantes normales del West Country a la esclavitud en el Caribe. Ahora mismo van de camino a Barbados, donde ellos y sus descendientes cortarán caña de azúcar para siempre entre negros e irlandeses, sin tener la esperanza de conocer jamás la libertad.

La muchacha que amo, Abigail Frome, se ha convertido en esclava. Es lo que ha pasado con todas las colegialas de Taunton. En su mayor parte, no han vendido esas chicas a las plantaciones de azúcar; no sobrevivirían al viaje. En lugar de eso, las han repartido entre distintos cortesanos de Londres. Lord Jeffreys las ofrece cómo a las ostras en un pub. A sus familias en Taunton no les queda más recurso que comprarlas de nuevo, al precio que exijan sus dueños.

Abigail es ahora propiedad de un antiguo compañero de colegio de lord Jeffreys: Louis Anglesey, el conde de Upnor. A su padre lo colgaron, y su madre murió hace muchos años; de sus primos, tías y tíos, muchos han sido enviados a Barbados, y los que quedan no tienen dinero para comprar a Abigail. Upnor ha acumulado enormes deudas de juego, lo que mandó a su padre a la bancarrota y hace años le obligó a vender su casa; ahora Upnor tiene la esperanza de pagar parte de esas deudas vendiendo a Abigail.

No hace falta decir que quiero matar a Upnor. Un día, si Dios quiere, lo haré. Pero eso no ayudaría a Abigail: los herederos de Upnor la recibirían en herencia. Sólo el dinero podría comprar su libertad. Creo que usted tiene habilidades en lo que a dinero se refiere. Le pido ahora que compre a Abigail. A cambio, me ofrezco a mí mismo. Sé que odia la esclavitud y no desea a un esclavo, pero si hace esto por mí, seré su esclavo en todos los aspectos menos de nombre.

 

Bob y Eliza en la casa de Huygens

Mientras Bob contaba su historia, había guiado a Eliza a través de un laberinto de senderos que atravesaba el bosque de sotavento, que parecía conocer bastante bien. No mucho después, llegaron al borde de un canal que iba desde la ciudad hasta la orilla en Scheveningen. El canal no estaba bordeado por bordes definidos de piedra, como en la ciudad, sino que eran blandos e inclinados, y en algunas partes estaba bordeado de juncos. Las vacas masticaban estos últimos, y observaban el paso de Eliza y Bob, interrumpiéndole de vez en cuando con sus extraños e inútiles lamentos. Al acercarse a La Haya, Bob había empezado a manifestar incertidumbre ante ciertas intersecciones de canales, y Eliza había tomado el mando. El escenario no cambió demasiado, excepto que las casas y los pequeños canales se hicieron más frecuentes. A la izquierda había bosques, que continuaban a cierta distancia. La Haya les saltó por sorpresa. Como no era una ciudad fortificada, en ningún momento atravesaron nada que se pareciese a una muralla o a una puerta. Pero de pronto Eliza giró a la derecha en el borde de otro canal —uno adecuadamente bordeado de piedra—y Bob comprendió que habían penetrado en algo que merecía llamarse vecindario. Y no cualquier vecindario, sino el Hofgebied. Unos minutos más de paseo les llevarían a los mismos cimientos del Binnenhof.

En el bosque junto al mar, hubiese sido una estupidez que Eliza hablase con franqueza; pero ahora podía llamar al gremio de St. George con un simple grito.

—Tu voluntad de pagarme no tiene importancia —le dijo a Bob.

Era una respuesta fría, pero se trataba de un día frío, y Guillermo de Orange la había tratado con frialdad, y Bob Shaftoe la había derribado del caballo. Bob parecía consternado. No estaba acostumbrado a estar al servicio de nadie excepto su amo, John Churchill, y ahora se encontraba bajo el poder de dos muchachas que ni habían cumplido los veinte años: Abigail, que poseía su corazón, y Eliza, quien (o eso imaginaba él) tenía el poder de comprar a Abigail. Un hombre más acostumbrado a la impotencia se hubiese resistido más. Pero Bob Shaftoe se había debilitado, como los jenízaros frente a Viena cuando comprendieron que sus amos turcos habían muerto. Lo único que podía hacer era mirar a Eliza con ojos lacrimosos y agitar la cabeza asombrado. Ella siguió andando. El no tuvo más opción que seguirla.

