Leipzig
ABRIL 1684
Por todo lo que he oído de Leibniz, debe ser muy inteligente, y en consecuencia una compañía agradable. Es raro encontrar hombres sabios que sean limpios, no apesten y tengan sentido del humor.
Carta de Liselotte a Sofía,
30 de julio 1705
Jack y Eliza en Leipzig
—Jaques, muéstrale al caballero ese rollo de seda amarilla… ¿Jaques? ¡Jacques!—Eliza cambió con maestría a un comentario cruel sobre lo difícil que era hoy en día encontrar un ayuda de cámara que fuese trabajador y de fiar, hablando en un francés demasiado bueno para que Jack lo entendiese. El caballero en cuestión, evidentemente un parisino vestido con la indumentaria de su profesión, apartó la nariz del escote de Eliza el tiempo suficiente para mirarla a los ojos y reír con incertidumbre: sentía que se había emitido un bon mot pero él no lo había oído.
—¡Ostras!, le sorprende que tus tetas vengan pegadas a una cabeza —comentó Jack.
—Cállate… uno de estos días vamos a encontrarnos con alguien que hable inglés —le respondió Eliza, e indicó el rollo—. ¿Podrías mantenerte despierto?
—Hace medio año que no estoy tan despierto… eso es lo difícil —dijo Jack, inclinándose para desenrollar un brazo de seda, agitándolo en el aire como una bandera, intentando producir una brisa. Un rayo de luz de sol hubiese sido útil. Pero el único cuerpo celeste que emitía luz sobre el patio era el de Eliza, ataviada con uno de los diversos vestidos en los que venía trabajando desde hacía meses. Jack los había visto desarrollarse a partir de lo que a él le parecían retales, por lo que en él el efecto no era tan potente. Pero cuando Eliza caminaba por el mercado, atraía tales miradas que Jack prácticamente tenía que coserse el brazo derecho al costado, para que no saliese volando de su cuerpo, enarbolando la espada de Damasco, y enseñar modales a los comerciantes de Leipzig.
Eliza se enzarzó en una larga diferencia de opinión con el parisino, que terminó cuando éste le entregó un trozo flácido de papel que había sido reescrito muchas veces, por manos diferentes y luego cogió el rollo de seda amarilla y se alejó con él. Una vez más, Jack tuvo que contener su mano y espada.
—Esto me mata.
—Sí. Siempre lo dices.
—Estás segura de que esos trozos de papel valen algo.
—¡Sí! Lo dice aquí mismo —dijo Eliza—. ¿Te gustaría que te lo leyese? —Pasó un enano vendiendo chocolate.
—No servirá de nada. Nada me valdrá, excepto plata en el bolsillo.
—¿Te preocupa que pueda engañarte… dado que no puedes leer los números en estos vales de cambio?
—Me preocupa que pueda pasarles algo antes de que podamos convertirlos en dinero de verdad.
—¿Qué es dinero de verdad, Jack? Respóndeme a esa pregunta.
—Ya sabes, piezas de ocho, o dólares…
—Th… empieza por T pero a continuación viene un sonido entrecortado… «thalers».
—D-d-d-dólares.
—Es un nombre tonto para el dinero, Jack… nadie te tomará en serio si hablas así.
—Bien, acortaron «Joachimsthaler» a «thaler», por tanto, ¿por qué no modificar aún más la palabra?
Herr Geidel, sus minas y casa de la moneda
Una especie de locura incremental se había apoderado de ellos después de un mes en el campamento del manantial caliente; Jack había dado por supuesto que se trataba de la mecha lenta del mal francés alcanzando finalmente partes importantes de su mente, hasta que Eliza comentó que llevaban meses comiendo pan, agua y la loncha ocasional de carpa seca. La paga de un soldado no era generosa, pero acumulada a lo que Jack había saqueado previamente de la casa del rico en Estrasburgo, no sólo suministraría avena para Turco sino a ellos col, patatas, nabos, cerdo salado y huevos de vez en cuando, siempre que a Jack no le importase gastárselo todo. Como agentes de encargo, empleó a los dos mineros de azufre, Hans y Hans. No eran agentes libres, sino empleados de un tal herr Geidel de Joachimsthal, una ciudad cercana donde sacaban plata de la tierra. Herr Geidel contrataba a hombres como Hans y Hans para extraer el mineral y refinarlo en lingotes irregulares, que llevaban hasta una casa de la moneda cercana donde acuñaban Joachimsthalers.
Herr Geidel, habiendo sabido que un hombre extraño y armado merodeaba por los bosques cerca de su mina de azufre, había salido con algunos mosqueteros para investigar, y descubrió a Eliza sola, cosiendo. Para cuando Jack regresó, horas más tarde, Eliza y herr Geidel no se habían convertido exactamente en amigos, pero sí se habían reconocido como seres del mismo tipo, y por tanto como potenciales socios comerciales, aunque no quedaba del todo claro qué tipo de negocio. Herr Geidel tenía una opinión extraordinaria de Eliza y manifestó su confianza de que en la feria de Leipzig le iría de maravilla. Su opinión inmediata de Jack fue mucho peor, el único aspecto positivo aparente de Jack era que Eliza estaba dispuesta a asociarse con él. Jack, por su parte, soportó a herr Geidel por la naturaleza pasmosa de lo que hacía para ganarse la vida: literalmente fabricaba dinero. Las primeras veces que se lo explicaron lo atribuyó a un error de traducción. No podía ser real.
—¿Eso es todo lo que se precisa? ¿Extraer un poco de tierra, pasarla por un horno, estampar una cara y algunas palabras?
—Eso parece ser lo que dice —respondió Eliza, por una vez confundida—. En Berbería, todas las monedas eran piezas de ocho de España… nunca he estado ni remotamente cerca de una casa de la moneda. Estaba a punto de decir «no distinguiría una casa de la moneda de un agujero en el suelo», pero aparentemente de eso se trata.
