Bohemia
OTOÑO 1683
Jack y Eliza en Bohemia
Tres días al norte del Danubio, el camino se concentró en un surco entre un montón de árboles escuálidos que luchaba por elevarse por encima de una confusión de codiciosa hierba. La hierba estaba repleta de bichos y pequeñas bestias invisibles la agitaban. Los adoquines sobresalían inclinados del suelo, formando una especie de barrera que inquietó a Turco, quien se enderezó, parpadeó receloso y redujo el paso. Jack sacó la espada del jenízaro de la manta enrollada en la que había permanecido oculta desde Viena y lavó la sangre seca en un recodo del riachuelo. Una vez limpia, permaneció de pie en un contrafuerte de luz solar, metido hasta los muslos en agua marrón, secándola nervioso y agitándola en el aire.
—¿Algo te inquieta, Jack?
—Desde que los papistas asesinaron a todas las personas decentes, éste es un país de ladrones, haiduks y vagabundos…
—Eso suponía. Me refería a si le pasa algo a la espada.
—Parece como si no pudiese secarla… es decir, está seca al tacto, pero riela como un arroyo al sol.
Eliza respondió con unos versos:
La hoja de acero como el agua, invoca la perfección del mundo,
Borracha con el veneno de la víbora horroriza al enemigo.
Corta con alegría, quema la sangre allí donde cae;
Y recoge gemas entre las losas de los salones de mármol.
—… o así habla el poeta.
—¿Qué poeta diría semejantes barbaridades? —se mofó Jack.
—Uno que sabía de espadas más que tú. Porque ése, más que probablemente, es acero de Damasco. Podría tener más valor que Turco y las plumas de avestruz combinados.
—Excepto por este defecto —dijo Jack, metiendo el pulgar en una muesca del borde, no lejos de la punta. A su alrededor el acero se había ennegrecido—. Pensaba que no podía pasar.
—¿Es ahí donde atravesó el vientre blando del mosquete?
—¿Blando? No viste más que la parte de madera. Pero oculto en su interior había una baqueta de hierro, recorriendo toda la longitud del arma a través de un fino agujero barrenado en la madera, siguiendo el cañón. La espada cortó la madera, ninguna proeza, pero a continuación debe haber atravesado limpiamente la baqueta, y luego debió penetrar en el cañón, debilitándolo en ese punto. Cuando la pólvora prendió, empujó la bala sólo hasta ese punto débil, y a continuación el cañón reventó… lo que fue el fin del jenízaro porque su rostro prácticamente…
—Lo vi. ¿Estás ensayando la historia, no, para entretener a tus amigos?
—No tengo amigos. Es para acobardar a mis enemigos. —Jack pensó que sonaba formidable, pero Eliza miró el horizonte y lanzó un suspiro.
—O —dijo Eliza— podría persuadir a un comprador que andase buscando una hoja legendaria…
—Sé que es difícil, pero sácate de la cabeza todas las ideas sobre el mercado. Como hace poco descubrió el Gran Visir, todas las riquezas del mundo no sirven de nada si no puedes defenderlas. Esto es riqueza, y la forma de defenderla, combinado en uno… la perfección.
—¿Crees que un hombre con una espada y a caballo será defensa suficiente en un lugar como éste?
—Ningún salteador de caminos se arriesgaría.
—¿Todos los bosques de la cristiandad son como éste? Por los cuentos infantiles de mami me esperaba grandes árboles majestuosos.
—Hace dos o tres generaciones era un campo de trigo —dijo Jack, empleando la espada para segar un haz de tallos demasiado crecidos que ocupaban un remanso de sol junto a la corriente. Envainó la espada y olisqueó el grano.