—Me convirtieron en esclava como a Abigail —dijo Eliza—. Fue como si a mami y a mí nos arrancase de la playa una ola terrible y nos tragase al fondo del océano. Ningún hombre ofreció un rescate por . ¿Significa eso que fue justo que me capturasen?

—Ahora dice tonterías. Yo no…

—Si está mal que Abigail sea una esclava, como creo, entonces que me ofrezcas tus servicios no tiene mayor importancia. Si ella debe ser libre, todos los demás también deben serlo. El que estés dispuesto a hacerme un favor o dos no la hará saltar a la cabeza de la lista.

—Comprendo, ahora lo convierte en una gran cuestión moral. Soy un soldado, y tiene todas las razones para sospechar de nosotros.

Habían penetrado en una plaza ancha en el lado este del Binnenhof, llamada Plein. Bob miraba atento a su alrededor. A un tiró de piedra había un cuartel de la guardia que servía de cárcel; podría estar preguntándose si Eliza le llevaba directamente allí.

Pero en su lugar, Eliza se detuvo frente a una casa: un lugar enorme, grandioso en un estilo barroco, pero ligeramente extraño en la decoración. Porque sobre las chimeneas, donde uno normalmente esperaría ver cruces o estatuas de dioses griegos, había esferas armilares, veletas y telescopios. Eliza buscó entre los pliegues de su cinturilla, apartó el estilete y encontró la llave.

—¿Qué es esto, un convento?

—No seas tonto, ¿tengo aspecto de ser una mademoiselle francesa que se alojaría en un convento?

—¿Una casa de huéspedes?

—Es la casa de un amigo. En realidad, amigo de un amigo.

Eliza hizo girar la llave al extremo de una cinta roja a la que la había atado.

—Entra —dijo al fin.

—¿Perdone?

—Entra en la casa para que podamos seguir hablando.

—Los vecinos…

—Nada de lo que sucediese aquí podría perturbar a los vecinos de este caballero.

—¿Y al caballero en sí?

—Ahora duerme —dijo Eliza, abriendo la puerta principal—. Silencio.

—¿Duerme, al mediodía?

—Se agita por la noche… para observar las estrellas —dijo Eliza, mirando hacia arriba. Montado sobre el tejado de la casa, a cuatro pisos de alto sobre sus cabezas, había una plataforma de madera con un dispositivo tubular que sobresalía del borde; demasiado frágil para ser un cañón.

La sala principal de la planta baja podría ser grandiosa, por las generosas ventanas que miraban al Plein y el Binnenhof. Pero estaba atestada con los restos de la talla de lentes y espejos —actividad siempre sucia, en ocasiones peligrosa— y con miles de libros. Aunque Bob no lo sabía, no todos trataban sobre Filosofía Natural, sino también de historia y literatura, y casi todos estaban en francés y latín.

Para Bob esos artefactos sólo eran moderadamente extraños, y tras unos momentos de mirar nervioso a su alrededor, aprendió a pasarlos por alto. Lo que realmente le paralizaba era el ruido omnipresente, no porque fuese alto, sino porque no lo era. La estancia contenía al menos dos docenas de relojes, o medio mecanismos de relojes, impulsados por pesos o resortes, cuyas altitudes o tensiones almacenaban energía suficiente, combinada, para levantar un establo. La potencia era controlada y disciplinada por medio de mecanismos dentados de diversos diseños: insectos de latón moviéndose implacables alrededor de los bordes de ruedas dentadas, constelaciones de estrellas metálicas colgando de un impasible y negro eje, todas marchando o bailando al ritmo de plomadas móviles.