Cuando entraron en calor lo justo para moverse, fueron a Joachimsthal y confirmaron que era poco más que eso. En esencia la casa de la moneda era un bruto con un martillo enorme y una matriz. Le pasaban discos de plata —que no eran dinero—, situaba la matriz encima de cada uno y le daba con el martillo, machacando el retrato de algún viejo importante, y algún encantamiento en latín en el disco, momento en el que se convertía en dinero. Oficiales, supervisores, tasadores, funcionarios, guardias, y, en general, la multitud habitual de personal parásito se arremolinaba alrededor del bruto con su martillo, pero como los piojos de un buey no podían ocultar la simple naturaleza de la bestia. La simplicidad del proceso de fabricación del dinero había lanzado a Jack al estupor.
—¿Por qué debería abandonar este lugar? Después de un largo vagabundear he hallado el cielo.
—No puede ser tan fácil. Herr Geidel parece deprimido: se está diversificando en azufre y otros minerales, dice que no se gana dinero fabricando dinero.
—Una estupidez evidente. Simplemente intenta alejar la competencia.
—¿Pero prestaste atención a todas esas minas abandonadas?
—Se les acabó el mineral —intentó objetar Jack.
—En ese caso, ¿por qué había todavía grandes dispositivos mineros a horcajadas sobre las bocas de los pozos? Lo lógico sería llevarlos a otros pozos que todavía contuviesen mineral.
Jack no tenía respuesta. Cuando volvieron a ver a herr Geidel, Eliza lo sometió a un interrogatorio brutal que a Jack le hubiese ganado un duelo de haberlo intentando él, pero al tratarse de Eliza sólo consiguió incrementar la buena opinión que herr Geidel tenía de ella. El francés de Geidel era tan malo como el de Jack, por lo que la discusión se desarrolló con la lentitud suficiente para que Jack pudiese seguirla: por razones que nadie allí entendía, los españoles podían extraer y refinar plata en Méjico, y enviarla al otro lado del mundo (a pesar de los extenuantes esfuerzos de piratas ingleses, holandeses, franceses, malteses y berberiscos) más barata de lo que herr Geidel y sus compañeros de tabernas podían producirla en Joachimsthal y enviarla a sólo unos días de viaje hasta Leipzig. En consecuencia, sólo las minas más ricas de Europa seguían funcionando. La estrategia de herr Geidel era poner a los mineros ociosos a trabajar extrayendo azufre (antes del derrumbamiento del mercado de minas de plata en Europa hubiese sido imposible, porque el gremio de mineros era fuerte, pero ahora eran muy baratos de contratar), luego enviar el azufre a Leipzig y venderlo barato a los fabricantes de pólvora, con la esperanza de reducir el precio de la pólvora y por tanto el de la guerra.[40] En cualquier caso, si la guerra se volvía lo suficientemente barata, se desataría el infierno, podría hundirse algún galeón español, y el coste de la plata aumentaría a un nivel más saludable.
—¿Pero eso no hará también que los salteadores lo tengan más fácil para asaltarle de camino a Leipzig? —había preguntado Jack, siempre interesando en el aspecto del crimen violento.
Eliza le ofreció una mirada que prometía terribles penalidades la próxima vez que le agarrase el chakra.
—Jack pretende decir: «¿Qué pasaría si estalla la guerra entre este territorio y Leipzig?»
Pero herr Geidel se había mostrado completamente tranquilo. La guerra estallaba continuamente, por todas partes, sin producir ningún efecto en la feria de Leipzig. Si se producía todo eso, volvería a ser un mercader rico. Y durante quinientos años las ferias de Leipzig habían operado bajo un decreto del Sacro Emperador Romano que declaraba que siempre que los mercaderes se limitasen a ciertos caminos y pagasen derechos nominales a los príncipes locales cuyas tierras atravesasen, podían ir y venir con libertad a Leipzig, y no se les podía molestar incluso si atravesaban un campo de batalla activo. Estaban por encima de la guerra.
—Pero ¿y si llevase pólvora para vendérsela al enemigo? —había probado Eliza, pero por una vez herr Geidel mostró signos de impaciencia y la hizo callar, como si pretendiese decir que las guerras eran meros entretenimientos para los príncipes aburridos, pero que las ferias mercantiles eran asuntos serios.
Resultó que no había absolutamente ningún problema en mencionar a los asaltantes, porque herr Geidel había estado pensando en ese mismo tema. Su caravana se había estado formando en los lugares abiertos de Joachimsthal. Los carreteros, inclinándose a la derecha para añadir tensión a las líneas, conducían por las calles parejas de caballos de tiro, hablándoles a los animales para que se situasen en su sitio frente a los carros. Los encargados de las mulas fingían asombro cuando sus animales se retiraban después de probar el peso de sus cargas: el primer acto de una obra eterna que finalmente llevaría a los insultos y la violencia. Herr Geidel ya no era un mercader rico, y durante la primera parte del viaje no iría por esos caminos donde de todas formas se podía contratar a escoltas armadas, y por tanto el viaje a la feria de Pascua de Leipzig podría ser emocionante. Herr Geidel disponía de algunos hombres que podían imitar el proceso de carga y descarga de un mosquete, pero no le importaría añadir a Jack a su escolta, y por supuesto Eliza quedaba invitada a viajar en uno de los carros.