—Los buenos campesinos venían aquí durante la cosecha con las guadañas embotadas colgadas sobre los hombros cansados. —Antes de entrar, Jack se había quitado las botas. Caminó por la corriente sintiendo el fondo con los dedos desnudos, y después de un minuto se inclinó, metió la mano y sacó una larga hoja curva de guadaña, con muescas por golpear las piedras… ahora convertida en un creciente sólido de herrumbre, con unos pocos dedos de limosa madera sobresaliendo del encaje del mango—. Afilaban las guadañas empleando las piedras redondeadas por el río. —Sacó una de tales piedras con la otra mano y la rozó contra la hoja durante un momento, luego la tiró a la orilla—. Y mientras lo hacían, tampoco les parecía mal un refrigerio. —Todavía buscando con los pies, volvió a inclinarse y sacó una jarra de barro, le dio la vuelta y dejó caer un tubo verde-marrón de agua estancada. La jarra también la arrojó a la orilla. Todavía sosteniendo el largo arco herrumbroso de la guadaña, se dio la vuelta y retrocedió en busca de una prueba que había detectado antes. La encontró, y casi se cayó, con la corriente dividiéndose alrededor del muslo mientras el permanecía como un flamenco y pasaba el otro pie sobre algo que se encontraba allí abajo—. Y así transcurrían sus vidas simples y felices, hasta que algo intervino… —Jack ahora agitó la hoja de la guadaña lenta y (prefirió suponer) dramáticamente sobre la superficie del agua, una pantomima de la muerte misma.
—¿Peste? ¿Hambre?
—¡La controversia religiosa! —dijo Jack, y sacó del agua un cráneo humano amarronado, sin maxilar, con un evidente golpe de espada en la sien. Eliza (creyó él) pareció totalmente sorprendida por la presentación… no por el cráneo en sí (había visto cosas peores) sino más bien por la inteligencia de la representación. Él posó con la guadaña y el cráneo, extendiendo el momento—. ¿Has visto alguna vez una obra moral?
—Mami me habló de ellas.
—El supuesto público: vagabundos. El propósito: grabar alguna moral idiota en sus débiles y degeneradas mentes.
—¿Cuál es la moral de tu representación, Jack?
—Oh, podrían ser muchas: mantente bien alejado de Europa, por ejemplo. O: cuando llegan los hombres con espadas, ¡corre! Especialmente si también cargan con Biblias.
—Buen consejo.
—Incluso si hay que abandonar otras cosas.
Eliza rió como una moza.
—Ah, ya nos acercamos a la moral, puedo sentirlo.
—Ríete todo lo que quieras de este pobre tipo —dijo Jack, sosteniendo el cráneo—. Si hubiese dejado atrás la cosecha de trigo, y se hubiese lanzado al camino, en lugar de aferrarse a su tierra y a su choza como un avaricioso, puede que hoy estuviera con vida.
—¿Existen los vagabundos de ochenta años?
—Probablemente no —admitió Jack—, simplemente parecen tener el doble de su edad real.
Se dirigieron al norte hacia el país muerto de Bohemia, siguiendo rastros y fragmentos de viejas carreteras, y el paso de la caza que había florecido en la región tras la ausencia de cazadores. Jack lamentó la pérdida de Brown Bess, que hubiese derribado a todos los ciervos que quisiera, o al menos les hubiese dado un susto de muerte.
En ocasiones descendían de las colinas boscosas para atravesar los claros, probablemente viejos pastos que se habían convertido en espesos matorrales. Jack subía a Eliza a la silla de forma que las espinas, ortigas y bichos no la ensuciasen, no es que le importase, pero la razón principal de la existencia de Eliza era proporcionarle algo agradable a lo que mirar. En ocasiones dedicaba la hoja de Damasco a la innoble tarea de atravesar la maleza.
—¿Qué veis Turco y tú? —decía, porque todo lo que él podía ver era vegetación inútil, que se había vuelto marrón en preparación para el invierno.
—A la derecha, el suelo se eleva para formar una especie de promontorio, con altas colinas oscuras detrás… sobre el promontorio los muros de un castillo, gruesos y mal levantados en comparación con los moriscos, que son tan elegantes… pero no lo suficientemente gruesos para resistir la fuerza destructora que los derribó…
—Artillería, niña… la muerte de todas las fortalezas antiguas.
—En ese caso, la artillería del Papa rompió las murallas en varias zonas… creando vertidos de rocas sobre el foso seco. El mortero blanco sigue pegado a las piedras oscuras como fragmentos de huesos blanqueados. Después el fuego quemó el interior, y se lo llevó excepto algunas vigas ennegrecidas del tejado… todas las ventanas y troneras tienen manchas de humo en la parte superior, como si las llaman hubiesen surgido durante horas de esas aberturas… es como el horno de un alquimista en el que toda una ciudad se hubiese purificado de sus herejías.
—¿Tenéis alquimistas en Berbería?