Bien, un hombre del oficio de Bob debía su longevidad, en parte, a su estado de alerta, su sensibilidad a (entre otras cosas) los ruidos importantes. Se podía confiar en que incluso el recluta más imbécil percibiese los ruidos altos.

Un hombre ya mayor como Bob se suponía que podía escrutar los casi inaudibles. Eliza tuvo la impresión de que Bob era el tipo de tío que siempre mandaba callar a todos los demás presentes, exigiendo silencio absoluto, para poder contener la respiración y poder distinguir si ese susurro distante era un ratón en la despensa o un minero enemigo cavando un túnel bajo las fortificaciones. Si ese ritmo distante era un zapatero en la habitación de al lado o un regimiento de infantería que ocupaba posiciones fuera de la ciudad.

Todos los engranajes y ruedas de la sala producían el tipo de ruido que hacía que Bob Shaftoe se inmovilizase como un animal asustado. Incluso cuando se hubo metido en la cabeza que eran relojes, o estudios de relojes, le intimidaba y acallaba la sensación de estar rodeado de paciente vida mecánica. Permanecía firme en medio de la gran sala, con las manos clavadas en los bolsillos, lanzando vapor por la boca y moviendo los ojos de un lado a otro. Eso relojes estaban diseñados para indicar la hora con exactitud y nada más. No había campanillas, ni carillones, ciertamente no había cucos. Si Bob esperaba tal entretenimiento, estaría esperando hasta ser un esqueleto polvoriento rodeado de engranajes cubiertos de polvo.

Eliza se dio cuenta de que se había afeitado por la mañana antes de salir a cumplir su extraña tarea, algo que jamás se le hubiese pasado por la cabeza a Jack, y se preguntó cómo era eso, qué cadena de pensamientos hacía que un hombre dijese: «Mejor me raspo la cara con una cuchilla antes de emprender esta misión.» Quizá se tratase de una simbólica ofrenda de amor para Abigail.

—Es todo una cuestión de orgullo, ¿no? —dijo Eliza, metiendo un cubo de turba en la estufa de hierro—. U honor, como probablemente lo llamas.

Bob la miró en lugar de responder; o quizá la mirada fuese la respuesta.

—Vamos, no tienes que estar tan callado —dijo, colocando una tetera sobre la estufa.

—Lo que Jack y yo tenemos en común es una aversión a mendigar —dijo al final.

—Justo lo que pensaba. Por tanto, en lugar de pedirme el rescate de Abigail, me propones una especie de transacción financiera… un préstamo, a pagar en forma de servicios.

—No conozco las palabras, los términos. Algo así es lo que tenía en mente.

—Entonces, ¿por qué yo? Estamos en la República Holandesa. Se trata de la capital financiera del mundo. No tienes por qué buscar a un prestamista en particular. Podrías proponérselo a cualquiera.

Bob se había agarrado con ambas manos a la capa y la retorcía lentamente.

—Las confusiones del mercado financiero son desconcertantes… prefiero no tratar con extraños

—¿Qué soy para ti si no soy una extraña? —preguntó Eliza, riendo—. Soy peor que un extraño, le lancé un arpón a tu hermano.

—Sí, y eso es lo que hace que no sea una extraña para mí, por eso la conozco.

—¿Te refieres a que demuestra que odio la esclavitud?

—Prueba de eso y de otras cualidades personales… cualidades que incumben a este asunto.

—No soy una Persona de Alcurnia, o de cualidades… no te refieras a mí de esa forma. Demuestra sólo que mi odio por la esclavitud me lleva a cometer actos irracionales… que es exactamente lo que me pides.

Bob soltó la capa y se sentó inseguro sobre un montón de libros.

Eliza siguió hablando:

—Le lanzó un arpón a mi hermano… a mí me lanzará dinero… ¿eso pensaste?