Jack, sabiendo que estaban en juego Eliza y la herencia de sus chicos, se había tomado este trabajo de soldado más en serio que la mayoría. De vez en cuando se adelantaba por delante de la caravana para buscar emboscadas. En dos ocasiones encontró a gentuza formada por mineros en paro vagueando tímidamente en las zonas estrechas del camino, armados con picas y garrotes, y consiguió que se dispersasen explicándoles el plan de herr Geidel para restaurar el vigor del negocio de la minería de plata. En realidad no fue su oratoria lo que los conmovió, sino el hecho de que él y sus acompañantes llevasen armas de pedernal y pistolas. Jack, que conocía a los pobres, supo de inmediato que esos hombres no tenían hambre suficiente, o un liderazgo lo suficientemente persuasivo, para cambiar el saqueo por sus vidas, especialmente cuando el producto a saquear era azufre, que, les recordó, era difícil de convertir en plata; tendrían que arrastrarlo hasta una feria y venderlo, a menos que tuviesen a un alquimista entre sus filas. No mencionó que enterrado bajo los trozos de azufre en uno de los carros de herr Geidel había un arcón lleno de Joachimsthalers recién acuñados. Consideró mencionarlo, y preparar una emboscada propia, pero sabía que en ese caso cabalgaría sin Eliza, la única mujer del mundo, o al menos a la única que conocía personalmente, capaz de ofrecerle satisfacción carnal. En ese momento comprendió por qué herr Geidel había observado con tanta atención su conversación con Eliza: intentaba ver si se podía confiar en Jack. Aparentemente había concluido que Eliza tenía a Jack entre las manos. A Jack no le sentó bien, pero pronto se libraría de herr Geidel, aunque no de Eliza.
En cualquier caso, habían cabalgado al norte de esas montañas, a las que herr Geidel se había referido en su lengua simplemente como la Cordillera Mineral, y por Sajonia, de la que no se podía decir nada excepto que era plana. Se unieron a una gran y vieja carretera que según herr Geidel iba desde Verona hasta el lejano norte en Hamburgo. Jack quedó impresionado por los marcadores de distancia: puntas de piedra de diez pies de alto, cada una ornamentada con una talla de las armas de algún rey muerto, ofreciendo cada una el número de millas hasta Leipzig. La carretera estaba congestionada con muchas otras caravanas de mercaderes.
En una cuenca plana y húmeda grabada en todas partes con los cursos de muchos ríos sin sentido, se cruzó con otra gran carretera que se decía iba desde Frankfurt hasta el Oriente, y Leipzig era esa intersección. Jack tuvo más de un día para vagar por sus alrededores y verla desde lejos, cosa que hizo siguiendo el principio general de que quería saber dónde estaban las salidas antes de entrar en cualquier lugar cerrado. Las caravanas retrocedieron media milla con la intención de entrar por la puerta sur. Leipzig, descubrió, era más pequeña y de perfil más bajo que Viena, una ciudad de varias agujas modestas, ninguna catedral que arañase los cielos, lo que, supuso, Jack era señal de que se trataba de un burgo luterano. Evidentemente, estaba rodeada por los obligados terraplenes y baluartes. En el exterior había haciendas y jardines, algunos mayores que la ciudad en sí, todos pertenecientes no a nobles sino a mercaderes.[41] Entre esas fincas se encontraban los habituales y vergonzosos suburbios llenos de canallas encogidos en barricadas improvisadas que eran más como cestos que como muros. Algunas ruedas de molino perezosas se aprovechaban del casi imperceptible agitar de los ríos, pero los molineros apenas se encontraban por encima de los campesinos en una ciudad tan cargada de mercaderes.
Leipzig
Jack y Eliza habían pagado diez pfennigs cada uno en la puerta de la ciudad, luego les pesaron la seda y pagaron impuestos por ella (Eliza había cosido las plumas de avestruz entre capas de enaguas y no las encontraron). Desde la puerta, una calle ancha se dirigía al norte hasta el centro de la ciudad, a no más de un disparo de mosquete de distancia. Bajando de la silla, Jack se sorprendió por la sensación de empedrado bajo los pies por primera vez en medio año. Ahora caminaba sobre suelo que respondía, y supo que sus botas necesitaban suelas nuevas. La calle estaba bordeada por orificios cubiertos que emitían ruidos; continuamente se sentía bajo una emboscada a derecha e izquierda, y continuamente tocaba el pomo de la espada, y luego se odiaba por comportarse como un campesino estúpido en su primer viaje a París. Pero Eliza no estaba menos asombrada, y continuamente chocaba con él, porque le gustaba sentir la presión de Jack contra su espalda. Extraños signos y efigies, frecuentemente en pan de oro, miraban desde las fachadas de los edificios: una serpiente de oro, una cabeza de turco, un león rojo, un oso dorado. Así que se parecían un poco a las tabernas inglesas, que tenían efigies en lugar de nombres, de forma que gente como Jack, que no sabía leer, pudiese distinguirlas. Pero no eran tabernas. Eran como enormes casas de ciudad, con múltiples ventanas, y cada una disponía de una amplia abertura abovedada que daba paso a un patio lleno de alboroto.
Jack y Eliza habían seguido moviéndose bajo el temor silencioso de que si se detenían parecerían tan estúpidos y perdidos como lo estaban realmente. En unos minutos entraron en la plaza de la ciudad, y pasaron cerca de un cadalso con la selección habitual de muertos colgando: un lugar que para Jack era de una familiaridad reconfortante, incluso si Eliza realizó comentarios de mal genio sobre las nubes zumbantes de moscas. Exceptuando los extraños cadáveres colgantes, Leipzig ni siquiera olía tan mal: tenía las aguas residuales y los humos de cualquier gran ciudad, pero era asombroso lo que unas toneladas de azafrán, cardamomo, anís y pimienta negra, distribuidos en sacos y fardos, podían hacer para refrescar un lugar así.
