Orillas del río
Cam
1665
Hace casi cinco mil años había peregrinos recorriendo la Ciudad Celestial, como lo hacen estas dos personas honradas; y Belcebú, Apolión y Legión, junto con sus compañeros, percibiendo que el sendero trazado por los peregrinos en su camino a la Ciudad yacía a través de esta ciudad de Vanidad, se las arreglaron para establecer allí una feria; una feria donde se venderían todo tipo de vanidades, y que duraría todo el año. Por tanto en esta feria se venden mercancías como: casas, tierras, comercios, lugares, honores, preferencias, títulos, países, reinos, lujurias, placeres y deleites de todo tipo, así como putas, alcahuetas, esposas, maridos, hijos, amos, sirvientes, vidas, sangre, cuerpos, almas, plata, oro, perlas, piedras preciosas y quién sabe qué más.
Y más aún, en esta feria se puede ver continuamente malabarismos, engaños, juegos, representaciones, bufones, monos, picaros y pillos, y todo ese tipo de cosas.
JOHN BUNYAN, El progreso del peregrino
Feria de Stourbridge
Había menos de una hora de camino hasta la feria, paseando por verdes orillas suavemente inclinadas y bordeadas de sauces llorones, bajo cuyas copas había ocultos diversos estudiantes postrados. Ganado negro cortaba la hierba irregularmente y dejaba mierda de vaca por el camino. Al principio el río era lo suficientemente poco profundo para vadearlo, y el fondo estaba cubierto de fronda esbelta que la corriente poco intensa doblaba ligeramente.
—Ahora, hay una curva cuya fluxión corriente abajo es nula en el punto en que se ancla al fondo, es decir, se eleva verticalmente del fango, pero se incrementa al elevarse.
Aquí Daniel se perdió un poco.
—Fluxión parece significar flujo en el tiempo, así que tiene todo el sentido cuando aplicas la palabra a un punto en el río, que, de hecho, fluye en el tiempo. Pero ahora pareces estar aplicándola a la forma de la hierba, que no fluye… se limita a permanecer ahí ligeramente doblada.
—Pero Daniel, la virtud de esta aproximación que es no importa cuál es la situación física, una curva es siempre una curva, y lo que puedas hacerle a la curva del rió se lo puedes hacer igualmente a la curva de la hierba… ahora nos hemos liberado de todas esas tonterías —en referencia a la aproximación aristotélica, en la que se rechazaría la combinación de elementos de naturalezas evidentemente diferentes. A partir de ahora, aparentemente, lo que importaba era la forma que adoptaban al traducirlos al lenguaje del análisis—. Traducir una cosa al lenguaje analítico es similar a lo que hace un alquimista cuando extrae, de algún metal basto, un espíritu puro, o virtud, o pneuma. Las heces, las crudas formas externas de la cosa, se retiran para revelar el espíritu subyacente. Y cuando se hace, podemos descubrir que cosas superficialmente diferentes son la misma en su naturaleza real.
Muy pronto, al dejar atrás el College, el Cam se convirtió en un río más ancho y profundo e instantáneamente se llenó de botes mucho mayores. Aun así, no eran botes para el océano, eran largos, estrechos y de fondo plano, construidos para ríos y canales, pero con un desplazamiento mucho mayor que las pequeñas bateas. Ya podía oírse la feria de Stourbridge: el murmullo de miles de compradores y vendedores regateando, perros ladrando, melodías de gaitas y oboes restallando sobre sus cabezas como bucles de cintas de colores desenrollándose en la brisa. Mirando a la gente de los botes: comerciantes independientes de sombreros negros y pañuelos blancos en el cuello, gitanos del agua, irlandeses y escoceses sonrosados, y simplemente ingleses con historias personales complicadas, negociando con barcazas pero con los pies bien seguros, lanzando por la borda cubos de fluidos misteriosos, desarrollando disputas domésticas con personas ocultas en las tiendas o chozas construidas sobre las cubiertas.