Bob Shaftoe se puso las manos sobre la cara y empezó a llorar, tan discretamente que los sonidos que emitía quedaban ahogados por los giros y tictacs de los relojes.

Eliza se retiró a la cocina, y fue una esquina fría donde algunas fundas de salchichas colgaban de un palo. Retiró seis pulgadas —pensándolo mejor, doce— y las cortó. A continuación ató un nudo a un extremo. Luego ajustó el pequeño calcetín de tripa de oveja sobre el mango de un hacha para carne que sobresalía firmemente sobre un bloque de carnicero, luego, con las puntas de los dedos, fue enrollando desde abajo sobre el mango. Una vez empezado, con un movimiento rápido de la mano lo enrolló por completo hasta formar un toro traslúcido con el extremo anudado tensado en medio como un tambor. Recogiéndose la falda por una pierna, colocó el objeto en el dobladillo de una media, que le llegaba hasta la mitad del muslo, y finalmente regresó a la gran sala donde lloraba Bob Shaftoe.

No tenía sentido ser sutil, así que se abrió paso entre los muslos de Bob y le plantó el pecho en la cara.

Después de unos momentos de vacilación, Bob apartó las manos de las mejillas húmedas. Al principio la cara le pareció fría, pero sólo un momento. Luego Eliza sintió que sus manos se situaban en la zona de su espalda donde el corpiño se unía con la falda.

Bob la sostuvo un momento, ya sin llorar, pero pensando. Eliza lo encontró un poco tedioso, así que dejó de acariciarle el pelo y pasó a trabajarle el oído de una forma que él no toleraría por mucho tiempo. Luego, al fin, Bob supo qué hacer. Eliza comprendía que para Bob saber qué debía hacer era siempre lo más difícil, y hacerlo lo más fácil. Durante todos esos años de vagabundeo con Jack, Bob había sido el hermano mayor y más sabio, sermoneando a un oído de Jack mientras el Demonio de la Perversidad le susurraba al otro, y eso lo había convertido en un tipo impasible y pausado. Pero habiendo llegado a una conclusión, se convertía en una bala de cañón disparada. Eliza se preguntó como habían sido los dos en asociación, lamentó que el mundo no lo hubiese consentido.

Bob le pasó un brazo por la zona más estrecha de la cintura y la levantó en el aire con el impulso de unos buenos músculos de los muslos. La cabeza de Eliza rozó una viga polvorienta del techo, así que se encogió y se protegió la cabeza. Bob arrancó una manta de un sofá; los libros que previamente se encontraban dispersos sobre la manta acabaron dispersos de otra forma sobre el sofá. Cargando con Eliza y arrastrando la manta, caminó con una tremenda cadencia sobre el suelo hasta una mesa de comedor elíptica cubierta de los restos de una cena académica: mondas de manzana y restos de gouda. Ejecutando una órbita lenta, concentró las esquinas del mantel en el centro. Juntándolas, convirtió el mantel en una bolsa de restos, que depositó suavemente sobre el suelo. A continuación colocó la manta sobre la mesa, la sostuvo con una palma para evitar que se le escapase y deslizó el cuerpo de Eliza en medio del óvalo de lana.

De pie frente a ella, empezó a trastear con los calzones, lo que a Eliza le pareció prematuro, así que pasándole expertamente una rodilla por entre los muslos y tirándole del pelo, le obligó a colocarse encima de ella. Permanecieron tendidos durante un rato, con los muslos entrelazados, como los dedos de dos manos que se abrazan, y Eliza le sintió prepararse mientras ella se ponía a punto. Pero después de un largo rato se lanzaron el uno contra el otro, como si de alguna forma Bob pudiese abrirse camino a través de todas esas capas de ropa masculina y femenina. Lo hicieron porque era agradable, y porque estaban juntos en una fría casa de La Haya y no tenían otra exigencia de su tiempo. Eliza descubrió que Bob era un nombre que no se sentía bien demasiado a menudo y que le llevaba mucho tiempo el relajarse. Al principio todo su cuerpo estaba rígido, y pasó mucho rato antes de que esa rigidez desapareciese de sus miembros y del cuello, y se concentrase en un miembro en particular, y para que él aceptase qué no todo tenía que suceder simultáneamente. Al principio tenía la cara plantada entre sus pechos, y tenía los pies en el suelo, pero pulgada a pulgada ella consiguió que subiese. Al principio mostró la renuencia masculina a romper su conexión con el suelo, pero con el tiempo Eliza le hizo comprender que le esperaban placeres adicionales hacia la cabecera de la mesa, así que Bob se quitó las botas a patadas y subió las rodillas, y luego los pies, a la mesa.