—¿Los tenéis en la cristiandad?
—Es muy poética, como lo fueron las anteriores seis descripciones de castillos derruidos, pero estaba más interesado en cuestiones/prácticas: ¿ves por alguna parte el fuego de cocina?
—Lo hubiese mencionado. Como también hubiese mencionado senderos en la maleza, aplastados por el paso de hombres o caballos.
—¿Algo más?
—A la izquierda un estanque… con aspecto de ser muy poco profundo.
—Vamos allá.
—Turco nos ha estado llevando en esa dirección… tiene sed.
Encontraron varios estanques, y después del tercero o cuarto (todos ellos casi ruinas totales) Jack comprendió que miles (era fácil darse cuenta) de desgraciados con picos y palas habían excavado o al menos agrandado esos estanques. Le trajo a la mente un retazo de conocimientos de vagabundo que una gitana le había contado en París, que le había hablado de lagos, en el lejano Oriente, muy al oriente, pero no tan lejos como Rumanía, donde criaban grandes peces de la misma forma que los pastores criaban animales en los pastos. A partir de los esqueletos de peces dispersos por las orillas de esos estanques, Jack comprobó que otros ya habían pasado por allí, recogiendo los vestigios de esos pegajosos rebaños de los protestantes muertos. Se le hacía la boca agua.
—¿Por qué los papistas odian tanto esta región? —preguntó Eliza—. Mami me dijo que había muchas tierras protestantes.
—Por lo general, no es algo que yo me molestaría en saber —dijo Jack—, pero resulta que acabo de pasar por una tierra igualmente destrozada en la que hasta el último campesino conoce la historia y es imposible evitar que te la cuenten. Ese país se llama el Palatinado, y sus señores, al menos durante algunas generaciones, eran héroes protestantes. Uno de esos señores se casó con una chica inglesa, llamada Isabel… hermana de Carlitos I.
—Carlos primero… ¿no es el que se enfrentó a Cromwell y consiguió que le cortasen la cabeza en Charing Cross?
—El mismo… y a su hermana no le fue mucho mejor, como pronto comprobarás. Porque aquí mismo en Bohemia, algunos protestantes se cansaron de que los gobernasen los papistas, y arrojaron a algunos de ellos a un montón de estiércol a través de la ventana de un castillo y declararon que el país estaba limpio de papado. Pero al contrarío que los holandeses, a los que la realeza les interesa poco, estos bohemios no podían imaginarse tener un país sin monarcas. Como los monarcas protestantes no abundaban por la zona, invitaron a Isabel y a su compañero del Palatinado a que viniesen a gobernarlos. Cosa que hicieron: durante un único invierno. A continuación, las legiones del Papa llegaron aquí y lo convirtieron en lo que es hoy.
—¿Qué fue de Isabel y su marido?
—La reina de Invierno y el rey de Invierno, como se les conoció posteriormente, huyeron. No podían ir al Palatinado porque previsiblemente también lo habían invadido (razón por la que allí la gente no deja de contar la historia, incluso hoy en día), así que erraron como vagabundos durante un tiempo y finalmente acabaron en La Haya, donde pasaron sentados la guerra que comenzó con todo esto.
—¿Tuvo hijos?
—No podía dejar de tenerlos. Dios mío. Por lo que contaba la gente, debió estar expulsándolos, cada nueve meses y medio, durante toda la guerra… No recuerdo cuántos.
—¿No te acuerdas? ¿Cuánto duró esa guerra?
—Treinta años.
—Oh.
—Tuvo al menos una docena. El mayor se convirtió en elector palatino después de la guerra, y los otros se dispersaron a los cuatro vientos, por lo que sé.
—Hablas de ellos con dureza —Eliza aspiró—, pero estoy segura de que cada uno de ellos conserva en su corazón el recuerdo de lo que le hicieron a sus padres.
—Perdóname, niña, pero ahora estoy confundido: ¿hablas de esos cachorros palatinos o de ti misma?
—Ambos —admitió Eliza.
