Antiguo campamento del Gran Visir Kan Mustafa
SEPTIEMBRE 1683

 

Jack y Eliza en Austria

—Y una cosa más… —dijo Jack.

—¿¡Qué, otra más!? —dijo, vestida con la casaca ensangrentada de un oficial, la cabeza envuelta en camisas destrozadas, hundida en la silla de forma que su cabeza no estuviese muy lejos de la de Jack, quien dirigía el caballo.

—Si llegamos hasta París, y la verdad es que no es tan fácil, y me causas el más mínimo problema, una mirada atravesada, cruzar los brazos como una esposa, comentarios de lado como una actriz que le habla a un público imaginario…

—¿Has tenido muchas mujeres, Jack?

—… fingiendo sorprenderte de lo que es perfectamente normal… estados de ánimos calculadores… lentitud para ponerse en marcha… lóbregas quejas sobre problemas femeninos…

—Ahora que lo dices, Jack, para mí ha llegado ese momento del mes y necesito que te detengas de inmediato en medio del campo de batalla para, oh, media hora será suficiente…

—No tiene nada de gracia. ¿Te parece que me divierto?

—La verdad es que te pareces al contenido de un pañuelo.

—Entonces te informaré de que no tengo aspecto de divertirme. Estamos rodeando lo que queda del campamento del kan Mustafa. A la derecha, los turcos cautivos hacen fila en una trinchera, persignándose… eso es raro…

—Puedo escucharles recitar plegarias cristianas en una lengua eslava… son jenízaros, muy probablemente serbios. Como aquellos de los que me salvaste.

—¿Puedes oír los sables de caballería golpeando los cuellos?

—¿Ese es el ruido?

—¿Por qué crees que rezan? Los húsares polacos están pasando a esos jenízaros por la espada.

—¿Pero por qué?

—¿Alguna vez te has topado con una disputa familiar muy antigua? Ése es su rostro. Alguna queja antigua. Hace cien años algunos jenízaros le hicieron algo muy preocupante a unos polacos.

Escalones de caballería atravesaban las ruinas del campamento del gran visir como arrugas en una sábana agitada. Aunque sería mejor no pensar en sábanas.

—¿Qué estaba diciendo?

—Oh, estabas añadiendo un codicilo más a nuestro acuerdo de asociación. Como si fueses un abogado vagabundo.

—Eso es otra cosa…

¿Otra más?

—No me llames vagabundo. Yo puedo referirme a mí mismo como tal, de vez en cuando, en broma… para romper el hielo, encandilar a las damas o lo que sea. Sólo por pura diversión. Pero nunca debes dirigir ese notorio epíteto a mi persona. —Jack se dio cuenta de que con una mano estaba rascándose la base del pulgar de la mano opuesta, donde un hierro al rojo vivo, con la forma de la letra V, había entrado en su momento en contacto con su carne, y allí había permanecido durante un tiempo, dejándole una marca que en ocasiones le escocía—. Pero para volver a lo que intentaba decir, antes de todas tus vulgares interrupciones… el más mínimo problema por tu parte, niña, y te abandonaré en París.

—¡Oh, qué horror! ¡Lo que sea menos eso, cruel señor!

—Eres tan ingenua como una niña rica. No sabes que en París si encuentran a una mujer sola el teniente de policía, el hombre con potestad del rey Looie, que posee una exorbitante amplitud de poder, un cruel opresor de mendigos y vagabundos, la arrestará, la rapará, la azotará y etcétera.

—Pero tú no sabrás nada de vagabundos, noble caballero.

—Mejor, pero no del todo bien.

—¿De dónde sacas cosas como «notorio epíteto», «exorbitante amplitud» y «potestad»?

—Del teatro, querida.

—¿Eres actor?

—¿Actor? ¿Actor? —Sobre la punta de su lengua, como una pelota sobre el hocico de una foca, se balanceó la promesa de azotarla más tarde, pero se la tragó por temor a que ella le devolviese una respuesta desconcertante. Aprende modales, niña. En ocasiones los vagabundos permiten, si se sienten de un humor generoso y cristiano, que los actores los sigan a cierta distancia respetuosa.

—Perdóname.

—¿Bajo esos vendajes estás poniendo los ojos en blanco? Lo sé, y tú lo sabes… ¡pero tranquila! Hay un oficial cerca. A juzgar por la heráldica, un conde napolitano con tres casos de bastardía en su línea genealógica.

Cogiendo la directa, Eliza, que por fortuna estaba dotada de una profunda y perturbadora voz ronca de contralto, comenzó a quejarse.