El ayuntamiento estaba situado en un lateral de la plaza, y exhibía aguilones de estilo holandés sobre un pasaje de piedra marrón abovedada a nivel del suelo, donde hombres bien vestidos trabajaban en silencio y con intensidad. Atravesando la plaza había zanjas estrechas para llevar las aguas residuales, y encima de ellas habían situado tablones para que los carros pudiesen pasar, y también las damas, y los gordos o tullidos, sin convertirse en un espectáculo público. Jack se volvió un par de veces. Ahora resultaba claro que los edificios estaban limitados por ley a cuatro pisos (excepto las torres de las iglesias) porque ninguno tenía más. Pero estaba claro que la ley no decía nada sobre los tejados y por tanto la mayoría eran extremadamente altos e inclinados —frecuentemente tan altos como los edificios de cuatro plantas que los soportaban—, por lo que, visto desde la calle, cada tejado tenía el aspecto de una cresta montañosa vista desde el valle: un vasto terreno densamente ocupado y cubierto de buhardillas, torres, aguilones, cúpulas, balcones e incluso castillos en miniatura; vegetación (en macetas) y estatuas, no de Jesús o algún santo, sino de Mercurio con sus sandalias aladas y el sombrero. En ocasiones venía emparejado con Minerva con sus sinuoso escudo, pero en la mayor parte de las ocasiones Mercurio aparecía solo y no se precisaba un doctor en letras para comprender que él, y no algún mártir doloroso, era el patrón escogido por Leipzig.
Mirar los altos tejados había sido el método de Jack para aliviar ojos y mente de la pesadez de seguir las acciones en el suelo. Había hombres orientales con sombreros de fieltro de gigantescas alas de rico pelaje reluciente, que hablaban con judíos de luengas barbas respecto a expositores de pieles de animales (los rostros de los desagradables y pequeños bichos miraban con expresión ausente al cielo). Chinos portando cajas de lo que supuso era porcelana china, toneleros reparando lo que supuso eran toneles quebrados, panaderos divulgando hogazas, muchachas rubias con montones de naranjas, músicos por todas partes, dándole a un organillo o punteando laúdes mutantes con enormes voladizos sobresaliendo asimétricos de sus mástiles para servir de apoyo a las drizas. Vendedores armenios de café que llevaban encima relucientes y vaporosos tanques de cobre y latón, guardias aburridos con picas o alabardas, turcos con turbante intentando comprar de nuevo extraños productos que (comprendió Jack con sorpresa) también habían saqueado en el asedio a Viena; le divirtió, pero la verdad es que también le avergonzó e irritó que otros hubiesen tenido la misma idea. Una zona de narguiles donde muchachos turcos con zapatillas de punta corrían de una mesa a la otra con braseros encendidos de plata elaboradamente forjada de los que escogían carbones individuales con tenacillas de plata y los colocaban sobre las cazoletas de tabaco de los narguiles para mantenerlos ardiendo. Por todas partes había productos a la venta, pero allí en la plaza venían en toneles, o estaban envueltos en fardos cuadrados sostenidos por redes de cuerdas, marcados con curiosos monogramas e iniciales: las marcas comerciales de distintos mercaderes.
Encontraron un establo para Turco, y luego bajaron por una calle, acumularon coraje y penetraron por uno de esos anchos portales abovedados —de anchura y altura suficiente para permitir el paso simultáneo de cuatro jinetes y entraron en el patio de uno de esos edificios. El patio no tenía más que diez por veinte pasos, y estaba limitado por todos sus lados por los muros de cuatro pisos de alto del edificio, pintados de un alegre amarillo de forma que el poco sol que penetraba en el patio dotase a todo lo presente de un brillo dorado. El patio en sí estaba abarrotado de personas que mostraban especias, artilugios de metal, joyas, libros, telas, vino, cera, pescado seco, sombreros, botas, guantes, armas y porcelana, con frecuencia tocándose mejilla con mejilla y hablando cada uno en los oídos de los otros. Un lateral del patio daba paso a una línea de bóvedas abiertas por un lado: un pasaje un par de escalones por encima del nivel del patio, separado del patio sólo por una fila de pilares rechonchos, y encajado bajo la casa en sí. En cada bóveda se sentaba un hombre serio bien vestido tras una mesa enorme, o banca, con varios Libros inmensos, cerrados con correas, abrochados y con un candado cuando no se les usaba, un tintero, plumas y, en el suelo cerca de él, un arcón negro todo rodeado de tiras de bronce y hierro, bisagras, cadenas y candados de un peso y calidad que normalmente sólo se veían en las puertas de los arsenales. En ocasiones cerca de él se encontraban fardos y toneles de bienes. Lo más habitual es que el material estuviese apilado en el patio. A sesenta u ochenta pies por encima, vigas fuertes sobresalían de los altos de las buhardillas, extendiendo poleas sobre el patio, y por medio de cuerdas pasadas por esas poleas, los trabajadores tiraban de los bienes para almacenarlos en los áticos cavernosos.
—Apuestan a que los precios subirán —dijo Eliza, observándolo, y fue la primera indicación que recibió Jack de que aquello era algo más que un encuentro de trueque de pueblo, y que había muchas capas de inteligencia actuando que superaban con mucho el simple hecho de saber cuántos thalers eran necesarios para comprar una tarrina de mantequilla.
Jack vio en Leipzig tantas cosas extrañas, y las vio tan rápido, que tuvo que dejar la mayoría fuera de su cabeza casi de inmediato para hacer sitio al material nuevo, y no lo recordaba hasta más tarde, cuando intentaba mear o dormirse, y cuando lo recordaba le parecía tan extraño que no podía estar seguro de que no fuese un sueño, o algo que realmente hubiese pasado, o la prueba de que las minas que el mal francés (sospechaba) había estado excavando pacientemente bajo su cerebro durante los últimos años habían empezado a estallar.