Jack y Eliza habían encontrado una forma nueva de subsistir, principalmente a base de trigo. Como a Jack le gustaba recordarle a Eliza varias veces al día, no era de los que acumulaban posesiones. Pero tenía buen ojo para lo que podría ser útil en un aprieto, y por tanto había hurtado un molinillo de una caravana de aprovisionamiento militar cuando los cocineros se fueron a saquear. El trigo que colocaba por un lado se convertía en harina si girabas la manivela unas miles de veces. Lo único necesario, por tanto, era un horno. O eso había supuesto Jack hasta una noche entre Viena y Linz cuando Eliza metió un par de palos entre las cenizas del fuego y sacó un disco plano y ennegrecido. Limpiado, resultó ser de un bonito marrón por debajo; troceado, humeaba y olía más o menos como pan. Era, le dijo Eliza, un estilo de pan mahometano, que no requería de horno, y que era razonablemente bueno a la boca si no te importaba masticar algo de ceniza. Ya llevaban un mes comiéndolo. Comparado con viandas de verdad, era miserable, comparado con la muerte por inanición, era extremadamente apetitoso.
—Pan y agua, pan y agua… es como volver a estar en la trena. ¡Me apetece pescado! —dijo Jack.
—¿Cuándo estuviste en la trena?
—Propio de ti preguntar. Vamos a ver, creo que fue después de partir de Jamaica pero antes del ataque pirata.
—¿Qué hacías en Jamaica? —preguntó Eliza recelosa.
—Hice uso de mis extensos enchufes militares para conseguir pasaje en un barco que llevaba balas de cañón y pólvora a las fortificaciones que allí tiene Su Majestad.
—¿Por qué?
—Port Royal. Quería ver Port Royal, que para los piratas es como Amsterdam para los judíos.
—¿Querías convertirte en pirata?
—Quería la libertad. Como vagabundo, la tengo… siempre que me comporte con astucia. Pero un pirata es (o eso pensaba) como un vagabundo de los mares. Dicen que todos los mares, juntos, forman una extensión más grande que toda la tierra seca junta, y supuse que los piratas debían ser mucho más libres que los vagabundos. Por no mencionar mucho más ricos… todo el mundo sabe que las calles de Port Royal están pavimentadas de plata española.
—¿Y lo están?
—Casi, niña. Toda la plata del mundo viene de Perú y Méjico…
—Lo sé. En Constantinopla usamos piezas de ocho.
—… y toda ella debe pasar por Jamaica para llegar a España. Esos piratas de Port Royal conseguían desviar una buena fracción. Llegué allí en el setenta y seis… sólo unos años después de que el capitán Morgan saquease personalmente Portobelo y Panamá, y se llevase todas las ganancias a Port Royal. Era un lugar rico.
—Me alegra saber que querías ser un bucanero… me temía que tuvieses ambiciones de convertirte en cultivador de azúcar.
—En ese caso, niña, eres la única persona del mundo que considera a los piratas por encima de los hacendados del azúcar.
—Sé que en las islas de Cabo Verde y Madeira todo el azúcar lo cultivan esclavos… ¿sucede lo mismo en Jamaica?
—¡Claro! Los indios murieron todos o huyeron.
—Entonces es mejor ser pirata.
—No importa. Un mes a bordo del barco me enseñó que en alta mar no se tiene ninguna libertad. Oh, puede que el barco se esté moviendo. Pero toda el agua tiene el mismo aspecto, y mientras aguardas a que la tierra aparezca en el horizonte, estás atrapado en una caja en compañía de muchos idiotas insufribles. Y los barcos piratas no son diferentes. No se acaban las reglas sobre cómo se recogen botines y despojos, cómo se valoran y dividen entre las numerosas clases y rangos de piratas. Así que después de un mal mes en Port Royal, intentando mantener el culo lejos de bucaneros cachondos, volví a casa en un barco de azúcar.
Eliza sonrió. No lo hacía con frecuencia. A Jack no le gustó el efecto que produjo en él el que lo hiciese.
—Has visto mucho —dijo Eliza.
—Tengo más de veinte años, niña. Un viejo como yo, en el crepúsculo de su vida, ha tenido tiempo de sobra para vivir una vida plena, y ver Port Royal y otras maravillas… No eres más que una niña, te quedan al menos diez o, si Dios quiere, veinte años buenos.
—¿Fue en el barco de azúcar cuando te arrojaron a la trena?
—Sí, por alguna ofensa imaginaria. Luego los piratas atacaron. Nos atravesó una bala de cañón. El dueño del barco vio cómo se disolvían sus beneficios. Llamaron a todas las manos a cubierta, todos lo pecados perdonados.