En ese punto dieron la vuelta a un recodo y se encontraron en la feria, extendida sobre una vasta cuña de tierra, mayor que Cambridge, todavía más ruidosa, mucho más atestada. En su mayoría estaba formada por tiendas y gente de las tiendas, que no eran su tipo de gente; Daniel observó a Isaac ganar un par de pulgadas de altura al recordar la postura erguida que los puritanos establecían como un mejor ejemplo. En zonas protegidas de la feria (sabía Daniel) los mercaderes serios comerciaban con ganado, madera, hierro, barriles de ostras, cualquier cosa que pudiese traerse hasta aquí por el río o por tierra en un carro. Pero ese comerció al por mayor deseaba ser invisible, y lo era. Lo que Isaac veía era una feria al por menor cuyo tamaño y vistosidad era desproporcionadamente mayor a su importancia, al menos si la juzgabas por la cantidad de dinero que cambiaba de manos. Las avenidas mayores (que se referían a canales de fango con tablones y troncos dispersos por ahí para que la gente pudiese pisar, o al menos apoyarse) estaban bordeadas por tiendas de artistas de la cuerda floja, malabaristas, actores, espectáculos de marionetas, campeones de lucha, bailarinas y por supuesto las prostitutas especiales que convertían la feria en un recurso importante para los estudiantes de la universidad. Pero yendo por los caminos más pequeños, encontraron las mesas y puestos y los ingeniosamente diseñados carros extensibles de los comerciantes que habían traído bienes de toda Europa, Ouse y Cam arriba hasta este lugar para venderlos en Inglaterra.
Daniel e Isaac vagaron durante una hora, haciendo caso omiso de los gritos y llamadas de los vendedores a ambos lados, hasta que Isaac se detuvo, alerta, y fue a un lado hacia un pequeño expositor plegable con patas que un alto y esbelto judío de túnica negra había montado. Daniel observó con curiosidad al Hijo de Moisés; Cromwell había vuelto a admitir a esa gente en Inglaterra hacía sólo diez años, después de haber sido excluidos durante siglos, y eran tan exóticos como las jirafas. Pero Isaac miraba fijamente una constelación como de gemas dispuesta sobre un cuadrado de terciopelo negro. Apreciando su interés, el cohanim retiró los bordes de la tela para revelar muchas más: lentes cóncavas y convexas, discos planos de buen vidrio para tallar las tuyas propias, botellas de polvos abrasivos de diversos grados de granulosidad, y prismas.
Isaac indicó que estaría dispuesto a abrir negociaciones sobre dos de los prismas. El tallador de lentes inhaló, se envaró y parpadeó. Daniel se trasladó a una posición de apoyo a un lado y detrás de Isaac.
—Tiene piezas de ocho —dijo el circuncidado… a medio camino entre una afirmación y una pregunta.
—Sé que su pueblo vivió en una ocasión en un reino donde ésa era la moneda del país, señor —dijo Isaac—, pero…
—No sabéis nada, mi gente no viene de España. Viene de Polonia. Dispone de monedas francesas, ¿luises de oro?
—El luis de oro es una moneda hermosa, digna de la gloria del Rey Sol —añadió Daniel—, y probablemente muy empleada allí de donde venís… ¿Amsterdam?
—Londres. Tiene la intención de compensarme con, ¿qué… plata de Joachimsthal?
—Como usted, señor, es inglés, y yo también lo soy, empleemos medios ingleses.
—¿Desea intercambiar queso? ¿Latón? ¿Velarte?
—¿Cuántos chelines comprarán esos dos prismas?
El hebreo adoptó una expresión de cansado sufrimiento y miró a un punto sobre sus cabezas.
—Déjenme ver el color de su dinero —dijo, en una voz que indicaba un pesar cortés, como si Isaac hubiese podido comprar hoy prismas pero en su lugar recibiese una terrible lección sobre la increíble pobreza de las monedas inglesas.