Por ejemplo, el viaje al interior de una de las factorías[42] para cambiar algunas monedas extrañas que Jack había reunido en sus viajes y que no había podido cambiar porque nadie las reconocía. En esa sala, había hombres sentados detrás de escritorios con libros en cuyas páginas había zonas circulares para contener monedas —dos de cada moneda—, de forma que en el mismo sitio se pudiese ver cara y cruz, y cada moneda acompañada de varios números y símbolos crípticos escritos con tintas de diferentes colores. El cambiador de dinero repasó pacientemente ese libro hasta dar con una página que contenía monedas como las de Jack, aunque más nítidas y brillantes. Sacó una báscula diminuta fabricada en oro, cuyos platillos, no mayores que los dólares, se suspendían desde la frágil ballesta por medio de cordones de seda azul. Puso las monedas de Jack en uno de los platillos y luego, empleando pinzas, apiló trozos diminutos y marcados de pan de oro en el otro platillo hasta que se equilibraron. A continuación volvió a guardar la escala en su caja de madera, que era más pequeña que la mano de Eliza, realizó algunos cálculos y le ofreció a Jack un par de Ratsmarken de Leipzig (Leipzig acuñaba sus propias monedas). Eliza insistió en que visitasen a otros cambiadores y repitiesen la operación, pero el resultado era siempre el mismo. Así que al final aceptaron las monedas de Leipzig y luego observaron cómo el cambiador lanzaba las viejas monedas de Jack a una caja en una esquina, medio llena de monedas diversas y fragmentos de joyas, en su mayoría ennegrecidos.
—Las fundiremos —explicó al ver la mirada en el rostro de Jack.
Eliza, mientras tanto, observaba una tabla de tasas de cambio, leyendo los nombres de las monedas que allí habían escrito:
—Luises de oro, Maximilianos de oro, soberanos de oro, rand, ducado, franco Louis, ducados de Breslau, Schildgroschen, Hohlheller, Schwertgroschen, Oberwehr groschen, Hellengroschen, pfennig, Goldgulden, halberspitzgroschen, Engelsgroschen, real, Ratswermark, 2/3 thaler, chelín inglés, rublo, abassid, rupia…
—Lo que demuestra que tenemos que meternos en el negocio de fabricar dinero —dijo Jack al salir.
—A mí me demuestra que el negocio está atestado y es muy duro —dijo Eliza—. Es mejor dedicarse a la minería de la plata. Los acuñadores deben comprar a los mineros.
—Pero herr Geidel preferiría que le clavasen astillas ardiendo bajo las uñas que poseer otra mina de plata —le recordó Jack.
—Me parece a mí que es mejor comprar algo cuando está barato y esperar a que suba de precio —dijo Eliza—. Piensa en esas casas de comercio con sus áticos.
Nosotros no tenemos ático.
—No es más que una forma de hablar.
—Lo mío también es una forma de hablar. No tenemos forma de adquirir una mina de plata y cosértela a la falda y cargarla por ahí esperando a que el precio suba. —A Jack le sonaba como una forma segura de dar por zanjada la conversación pero no produjo más que una mirada pensativa en el rostro de Eliza.
En consecuencia acabaron encontrándose en la Bourse, un pequeño y perfecto edificio rectangular de piedra blanca ocupado por hombres bien vestidos que se gritaban unos a otros en todas las lenguas de la cristiandad, pero unidos por medio de alguna fe pentecostal en el Espíritu Santo de la Messe que hacía que todas las lenguas fuesen una. No había bienes a la vista, sólo trozos de papel, lo que resultaba tan extrao que Jack hubiese pasado toda la noche considerándolo si no lo hubiese olvidado de inmediato a tenor de acontecimientos posteriores. Después de una breve conversación con un comerciante que se tomaba un respiro en el fondo del suelo, fumando una pipa de cerámica y bebiendo una buena cerveza rubia de Pilsen, Eliza volvió a Jack con un mirada triunfante y decidida que no profetizaba nada bueno.
—La palabra es Kuxen —le dijo—, queremos comprar Kuxen en una mina de plata.
—¿Queremos?
—¿No es lo que acabamos de decidir? —dijo ella, quizá bromeando.
—Dime primero que son Kuxen.
—Participaciones. La mina se divide en medios. Cada medio en cuartos. Cada cuarto en octavos, y así sucesivamente… hasta que el número de participaciones es de sesenta y cuatro o ciento veintiocho… a continuación se vende ese número de participaciones. Cada participación se denomina kux.
—Y por participación, ¿supongo que quieres decir…?
—Lo mismo que cuando los ladrones dividen el botín.
—Iba a compararlo a la forma en que los marineros comparten los beneficios del viaje, pero tú has descendido aún más, y más rápido.
—Ese hombre casi echó cerveza por la nariz cuando dije que deseaba invertir en minas de plata —dijo Eliza con orgullo.
—Lo que es siempre una buena señal.
—Me dijo que sólo hay un hombre intentando vender tal cosa en esta feria… el Doctor. Tenemos que hablar con el Doctor.
Por medio de tediosas y complejas investigaciones que hicieron poco por mejorar el equilibrio de los humores de Jack, localizaron al Doctor en el cuadrante general de la Jahrmarkt, que (olvidando el sentido literal del término alemán) era una feria de entretenimiento, una contrapartida de la Messe.
—Uy, odio estas cosas… gente desagradable exhibiendo comportamientos extraños… como una jeremiada que representase mi propia vida.
—El Doctor está aquí —dijo Eliza con tono grave.
—¿Por qué no lo dejamos hasta que efectivamente tengamos dinero con el que comprar kuxen? —le rogó Jack.
—Jack, todo es lo mismo… si queremos kuxen, ¿por qué pasar por el estadio intermedio de intercambiar seda o plumas de avestruz por monedas, y luego las monedas por kuxen, cuando podemos simplemente cambiar seda o plumas por kuxen?
