Rossignol a Luis XIV, continuación
NOVIEMBRE 1688

 

Su majestad ya habrá comprendido lo fascinado que me sentí por esas noticias de d’Avaux. La carta me había llegado tras un considerable retraso, ya que, debido a la guerra, d’Avaux se vio obligado a exhibir mucho ingenio para hacérmela llegar a Juvisy. Sabía que no podía esperar recibir ninguna más, y cualquier intento por responder hubiese sido una pérdida de papel. Por tanto, decidí viajar en persona, y de incógnito, a La Haya. Porque ser de ayuda a su majestad es mi último pensamiento cuando voy a cama por la noche y el primero al levantarme por la mañana; y estaba claro que en ese asunto yo era inútil mientras permaneciese en casa.
De mi viaje a La Haya se podría escribir mucho en una vena vulgar y sensacionalista, si creyese que podría servir mejor a su majestad ofreciéndole dicho entretenimiento. Pero todo eso no importa en este informe. Y como hombres mejores que yo han sacrificado sus vidas a su servicio sin esperar fama o recompensa más allá de compartir una parte de la gloria, de la France, no creo que sea adecuado narrar mi historia aquí; después de todo, lo que un inglés (por ejemplo) podría considerar una emocionante y gloriosa aventura es, para un caballero de Francia, por completo rutinario y normal.
Llegué a La Haya el 18 de octubre y me presenté en la embajada francesa, donde M. el conde d’Avaux se aseguró de que lo que quedaba de mi ropa ardiese en la calle, que al cuerpo de mi sirviente se le diese un entierro cristiano, que mi caballo fuese destruido para no infestar a los otros y que mis heridas de horca y quemaduras de antorcha recibiesen las atenciones de un barbero-cirujano francés que vive en dicha ciudad. Al día siguiente di comienzo a mis investigaciones, que naturalmente se construían sobre los sólidos cimientos dispuestos por d’Avaux en las semanas posteriores a la recepción de su carta. Pues resulta que fue ese mismo día —el 19 de octubre, anno domini 1688— que un desafortunado cambio del viento hizo posible que el príncipe de Orange partiese hacia Inglaterra al mando de quinientos barcos holandeses. Por angustioso que ese acontecimiento fuese para la pequeña colonia francesa de La Haya, a nosotros nos convenía porque los herejes que nos rodeaban estaban locos de alegría (para ellos, invadir otros países es algo nuevo, y una aventura tremenda), por lo que me prestaron poca atención mientras me dedicaba a mi trabajo.
Mi primera tarea, como he sugerido, consistió en familiarizarme con lo que d’Avaux había descubierto durante las semanas anteriores. El Hofgebied, o barrio diplomático de La Haya, puede que no contenga tantos sirvientes y cortesanos como su equivalente en Francia, pero hay más que suficientes; d’Avaux ha comprado a los venales, y a los venéreos los ha comprometido de una forma u otra, de forma que conoce prácticamente lo que quiere sobre lo que sucede en el vecindario, sólo con la diligencia requerida para interrogar a sus fuentes y el ingenio para combinar sus relatos fragmentarios en un todo coherente. Su majestad no se sorprenderá de ninguna forma de que eso ya se había hecho a mi llegada. D’Avaux me informó de lo siguiente.
Primero, que la condesa de la Zeur, al contrario que los otros refugiados del bote del canal, no había venido desde Heidelberg. En su lugar, había embarcado en Nimega, sucia y agotada, y acompañada de dos jóvenes caballeros, también muy cansados, cuyos acentos los señalaban como hombres de la zona del Rin.
Por sí mismo eso ya me indicó mucho. Ya había quedado claro que, en aquel día de agosto en St. Cloud, Madame había dispuesto los detalles para subir a la condesa a un bote en el Sena. Subiendo corriente arriba hacia París, tal nave podría girar a la izquierda en Charenton y subir hasta el Marne en las profundidades de las regiones noreste de los dominios de su majestad, a unos pocos días de viaje por tierra hasta la zona natal de Madame. El propósito de esta carta no es proyectar dudas sobre la lealtad de su cuñada; sospecho que la condesa de la Zeur, tan famosa por su inteligencia, se había aprovechado de la preocupación natural y humana de Madame por sus súbditos más allá del Rin, y de alguna forma le hizo creer que sería beneficioso enviar a la condesa en una expedición de reconocimiento a esa parte del mundo. Evidentemente, eso llevaría a la condesa a las zonas de Francia donde, para una espía extranjera, serían más evidentes los preparativos bélicos.
Su majestad durante sus innumerables campañas gloriosas ha dedicado muchas horas al estudio de mapas, y a reflexionar sobre todas las cuestiones logísticas, desde la estrategia general hasta los detalles más pequeños, y recordará que no hay conexión directa por agua desde el Marne hasta cualquier río que fluya en los Países Bajos.
El bosque Argonne, sin embargo, contiene la cabecera fluvial, no sólo del Marne, sino también del Meuse, que efectivamente pasaba a unas pocas millas de Nimega. Y por tanto, como d’Avaux ya había hecho antes que yo, adopté la hipótesis de trabajo de que, después de subir al bote en St. Cloud para llegar al Marne, la condesa había desembarcado en las proximidades de Argonne —que como bien sabe su majestad era durante esas semanas un lugar muy activo militarmente— y realizó algún trayecto por tierra que finalmente la llevó hasta el Meuse, y vía el Meuse hasta Nimega, donde tenemos las primeras noticias de ella por medio de los informadores de d’Avaux.
Segundo, todos los que la vieron en la ruta Nimega-La Haya están de acuerdo en que no llevaba prácticamente nada consigo. No tenía equipaje. Sus efectos personales, los pocos, iban en una alforja cargada por uno de sus acompañantes alemanes, todo estaba mojado, porque en los días anteriores a su aparición en Nimega el tiempo había sido muy lluvioso. Durante el viaje en el barco del canal, ella y los dos alemanes vaciaron las alforjas y esparcieron el contenido sobre cubierta para que se secase. En ningún momento se vieron libros, papeles o documentos de ningún tipo, y tampoco plumas o tinta. En las manos llevaba un bolso pequeño y un aro de bordado con una tela montada. No había nada más. Todo eso lo confirmaron los informadores de d’Avaux en el Binnenhof. Los sirvientes que prepararon allí la suite de la condesa insisten en que del bote no salió nada excepto:
(Ítem) El vestido que llevaba la condesa. Mohoso y arrugado debido (debemos asumir) al largo viaje en el fondo de una alforja, se desmontó y convirtió en trapos tan pronto como se lo quitó. No había nada oculto.
(Ítem) Un conjunto de ropas de muchacho, de aproximadamente la talla de la condesa, muy gastadas y sucias.
(Ítem) El aro de bordado y la labor realizada, que había quedado destrozado de tanto secarse y mojarse (los colores de los hilos habían desteñido en la tela).
(Ítem) Su bolso de mano, que resultó no contener nada excepto un trozo de jabón, un peine, varios trapos, un conjunto de costura y un monedero casi vacío.
De los elementos mencionados, todos fueron retirados o destruidos excepto las monedas, el conjunto de costura y el bordado. Curiosamente la condesa manifestó un fuerte apego hacia éste último, mencionándoles a los sirvientes que no debían tocarlo, aunque estaba muy dañado, y lo mantenía bajo la almohada cuando dormía por temor a que se confundiesen y lo usasen como un trapo.
Tercero, después de recuperarse durante un día, y habiendo recibido ropas presentables, fue al refugio en el bosque del príncipe de Orange que está situado en una zona cercana, y se reunió con él y sus consejeros durante tres días consecutivos. Inmediatamente después, el príncipe retiró sus regimientos del sur y puso en marcha su invasión de Inglaterra. Se dice que la condesa realizó, como por arte de magia, un voluminoso informe repleto de nombres, hechos, cifras, mapas y otros detalles difíciles de mantener en la memoria.
Hasta aquí la labor de d’Avaux. Me había ofrecido todo lo que hubiese podido pedir como criptólogo. No me quedaba más que aplicar la navaja de Occam a los datos reunidos por d’Avaux. Mi conclusión es que la condesa había tomado sus notas no con tinta sobre papel sino con aguja e hilo sobre la labor de bordado. La técnica, aunque extraordinaria, posee ciertas ventajas. Una mujer que apunta cosas continuamente llama mucho la atención, pero nadie presta atención a una mujer haciendo punto. Si se sospecha que una persona es una espía, y se examinan sus posesiones, lo primero que se investiga son los papeles. El bordado se dejaría de lado. Finalmente, los documentos en papel y tinta lo pasan muy mal en condiciones húmedas, mientras que sería preciso destruir hilo a hilo un documento textil para destruir su información.
Cuando llegué a La Haya la condesa había abandonado sus cámaras en el Binnenhof y se había traslado al otro lado de la Plein, a la casa del «filósofo» herético Chrístiaan Huygens, del que es amiga. El día de mi llegada partió para Amsterdam para hablar con sus socios comerciales. Pagué a un ladrón, que ya antes había realizado muchos trabajos similares para d’Avaux, para que penetrase en la casa de Huygens, encontrase el bordado y me lo trajese sin tocar nada más de la habitación. Tres días más tarde, después de haber realizado el análisis detallado, hice que el mismo ladrón pusiese el bordado en su sitio. La condesa no regresó de su viaje a Amsterdam hasta varios días después.
Es un trozo de lino basto, cuadrado, de un codo flamenco de lado. Alrededor ha dejado un margen del ancho de una mano. La zona central, por tanto, es un cuadrado de unas dieciocho pulgadas de lado: adecuada para un opus pulvinarium o una cubierta de cojín. La zona está casi completamente cubierta por el bordado. El estilo se llama punto de cruz, una técnica popular entre las campesinas inglesas, colonos de ultramar y otros rústicos que se divierten trazando dibujos ingenuos sobre las crudas telas que saben fabricar. Como ha quedado superado, en Francia, por el petit-point, puede que su majestad no lo conozca, por lo que me permitiré una breve descripción. La tela o matriz es siempre de hiló grueso, de forma que el ojo desnudo pueda apreciar las torceduras y trama, formando una diminuta rejilla cuadrada a la Descartes. Cada uno de los diminutos cuadrados en la rejilla queda cubierto, en el curso de la labor, por una puntada en forma de letra x, forma un cuadrado de color que, visto desde la distancia, se convierte en un diminuto elemento en la imagen que se construye. Las imágenes formadas de esta forma tienen necesariamente una apariencia dentada, especialmente donde se intenta figurar una curva, lo que explica por qué esas piezas han desaparecido casi por completo de Versalles y otros lugares donde el gusto y el criterio han expulsado al sentimentalismo. A pesar de lo cual su majestad puede imaginar fácilmente la apariencia de una de esas formas en x diminutas vista de cerca: un aspa de noroeste a sureste, digamos, y la otra de suroeste a noreste. Las dos aspas se cruzan en el centro. Una se encuentra sobre la otra. Que se encuentre encima no es más que una cuestión del orden en que se dispusieron. Algunas bordadoras son criaturas de hábito, dando siempre las puntadas siguiendo la misma secuencia, de forma que un aspa se encuentre siempre sobre la otra. Otras no son tan regulares. Al examinar la obra de la condesa bajó una lupa, comprobé que era de esas últimas, lo que me resultó interesante, porque en todo lo demás es una persona de hábitos muy regulares y disciplinados. Se me ocurrió preguntarme si la orientación de las aspas superpuestas podría ser el vector oculto de información.
La tela estaba formada por unos veinte hilos por pulgada. Un cálculo rápido mostraba que el número total de hilos por cada lado sería 360, formando casi 130.000 cuadrados.
Un único cuadrado en sí mismo no puede contener más que una chispa de información, porque sólo posee dos estados posibles: o el aspa noroeste-sureste está arriba, o es la suroeste-noreste. Puede parecer inútil, porque ¿cómo podría escribirse un mensaje en un alfabeto que sólo tenga dos letras?