Festín de carpa: Jack recuerda los años de la Peste
Eliza siguió con el interrogatorio. Jack no oyó ni una palabra, porque observaba el estanque y la aldea casi abandonada por completo que seguía una de las orillas. Prestó especial atención a una voluta de humo que se elevaba y acumulaba contra una barrera invisible en la atmósfera. Venía de una choza apoyada contra la pared de una vieja casa derribada. En algún sitio se quejaba un perro. La maleza entre el estanque y un bosque cercano estaba surcada de varios senderos que se dirigían al borde del agua, y el bosque en sí estaba atrapado en un miasma de humo y vapores.
Jack siguió la orilla del estanque, con las espinas de pescado rompiéndose bajo la suela de las botas, hasta llegar a la aldea. Un hombre arrastraba hacia la choza un haz de leña casi tan grande como él.
—No tienen hachas… por tanto deben quemar ramitas en lugar de madera de verdad durante todo el invierno —le dijo Jack a Eliza, golpeando el hacha que habían cogido de la cámara bajo Viena.
El hombre calzaba zapatos de madera, y vestía con harapos que habían adoptado el color de las cenizas, y arrastraba una oleosa nube de moscas. Miraba con lujuria las botas de Jack, con una mirada triste y ocasional dedicada a la espada y el caballo, que le indicaban que jamás conseguiría las botas.
—J’ai besoin d’une cruche —se ofreció Jack.
Eliza parecía divertida.
—Jack, estamos en Bohemia! ¿Por qué hablas francés?
—Ily a quelques dans la cave de ça…làbas, monsieur —dijo el campesino.
—Merci.
—De ríen, monsieur.
—Tienes que mirar los zapatos —le explicó Jack dándose aires, después de permitir durante un minuto que la vergüenza de Eliza madurase—. Nadie excepto un francés usa esos sabots.
—¿Pero cómo…?
—Francia es un país peor de lo normal para ser campesino. Algunos pays en especial. Saben perfectamente bien que hay tierras libres al este. Como nuestros invitados a cenar.
—¿Invitados?
Jack encontró una enorme jarra de barro en un sótano e hizo que Eliza empezase a pasar guijarros por la boca abierta hasta que pesase lo suficiente para hundirse. Mientras tanto, él se puso a trabajar con el cuerno de pólvora, que había sido peso muerto desde la destrucción de Brown Bess. Arrancó de una camisa una delgada y larga tira de lino y la metió en la pólvora hasta dejarla casi negra, luego produjo chispas con el pedernal en un extremo y contempló una satisfactoria y firme progresión de llamas chisporroteantes y fumantes. Los hijos del francés habían venido a mirar. Estaban tan infestados de pulgas que crujían. Jack hizo que se quedasen bien lejos. La demostración de la mecha fue el acontecimiento más asombroso de sus vidas.
Eliza terminaba con los guijarros. El resto era muy simple. La provisión restante de pólvora, más una pieza de mecha nueva, fueron a la jarra. Jack encendió la mecha, la metió dentro, apretó un pie de vela caliente en el cuello para evitar que entrase el agua, y lanzó el aparato todo lo que pudo hacia el centro del estanque, que se lo tragó. Unos momentos más tarde eructó, el agua se hinchó, emitió espuma y produjo una nube de humo seco, como un milagro. Un minuto más tarde el agua se llenó de peces muertos o inconscientes.
—¡La cena está lista! —aulló Jack. Pero el bosque lóbrego había cobrado vida… filas de personas se movían por los senderos como llamas por la mecha—. Sube al caballo, niña —sugirió Jack.
—¿Son peligrosos?
—Depende de lo que tengan. Tengo la buena fortuna de haber nacido inmune e insensible a la peste, la lepra, el impétigo… —Pero Eliza ya se había subido al caballo, en un ejercicio de una naturaleza tan veloz que ningún hombre vivo (excepto un sodomita) hubiese disfrutado. Jack, a falta de otra ocupación, le había enseñado a cabalgar, e hizo retroceder a Turco como un experto y lo llevó hasta un collado musgoso, ganando toda la altitud posible.