—Oh, eso ha sido como un golpe al puente de la nariz. Estás diciendo…
—Estoy diciendo que en Leipzig todos los bienes, seda, dinero, participaciones en minas, pierden sus bastas formas duras y se licúan, exhibiendo su naturaleza esencial, como los minerales exudan mercurio en el horno de un alquimista… y todo el mercurio es mercurio y puede intercambiarse libremente por mercurio de peso similar… de hecho es indistinguible.
—Eso es encantador, pero ¿realmente queremos poseer participaciones en una mina de plata?
—Oh, ¿quién sabe? —dijo Eliza con un movimiento despreocupado de las manos—. Simplemente me gusta comprar cosas.
—Y yo estoy condenado a seguirte, cargando con tu monedero —murmuró Jack, pasándose el peso de los rollos de seda de un hombro al otro.
El Doctor
Así que a la feria de entretenimiento, indistinguible (para Jack) de un hospital para los poseídos, deformes y profundamente perdidos: contorsionistas, equilibristas, tragafuegos, extranjeros y personalidades místicas, algunos de los cuales Jack reconoció de campamentos vagabundos de aquí y allá. Reconocieron al Doctor por la ropa y la peluca, sobre la que les habían advertido. Intentaba iniciar una disputa filosófica con un adivino chino, y el tema del debate era un diagrama en la página de un libro que consistía en una pila de seis líneas cortas horizontales, algunas continuas (—) y otras discontinuas (— —). El Doctor probaba con distintas lenguas para hablar con el chino, quien no hacía más que adoptar por el momento un aspecto cada vez más ofendido y digno. La dignidad era un arma astuta a emplear contra el Doctor, que en estos momentos no la tenía en demasía. Sobre la cabeza tenía la peluca más grande que Jack hubiese visto, un frente tormentoso de tirabuzones negros envolviendo y empequeñeciendo su cabeza y dándole el aspecto, de espaldas, como si un osezno primal se hubiese caído de un árbol aterrizando sobre sus hombros y ahora intentase arrancarle la cabeza. Su atuendo no era menos formidable. Bien, durante el largo invierno, Jack había descubierto que un vestido llevaba asociadas más partes, jerga técnica, y procedimientos operativos que un arma de pedernal. El atuendo del Doctor avergonzaba a cualquier vestido: entre Leipzig y su piel debían de haber dos docenas de capas de tejidos que sólo Cristo sabría a cuántas prendas diferentes pertenecían: camisas, chaleco, camisetas y cosas cuyo nombre Jack desconocía. Filas y filas de botones pesados y muy juntos, conteniendo, en conjunto, latón suficiente para fabricar un cañón giratorio. Correas y cordones, encajes sobresaliendo de los alrededores de las aberturas de cuello y muñecas. Pero a los encajes les hacía falta un lavado, la peluca exigía mantenimiento profesional y el Doctor en sí no era, en el fondo, un hombre muy agraciado. Y a pesar del atuendo, Jack acabó sospechando, no era un vanidoso; se vestía así con un propósito. En particular, quizá, para parecer mayor; cuando se volvió al oír el sonido de la voz de Eliza, quedó claro que no tenía más de cuarenta años.
De inmediato se puso en pie sobre sus plataformas de tres pulgadas, dedicándole a Eliza una profunda y cortés inclinación y pasando poco después a los besos en la mano. Durante un minuto todo fue en un francés que Jack no podía seguir del todo, y por tanto tuvo que guiarse por las apariencias: Eliza parecía atípicamente nerviosa (aunque intentaba mostrarse valiente), y el Doctor, un tipo animado y despierto, observaba con amable curiosidad. Pero no babeaba ni la miraba con lascivia. Jack lo consideró un eunuco o un sodomita.
De pronto el Doctor cambió al inglés, lo que lo convirtió en la primera persona, aparte de Eliza, a quien Jack en un par de años hubiese oído hablar en la lengua de esa isla remota.
—Por su atuendo asumí que era una dama parisina a la moda. Pero fui demasiado apresurado en mi juicio, porque percibo, en un examen más preciso, que tiene algo de lo que habitualmente carecen esas mujeres: genuino buen gusto.
Eliza quedó sin habla, halagada por las palabras, pero agitada por la elección de lengua. El Doctor extendió una mano sobre el pecho y se mostró compungido.
—¿Mi suposición ha sido incorrecta? Creí haber detectado que el excelente francés de la dama estaba avivado y reforzado por el ritmo firme y seguro de una cadencia anglosajona.
—Diana —dijo Jack, lo que causó una ceja arqueada por parte del Doctor y una mirada de furia de Eliza. Ahora que sabía que el Doctor hablaba inglés, Jack no podía más que limitarse a esa palabra… en realidad quería hablar, hablar, hablar… contar chanzas[43] y manifestar sus opiniones sobre temas diversos, contar ciertas anécdotas, etcétera. Dijo «Diana» porque temía que Eliza intentase refutar la acusación afirmando descaradamente provenir de una oscura región de Francia, y Jack, que tenía mucha experiencia en las mentiras descaradas y en los intentos de sostener mentiras elaboradas, presentía que sería una apuesta perdida con el molestamente perceptivo Doctor.
—Cuando haya resuelto sus diferencias con el caballero oriental, me gustaría hablar con usted con respecto a los Kuxen —dijo Eliza.
La nueva fue recibida con un arqueo doble de cejas, lo que hizo que la pesada peluca se inclinase alarmantemente.
—Oh, estoy disponible de inmediato —dijo—, este mandarín parece no tener ningún deseo de refinar su posición filosófica… de separar la digna ciencia de la teoría de números de la ganga de superstición numerológica… lo que es muy desafortunado para él y el resto de su raza.