Durante un buen rato se quedaron cara a cara, lo que Eliza consideró probablemente el momento más agradable. Pero después de un rato consiguió que Bob levantase la barbilla y le confiase la garganta. Mientras exploraba ese territorio, también le desabrochaba los pocos botones de la camisa, bajándosela por los hombros mientras lo hacía, atrapándole los brazos a los lados y exponiendo sus pezones.

Eliza fijó la rodilla derecha sobre la izquierda de Bob, para lanzar a continuación la lengua a través de una capa protectora de pelo, encontrar el pezón derecho y mordisquearlo con delicadeza. Él se retorció y se apartó de ella. Tirando con fuerza de su rodilla atrapada, levantó la pierna izquierda, plantó el pie sobre la pelvis de Bob y empujó. Bob rodó de espaldas. Ella salió de debajo y acabó sentada sobre sus muslos. Un tirón fuerte de los calzones liberó el pene erecto mientras le inmovilizaba las piernas. Sacó la tripa de oveja de la media, se la puso, se colocó encima y se sentó con fuerza. Bob estaba distraído fingiendo estar furioso, así que el súbito placer le pilló por sorpresa. El dolor súbito sorprendió a Eliza, porque era la primera vez que un hombre la penetraba. Dejó escapar un grito de furia y le salieron lágrimas de los ojos; se clavó los puños cerrados en los ojos e intentó controlar los músculos de las piernas, que intentaban convulsivamente escapar de él. Eliza sintió que Bob la balanceaba de arriba a abajo, lo que la puso furiosa, pero tenía las rodillas firmemente plantadas sobre la madera dura de la mesa, y por tanto la sensación de movimiento debía venir de un mareo: un desvanecimiento que era preciso controlar.

Eliza no quería que la viese así, por lo que se inclinó y golpeó la mesa a ambos lados de la cabeza de Bob, agachando a continuación la cabeza para que el pelo le cayese formando una cortina, ocultándole el rostro, y todo lo que había por debajo del pecho de Bob, desde el punto de vista de él. No es que él estuviese mirando mucho: aparentemente había decidido que podía estar en peores situaciones.

Eliza se movió arriba y abajo durante un rato, muy lentamente, en parte porque sentía dolor y en parte porque no sabía cuánto le faltaba a Bob para alcanzar el clímax: todos los hombres eran diferentes, un hombre en particular era diferente dependiendo de la hora del día, y la única forma de deducirlo era a partir del ritmo de la respiración (que podía oír) y la relajación de la cara (que podía seguir por una tronera estrecha entre los mechones de pelo). Por ambas medidas, no había terminado ni de lejos, y a ella le aguardaba un largo y doloroso agobio. Pero finalmente él llegó por completo, en un largo sufrimiento de arqueos de espalda y golpes de cabeza.

Bob tomó él primer aliento, el que indicaba que había terminado, y abrió los ojos. Eliza le miraba directamente.

—Duele horriblemente —anunció ella—. Me lo he inflingido como demostración.

—¿De qué? —preguntó él, perplejo, somnoliento, pero encantado de sí mismo.

—Para demostrarte lo que opino del honor, tal como lo concibes tú. ¿Dónde estaba Abigail ahora mismo?