Isaac metió la mano en un bolsillo y agitó los dedos para producir un ruido metálico que demostraba la existencia de las monedas. Luego sacó un puñado y dejó que el pulidor de lentes viese algunas monedas, manchadas de negro. Daniel, hasta ahora, estaba asombrado de lo bien que se le daban estas cosas a Isaac. Por otra parte, había convertido en negocio el prestar dinero a otros estudiantes, quizá tuviese talento.
—Debe de haber cometido un error —dijo el judío—. Lo que es perfectamente razonable… todos cometemos errores. Ha metido la mano en el bolsillo equivocado y ha sacado su dinero negro:[4] lo que se arroja a los mendigos.
—Aja, así ha sido —dijo Isaac—. Perdóneme… ¿dónde está el dinero para pagar a los mercaderes? —tocando algunos bolsillos—. Por cierto, dando por supuesto que no voy a ofrecerle dinero negro, ¿cuántos chelines?
—Cuando dice chelines, ¿debo asumir que se refiere a los nuevos?
—¿Jacobo I?
—No, no, Jacobo murió hace medio siglo y por tanto nadie emplearía normalmente el adjetivo «nuevo» para describir libras acuñadas durante su reinado.
—¿Ha dicho libras? —preguntó Daniel—. Una libra es una cantidad considerable de dinero, por lo que me parece que no es relevante para esta transacción, que como mucho parece uno de esos asuntos limitados a chelines.
—Empleemos la palabra «monedas» hasta que sepamos si hablan de las nuevas o las antiguas.
—¿Nuevas se refiere, digamos, a las monedas acuñadas durante nuestra vida?
—Me refiero a las monedas de la Restauración —dijo el israelita—, o quizá sus profesores han omitido mencionarle que Cromwell ha muerto, y que las monedas del interregno fueron desmonetizadas estos últimos tres años.
—Vaya, creo haber oído que el rey está empezando a acuñar nuevas monedas —dijo Isaac, mirando a Daniel en busca de confirmación.
—Mi medio hermano en Londres conoce a alguien que vio en una ocasión una moneda CAROLUS II DEI GRATIA de oro, expuesta en una caja de cristal sobre un cojín de seda —dijo Daniel—. La gente ha empezado a llamarlas «guineas», porque están fabricadas con el oro que la compañía del duque de York extrae de África.
—Dime, Daniel, ¿es cierto lo que dicen, que esas monedas son perfectamente circulares?
—Lo son, Isaac… no como las viejas monedas inglesas amartilladas que tú y yo llevamos en abundancia en los bolsillos y monederos.
—Más aún —dijo el ashkenazi—, el rey trajo consigo a un sabio francés, monsieur Blondeau, en préstamo del rey Luis, y ese tipo ha construido una máquina que traza delicados rebordes e inscripciones en el borde de las monedas.
—Típica extravagancia francesa —dijo Isaac.
—Ciertamente el rey pasó en Francia más tiempo del que le convenía —dijo Daniel.
—Al contrario —dijo el de los rizos—, si alguien recorta o lima una parte del metal del borde de una moneda circular con un borde fresado, es evidente de inmediato.
—¿Debe de ser por eso que la gente está fundiendo esas nuevas monedas tan rápido como las acuñan y está enviado el metal al oriente…? —empezó a decir Daniel.
—… lo que hace imposible que la gente como mi amigo y yo las obtengamos —terminó Isaac.
—Bien, una buena idea, si me pueden mostrar monedas de brillante color plateado, no el material negro, las pesaré y las aceptaré como lingote.
—¡Lingote! ¡Señor!
—Sí.
—He oído que ésa es la práctica en China —dijo Isaac con aires de erudito—. Pero aquí en Inglaterra, un chelín es un chelín.
—¿¡Sin que importe lo poco que pese!?
—Sí. En principio sí.
—Por tanto, ¿cuando se acuña un trozo de metal en la Casa de la Moneda adquiere un poder mágico de chelinidad, e incluso después de haber sido limado, recortado y gastado hasta convertirse en un simple nódulo amorfo, sigue valiendo un chelín?