Mirabile dictu, hay una forma de hacerlo, que conocí muy recientemente gracias a la lengua suelta de un caballero que ya he mencionado: Fatio de Duilliers. Este Fatio huyó a Inglaterra después de que el Continente se convirtiera en un lugar hostil para él, y se hizo amigo de un famoso alquimista inglés llamado Newton. Se ha convertido en una especie de Ganímedes del Zeus de Newton, y le sigue allí donde puede; cuando por fuerza se separan, le cuenta a cualquiera que le preste atención sobre su estrecha relación con el gran hombre. Esto lo sé por el signore Vigani, un alquimista que se encuentra en el mismo college que Newton y que en ocasiones se ve obligado a comer con Fatio. Fatio tiende a los ataques irracionales de celos, y planea continuamente dañar la reputación de cualquiera que él imagina sea su rival por el afecto de Newton. Uno de ellos es el doctor Waterhouse, que compartió cuarto con Newton cuando eran jóvenes y que, por lo que sé, se lo tiraba; pero los detalles no importan, sólo la imaginación de Fatio. Éste se encontró recientemente, en la biblioteca de la Royal Society, con el doctor Waterhouse dormido sobre unos papeles en los que trabajaba llenos de cálculos consistentes por completo de ceros y unos, una curiosidad matemática muy estudiada por Leibniz. El doctor Waterhouse despertó antes de que Fatio pudiese examinar más de cerca lo que había hecho; pero como el documento en cuestión parecía ser una carta del extranjero, supuso que debía tratarse de un esquema criptográfico. No mucho después, fue a Cambridge con Newton y dejó caer la historia en la gran mesa para que todos supiesen lo inteligente que era, y que Waterhouse era ciertamente un mastuerzo y probablemente un espía.
Por mis registros en el cabinet noir, sabía que la condesa de la Zeur había enviado una carta a la Royal Society por esas fechas, y que mantenía relaciones comerciales con el hermano del doctor Waterhouse. Y ya he mencionado su correspondencia sorprendentemente voluminosa e inane con Leibniz. Y una vez más, aplicando la navaja de Occam, formulé la hipótesis de que la condesa emplea una cifra, probablemente inventada por Leibniz, basada en la aritmética binaria, es decir, que consiste en ceros y unos: un alfabeto de dos letras, perfectamente adecuado para representarlo en un bordado, como ya he explicado.
Recluté a un administrativo de la embajada, que posee una vista muy aguda, para que repasase el bordado puntada a puntada, marcando el numeral 1 por cada cuadrado con el aspa noroestesureste por encima, y 0 en el caso contrario. Luego me apliqué al problema de romper el código.
Una serie de dígitos binarios puede representar un número; por ejemplo, 01001 es igual a 9. Cinco dígitos binarios pueden representar hasta 32 números, suficientes para cifrar todo el alfabeto romano. Mis primeros esfuerzos asumían que la cifra de la condesa era de ese tipo; pero por desgracia no encontré ningún mensaje inteligible, y ningún patrón que me diese esperanzas de que mi suerte llegue a cambiar.
Con el tiempo partí de La Haya, llevándome conmigo la transcripción de unos y ceros, y compré pasaje en un pequeño barco que se dirigía a la costa de Dunkerque. La mayor parte de la tripulación era flamenca, pero había unos pocos de aspecto diferente que se hablaban unos a otros en una lengua concisa y gutural que no había oído nunca. Pregunté de dónde eran —porque todos eran temibles marineros— y me respondieron con bastante orgullo que eran hombres de Qwghlm. En ese momento supe que la providencia divina me había hecho subir a ese barco. Les planteé muchas preguntas relativas a su lengua extraordinaria y su forma de escribir: un sistema de runa que es tan primitivo como puede serlo un alfabeto y sin embargo merecer ese nombre. No contiene vocales y tiene dieciséis consonantes, varías de las cuales no las puede pronunciar nadie que no haya nacido en esa roca.
Curiosamente, un alfabeto de dieciséis letras es perfectamente adecuado para trasladarse a una cifra binaria, porque sólo se precisan cuatro dígitos binarios —o cuatro puntadas de bordado— para representar una letra. La lengua qwghlmiana es increíblemente concisa —uno de ellos puede decir en unos gruñidos, ronquidos y berridos lo que a un francés le llevaría varias frases— y es casi desconocida fuera de ese lugar. Esos dos aspectos la hacían idealmente adecuada para los propósitos de la condesa, que en este caso sólo necesita comunicarse consigo misma. En suma, no es preciso cifrar la lengua qwghlmiana porque ya es casi una cifra perfecta en sí misma.
Probé el experimento de dividir los ceros y unos en grupos de cuatro y traducir cada grupo a un número entre 1 y 16, y pronto comencé a encontrar esos patrones que tanta confianza ofrecen a los criptógrafos de que se aproximan rápidamente a una solución. A mi regreso a París, encontré en la Bibliotèque du Roí un trabajo erudito sobre las runas de Qwghlm, y pude traducir la lista de números a ese alfabeto, unas 30.000 runas en total. Una comparación rápida del resultado con la lista de palabras al final del tomo sugería que iba por el camino correcto a una solución completa; pero traducirlo estaba más allá de mi capacidad. Consulté con el padre Édouard de Gex, que recientemente se ha interesado por Qwghlm, con la esperanza de convertirla a la Fe Verdadera y transformarla en una espina clavada en el costado de los herejes. Me remitió al padre Mxnghr de la Sociedad de Jesús en Dublin, que es qwghlmiano de crianza y cuna, y se sabe que es absolutamente leal a su majestad ya que viaja con frecuencia a Qwghlm, con gran riesgo, para bautizar gente allí. Le envié la transcripción y respondió, unas semanas más tarde, con una traducción de casi cuarenta mil palabras en latín; lo que significa que se requiere más de una palabra en latín para transmitir el significado de una única runa en qwghlmiano.
El texto es tan conciso y fragmentario como para ser casi ilegible, y emplea algunas curiosas sustituciones de palabras: «cañón» lo escribe como «palo inglés» y demás. Gran parte consiste en tediosas listas de nombres, regimientos, lugares, etcétera, que son por supuesto lo básico del espionaje, pero de poco uso ahora que la guerra ha comenzado y todo se ha vuelto cambiante. Sin embargo, hay partes que son narraciones personales que aparentemente fijó en el bordado cuando se aburría. Ese material resuelve el acertijo de cómo llegó desde St. Cloud hasta Nimega. Me he tomado la libertad de traducirla a un estilo más elevado y redactarla en forma de narración coherente pero episódica, que transcribo más adelante para deleite de su majestad. De vez en cuando he insertado una nota ofreciendo información adicional sobre las actividades de la condesa, que en el ínterin encontré por otras fuentes. Al final, he adjuntado una posdata como nota de d’Avaux.