—Monsieur, monsieur —le dijo Jack, en un intento de francés—, sé que la silla debe ser dolorosa debido a esas enormes hinchazones negras que de pronto le han aparecido en la entrepierna los últimos dos días, desde que se acostó con aquel par de poco saludables chicas gitanas contra nuestro consejo… pero debo llevarle a un cirujano barbero, o, a falta de uno, a un barbero cirujano, de forma que pueda extraer el perdigón turco de vuestro cerebro antes de que volváis a sufrir esos ataques de estremecimientos y temblores… —Y así siguió hasta que el conde napolitano se hubo retirado.

Lo que llevó a una larga pausa durante la cual la mente de Jack vagó libre, aunque, retrospectivamente, la de Eliza no.

—Jack, ¿es seguro hablar?

—Para un hombre, hablar con una mujer nunca es del todo seguro. Pero ya hemos salido del campamento, ya no tengo que pasar por encima de un miembro ocasional tirado por el suelo, el Danubio está a la derecha, Viena se alza al otro lado. Los hombres se preparan para establecer el campamento, haciendo cola frente a carros muy bien protegidos para recibir la paga del día… sí, tan seguro como pueda serlo.

—¡Espera! ¿Cuándo van a pagarte, Jack?

—Antes de la batalla nos entregaron raciones de brandy, y unos inútiles pedacitos de papel con lo que supongo eran letras escritas, para ser cambiadas (o eso afirmaba el capitán) por plata al final del día. No engañaron a Jack Shaftoe. Le vendí el mío a un judío diligente.

—¿Cuánto te dio?

—Conseguí muy buen negocio. Un pájaro en mano vale más que dos…

—¿¡Sólo conseguiste un cincuenta por ciento!?

—No está tan mal, ¿verdad? Piensa, sólo voy a obtener la mitad de los beneficios de las plumas de avestruz… gracias a ti.

—Oh, Jack. ¿Cómo supones que me siento cuando hablas así?

—¿Qué? ¿Hablo demasiado alto? ¿Te duelen los oídos?

—No…

—¿Quieres cambiar de postura?

—No, no, Jack, no me refiero a lo que siente el cuerpo.

—¿Entonces de qué coño hablas?

—Y cuando dices «una mirada rara y te dejaré entre los polacos que marcan a los siervos en la frente» o «espera a que el teniente de policía del rey Looie te ponga las manos encima…»

—Estás escogiendo las peores —se quejó Jack—. En general te he amenazado con dejarte en un convento o similar.

—Entonces admites que amenazarme con marcarme es mucho más cruel que amenazarme con convertirme en monja.

—Eso es evidente. Pero…

—Entonces, ¿por qué ser cruel, Jack?

—Oh, excelente truco. Tendré que recordarlo. ¿Ahora quién juega al abogado vagabundo?

—¿Se debe, quizás, a que te preocupa haberte equivocado al salvarme de esos jenízaros?

—¿Qué conversación es ésta? ¿De qué mundo vienes, dónde a la gente de verdad le preocupa cómo se sienten los demás? ¿Qué posible importancia podrían tener los sentimientos de nadie en algún asunto importante de verdad?

—Entre las esclavas del harén, qué otra cosa se puede hacer para pasar las largas horas del día, excepto practicar las artes femeninas, como coser, bordar y convertir los finos hilos de seda en complejas ropas íntimas de encaje…

—¡Alto!

—… conversar y bromear en diversas lenguas (cosa que no se puede hacer a menos que uno preste mucha atención a los sentimientos de los otros). Participar en ardides e intrigas, regatear en zocos y bazares…

—Ya has presumido de tu habilidad en esos lugares.

—¿Ibas a mencionar alguna otra cosa, niña?

—Bien…

—¡Suéltalo!

—Sólo a lo que aludí antes: hacer uso de las prácticas más antiguas y refinadas del mundo oriental para llevarnos lentamente las unas a las otras a frenesíes extáticos, sudorosas, agitadas de concupiscencia…

—¡Ya es suficiente!

—Tú me preguntaste.

—Me hiciste preguntar… ardides e intrigas, ¡efectivamente!

—Ahora para mí como una segunda naturaleza, me temo.

—¿Y cuál es tu primera naturaleza? Nadie podría tener un aspecto más inglés.

—Por suerte mi querida madre no oyó tal cosa. Se enorgullecía hasta lo extravagante de nuestra herencia… pura Qwghlmiana.

—Es decir, perros callejeros sin adulterar.

—Ni una gota de sangre inglesa… ni celta, nórdica o lo que sea.