—Exagera —dijo Daniel—. Tengo aquí un perfecto chelín de la reina Isabel, por ejemplo, que llevo conmigo como recuerdo del reinado de Gloriana, ya que es un espécimen demasiado bueno para gastarlo. Pero como puede ver, está tan reluciente y brillante como el día que se acuñó…
—Especialmente donde lo han recortado recientemente por los lados —dijo el tallador de lentes.
—Las agradables y normales irregularidades de las monedas martilladas a mano, nada más.
Isaac dijo:
—El chelín de mi amigo, aunque magnífico, y sin duda merecedor de dos e incluso tres chelines en el mercado, no es una anomalía. Aquí tengo un chelín del reinado de Eduardo VI, que obtuve del intoxicado hijo de un duque, que resultó haberme pedido prestado anteriormente un chelín, cayó inconsciente al suelo, el monedero donde llevaba sus mejores monedas cayó al suelo abriéndose y ésta salió rodando, yo la tomé como pago de la deuda, y el exquisito estado de la moneda como interés.
—¿Cómo pudo rodar si tres de los laterales son planos? Es casi triangular —dijo el pulidor de lentes.
—Un efecto de la luz.
—El problema con esa moneda de Eduardo VI es que podría haberse acuñado durante la Gran Depreciación, cuando, antes de que sir Thomas Gresham tomase cartas en el asunto, los precios se doblaron.
—La inflación no se debió a que las monedas fuesen desvalorizadas, como creen algunos —dijo Daniel—, se debió a la fortuna confiscada a los monasterios papistas y la plata barata de las minas de Nueva España que inundaba el país.
—Si me permitiesen acercarme a diez pies de esas monedas, me ayudaría a apreciar sus excelencias numismáticas —dijo el pulidor de lentes—. Podría incluso usar algunas de mis lupas….
—Me temo que me sentiría ofendido —dijo Isaac.
—Ésta puede examinarla todo lo de cerca que quiera —dijo Daniel—, y no encontrará pruebas de alteración criminal… la recibí de un tabernero ciego que había sufrido de congelación en los dedos… no tenía ni idea de qué me estaba dando.
—¿No se le ocurrió morderla? ¿Así? —dijo el individuo judaico, cogiendo el chelín y aplastándolo entre los molares posteriores.
—¿Qué hubiese descubierto haciéndolo, señor?
—Que el artista de la falsificación que la estampó empleó metales razonablemente buenos… no tiene más de un cincuenta por ciento de plomo.
—Decidiremos interpretarlo como un comentario alegre —dijo Daniel—, lo que nunca se podría decir de este chelín, que mi medio hermano encontró tirado en el suelo en la batalla de Naseby, no lejos de los fragmentos de un capitán monárquico al que un cañón reventado había partido en pedazos… el muerto era un capitán que en su día había hecho guardia en la Torre de Londres donde se acuñan las nuevas monedas.
El judío repitió la ceremonia de morder, luego raspó la moneda en caso de que fuese una moneda de escoria cubierta de pintura plateada.
—Sin valor. Pero debo un chelín a cierto hombre malvado de Londres, que odia a los judíos, y obtendría un chelín de satisfacción poniendo este trozo de hierro en sus manos.
—Entonces, muy bien… —dijo Isaac dispuesto a coger los prismas!
—Coleccionistas ávidos como ustedes habrán visto peniques…
—Mi padre los reparte nuevos como regalos de Navidad —empezó a decir Daniel—. Hace tres años… —Pero dejó de contar la anécdota al darse cuenta de que el pulidor de lentes no le prestaba atención, sino que miraba la conmoción a su espalda.
Daniel se volvió y vio que un hombre, razonablemente calzado, tenía problemas para andar a pesar de que un amigo y un sirviente lo sostenían. Parecía tener grandes deseos de tenderse, lo que era de lo más inapropiado, porque estaba caminando con los pies metidos en el barro.
El sirviente pasó una mano entre el antebrazo del hombre y las costillas para sostenerlo, pero el hombre aulló como un gato al que hubiese destrozado bajo la rueda de un carro, cayó convulsionándose hacia atrás tan largo como era, lanzando una ola de fango en forma de ataúd que manchó cosas a yardas de distancia.