 

Si tuviese que leer novelas durante largos periodos de tiempo, las encontraría agotadoras; pero sólo leo tres o cuatro páginas por las mañanas y las noches cuando me siento (con su permiso) en mi excusado; entonces no me resulta ni cansado ni aburrido.

 

LISELOTTE EN UNA CARTA A SOFÍA,
1 de mayo de 1704

 

Partida de St. Cloud

 

ENTRADA DEL DIARIO

17 DE AGOSTO DE 1688

 

Estimado lector,
No tengo forma de saber si este trozo de lino será, a propósito o por alguna calamidad, destruido; o se convertirá en un cojín; o por algún giro de los acontecimientos caerá bajo el escrutinio de alguna persona inteligente y será descifrado, dentro de años o siglos. Aunque la tela es nueva, está limpia y seca cuando coso estas palabras, no puedo sino esperar que cuando alguien las lea estará manchado por la lluvia o las lágrimas, moteado y enmohecido por el tiempo y la humedad, quizá manchado de humo o sangre. En cualquier caso, mis felicitaciones, seas quien seas y en la época en que vivas, por haber tenido la inteligencia requerida para descifrarlo.
Algunos dirían que una espía no debería mantener un registro escrito de sus acciones, no fuese a caer en malas manos. Yo respondería que mi deber consiste en encontrar información detallada y transmitirla a mi señor, y si no puedo descubrir más de lo que puedo recitar de memoria es que no he sido muy buena trabajadora.
El 16 de agosto de 1688, me encontré con Liselotte von der Pfalz, Isabel Carlota, duquesa d’Orleáns, a la que se conoce en la corte francesa como Madame o La Palatina, y entre sus queridos súbitos en Alemania como el Caballero de las Hojas Crujientes. Fue en la puerta de un establo en su hacienda de St. Cloud junto al Sena, corriente abajo desde París. Ordenó que sacasen y ensillasen su caballo de caza favorito, mientras yo iba de compartimiento en compartimiento y escogía una montura adecuada para montar a pelo, siendo ése el propósito manifiesto de la expedición. Juntas cabalgamos a los bosques que siguen la orilla del Sena durante algunas millas en las vecindades del château. Nos acompañaban dos jóvenes de Hannover. Liselotte mantiene estrechas relaciones con su familia en esa parte del mundo, y de vez en cuando algún sobrino o primo viene a unirse a su casa durante un tiempo, y es «terminado» en la sociedad de Versalles. Las historias personales de esos jóvenes no carecen de interés, pero, lector, no influyen directamente en la narración, así que sólo te contaré que eran protestantes, heterosexuales y alemanes, lo que significa que podía confiarse en ellos en el ambiente de St. Cloud, aunque sólo fuese porque estaban completamente aislados.
En un remanso apartado del Sena, protegido por los árboles colgantes, aguardaba un bote pequeño y de fondo plano. Subí a bordo y me oculté bajo un montón de redes de pesca. El remero se apartó de la orilla y lo llevó hasta la corriente principal del río, donde pronto nos encontramos con un buque mayor que iba corriente arriba. Desde entonces he estado en él. Ya hemos atravesado la mitad de París, manteniéndonos al lado norte de la Île de la Cité. Justo fuera de la ciudad, en la confluencia de los ríos Sena y Marne, tomamos a la izquierda, y comenzamos a remontar éste último.

 

Chaland

 

ENTRADA DEL DIARIO

20 DE AGOSTO DE 1688

 

Durante varios días hemos estado remontando tranquilamente el Marne. Ayer atravesamos Meaux, y [como creía] lo dejamos varías millas atrás, pero hoy nos volvimos a acercar lo suficiente para oír las campanas de la iglesia. Eso se debe a mi bucle ridículo del río, que se vuelve sobre sí mismo como los argumentos del padre Édouard de Gex. El buque es lo que llaman un chaland, una caja larga, estrecha y barata con una única vela cuadrada y que se levanta cuando resulta que el viento viene de popa. Pero, durante casi todo el trayecto, el mástil se usa como lugar al que atar una cuerda de arrastre de la que tiran contra corriente varios animales en las orillas.
Mi capitán y protector es monsieur LeBrun, que debe vivir mentalmente aterrorizado por Madame, porque en cuanto me acerco a la borda o hago cualquier otra cosa mínimamente peligrosa, comienza a sudar y se sostiene la cabeza entre las manos como si se le fuese a caer. En general, permanezco sentada sobre un tonel de sal cerca de popa y observo cómo va pasando Francia, y contemplo el tráfico del río. Llevo puestas las ropas de un muchacho y mantengo el pelo bajo un sombrero, lo que es suficiente para ocultar mi sexo a los hombres en los otros botes y en la orilla. Si alguien me saluda, sonrío y no digo nada, y después de un rato vacilan y me toman por imbécil, quizás un hijo de M. LeBrun que ha recibido un golpe en la cabeza. La falta de actividad me conviene, porque he estado menstruando casi todo el tiempo que he estado en la chaland, y de hecho estoy sentada sobre un montón de trapos.
Es evidente que esta zona produce abundante follaje. En unas semanas la cebada estará madura y será fácil atravesarla con un ejército. Si se planea una invasión del Palatinado, los ejércitos llegarán del norte [porque están estacionados a lo largo de la frontera holandesa] y la comida vendrá de esta zona; así que no hay nada que un espía pueda ver, excepto, quizás, envíos de ciertos materiales militares. Los ejércitos portarán con ellos la mayor parte de los suministros, pero no sería irracional esperar que ciertos elementos, como pólvora, y sobre todo plomó, pudieran enviarse río arriba desde arsenales en la vecindad de París. Porque mover una tonelada de plomo en un carromato requiere un tiro de bueyes, y muchos más vagones de forraje, pero mover la misma carga en el fondo de una chaland es muy fácil. Así que observo las chalands que van río arriba y me pregunto qué llevan guardadas en sus bodegas, externamente, todas parecen llevar la misma carga que la chaland de M. LeBrun, es decir, pescado salado, sal, vino, manzanas y otros productos producidos cerca de donde el Sena desemboca en el mar.