—Es más que probable que sea un cien por ciento de lo que sea. Entonces, ¿a qué edad te secuestraron?

—A los cinco años.

—Te sabes muy bien la edad —dijo Jack impresionado—. ¿Eres de familia noble?

—Madre sostiene que todos los Qwghlmianos…

—Basta. Ya conozco mejor a tu madre que a la mía. ¿Qué recuerdas de Qwghlm?

—La puerta de nuestra morada, reluciendo cálida por la luz de un alegre fuego de guano, y todo lleno de curiosos picos y hachas para que papá nos pudiese sacar de allí después de una de esas tormentas de hielo de finales de junio, tan vigorosas y tonificantes. Una aldea en lo alto de un acantilado de gente sencilla que durante las noches sin luna encendían fuegos para guiar a los marineros a puerto seguro… Jack, ¿a qué viene ese ruido? ¿Problemas flemáticos de algún tipo?

—Encienden esos fuegos para atraer a los marineros.

—¿Por qué? ¿Para comerciar con ellos?

—Para que encallen los barcos y suelten las cargas por el Arrecife de César, o Lamento del Vikingo, o la Muerte Sarracena, o Huesos Franceses, o Cuneta de Galeones, o Martillo Holandés, o cualquiera de los peligros para la navegación por los que tu hogar es tan tristemente famoso.

—Ahh… —dijo Eliza, con tonos melódicos que casi hicieron que Jack se detuviese de pronto—, eso arroja una nueva luz sobre algunas de sus otras prácticas.

—¿Como cuáles?

—Salir de noche con enormes cuchillos largos para «cortar el sufrimiento de los marineros varados»…

—A petición propia, estoy seguro.

—Exacto, y regresar con arcones y fardos de mercancías ofrecidos como pago a los servicios. Sí, Jack, tu explicación es mucho más razonable… qué encantador que mi santa mamá protegiese mis tiernos oídos de esas verdades incómodas.

—Ahora, claro, ¿comprendes por qué los reyes de Inglaterra hace tiempo que consienten, vamos, incluso animan o quizá sobornan, a los corsarios de Berbería para que saqueen Qwghlm?

—Fue la segunda semana de agosto. Mi madre y yo caminábamos por la playa…

—Un momento, ¿tenéis playas?

—En mi recuerdo, todo es dorado, quizá no fuese más que una extensión de fango. Pero sí, quedaba en el camino de Cumbres Nevadas, que relucían con un blanco radiante…

—¡Ja! ¿Incluso en verano?

—No por la nieve. Se trataba de los presentes de las gaviotas, de los que Qwghlm siempre tiene en abundancia. Madre y yo íbamos con nuestros six y sktl…

—¿Cómo?

—El primero es una combinación de herramienta de martilleo, corte, rascar y picar, formada por una concha de ostra atada a un hueso de tibia.

—¿Por qué no emplear un palo?

—Los ingleses vinieron y se llevaron todos los árboles. El sktl es un cargador o cubo. Estábamos a medio camino de las Cumbres, cuando fuimos conscientes del ritmo. No el habitual estruendo de las olas montañosas contra la roca agreste, sino más rápido, claro y profundo, ¡el resonar de salvajes tambores africanos! Del norte, no subsaharianos, pero en cualquier caso africanos, y para nada típicos de la zona. La música Qwghlmiana da poco uso a la percusión…

—Es difícil construir tambores con el pelaje de una rata.

—Nos volvimos hacia el sol. Fuera de la cala, una lámina plegada de oro martillado, una sombra como un ciempiés, con las patas moviéndose al ritmo de los tambores.

—Un momento, ¿un insecto gigante caminaba sobre el agua?

—Era una de las galeras de asalto costero de los corsarios berberiscos. Intentamos correr hacia la orilla, pero el fango nos atrapó los pies desnudos con tanta fuerza que tuvimos skwsh durante una semana…

—¿Skwsh?

—Dolor de talones. Los piratas lanzaron una lancha y atravesaron el cenagal antes que nosotras, cortándonos la ruta de huida. Muchos hombres, siluetas con turbantes, extrañas y bárbaras a mis jóvenes ojos, saltaron y se dirigieron a nosotros. Una de ellas fue directamente a las arenas movedizas.

—Ja! ¡Alto! ¡Bien, como dicen en Wapping, eso es todo un espectáculo!

—Sólo alguien nacido y criado en Qwghlm podría haberse abierto paso por el lodazal sin perecer. En un momento el berberisco se hundió hasta el cuello y se agitaba exactamente como no debía, aullando ciertos versículos clave del santo Corán.