—Corría el año del señor mil seiscientos sesenta y cinco —dijo Jack—. Yo salía al mundo… habiendo establecido un negocio boyante con mi hermano Bob, ofreciendo servicios especializados a los condenados. Mi primera pista fue el olor a azufre… a continuación, un pesado humo amarillo cuelga sobre las calles, más espeso y asqueroso que las nieblas normales de Londres. La gente lo quemaba para purificar el aire.
—¿De qué?
—Luego fueron los carromatos recorriendo calles salpicadas de cuerpos de ratas, luego perros, a continuación personas. Sobre ciertas casas aparecían cruces rojas… soldados armados permanecían frente a ellos para impedir que los míseros residentes atravesasen las puertas clavadas. Bien, yo no podía tener más de siete años. La visión de estos tipos plantados en la niebla de azufre, como estatuas de héroes, con las picas y los mosquetes listos, con las campanas de las iglesias doblando a muerto por todas partes, pues vaya, ¡Bob y yo viajábamos a otro mundo sin abandonar Londres! Los entretenimientos públicos habían sido prohibidos. Incluso los irlandeses dejaron de celebrar sus fiestas papistas, y muchos se fugaron. Los grandes ahorcamientos de Tyburn se terminaron. Los teatros: cerrados por primera vez desde Cromwell. Bob y yo habíamos perdido las ganancias y también el entretenimiento para gastarlas. Abandonamos Londres. Fuimos al bosque. Todo el mundo lo hacía. Estaba infestado. Los salteadores de caminos tuvieron que recoger lo suyo e irse. Antes incluso de que nosotros, los londinenses que huíamos de la plaga, llegásemos al bosque, ya había allí ciudades de chozas y casas en los árboles: viudas, huérfanos, tullidos, idiotas, locos, jornaleros que se habían pensado mejor sus contratos, fugitivos, reverendos sin casa, víctimas de fuegos e inundaciones, desertores, soldados licenciados, actores, chicas embarazadas y solteras, caldereros, buhoneros, gitanos, esclavos huidos, músicos, marineros entre viajes, contrabandistas, irlandeses confundidos, aulladores, cavadores, niveladores, cuáqueros, feministas, comadronas. En otras palabras, la población normal de vagabundos. A la que ahora se añadía cualquier londinense capaz de correr más que la Peste Negra. Bien, un año más tarde Londres ardió hasta los cimientos… se produjo un nuevo éxodo. Ese mismo año, la Oficina de Paga Naval incumplió… miles de marineros sin paga se unieron a nosotros. Nos trasladamos al sur de Inglaterra como villanciqueros del Infierno. Más de la mitad de nosotros esperábamos el Apocalipsis en unas semanas, así que no nos molestábamos en hacer planes. Derribamos muros y vallas, deshaciendo cercados, cazamos venados en los bosques de poderosos lores y obispos. Eramos felices.
Para entonces, los vagabundos en su mayoría estaban a cielo abierto. Jack no los miró —sabía cómo serían— sino más bien a Eliza, que se había puesto ansiosa. El caballo lo sentía y miraba con recelo a Jack, mostrando una luna creciente mahometana y blanca en los ojos. Jack supo entonces, que, como pasaba con Turco, así sería con todas las personas y bestias que se encontrasen en el camino: con alegría permitirían que Eliza se les subiese encima y los cabalgase, captarían sus sentimientos como si se tratase de una actriz sobre un escenario de Southwark, y lanzarían miradas sucias a Jack. No tenía más que encontrar una forma de aprovecharse.
Eliza respiró con más tranquilidad al comprobar que los vagabundos no eran más que personas. En todo caso, parecían más limpios y menos brutos que los campesinos que se habían establecido en la aldea, especialmente después de que nadaron en el estanque para recuperar el pescado. Un par de muchachos gitanos lograron una gran multitud mientras luchaban por llevar hasta la orilla a una carpa prodigiosa del tamaño de un herrero.
—Algunos de esos peces deben recordar la guerra —comentó Jack.
Varias personas se acercaron, pero no demasiado, para ofrecer sus respetos a Jack y (más aún) a Eliza. Uno de ellos era un tipo fibroso de ojos verdes y claros que miraban desde un complejo anatómico que se parecía a todo menos a una cara: no tenía nariz, lo que dejaba dos agujeros verticales para el aire, y le faltaba el labio superior, y sus orejas eran puños de bebé perforados pegados a los laterales de la cabeza, y tenía palabras furiosas grabadas en la frente. Se acercó a ellos, se detuvo y se inclinó. Traía un séquito de personas más completas que evidentemente le amaban, y todos sonrieron a Eliza, animándola a no vomitar o salir a galope.