 

ENTRADA DEL DIARIO

25 DE AGOSTO DE 1688

 

Sentarse inmóvil día tras día tiene sus ventajas. Intento observar lo que me rodea a través de los ojos de un filósofo natural. Hace unos días miraba a otra chaland que iba río arriba como un cuarto de milla por delante de nosotros. Uno de los barqueros tenía que alcanzar un agarre en el mástil que estaba demasiado alto. Así que agarró el borde de un barril que estaba de pie sobre la cubierta, lo inclinó hacia sí y lo hizo rodar hasta donde quería, para subirse a continuación encima. Por la forma en que movió ese objeto enorme y el sonido que emitió bajo sus pies, me quedó claro que estaba vacío. Nada terriblemente extraño en sí mismo, ya que es normal enviar barriles vacíos de un lado a otro. Pero me hizo preguntarme si habría alguna señal externa que me permitiese distinguir entre una chaland cargada como la de M. LeBrun, y una que tenga algunas toneladas de perdigones de plomo en la sentina y varios barriles vacíos en cubierta para disimular a los ojos de los espías la verdadera naturaleza de la carga.
Incluso en la distancia es posible observar las sacudidas laterales de una de esas chalands observando la parte superior del mástil; al ser largo, el mástil magnifica los pequeños movimientos del casco, y al ser alto se puede ver desde lejos.
Tomé prestado un par de zapatos de madera de M. LeBrun y los hice flotar a los dos en el agua estancada que se ha acumulado en la sentina. En uno de ellos situé una barra de hierro, que descansaba directamente sobre la suela del zapato. En el otro, coloqué un peso igual de sal, que se había escapado de un barril fracturado. Aunque los pesos de las cargas de los zapatos eran iguales, las distribuciones de pesos no lo eran, porque la sal estaba distribuida uniformemente por todo el volumen del zapato, mientras que la barra de hiero estaba concentrada en la «sentina». Cuando hice que los dos zapatos se balanceasen, pude observar con facilidad que el cargado con hierro se movía más lentamente con un movimiento más lento y pesado, porque todo su peso estaba muy alejado del eje de movimiento.
Después de reunir a M. LeBrun con sus zapatos, regresé a mi posición en la cubierta de la chaland, en esta ocasión llevando un reloj que me había regalado monsieur Huygens. En primer lugar cronometré cien balanceos de la chaland en la que me encontraba, e inicié observaciones de otras chalands en el río. La mayoría de ellas se balanceaban con la misma frecuencia que la de M. LeBrun. Pero encontré una o dos que se balanceaban muy lentamente. Naturalmente, empecé a examinar esas chalands con mayor cuidado, en cuando se ponían a la vista, y me familiaricé con la apariencia general de sus tripulaciones. Para mi disgusto, la primera resultó ir cargada de piedras de cantera. Evidentemente, no había hecho ningún esfuerzo por ocultar la naturaleza de la carga. Pero más tarde vi una cargada de barriles.
Ahora M. LeBrun definitivamente cree que soy imbécil, pero no me preocupa porque no estaré con él mucho más tiempo.

 

Disposición del terreno

 

ENTRADA DEL DIARIO

28 DE AGOSTO DE 1688

 

Ya he atravesado por completo Champaña y he llegado a St.-Dizier, donde el Marne se acerca mucho a la frontera de Lorena y luego vira al sur. Yo tengo que ir al este y al norte, así que aquí desembarco. El viaje ha sido lento, pero he visto cosas que se me habrían pasado por alto si hubiese sido más estimulante, y estar sentada bajo el sol en un bote lento por una región tranquila difícilmente se puede considerar mala experiencia. No importa con qué intensidad me aferré a mis convicciones, siento que se debilita mi resolución después de unas semanas en la corte. Porque allí la gente es tan rica, tan poderosa, tan atractiva y tan petulante que, después de un tiempo, es imposible no sentir sus influencias. Al principio induce una desviación demasiado sutil para detectarse, pero finalmente se cae en órbita alrededor del rey sol.
El territorio que he atravesado es llano, y al contrarío que el occidente francés, está abierto, en lugar de estar dividido por setos y vallas. Incluso sin mapa uno tiene la sensación de que al norte y al este hay una vasta región. El término «riqueza de la tierra» aquí es casi literal, porque los campos de granos se muestran hermosos a mis ojos, como nata surgiendo de la tierra misma. Al haber nacido en un lugar pedregoso y frío, creo que tiene el aspecto del Paraíso. Pero si lo contemplo a través de los ojos de un hombre, un hombre poderoso, veo que exige ser invadido. Está cargado del forraje y el combustible de la guerra, e inevitablemente la guerra llegará de una dirección u otra; así que es mejor alejarse cuando lo decides tú que esperar a que se oscurezca el horizonte y se abalancen sobre ti. Cualquiera puede ver que Francia podría ser invadida a través de estos campos a menos que extienda su frontera hasta la barrera natural del Rin. Ninguna frontera encajada en semejante paisaje puede ser permanente.
La fortuna le ha ofrecido a Luis una elección: puede intentar mantener su influencia sobre Inglaterra, que es una empresa muy incierta y realmente no añade nada a la seguridad de Francia, o puede marchar hacia el Rin, tomar el Palatinado y proteger a Francia contra Alemania para siempre. Parece evidente que esta última es la elección más sabia. Pero como espía no es mi cometido aconsejar al rey lo que debería hacer, sino observar lo que efectivamente hace.
St.-Dizier, donde voy a desembarcar, es un modesto puerto de río, con algunas iglesias muy antiguas y ruinas romanas. El bosque oscuro Argonne se alza detrás, y en algún punto de esos bosques se encuentra la frontera que separa a Francia de Lorena. A unas leguas más al este se encuentra el valle del río Meuse, que corre al norte hacia la Holanda Española, y luego se enreda con las cambiantes fronteras de los estados alemanes, españoles y holandeses.
A otras diez leguas al oeste del Meuse se encuentra la ciudad de Nancy, que está sobre el río Mosela. Ese río fluye igualmente al norte, pero se desvía al este después de rozar el ducado de Luxemburgo, y se vacía en el Rin entre Mainz y Colonia. O al menos eso es lo que recuerdo de los mapas de la biblioteca de St. Cloud. ¡No consideré adecuado llevarme uno conmigo!
Entonces, siguiendo al este más allá de Nancy hacia el Rin, los mapas mostraban veinte o treinta leguas de territorio desordenado y confuso: un archipiélago de pequeños condados y obispados aislados, migajas de tierra que pertenecían al Sacro Imperio Romano hasta la guerra de los Treinta Años. Finalmente se llega a Estrasburgo, que está en el Rin. Luis XIV la tomó hace unos años. En cierto sentido ese acto me creó a mí, porque la plaga y el caos de Estrasburgo llevaron a Jack hasta allí, y más tarde la perspectiva de una buena cosecha de cebada y su resultado inevitable —guerra— le llevaron hasta Viena, donde se encontró conmigo. Me pregunto si yo completaré el círculo llegando hasta Estrasburgo. Si es así, al mismo tiempo completaré otro círculo, porque fue desde esa ciudad donde Liselotte cruzó hasta Francia hace diecisiete años para casarse con Monsieur, para no regresar jamás a su tierra natal.