—Y tu madre dijo: «Podríamos huir ahora, pero nos debemos al cristiano auxilio de ese pobre marinero; debemos sacrificar nuestra libertad para salvar su vida», y os quedasteis para ayudarle.

—No, mamá dijo algo más en la línea de: «Podríamos intentar atravesar todo este fango, pero esos oscuros tienen mosquetes, así que fingiré quedarme atrás para ayudar a ese marrón, quizá podamos conseguir algunos puntos a favor.»

—¡Qué mujer!

—Se agenció un remo y se lo extendió al marinero atrapado. Viendo que había conseguido un agarre firme, los otros se aventuraron a abandonar el bote y ayudar a su colega. A continuación mamá y yo sufrimos un curioso procedimiento de olisqueo por parte de un oficial que no hablaba inglés, pero dejó claro, por la postura y la expresión, que se avergonzaba y disculpaba. Nos llevaron a bordo de la chalupa y luego a la galera, y luego nos llevaron remando hasta un galeón pirata de cuarenta cañones que esperaba en alta mar. No una barcaza improvisada, sino toda una nave de línea, capturada o quizá comprada, arrendada o pedida prestada a una marina europea.

—Donde tu madre sufrió abuso por parte de mahometanos excitados.

—Oh, no. Esos hombres parecían pertenecer al grupo de los que sólo desean a las mujeres por lo que tienen en común con los hombres.

—¿Qué… cejas?

—¡No, no!

—¿Entonces las uñas de los pies? Porque…

—¡Calla!

—Pero la misericordia demostrada por tu madre hacia el marino fue recompensaba más tarde, ¿no? cuando, en un momento de crisis, sin previo aviso, él reapareció y le hizo algún favor, y de esa forma salvó la situación… ¿no?

—Murió un par de días más tarde, por culpa del pescado podrido, y lo arrojaron por la borda.

—¿Pescado podrido? ¿En un barco? ¿En medio del océano? Pensaba que esos mahometanos eran muy cuidadosos con sus avituallamientos.

—No lo comió… simplemente lo tocó mientras preparaba una comida.

—¿Por qué iba alguien…?

—No me preguntes a mí—dijo Eliza—, pregúntale al misterioso Personaje que sometió a mi mami a sus vicios contranatura.

—Pensé que habías dicho…

—Me preguntaste si los mahometanos habían abusado de ella. El Personaje no era mahometano. O judío. O de cualquier grupo que practique la circuncisión.

—Eh…

—¿Podrías callarte para poder dejarte clara la situación?

—No. Entonces, ¿qué tipo de hombre era?

—Desconocido. Nunca abandonaba su camarote en ese castillo de altos ventanales en la popa del barco. Parecía temer la luz del sol, o al menos el ponerse moreno. Cuando llevaban a mami a ese lugar, se cerraban todas las zonas de vidrio, y se echaban las cortinas… cortinas muy gruesas, vamos, de un tono verde oscuro como la piel de un aguacate, que es una fruta de Nueva España. Pero con hebras de oro tejidas aquí y allá para producir un efecto de relumbre. Antes de que mi madre pudiese reaccionar, la echaron hacia la alfombra…

—Querrás decir, contra la alfombra.

—Oh, no. Porque las paredes, incluso el techo, del camarote estaban recubiertos, hasta la última pulgada, de alfombra. Lana tejida a mano, con un pelo largo y lujoso (o eso le parecía a mami, quien nunca había tocado una alfombra), todo en tonos que recordaban los tonos de los campos listos para la cosecha…

—Creía que habías dicho que estaba a oscuras.

—Regresaba de esos encuentros llena de fibras. E incluso en la oscuridad podía sentir, con la piel de la espalda, que habilidosos artesanos habían tejido curiosos motivos en esa alfombra dorada.

—Hasta ahora no suena tan malo… es decir, a juzgar por lo normal en las mujeres secuestradas y esclavizadas por los corsarios de Berbería.

—Todavía no he llegado a lo del olor.

—El mundo huele mal, niña. Es mejor agarrarse la nariz y soportarlo.

—Eres una niña en un mundo de malos olores, hasta que…

—Perdóname. ¿Has estado alguna vez en la prisión de Newgate? ¿En París en agosto? ¿Estrasburgo después de la Peste Negra?

—Piensa en el pescado durante un momento.

—Volvemos con el pescado.

—La única comida que el Personaje comía era pescado podrido… muy viejo.

—Ya basta. Eso es todo. No me tratarán de tonto. —Jack se llevó los dedos al oído y tarareó algunas alegres tonadas de madrigales con muchos «fa la la» en medio.