Ella se mostró educadamente horrorizada.
—¿Un leproso? —preguntó—. Pero en ese caso no sería tan popular.
—Un reincidente —dijo Jack—. Cuando los siervos polacos huyen, sus señores los cazan y los marcan o les cortan este o aquel trozo, conservando las piezas que pueden realizar trabajo útil, así que si los vuelven a encontrar en los caminos saben que son fugitivos. Eso, niña, es lo que quiero decir con Pobres del Demonio: uno que sigue de todas formas, al que ningún hombre podrá dominar, ni ninguna iglesia reformar. Y como puedes ver, su perseverancia le ha ganado toda una corte de admiradores.
La mirada de Jack se había desplazado a la orilla del lago, donde ahora los vagabundos sacaban las tripas de las carpas a puñados, lo que producía un potente efecto hipnótico sobre diversos perros sarnosos. Levantó la vista para mirar a Eliza y la pilló examinándole.
—¿Intentas imaginarme sin nariz?
Eliza apartó la vista. Nunca había visto sus ojos abatidos. Le afectó, y le puso furioso el sentirse afectado.
—No me mires… no seré objeto de tales investigaciones. La última persona que me miró de esa forma, desde lo alto de un hermoso caballo, fue sir Winston Churchill.
—¿Quién es ése? ¿Un inglés?
—Un caballero de Dorsetshire. Monárquico. Los hombres de Cromwell quemaron su hacienda ancestral y el ocupó las cenizas durante diez o quince años, produciendo niños y luchando contra vagabundos, y aguardando el retorno del rey; cumplida tal tarea, se convirtió en un cosmopolita en Londres.
—Entonces, ¿por qué te miraba desde un caballo?
—En esos días de Plaga y Fuego, sir Winston Churchill tuvo el sentido común de hacer que lo destinasen a Dublin para ocuparse de los asuntos del rey. Regresaba de vez en cuando, para lamerle el culo a los monárquicos y cuidar de su hacienda. En esas ocasiones, él y su hijo volvían a Dorset para visitar y animar a la milicia local.
—¿Y resulta que tú estabas allí?
—Exacto.
—No era una coincidencia, asumo.
—Bob, yo y algunos otros habíamos ido a participar en una encantadora costumbre local.
—¿Baile con zuecos?
—Garroteros… ejércitos de campesinos que en su momento recorrían el campo armados con garrotes. Cromwell los masacró, pero todavía andaban por ahí… esperábamos revivir la tradición, porque el vagabundeo de estilo blando se había vuelto muy competitivo en esos años oscuros.
—¿Qué opinaba sir Winston Churchill de vuestra idea?
—No quería que le volviesen a quemar la casa… por fin había conseguido ponerle un tejado, después de veinte años. Era lord teniente; ése es un trabajo que el rey concede a los caballeros con la nariz más llena de mierda, lo que le daba derecho a mandar la milicia local. La mayoría de los lores tenientes permanecen en Londres la mayor parte del tiempo, pero después de la Plaga y el Fuego, el campo estaba amotinado por culpa de gente como yo, como te he estado explicando, por lo que les habían dotado de poderes para buscar armas, encerrar a las personas disolutas y demás.
—Entonces, ¿te encerraron?
—¿Qué? No, no éramos más que niños, y parecíamos más jóvenes de lo que éramos porque no comíamos demasiado. Sir Winston decidió realizar algunos ahorcamientos ejemplares, que eran los métodos normales para persuadir a los vagabundos para que se mudasen al condado de al lado. Escogió a tres hombres y los colgó de la rama de un árbol, y como un último favor hacia ellos, Bob y yo nos colgamos de sus piernas para que muriesen más rápido. Y al hacerlo llamamos la atención de sir Winston. Bob y yo teníamos un aspecto parecido, aunque bien podríamos tener diferentes padres. A sir Winston le divirtió ver a esos dos renacuajos iguales llevando a cabo su trabajo con una frialdad nacida de la experiencia. Nos llamó y fue entonces cuando él (y también su hijo John, sólo diez años mayor que yo) nos miró como tú me mirabas ahora mismo.