Bob Shaftoe intentó enfurecerse sin demasiado éxito. Un inglés de clase superior hubiese soltado un «¡Bien, mira!», pero Bob mantuvo la boca cerrada e intentó sentarse. Tuvo más éxito con esa parte —al principio— porque Eliza no pesaba demasiado. Pero luego de detrás de la deslumbrante cortina de pelo surgió una mano, y la mano sostenía una pequeña daga turca —una hoja muy bonita y rielante de acero— que se situó sobre su ojo izquierdo y le obligó a tenderse una vez más.

—La demostración es muy importante —dijo Eliza… o más bien gruñó, porque realmente se senta incómoda—. Viniste con grandes palabras sobre el honor y esperabas que yo me derritiese y te comprase a Abigail. He oído a muchos hombres hablar de honor mientras las damas están presentes, y luego les he visto abandonar todas las ideas de honor cuando las lujurias y terrores del cuerpo arrollan sus buenas pretensiones. Como los caballeros que arrojan sus brillantes armas y los flamantes estandartes de batalla para huir frente a una carga de vagabundos. Tú no eres peor; pero tampoco mejor. No te ayudaré porque me sienta conmovida por tu amor por Abigail o me emocionen tus referencias al honor. Te ayudaré porque deseo ser algo más que otra ola extendiéndose y agotándose en una playa olvidada de Dios. Monsieur Mansart podría construir châteaux dignos de un rey para demostrar que una vez existió, y tú podrías casarte con Abigail y criar todo un clan de Shaftoes. Pero si yo debo dejar mi huella en este mundo, debe ser con algo relacionado con la esclavitud. Te ayudaré sólo en la medida en que ayude a tal fin. Y comprar la libertad de una moza no sirve. Pero Abigail podría serme útil de otras formas… tendré que meditarlo. Mientras lo pienso, será esclava de ese Upnor. Si ella te recuerda en algún momento, será como un renegado y un cobarde. Tú serás un pobre desdichado. Quizás en la plenitud de tu melancolía llegues a comprender la sabiduría de mi posición.

En ese momento la conversación —si así podía llamarse—quedó interrumpida por un tremendo carraspeo que provenía del otro extremo de la sala, galones de aire sacando raciones de flema del canal principal.

—Hablando de posiciones —dijo una voz holandesa y ronca—, ¿usted y su amigo caballero podrían encontrar alguna otra? Porque ya que han hecho del sueño algo imposible, me gustaría comer.

—Con placer, meinheer, lo haría, pero su inquilina mantiene una daga sobre mi ojo —dijo Bob.

—Eres más frío al tratar con hombres que con mujeres—comentó Eliza, sotto voce.

—Una mujer como usted jamás ha visto a un hombre en condiciones frías a menos que le espiase por el ojo de la cerradura —respondió Bob.

Más carraspeos por parte del dueño: un hombre campechano y de pelo cano de unos cincuenta años, con todo lo que eso implica con lo que respecta a las cejas. Había izado una de ellas como una bandolera peluda y miraba a Eliza; típico de un astrónomo que realizaba sus mejores observaciones con un solo ojo.

—El Doctor me advirtió que debía esperar visitas extrañas… pero no dijo nada de transacciones comerciales.

—Algunos me llamarían puta, y algunos lo harán —admitió Eliza, mirando a Bob fijamente—, pero en este caso asume demasiado, monsieur Huygens. La transacción que discutíamos no está relacionada con el acto que acabamos de realizar…

—Entonces, ¿por qué las dos cosas al mismo tiempo? ¿Tanta prisa hay? ¿Es así como se hace en Amsterdam?

—Intento despejar la mente de este tipo para que piense mejor —dijo Eliza, enderezándose al decirlo, porque se le cansaba la espalda y el corpiño le apretaba el estómago.

Bob apartó de un golpe la mano de la daga y se sentó violentamente, lanzando a Eliza en un salto mortal hacia atrás. Eliza hubiese aterrizado de cabeza pero Bob la agarró por los antebrazos y le dio la vuelta, algo bastante complicado y peligroso.