Puede que pasasen unos días, el camino a occidente era largo. Pero con el tiempo ella inevitablemente volvió a la historia.

—Los corsarios de Berbería no eran menos incrédulos que tú, Jack. Pero era evidente que el Personaje era un hombre de gran poder, cuyos deseos había que obedecer. Cada día, un marinero que había cometido una infracción era sentenciado a recoger el pescado para la mesa privada del hombre. Se echaba de rodillas y rogaba que le azotasen, o lo pasasen por la quilla, antes que tener que cumplir con su obligación. Pero siempre se escogía a uno, y lo enviaban a un lateral, escala abajo…

—¿Cómo?

—El pescado se dejaba pudrir en una chalupa abierta que se arrastraba muy, muy lejos del barco. Una vez al día, la echaban a un lado, y el desafortunado marinero era obligado, a punta de pistola, a descender la escala de cuerda, sosteniendo entre los dientes una hoja de papel donde estaba inscrita la receta que el Personaje hubiese elegido. A continuación, un grupo de marineros alejaba con rapidez el cable de remolque, y el chef se ponía a trabajar, preparando la comida en un pequeño horno de hierro en la chalupa. Una vez terminada, agitaba una calavera y tibias al aire y tiraban de él hasta encontrarse justo a popa. Lanzaban una cuerda por las ventana de ese llamativo castillo: abajo, el cocinero ataba un cesto conteniendo la comida terminada. El cesto subía y atravesaba la ventana. Más tarde, el Personaje tocaba una campanilla y un asistente de camarote recibía bastonazos hasta que aceptaba ir a popa y recoger la loza, y arrojarla por la borda.

—Vale. El camarote olía mal.

—Oh, el Personaje intentaba ocultarlo con especias y resinas aromáticas de Oriente. Todo el lugar estaba decorado con pequeños amuletos, ingeniosamente realizados con la forma de árboles, impregnados con raros perfumes. El incienso relucía a través de las pantallas de hierro forjado de los exóticos braseros, y viales cristalinos de alcoholes perfumados, teñidos de los colores de las flores tropicales, se agitaban con largas mechas colgando de ellos para dispersar los aromas al aire, todo para nada, claro…

—El camarote olía mal.

—Sí. Vale, para ser exactos, mamá y yo habíamos notado un extraño olor proveniente del barco a una milla de distancia mientras nos llevaban en el bote, pero lo habíamos atribuido a las costumbres bárbaras de los corsarios y a su masculinidad general. Había observado dos veces el espectáculo de la preparación de la cena sin comprenderlo. La segunda vez, el chef, quien ese día era precisamente el hombre al que mamá había salvado, no llegó a agitar la bandera pirata, sino que pareció caer dormido en la chalupa. Se esforzaron por despertarlo haciendo sonar cuernos y disparando salvas de cañón, sin resultado. Finalmente tiraron de él, y el médico del barco bajó por la escala, respirando por medio de una compresa empapada en un compuesto de aceite de cítricos, mirra, menta verde, bergamota, opio, agua de rosas y semillas de anís, y anunció que el pobre estaba muerto. Se había cortado la mano mientras troceaba un calamar de una semana, y algún residuo innombrable había infectado su sangre matándole, como un tiro de ballesta entre los ojos.

—Tu descripción del camarote del Personaje es sorprendentemente detallada y específica —comentó Jack.

—Oh, también me llevaron allí… después de que mami fallase la prueba del olor, tuvo un ataque de cólera y me ofrecieron a mí en sacrificio. De mí no obtuvo satisfacción, porque a esa edad no había comenzado a exudar los humores femeninos…

—Alto. Para. Mi vida, desde que me he acercado a Viena, se ha convertido en una especie de tiro al loco de la feria de San Bartolo.

 

Puede que pasasen horas, o un día o dos.

—Bien, entonces, se supone que debo creer que a ti y a tu querida mamá os capturaron en los lodazales simplemente con la esperanza de que tu mami pasase la prueba de olor.

—Pensaron que ella la había pasado… pero el oficial que administró el examen olfativo cometió un error… sus sentidos estaban superados por…

—El miasma de esos lodazales Qwghlmianos y las montañas de guano. Dios mío, es lo peor que he oído nunca… y pensar que temía que te repugnase mi historia. —Jack agitó los brazos al aire, consiguiendo la atención de un monje que se aproximaba y gritó—: ¿Cuál es el camino a Massachusetts? Me he convertido en puritano.