—Cojan sus prismas —dijo el mercader, prácticamente metiéndolos en los bolsillos de Isaac. Empezó a plegar el expositor. Si se sentía igual que Daniel, entonces no era el ver a un hombre enfermó, o desmoronarse, lo que le hacía recoger e irse, sino el grito.
Isaac caminaba hacia el hombre enfermo con el paso cauteloso pero directo de un caminante en la cuerda floja.
—¿Regresamos a Cambridge? —propuso Daniel.
—Tengo algunos conocimientos del arte farmacéutico —dijo Isaac—. Quizá pueda ayudarle.
Se había reunido un círculo de gente para observar al enfermo, pero era un círculo muy amplio, vacío excepto por Isaac y Daniel. Ahora la víctima parecía estar intentando quitarse los calzones. Pero tenía los brazos rígidos, por lo que intentaba hacerlo agitándose. Su sirviente y su amigo tiraban de los dobladillos, pero los calzones parecían haberse encogido en las piernas. Finalmente, el amigo sacó la daga y cortó los dobladillos a derecha e izquierda, y luego rompió las perneras de abajo a arriba; o quizá las abriese la fuerza de los muslos hinchados. Como sea, saltaron.
Amigo y sirviente dieron un paso atrás, ofreciendo a Isaac y Daniel un punto de vista perfecto que les hubiese permitido ver hasta los genitales del hombre, si no hubiesen estado bloqueados por globos negros de carne tensa apilados como balas de cañón en las zonas internas de los muslos.
El hombre había dejado de agitarse y gritar porque ya estaba muerto. Daniel había agarrado a Isaac del brazo y tiraba de él con firmeza, pero Isaac siguió acercándose. Daniel miró a su alrededor y vio que de pronto no había nadie a distancia de un disparo de mosquete, habían abandonado tiendas y caballos, cargamentos de bienes dispersos por el suelo por porteadores que ya estarían a medio camino de Ely.
—Puedo ver cómo se expanden las bubas por el cuerpo muerto —dijo Isaac—. El espíritu generativo sigue vivo, transmutando la carne muerta en algo diferente, de la misma forma que los gusanos se generan en la carne, y la plata crece bajo las montañas… ¿por qué en ocasiones produce la muerte y en otras la vida?
Que vivieron es prueba de que Daniel acabó alejando a Isaac y lo puso en camino río arriba hacia Cambridge. Pero la mente de Isaac seguía concentrada en los milagros satánicos que habían aparecido en la entrepierna del nombre muerto.
—Admiro el análisis de monsieur Descartes, pero falta algo en su suposición de que el mundo no es más que trozos de materia entrechocando unos con otros como monedas agitadas en una bolsa. ¿Cómo podría explicarse así la capacidad de la materia para organizarse a sí misma en ojos, hoja, salamandras, para transmutarse a sí misma en formas diferentes? Y sin embargo no se trata simplemente de que la materia confluya de forma correcta, no por un continuo milagro de la Creación, porque el mismo proceso por el que nuestro cuerpo convierte los alimentos y la leche en carne y sangre puede hacer que el cuerpo de un hombre se convierta a sí mismo en una masa de bubas en apenas unas horas. Puede que parezca algo sin propósito, pero no puede serlo. Que un hombre enferme y muera, mientras otros sobreviven, son caracteres del mensaje críptico que los filósofos aspiran a decodificar.
—A menos que el mensaje se fijase hace mucho tiempo y esté ahí en la Biblia para que quien quiera pueda leerlo —dijo Daniel.
Cincuenta años más tarde, odia recordar que alguna vez hablase de esa forma, pero no puede detenerse.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Ya estamos a la mitad del año 1665; ya sabes qué año viene a continuación. Debo ir a Londres, Isaac. La plaga ha llegado a Inglaterra. Lo que hemos visto hoy es un heraldo del Apocalipsis.