 

Convento de St.-Dizier

 

ENTRADA DEL DIARIO

30 DE AGOSTO DE 1688

 

En St.-Dizier volví a ponerme las ropas de una mujer noble y me hospedé en un convento. Es uno de esos conventos donde las mujeres de alcurnia van a vivir el resto de sus vidas después de no haber conseguido, o no haber querido, casarse. El ambiente es más cercano a un burdel que a un convento. Muchas de las residentes no tienen todavía treinta años, y nunca han manifestado tanta lujuria; cuando no pueden meter hombres de tapadillo, se escapan a escondidas, y cuando no pueden escaparse, practican unas con otras. Liselotte conocía a algunas de las chicas cuando estaban en Versalles y ha mantenido correspondencia con ellas. Envió cartas por adelantado indicándoles que yo era una parienta suya lejana, miembro de su casa, y que viajaba al Palatinado para recoger algunos objetos de arte y recuerdos familiares que supuestamente Liselotte había heredado a la muerte de su hermano, pero que habían sido objeto de largos regateos y disputas con sus medio hermanos. Como era inconcebible que una mujer emprendiese semejante viaje sola, debía aguardar en el convento de St.-Dizier hasta que llegase mi escolta: un noble menor del Palatinado que llegaría hasta aquí con caballos y carruajes para recogerme, y llevarme luego hacia el noreste atravesando Lorena y la confusión incomprensible de fronteras que hay al este, hasta Heidelberg. Mi identidad y misión son falsas, pero la escolta es real, porque no es preciso decir que la gente del Palatinado está tan ansiosa de conocer su destino como la reina cautiva, Liselotte.
Por el momento mi escolta no ha llegado, y no sé nada de él. Siento ansiedad ante la idea de que le hayan detenido o incluso asesinado, pero por ahora no tengo nada más que hacer que ir a misa por la mañana, dormir por la tarde y jaranear con las monjas por la noche.
Estaba charlando amigablemente con la madre superiora, una mujer encantadora de unos sesenta años que desvía la vista ante las idas y venidas de las jóvenes. Me mencionó de pasada que hay fundiciones cerca, lo que me hizo dudar de mi juicio relativo a las chalands de balanceo lento. Quizá sólo cargasen hierro, y no plomo. Pero más tarde fui al pueblo con algunas de las jóvenes, y pasamos cerca del atracadero, donde descargaban una chaland. Los barriles se descargaban rodando y se apilaban en el puerto, y había pesados carruajes de bueyes esperando. Pregunté a las chicas si era normal, pero fingen completa ignorancia de cualquier cuestión práctica y no me sirvieron de nada.
Más tarde alegué que estaba cansada y fui a mi celda asignada a dormir. Pero en lugar de eso me puse las ropas de chico y salí del convento empleando unas de las rutas de huida que usan las monjas para ir de amoríos al pueblo. En esta ocasión pude acercarme mucho más al puerto, y observar la chaland entre dos barriles que habían descargado antes. Y ciertamente vi un objeto masivo que sacaban de la sentina y cargaban en uno de esos carros de bueyes. Supervisando el trabajo había un hombre cuyo rostro no podía ver, pero del que podía saberse mucho por su ropa. En sus botas había ciertos detalles que había empezado a apreciar en las botas de los amantes de Monsieur poco antes de mi partida de St. Cloud. Sus calzones…
No. Para cuando alguien lea esto, la moda habrá cambiado, y por tanto sería una pérdida de tiempo enumerar los detalles; baste decir que todo lo que veía había sido cosido en París en el último mes.
Mis observaciones quedaron interrumpidas por la torpeza de unos vagabundos que habían venido al puerto con la esperanza de hurtar algo. Uno de ellos se inclinó contra un barril, dando por supuesto que estaría lleno y que soportaría su peso, pero al estar vacío se apartó de él y luego, al volver a su posición, resonó con un golpe hueco. Instantáneamente el cortesano sacó la espada y la apuntó en mi dirección, porque me había visto mirando entre barriles, y varios hombres vinieron corriendo hacia mí. Los vagabundos echaron a correr, y yo les seguí, razonando que sabrían mejor que yo cómo desparecer del pueblo. Y efectivamente, saltando sobre ciertos muros y arrastrándose bajo ciertos desagües casi desaparecieron de mi vista, a sólo unos pasos de mí.
Finalmente les seguí hasta el patio de una iglesia, donde habían establecido un pequeño campamento en una masa de enredaderas que crecían por un lateral de un viejo mausoleo. No se esforzaron ni por darme la bienvenida o echarme, por lo que me senté en la oscuridad a unos pasos de distancia y les escuche hablar. Gran parte de la jerga me resultaba incomprensible, pero pude discernir que había cuatro. Tres parecían estar inventando excusas, como si se resignasen a lo que el destino les deparase. Pero el cuarto estaba frustrado, tenía energías para criticar a los otros, y deseaba alguna mejora de la situación. Cuando se puso en pie y se apartó para mear, yo me levanté y me acerqué un poco para decirle: «Encuéntrate conmigo a solas en la esquina del convento donde crece la hiedra», y salí corriendo, porque no sabía si intentaría retenerme.
Una hora más tarde le observé desde el parapeto del convento. Le lancé una moneda y le dije que recibiría diez más de la misma si seguía a los carros de bueyes, observaba sus movimientos y me informaba en tres días. Desapareció en la oscuridad sin decir una palabra.
A la mañana siguiente la madre superiora entregó una carta a una de las chicas, explicando que la habían dejado en la puerta la noche antes. La receptora miro el sello y exclamó: «¡Oh, es de mi querido primo!» La abrió de un golpe y la leyó allí mismo, pronunciando en voz alta la mitad de las palabras, porque era casi analfabeta. Lo importante parecía ser que su primo había pasado por St.-Dizier la noche antes pero lamentaba mucho no haber podido detenerse para una visita, ya que su tarea era muy urgente; sin embargo, esperaba pasar bastante tiempo en la zona, y esperaba tener pronto la oportunidad de verla.
Cuando abrió la carta, el disco de cera que la sellaba saltó y rodó por el suelo bajo una silla. Mientras ella leía la carta yo fui y lo recogí. El escudo de armas marcado en el sello era uno que no pude reconocer por completo, pero ciertos elementos me resultaban familiares por mi estancia en Versalles; podía suponer que estaba relacionado con cierta familia noble de Gascuña, bien conocida por sus hazañas militares. Parecía seguro asumir que se trataba del caballero que había visto en el puerto la noche antes.