—Más tarde durante el viaje, el Personaje se las arregló finalmente con la pobre mami una o dos veces más, pero sólo porque no había disponible ninguna otra posibilidad y no pasamos cerca de ningún asentamiento remoto donde se pudiesen secuestrar mujeres con facilidad.

—Bien, vamos, cuéntame… ¿qué hacía en ese castillete enmoquetado?

Eliza se volvió extrañamente tímida. Ahora ya se encontraban a varios días de Viena. Se había quitado el disfraz de oficial herido y estaba sentada en la silla cubierta por una manta, tapando la tienda que vestía la primera vez que Jack la había visto. De vez en cuando se ofrecía a desmontar y caminar, pero estaba descalza, y Jack no quería retrasarse. La cabeza, al menos, sobresalía de entre un vasto cúmulo de tela, y Jack podía por tanto volverse y mirarla cuando le apetecía. Normalmente no lo hacía, porque sabía que sólo obtendría problemas de prestar más atención de la debida a ese rostro, su suave simetría, el buen conjunto de dientes, todos esos sentimientos tan importantes reflejándose en él, flexibles, ágiles y tan hipnotizadores como llamas. Pero en ese momento en particular se volvió para mirar, porque el silencio fue tan repentino que supuso que una bala de cañón desviada la había arrancado de la silla. Eliza seguía allí, observando a otras viajeras que tenían enfrente: cuatro monjas.

Pronto alcanzaron a las monjas y las dejaron atrás.

—Ahora puedes contarlo —dijo Jack. Pero Eliza se limitó a apretar la mandíbula y mirar al infinito.

Un cuarto de hora más tarde dejaron atrás el convento en sí. Y un cuarto de hora después volvía a estar en situación normal, relatando los detalles de lo que había sufrido tras esas cortinas de color aguacate sobre la alfombra de dorado de cosecha. Describió varías prácticas extrañas: Jack sospechaba que eran material de libros hindúes.

Los puntos más importantes de la historia de Eliza, curiosamente, iban en sincronía con las apariciones de conventos y poblados siguiendo su ruta. En cierto punto Jack había oído todo lo que deseaba escuchar: un relato procaz, cuando se contaba con tantos detalles, se volvía monótono, y a continuación empezaba a parecer calculado para inspirar sentimientos de profunda culpabilidad y autodesprecio en cualquier hombre que resultase andar cerca.

Repasando sus recuerdos de los últimos días de viaje desde Viena, Jack observó que cuando se encontraban en campo abierto o en un bosque, Eliza guardaba silencio. Pero cuando se encontraba cerca de algún asentamiento, y especialmente conventos (que en los territorios del Papa eran tan abundantes como las pulgas), la lengua se disparaba y alcanzaba algún momento interesante del relato justo cuando atravesaban la puerta de la ciudad o pasaban frente a las puertas del convento. La historia no regresaba hasta no haber dejado cierta distancia.

—La próxima parada: la costa berberisca. Y como no resultamos satisfactorias al personaje, nos añadieron al grupo de esclavos europeos… como unos diez mil.

—¡Maldición, no tenía ni idea!

—¡Toda Europa ignora su sufrimiento! —dijo Eliza, y Jack comprendió demasiado tarde que le había dado pie. A continuación se produjo un discurso torrencial. Si al menos todavía tuviese envuelta la cabeza en aquellos vendajes falsos, apretaría un poco y haría unos nudos y sus problemas habrían terminado. En lugar de eso, al ir soltando las riendas Jack pudo guiar al noble caballo, al que había nominado, o rebautizado, Turco, a cierta distancia, de forma similar a como el buque corsario en la ridícula fábula de Eliza había remolcado el innombrable bote de pescado. Fragmentos y trozos del Discurso le llegaban ocasionalmente. Supo que habían vendido a mami a un harén de un oficial militar otomano en la Casbah de Argel, y en su abundante tiempo libre había fundado la Sociedad de Secuestradas Británicas, que ahora ya tenía delegaciones en Marruecos, Trípoli, Bizerta y Fez; que se reunía cada quincena excepto durante el Ramadan; que tenía estatutos que ocupaban varios cientos de páginas, que Eliza tenía que copiar a mano sobre papel otomano robado cuando se añadía una delegación nueva.

Estaban cerca de Linz. Monasterios, conventos, mansiones de ricos y pueblos periféricos aparecían con frecuencia. En medio del sermón de Eliza con respecto a las penurias de los esclavos blancos en el norte de África, Jack (sólo para comprobar qué sucedería) redujo el paso, y luego se detuvo a las puertas de un convento gótico especialmente lóbrego y atroz. De él surgían siniestros cantos papistas. De pronto Eliza cambió de tema.