—¿Y a que conclusión llegó?
—No esperé a que llegase a ninguna conclusión. Dije algo del estilo: «¿Es usted el oficial responsable aquí?» Bob ya había desaparecido. Sir Winston se rió un poco demasiado paternal y me hizo saber quién era. «Bien, me gustaría presentar una queja», le dije. «Dijo que iba a realizar uno o dos ahorcamientos ejemplares. ¿Ésta es su idea de ejemplar? La cuerda es demasiado delgada, el nudo está mal hecho, la rama del árbol es apenas adecuada para soportar el peso y el proceso se desarrolló con tal falta de pompa y espectáculo que haría que la muchedumbre de Tyburn reclamase la sangre de Jack Ketch si hiciese algo tan torpe.»
—Pero, Jack, ¿no comprendiste que «ejemplar» significaba que sir Winston Churchill estaba dando ejemplo con esas personas?
—Naturalmente. Y sir Winston comenzó a darme la misma tediosa explicación que tú ahora mismo, aunque le interrumpí con algunas tonterías más… y en medio de ella, el joven John Churchill resulta que apartó la vista y dijo: «Mira, padre, el otro está dándole un repaso a nuestro equipaje.»
—¿Qué… Bob?
—Mi interpretación no era más que una distracción, niña, para hacer que me mirasen mientras Bob robaba en el vagón de equipaje. Sólo John Churchill tenía una mente lo suficientemente imaginativa para comprender lo que hacíamos.
—Bien… ¿qué pensó sir Winston de ti entonces?
—Sacó la fusta. Pero John le habló sotto voce y, creo, le hizo cambiar de opinión… Entonces sir Winston afirmó que había visto en nosotros, los chicos Shaftoe, algo que nos haría útiles en un regimiento. Desde ese momento nos convertimos en limpiabotas, limpiadores de mosquetes, cerveceros y en general chicos de los recados para el regimiento local de sir Winston Churchill. Nos había dado la oportunidad de demostrar que éramos pobres de Dios, no del Diablo.
—Por tanto de ahí aprendiste lo que sabes de cuestiones militares.
—Donde empecé aprender. Eso fue hace ya dieciséis años.
—Y también, supongo, donde empezaste a tener simpatía por la gente como ésta —dijo Eliza, digiriendo momentáneamente los ojos azules hacia los vagabundos.
—Oh. ¿Crees que he preparado este festín de carpa por caridad?
—Ahora que lo pienso…
—Yo… nosotros… necesitamos obtener información.
—¿De esta gente?
—He oído que en algunas ciudades disponen de edificios llamados bibliotecas, y que las bibliotecas están llenas de libros, y que cada libro contiene una historia. Bien, puedo decirte que nunca ha habido una biblioteca con tantas historias como un campamento de vagabundos. Lo mismo que un doctor en letras iría a una de esas bibliotecas para leer una de esas historias, necesito un relato en concreto de una de estas personas, todavía no estoy seguro de cuál, así que los he atraído a todos.
—¿Qué relato?
—Es sobre un país lleno de bosques y colinas, no muy al norte de aquí, donde durante todo el año el suelo expulsa agua caliente lo que evita que los caminantes sin techo se congelen hasta morir. Mira, niña, si queremos sobrevivir el invierno del norte, hace meses que deberíamos haber empezado a guardar madera.
A continuación Jack fue entre los vagabundos y, hablando en una sopa no demasiado eufónica de zargón, francés y lenguaje de signos, pronto obtuvo la información que precisaba. Había muchos haiduks: siervos huidos que sobrevivían atacando a los turcos al este. Comprendieron la historia que narraban el caballo y la espada de Jack, y querían que Jack se uniese a ellos. Jack pensó que lo mejor era irse antes de que las invitaciones amistosas se transformasen en duras demandas. Además, toda la escena de abigarrados vagabundos limpiando y mutilando esas inmensas carpas de cincuenta años se había vuelto casi tan extraña y apocalíptica como lo visto en el campamento turco, y no deseaban más que dejarla atrás. Antes del anochecer, Jack y Eliza se dirigían al norte. Esa noche, por primera vez, hizo tanto frío que se vieron obligados a dormir apretujados junto al fuego bajo la misma manta, lo que hizo que Eliza durmiese a pierna suelta y Jack apenas nada.