 

ENTRADA DEL DIARIO

2 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Nota del criptoanalista: En el original, la sección que viene a continuación va a acompañada de considerables detalles sobre los cargamentos que desembarcaban las chalands en St.-Dizier, y los escudos de armas e insignias de allí observó la condesa, detalles que sin duda eran de mayor interés para el príncipe de Orange de lo que pueden serlo para su majestad. Los he suprimido. —B.R.

 

¡Tres largos días en el convento de St.-Dizier me han ofrecido tiempo más que suficiente para ponerme al día con el bordado! Con suerte, mi vagabundo regresará con noticias esta misma noche. Si mañana no sé nada del Palatinado, no me quedará más opción que partir por mi cuenta, aunque no tengo ni idea de cómo hacerlo.
He intentado aprovechar en lo posible el tiempo en barbecho tal como hice en la chaland. Durante estos días he intentado establecer conversación con Eloise, la muchacha que recibió la carta. Ha sido muy difícil porque no es muy inteligente y tenemos muy pocos intereses en común. Dejé caer que recientemente había estado en Versalles y St. Cloud. Con el tiempo, las noticias llegaron hasta ella, y empezó a sentarse a mi lado durante las comidas, y a preguntarme si conocía a esta o aquella persona, y qué había sido de éste o aquél. Así que al final he descubierto quién es ella y quién es su primo tan bien vestido: el caballero d’Adour, quien ha dedicado los últimos años a congraciarse con el mariscal Louvois, el comandante en jefe del rey. Se distinguió en la reciente masacre de protestantes en el Piamonte y, en suma, es el tipo de hombre al que se podría confiar una misión de tal importancia.
Por las noches he intentado vigilar el muelle. Se han descargado varias chalands más, de la misma manera que la primera.

 

ENTRADA DEL DIARIO

5 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Von Pfung y el viaje al frente