Eliza sólo supo, cuando hubo terminado, que se sentía mareada y que el corazón se había saltado algunos latidos, que tenía el pelo sobre la cara y que la mano de la daga estaba vacía. Bob estaba a su espalda, empleándola como escudo mientras se subía los calzones con una mano. La otra mano le agarraba los encajes, que empleaba como una especie de riendas.

—No debería haber enderezado el brazo —le explicó pacientemente—. Le indica al oponente que no puedes ejecutar el golpe.

Eliza le agradeció esa lección de esgrima haciendo una pirueta en una dirección calculada para doblarle los dedos en sentido contrario. Bob lanzó una maldición, soltó los encajes y finalmente se subió los calzones.

—Señor Huygens, Bob Shaftoe de la guardia personal del rey Torrente Negro. Bob, te presento a Chrístiaan Huygens, el filósofo natural más importante del mundo.

—Hooke le mordería por decir algo así… Leibniz es más inteligente que yo… Newton, aunque confundido, dicen que tiene talento. Así que digamos que soy el filósofo natural más importante en esta sala —dijo Huygens, realizando un censo rápido de los ocupantes: él mismo, Bob, Eliza y un esqueleto que colgaba de una esquina.

Bob no se había cuenta antes de la presencia del esqueleto, y su súbita inclusión en la conversación le hizo sentirse incómodo:

—Perdóneme señor, fue una vergüenza…

—¡Oh, déjalo! —siseó Eliza—, es un filósofo, no le importa.

—Descartes solía venir cuando yo era joven. Se sentaba en esa misma mesa, bebía demasiado y disertaba sobre el problema Mente-Cuerpo —rememoró Huygens.

—¿Problema? ¿Qué problema? No veo ningún problema —murmuró Bob a modo de explicación, hasta que Eliza se le acercó y le clavó un tacón en el empeine.

—Así que el intento de Eliza de clarificar sus procesos mentales purgándole de los desequilibrios de los humores no podría haberse realizado en un lugar más apropiado —continuó Huygens.

—Hablando de humores, ¿qué debo hacer con esto? —murmuró Bob, sosteniendo un delgado saco abultado.

—Ponlo en una caja y mándaselo a Upnor cómo anticipo.

Mientras hablaban el sol se había elevado, y desde la plaza Plein de pronto penetró la luz dorada. Era una visión que hubiese alegrado la mayoría de los corazones holandeses; pero Huygens reaccionó de forma extraña, como si le recordase una pesada obligación. Realizó un repaso de los relojes.

—Tengo un cuarto de hora para romper mi ayuno —comentó—, y luego Eliza y yo tenemos trabajo que hacer en el tejado: Puede quedarse si lo desea, sargento Shaftoe, pero…

—Su hospitalidad ya ha sido más que suficiente —dijo Bob.

 

Huygens realiza algunas observaciones

El trabajo de Huygens consistía en permanecer muy quieto en el tejado mientras a su alrededor las torres de reloj de La Haya señalaban el mediodía, y mirar un instrumento. Las instrucciones de Eliza eran apartarse de su camino, tomar notas en un libro y de vez en cuando pasarle pequeños elementos necesarios.

—¿Desea saber dónde se encuentra el sol al mediodía…?

—Lo ha entendido precisamente al revés. El mediodía es cuando el sol se encuentra en un lugar en particular. El mediodía no tiene más sentido que ése.

—Así que quiere saber cuándo es el mediodía.

—¡Es ahora! —dijo Huygens, y miró rápidamente su reloj.

—Entonces todos los relojes de La Haya se equivocan.

—Sí, incluyendo los míos. Incluso el mejor reloj se va retrasando, y hay que reajustarlo de vez en cuando. Yo lo hago aquí cuando sale el sol. Flamsteed lo hará en unos minutos en lo alto de una colina en Greenwich.

—Es una desgracia que no se puedan calibrar las personas con la misma facilidad—dijo Eliza.