—No conozco demasiado de ninguno de esos temas —empezó a decir Eliza, evidentemente (para Jack) intentado cambiar heroicamente de tema, y evidentemente (para el Doctor) rogando porque se le ofreciese un curso avanzado en la materia.
—Los adivinos emplean con frecuencia un elemento aleatorio, como cartas u hojas de té —empezó diciendo el Doctor—. Este tipo lanza palos al suelo y los lee, no importa exactamente cómo; sólo estoy interesado en el resultado final: un conjunto de media docena de líneas, cada una de las cuales es sólida o fragmentada. Podríamos obtener lo mismo lanzando seis monedas… videlicet… —Y aquí ejecutó la representación de darse palmadas por todo el cuerpo, como un hombre que tiene un ratón en la ropa, y cada vez que detectaba una moneda en los múltiples bolsillos de sus muchas prendas, la sacaba y la lanzaba al aire, dejando que resonase como un gong chino (porque las monedas tendían a ser grandes… muchas de ellas de oro) sobre el suelo de piedra.
—Es rico —le murmuró Jack a Eliza—, o mantiene relaciones con ricos.
—Sí… las ropas, las monedas…
—Todo fácilmente falsificable.
—Entonces, ¿cómo sabes que es rico?
—En la selva, sólo las bestias depredadoras más terribles retozan y brincan. Los ciervos y los conejos no se dedican a jugar.
—Muy bien, entonces —dijo el Doctor, inclinándose para observar las monedas caídas—. Tenemos cara, cruz, cruz, cruz, cara y cruz. —Se enderezó—. Para el místico chino ese patrón contiene un gran significado que, por un pequeño precio, buscará en un libro, repleto de disparates paganos, y que te leerá. —El Doctor se había olvidado de las monedas, y del círculo de asiduos de la feria de entretenimiento que se cerraba sobre él como un dogal, cada uno de ellos juzgando como mejor podían (porque carecían de básculas y libros) cuál tenía mayor valor. Jack intervino, empleando el pulgar para sacar un palmo de espada de la vaina. La reacción general dejó bien claro que le prestaban atención. Recogió las monedas, que devolvería al Doctor en una impresionante muestra de honestidad y rectitud moral en cuanto dejase de divagar—. Para mí, por otro lado, ese patrón significa: diecisiete.
—¿Diecisiete? —dijeron Jack y Eliza al unísono… ahora los dos debían andar a buen paso para mantenerse a la altura del Doctor mientras éste salía pisando fuerte del Jahrmarkt dando buen uso a los tacones. No era un hombre grande pero tenía unas buenas pantorrillas, que las medias destacaban muy bien.
—Número diádicos, o binarios… algo ya antiguo —dijo el Doctor, agitando una mano al aire de forma que el puño de encaje se movió—. Mi fallecido amigo y colega el señor John Wilkins publicó un sistema criptográfico basado en ese método hace más de cuarenta años en su gran Criptonomicón… cuya edición holandesa no autorizada todavía se puede encontrar en el barrio de los libreros si desean adquirirla. Pero lo que he sacado del método adivinatorio chino es la idea de producir números aleatorios por medio de la técnica diádica, y de esa forma el método de Wilkins quedaría incomparablemente reforzado. —Todo lo cual a Jack le sonaba como ladridos de perro.
—Cripto, grafía… ¿la escritura de secretos? —supuso Eliza.
—Sí… una desafortunada necesidad de nuestro tiempo —dijo el Doctor.
En ese momento escaparon al bochorno de la feria de entretenimiento y penetraron en la plaza abierta cercana a la iglesia.
—Nicolailkirche… aquí me bautizaron —dijo el Doctor—. ¡Kuxen! Un tema extrañamente relacionado con los números diádicos ya que el número de Kuxen de una mina en particular es siempre potencia de dos, videlicet: uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis… Pero se trata de una curiosidad matemática en la que tendrán poco interés. Yo las vendo. ¿Deberían comprarlas? Antiguamente fue una próspera industria que cimentó las fortunas de grandes familias como los Fugger y los Hacklheber; la minería de la plata ha quedado muy maltrecha por la guerra de los Treinta años y el descubrimiento, por parte de los españoles, de los muy ricos depósitos de Potosí en Perú y Guanajuato en Méjico. Comprar Kuxen en una mina europea administrada según los métodos tradicionales, como se hace en la Cordillera Mineral, sería malgastar el dinero de la dama. Pero mis minas, o debería decir las minas de la Casa de Brunswick-Lüneburg, de las que tengo la responsabilidad de administrar, serían, creo, una mejor inversión.
—¿Por qué? —preguntó Eliza.
—Es extremadamente difícil de explicar.
—Oh, pero se le da tan bien explicar cosas.
—Milady, debe dejarme a mí los halagos, porque los merece más. No, tiene relación con nuevos diseños de motores de mi invención, y nuevas técnicas para extraer metal de la ganga, concebidas por un alquimista no fraudulento, para ser un alquimista, al que conozco. Pero una mujer de tremenda perspicacia nunca cambiaría sus monedas…
—En realidad, seda —añadió Jack, medio volviéndose para mostrar el género.
—Ah… entonces, hermosa seda, por Kuxen en una mina simplemente porque yo he dicho tales cosas en un mercado.
—Probablemente tenga razón —admitió Eliza.
—Primero debería examinar la obra. Cosa que le invito a hacer… partimos mañana… pero si primero pudiese cambiar su género por dinero sería…
—¡Espere! —dijo Jack, ya que su deber personal era interpretar el papel de paleto burdo y armado. Lo que ofreció a Eliza la oportunidad de decir:
—Buen Doctor, mi interés en ese tema no era más que una veleidad femenina… perdóneme por malgastar su tiempo…
—¿Pero en ese caso por qué molestarse en hablar conmigo? Debía tener sus razones. Venga, será divertido.
—¿Dónde está? —preguntó Jack.