—Bien, cuando empezaste esa frase —le comentó Jack—, me contabas el procedimiento para variar los estatutos de la Sociedad de Secuestradas Británicas, pero cuando acabaste, habías empezado a contarme lo sucedido cuando el barco cargado hasta la borda con bailarinas indostaníes encalló cerca de un castillo de los Caballeros de Malta… no estarás preocupada de que vaya a abandonarte, o venderte a algún granjero, ¿verdad?

—¿Por qué ibas a preocuparte de lo que yo siento?

—¿No se te ha ocurrido nunca que podría irte mejor en un convento?

Estaba claro que no. Una consternación encantadora anegó su rostro, y viró la cabeza, ligeramente, hacia el convento.

—Oh, mantendré mi parte del acuerdo. Años de colgar de los pies de hombres ahorcados me han enseñado el valor de los tratos honrados. —Jack dejó de hablar un momento para sofocar la risa. Luego—: Sí, son múltiples las ventajas de compartir el camino con Mediapicha Jack: no tengo amo. Tengo botas. También una espada, hacha y caballo. No puedo evitar la castidad. Conozco todos los caminos secretos de los contrabandistas. Conozco el zargón y los signos de los vagabundos, quienes, en conjunto, constituyen una especie de (si puedo hablar poéticamente) red de información, extendiéndose por todo el mundo, que funciona sin problemas incluso cuando sufre daño; con ella puedo saber qué pays ofrece asilo y paso, y cuáles oprimen a las personas errantes. Podrías estar peor.

—Entonces, ¿por qué has dicho que podría estar mejor ahí? —dijo Eliza, haciendo un gesto hacia el gran convento con sus alas rizándose hacia el camino como las pinzas de un escarabajo.

—Bien, algunos dirían que debería habértelo mencionado antes, pero te has unido a un hombre al que podrían colgar apenas llegar en la mayoría de las jurisdicciones.

—Oh, ¿eres un criminal infame?

—Sólo en algunos lugares… pero no es por eso.

—¿Entonces por qué?

—Pertenezco a un tipo particular. Los Pobres del Demonio.

—Oh.

—Me avergüenza decirlo… pero cuando estaba borracho y emocionado por la batalla te mostré mi otro secreto y por tanto ahora ya no hay forma, estoy seguro, de caer más bajo en tu estima.

—¿Qué es Los Pobres del Demonio? ¿Adoras a Satanás?

—Sólo cuando me encuentro entre adoradores de Satanás. Ja! No, es una expresión inglesa. Hay dos tipos de pobres: los de Dios y los del Demonio. Los Pobres de Dios, como viudas, huérfanos y esclavas huidas recientemente con culos bonitos, pueden recibir ayuda y es preciso ayudarles. Los Pobres del Demonio están más allá de cualquier posible ayuda… la caridad se malgasta en su caso. La distinción entre las dos categorías se reconoce en todos los países civilizados.

—¿Esperas que te cuelguen allá abajo?

Se habían detenido en lo alto de una colina sobre el valle del Danubio. Linz estaba abajo. La partida de los ejércitos la había reducido a una décima parte de su tamaño reciente, dejando en la tierra una cicatriz como la piel pálida que queda después de la caída de una gran costra.

—Allá abajo las cosas estarán revueltas… muchos soldados licenciados estarán de paso. No pueden colgarlos a todos; no hay cuerda suficiente en toda Austria. Cuento media docena de cadáveres colgando de los árboles en el exterior de la ciudad, media docena más de cabezas en picas siguiendo las murallas… normal, tirando a bajo, para una ciudad de ese tamaño.

—Entonces mercadeemos —dijo Eliza, mirando la plaza de Linz con ojos que prácticamente lanzaban chispas.

—¿Nos limitaremos a entrar a caballo, encontraremos la calle de los Mercaderes de Plumas de Avestruz y nos pasearemos de uno a otro, haciendo que se enfrenten?

Eliza se deshinchó.

—Ese es el problema de los productos especializados —dijo Jack.

—Entonces, ¿cuál es tu plan, Jack?

—Oh, se puede vender cualquier cosa. En todas las ciudades hay una calle donde se pueden encontrar compradores para lo que sea. Mi negocio consiste en saber dónde están esas calles.

—Jack, ¿qué precio crees que obtendremos en un mercado de ladrones? No podría irnos peor.

—Pero tendremos plata en los bolsillos, niña.