Huygens la miró, no con menor intensidad de la que había usado con el instrumento un momento antes.

—Evidentemente tiene en mente a una persona específica —dijo—. De las personas yo diría: es difícil saber cuándo funcionan bien pero muy fácil darse cuenta de que algo ha salido mal.

—Evidentemente usted tiene a alguien en mente, monsieur Huygens —dijo Eliza—, y me temo que soy yo.

—Leibniz me la envió —dijo Huygens—. Un experto juez de intelectos. Quizá menos hábil con respecto al carácter, porque siempre quiere pensar lo mejor de todo el mundo. Hice algunas preguntas por La Haya. Personas de la mejor alcurnia me aseguraron que usted no sería una responsabilidad política. De ahí di por supuesto que sabría cómo comportarse.

Sintiéndose de pronto en lo alto y expuesta, dio un paso atrás, y alargó una mano para enderezarse contra un pesado trípode de telescopio.

—Lo lamento —dijo—. Lo que hice abajo fue una estupidez. que lo fue, porque comportarme. Sin embargo, no siempre fui una cortesana. Llegué a este punto de mi vida por un sendero retorcido, que me alteró de algunas formas que no siempre son apropiadas. Quizá debería sentir vergüenza. Pero me inclino más por mostrarme desafiante.

—La comprendo mejor de lo que supone —dijo Huygens—. Me educaron y prepararon para ser diplomático. Pero a los trece años me fabriqué un torno.

—Perdóneme, ¿un qué?

—Un torno. Abajo, en esta misma casa. Imagine la consternación de mis padres. Me habían enseñado latín, griego, francés y otras lenguas. Me habían enseñado el laúd, la viola y el clavicordio. De literatura e historia aprendí todo lo que estaba en su poder enseñarme. Matemática y filosofía las aprendí del propio Descartes. Pero me fabriqué un torno. Más tarde aprendí por mi cuenta a tallar lentes. Mis padres temieron haber criado a un tendero.

—Nadie más que yo se alegra de que las cosas le saliesen tan bien —dijo Eliza—, pero soy demasiado corta para entender cómo su historia se aplica en mi caso.

—En ocasiones está bien que un reloj corra más rápido o más despacio, siempre que se le calibre con el sol y se le ajuste. Puede que el sol salga sólo una vez cada quince días. Es suficiente. No precisas más que unos minutos de luz alrededor del mediodía para descubrir tu error, y reajustar el reloj: siempre que te molestes en subir para realizar la observación. De alguna forma mis padres lo sabían, y no se preocuparon excesivamente de mis extraños entusiasmos. Porque confiaban en haberme enseñado a distinguir cuándo estaba corriendo mal y a calibrar mi propio comportamiento.

—Ahora creo comprender —dijo Eliza—. Supongo que sólo queda aplicarme el principio.

—Si bajo por la mañana y la encuentro copulando sobre mi mesa con un desertor extranjero, como si fuese usted una vagabunda —dijo Huygens—, me molesta. Lo admito. Pero eso no es tan importante como lo que haga a continuación. Si su postura es desafiante, eso me indica que no ha aprendido la habilidad de reconocer su mal funcionamiento y corregirse a sí misma. Y debe abandonar esta casa en ese caso, porque esa gente no hace más que ir cada vez más a peor hasta que se destruye a sí misma. Pero si aprovecha esta oportunidad para considerar lo que ha ido mal, y ajustar su trayectoria, eso me indicaba que todo le irá bien a la larga.

—Es un buen consejo, y se lo agradezco —dijo Eliza—. En principio. Pero en la práctica, no sé que pensar de este Bob.

—Hay algo que debe resolver con él, o eso me parece —dijo Huygens.

—Hay algo que debo resolver con el mundo.

—Entonces, aplíquese a ello. En ese caso puede quedarse. Pero de ahora en adelante, vaya a su alcoba si quiere tirarse a alguien.

 

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