—En las encantadoras montañas Harz… a unos días de viaje al oeste.
—Entonces, ¿más o menos en dirección a Amsterdam?
—Joven, cuando vi su espada turca, le tomé por una especie de jenízaro, pero sus conocimientos de las tierras del oeste prueban lo contrarío… aun si su acento del este de Londres no lo hubiese traicionado.
—Eh, vale, entonces eso es un sí —murmuró Jack, apartando a Eliza unos pasos—. Un viaje gratis en la caravana del Doctor… no puede salimos muy mal.
—Trama algo —protestó Eliza.
—Nosotros también, niña… no es un crimen.
Finalmente Eliza flotó de vuelta al Doctor y le hizo saber que estaba dispuesta a «dejar mi séquito aquí» durante unos días, con la excepción de «mi fiel criado y guardaespaldas», y dar «un rodeo hasta las montañas Haz» para examinar la mina. Durante un rato hablaron en francés.
—En ocasiones se apresura mucho —le dijo Eliza a Jack cuando seguían al Doctor, a cierta distancia, por una calle de grandes casas de cambio—. Intenté descubrir el coste aproximado de una kux… me dijo que no me preocupase.
—Curioso, para tratarse de un hombre que afirma estar intentando reunir dinero…
—Me dijo que la razón por la que al principio me dio por parisina fue que las plumas de avestruz, como la que llevo en el sombrero, están muy de moda en París.
—Más halagos.
—No… es su forma de decirme que debo pedir un buen precio.
—¿A dónde nos lleva?
—A la Casa del Mercurio Dorado, que es la factoría de la familia von Hacklheber.
—De ahí ya nos han echado a patadas.
—Va a conseguir que nos dejen entrar.
La casa Hacklheber
Y así lo hizo, por medio de una misteriosa conversación que se celebró en el interior de la factoría, donde no podían verla. Se trataba del patio más grande que hubiesen visto en Leipzig: estrecho pero largo, alineado a ambos lados por pasajes abovedados, una docena de grúas activas simultáneamente elevando bienes que los Hacklheber esperaban que ganasen en valor, y haciendo descender aquellos que creían habían llegado al máximo. En el extremo más cercano a la calle, montada en la pared sobre el arco de entrada, había una estructura esbelta de tres pisos de alto inclinada sobre el patio, como balcones de tres pisos consecutivos combinados todos en una torre. Estaba rodeada de ventanas excepto en el piso superior, donde un tejado dorado protegía una plataforma abierta y sostenía un par de gárgolas de obscenos cuellos largos dispuestas para vomitar lluvia (si llovía) sobre los comerciantes que había abajo.
—Me recuerda el castillo en el extremo trasero de un galeón —fue el comentario de Eliza, y no fue hasta unos minutos después que Jack comprendió que se trataba de un recordatorio de los desagradables acontecimientos de Qwghlm de hacía unos años, y (por tanto) una forma femeninamente oblicua de decir que no le gustaba. Eso a pesar del Mercurio cubierto de oro, del tamaño de un hombre, encajado en la estructura y que parecía echarse a volar sobre sus cabezas, sosteniendo un palo dorado en que el había enrollado un par de serpientes y que terminaba en un par de alas.
—No, es la Catedral de Mercurio —decidió Jack, intentando que Eliza olvidase el galeón—. Una catedral de Jesús tiene forma de cruz. Ésta tiene una planta basada en el palo que lleva en la mano, largo y esbelto, las bóvedas a los lados como los giros de las serpientes. Las alas de la factoría extendidas desde la cabeza, donde se monta el púlpito del obispo, debajo del cual nos apretujamos todos nosotros creyentes para celebrar la Messe.
Eliza vendió el material. Jack asumió que lo vendió bien. Sabía que pronto abandonarían Leipzig así que se divirtió dando un vistazo. Observando cómo los fardos y toneles ascendían y descendían por las cuerdas, sus ojos quedaron atrapados en un detalle: de muchas de las incontables ventanas que rodeaban el patio salían proyectadas varas cortas, y montadas en el extremo sobre articulaciones esféricas como aquella en la que el muslo se encuentra con la pelvis; había espejos de como un pie cuadrado, inclinados en ángulos diversos. Cuando fue inicialmente consciente de ellos, Jack los consideró un truco inteligente para reflejar luz solar al interior de muchas oficinas oscuras. Pero observando de nuevo, comprobó que se movían frecuentemente, y que la parte plateada se dirigía siempre hacia abajo, hacia el patio. Había veintenas. Jack no pudo llegar a ver a los observadores que se ocultaban en las salas oscuras.
Más tarde, por casualidad, miró al balcón más alto y descubrió una nueva gárgola que le miraba: era de carne y hueso, un hombre rechoncho que no se había molestado en cubrir su calvicie parcial, de una cabeza en parte gris. Había batallado con la viruela y había ganado pagando el precio del buen aspecto, o incluso malo, que hubiese tenido antes. Varias décadas de buena vida habían añadido mucho peso a su cara y tiraba de la carne marcada para formar carrillos, barbas y papadas, tan abultadas como redes de carga. Le dedicaba a Eliza una mirada que a Jack no le pareció adecuada. Allá arriba en el balcón formaba una presencia tan llamativa que Jack no se dio cuenta, hasta pasados unos minutos, que otro hombre, mucho más delicadamente concebido, también estaba allá arriba: el Doctor, hablando de la forma implacable del que está pidiendo un favor, y haciendo gestos de forma que sus puños de encaje blanco revolotearan como un par de palomas.
Como un par de campesinos apiñados en la catedral de Notre Dame, Jack y Eliza ejecutaron su papel en la misa y luego se fueron, sin dejar rastro de que hubiesen estado allí, excepto quizá por una onda evanescente en el agitado movimiento del azogue.