—Quizá la razón de que seas un Pobre del Demonio es que, habiendo obtenido algo, entras en una ciudad como un hombre que espera ser maltratado, posiblemente incluyendo la pena capital, y va directamente al mercado de ladrones y vende al intermediario de un intermediario de un intermediario.

—Por favor, advierte que estoy vivo, soy libre, tengo botas, conservo la mayor parte de las piezas de mi cuerpo…

—Y una enfermedad que en unos años te volverá loco y te matará.

—Más de lo que viviría si entrase en una ciudad como esa fingiendo ser un mercader.

—Pero lo que quiero decir, como tú mismo comentaste, es que necesitas empezar ahora mismo a amasar un legado para tus muchachos.

—Precisamente lo que he propuesto —dijo Jack—. A menos que tengas una idea mejor.

—Necesitamos encontrar una feria donde podamos vender las plumas de avestruz directamente a un mercader de ropas de lujo… alguien que se las lleve a, digamos, París, para vendérselas a damas y caballeros ricos.

—Oh, sí. Esos mercaderes están siempre deseosos de hacer tratos con vagabundos y esclavas.

—Oh, Jack, no es más que una cuestión de vestirse bien, no mal.

—Hay hombres sensibles, tipos sentimentales, a los que ese comentario les resultaría desdeñoso. Pero yo…

—¿No te has preguntado por qué cuando me muevo produzco todos esos crujidos y susurros? —Hizo una demostración.

—Demasiado caballeroso para inquirir por la fabricación de tu ropa interior… pero ya que lo mencionas…

—Seda. Enrollada al cuerpo tengo como una milla de seda, bajo esta prenda negra. Robada del campamento del visir.

—¡Seda! He oído hablar de ella.

—Una aguja, algo de hilo y seré una dama hasta la última pulgada.

—¿Y qué seré yo? ¿El petimetre imbécil?

—Mi sirviente y guardaespaldas.

—Oh, no…

—¡No será más que una actuación! ¡Sólo mientras estemos en la feria! El resto del tiempo, seré tu obediente esclava, Jack.

—Como sé que te gusta contar cuentos, interpretaré un poco contigo. Ahora, implorando tu perdón, pero ¿no se necesita tiempo para confeccionar un vestido con seda turca?

—Jack, muchas cosas precisan tiempo. Esto no llevará más que unas semanas.

—Unas semanas. ¿Y eres consciente de que ahora nos encontramos en un lugar con inviernos? ¿Y que estamos en octubre?

—¿Jack?

—¿Eliza?

—¿Qué te cuenta tu red de zargón sobre las ferias?

—En su mayoría se celebran en primavera o verano. Queremos la de Leipzig.

—¿De verdad? —Eliza parecía impresionada. Lo que gratificó a Jack: mala señal. Ningún hombre está tan totalmente condenado como aquel cuya principal fuente de gratificación es provocar impresiones favorables en una dama en particular.

—Sí, porque es ahí donde los productos de Oriente, que llegan desde Rusia y Turquía, se cambian por productos de Occidente.

—Plata, muy probablemente… nadie quiere productos occidentales.

—Efectivamente, es correcto. Los vagabundos veteranos te dirán que es mejor robar a los mercaderes parisinos en el camino a Leipzig, porque es entonces cuando cargan con la plata, mientras que en el camino de vuelta traen productos que hay que arrastrar tediosamente y luego guardar. Aunque los más jóvenes no comparten esa opinión, porque dicen que ya nadie lleva plata: todos los negocios se realizan con vales de intercambio.

—En cualquier caso, Leipzig es perfecta.

—Excepto por el pequeño detalle de que la feria de otoño ya ha terminado, y tendremos que sobrevivir todo el invierno hasta la siguiente.

—Mantenme viva durante el invierno, Jack, y a la llegada de la primavera, en Leipzig, te conseguiré diez veces lo que podrías sacar ahí abajo.

No era el método propio de un vagabundo: planear con seis meses de antelación. El error se multiplicaba por mil ante la perspectiva de pasar tanto tiempo con una mujer en particular. Pero Jack ya se había atrapado a sí mismo mencionando a sus hijos.

—¿Sigues pensándotelo? —preguntó Eliza, poco después.

—Hace rato que dejé de pensarlo —dijo Jack—. Ahora intento recordar lo que sé del territorio entre este punto y Leipzig.

—¿Y qué has recordado hasta ahora?

—Sólo que no veremos nada vivo con más de cincuenta años. —Jack empezó a caminar hacia el trasbordador del Danubio. Turco le siguió y Eliza cabalgó en silencio.

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