De pronto sucedieron tantas cosas que durante varios días no pude atender al bordado. Ahora me pongo al día, en un carruaje sobre una carretera desigual en el Argonne. Esta forma de escribir tiene más ventajas para el espía peripatético de las que consideré al principio. Me resultaría imposible escribir con pluma y tinta en estas condiciones. Pero la aguja sí puedo manejarla.
Para ser rápidos, mi joven vagabundo regresó y se ganó sus diez piezas de plata informándome de que los pesados carros de bueyes que portaban la carga de los chalands se dirigían al este, lejos de Francia y hacia Lorena, sorteando Toul y Nancy siguiendo caminos por el bosque, y luego continuando al este hasta Alsacia, que vuelve a ser Francia [el ducado de Lorena queda flanqueado por Francia tanto al este como al oeste]. Mi vagabundo se vio obligado, por falta de tiempo, a volver antes de poder seguir a los carros hasta su destino, pero es más que evidente que se dirigen al Rin. Oyó de un caminante que se encontró por el camino que esos carros convergían desde más de una dirección en la fortaleza de Haguenau, que últimamente ha sido un lugar ruidoso y lleno de humo. Ese hombre había huido de la zona porque las tropas habían estado reclutando a la fuerza a todos los ociosos que podían encontrar, poniéndolos a trabajar talando árboles, los pequeños para encender fuego y los grandes para construir. Incluso las chozas de vagabundos se cortaban en trozos y se quemaban.
Después de oír esas noticias no dormí durante el resto de la noche. Si mis recuerdos de los mapas eran correctos, Haguenau está en un tributario del Rin, y es parte de la barrière de fer que Vauban construyó para proteger a Francia de alemanes, holandeses, españoles y otros enemigos. Suponiendo que tuviese razón al pensar que la carga era plomo, entonces lo que me habían contado indicaba que en Haguenau lo fundían y lo convertían en balas de mosquete y cañón. Eso explicaría la demanda de madera. ¿Pero para qué querían madera? Supuse que era para construir gabarras que llevasen la munición Rin abajo. Las corrientes la llevarían al Palatinado en un día o dos.
Ahora adquirían significado ciertas cosas que había observado en la corte. El caballero de Lorena —señor de las tierras sobre las que pasaban los carros de bueyes en su camino a Haguenau— hacía tiempo que era el amante más importante de Monsieur y el torturador más implacable y cruel de Madame. En teoría es vasallo del Sacro Imperio Romano, del que Lorena es todavía estado tributario, pero en la práctica ha quedado completamente rodeado por Francia, no se puede entrar o salir de Lorena sin viajar por territorios controlados por Versalles. Eso explica por qué pasa todo su tiempo en la corte francesa y no en Viena.
La idea convencional es que al duque d’Orleáns lo educaron para ser afeminado y pasivo de forma que jamás fuese una amenazaba para el reinado de su hermano mayor. Se podría suponer que el caballero de Lorena, que penetra rutinariamente a Monsieur, y que controla sus afectos, ha explotado así una vulnerabilidad en la dinastía gobernante de Francia. Esa, una vez más, es la idea común en la corte. Pero ahora la veía desde otro punto de vista. Uno no puede penetrar sin quedar rodeado, y el caballero de Lorena queda rodeado por Monsieur de la misma forma que su territorio está rodeado por Francia. Luis invade y penetra, su hermano seduce y rodea, comparten una voluntad común, se complementan uno al otro como debe ser con los hermanos. Yo veo a un homosexual que vive un matrimonio falso y rechaza a su esposa por el amor de un hombre. Pero Luis ve a un hermano que luchará una guerra falsa en el Palatinado, supuestamente para defender el derecho de su esposa sobre el territorio, mientras emplea el reino de su amante como camino para transportar el material al frente.
Cuando esos tres —Monsieur, Madame y el caballero— fueron enviados a St. Cloud súbitamente hace unas semanas, supuse que era porque el rey se había hartado de sus riñas. Pero ahora percibo que el rey piensa en metáforas, y que tenía que ponerlos a todos juntos, como animales en un territorio de pelea, para llevar el conflicto al máximo, antes de emprender su campaña militar. De la misma forma que las riñas domésticas de Júpiter y Juno se manifestaban para los romanos como tormentas de truenos, de la misma forma el triángulo escuálido de St. Cloud se manifestará como guerra en el Palatinado. El imperio de Luis, que ahora se interrumpe en el Argonne, se extenderá al otro lado del Rin, hasta llegar a Mannheim y Heidelberg, y cuando la tranquilidad doméstica vuelva a reinar en St. Cloud, Francia será doscientas millas más ancha, y la barrière de fer atravesará un territorio quemado donde solían vivir protestantes de habla alemana.
Todo eso llegó a mi cabeza en un instante, pero luego quedé despierta hasta el amanecer preocupándome por lo que debía hacer. Semanas atrás, había concebido una pequeña metáfora propia, relativa a dos perros llamados Fobos y Dennos, y la plasmé en una carta a d’Avaux con la esperanza de que la leyesen los espías del príncipe de Orange y la comprendiesen. Entonces me consideré muy inteligente. Pero ahora mi metáfora se me antoja infantil y vana comparada con la de Luis. Peor aún, su mensaje es ambiguo, porque la idea era que todavía no podía estar segura de si Louvois pretendía atacar al norte hacia la República Holandesa, o retirarse, girar al este y lanzarse al otro lado del Rin. Ahora me sentía segura de conocer la respuesta y necesitaba enviársela al príncipe de Orange. Pero estaba atrapada en un convento en St.-Dizier y no tenía nada en lo que sustentar mi informe, excepto la palabra de un vagabundo, así como en mi propia creencia personal de que comprendía la mentalidad del rey. E incluso eso podría evaporarse como el rocío a la mañana, como sucede tan a menudo con los temores nocturnos.
Estaba a punto de convertirme en vagabunda, y lanzarme al camino del este, cuando un carruaje salpicado de barro, y polvoriento se situó delante del convento, justo antes de la misa de la mañana, y un caballero llamó preguntando por mí bajo el falso nombre que había adoptado.
El caballero y yo nos pusimos en camino tan pronto como el tiro recibió alimento y agua. Se trata del doctor Ernst von Pfung, un sufrido académico de Heidelberg. Cuando era pequeño, su tierra natal fue ocupada y violentada por los ejércitos del emperador; al final de la guerra de los Treinta Años, cuando el Palatinado se entregó a la reina de invierno como parte del tratado de paz, su familia le ayudó a establecer la casa real en lo que quedaba del castillo de Heidelberg. Hace mucho tiempo que conoce a Sofía y a sus hermanos. Obtuvo toda su educación, incluyendo un doctorado en jurisprudencia, en Heidelberg. Sirvió como consejero de Carlos Luis (hermano de Sofía y padre de Liselotte] cuando fue elector palatino, y más tarde intentó ejercer alguna influencia reguladora en el hermano mayor de Liselotte, Carlos, cuando subió al trono electoral. Pero ese Carlos estaba chalado, y sólo quería realizar simulacros de asedio en sus castillos del Rin, empleando a populacho como Jack como sus «soldados». En uno de ellos, pilló una fiebre y murió, precipitando la disputa sucesoria que el rey de Francia espera capitalizar ahora.
El doctor von Pfung, cuyos recuerdos más antiguos y peores son los de los ejércitos católicos quemando, violando y saqueando su tierra natal, está descompuesto por la preocupación de que lo mismo esté a punto de suceder otra vez, en esta ocasión con tropas francesas en lugar de imperiales. Los acontecimientos de los últimos días no han hecho nada por tranquilizarle.
Entre Heidelberg y el ducado de Luxemburgo, el Sacro Imperio Romano forma un saliente de cien millas de ancho que sobresale al sur hasta Francia, llegando casi hasta el río Mosela. Se llama Sarre y el doctor von Pfung, como pequeño noble del imperio, está acostumbrado a viajar por él con libertad y seguridad. Al acercarse a Lorena, el territorio se fragmenta en diminutos principados. Enhebrando entre ellos, el doctor von Pfung había pretendido llegar tranquilamente hasta Lorena, que técnicamente forma parte del imperio. Un breve tránsito por Lorena le llevaría al otro lado de la frontera francesa, muy cerca de St.-Dizier.
Por fortuna el doctor von Pfung tuvo la sabiduría y la previsión que se esperaría de un hombre de su madurez y erudición. No se limitó a dar por supuesto que su plan saldría bien, sino que había enviado jinetes con unos días de antelación para explorar el territorio. Cuando no regresaron, partió de todas formas, esperando lo mejor; pero muy pronto se encontró a uno de ellos en el camino, regresando con noticias pesimistas. Se habían encontrado ciertos obstáculos, de una naturaleza complicada que el doctor von Pfung declinó explicar. Ordenó una vuelta completa y cabalgamos al sur siguiendo la orilla este del Rin hasta la ciudad de Estrasburgo, donde cruzamos hasta Alsacia, y de allí se avanzó todo lo rápido que se pudo. Como caballero tiene derecho a portar armas, y se ha dado prisa en aprovecharse de ese derecho, porque además del estoque a la cintura tiene un par de pistolas y un mosquete en el carruaje. Nos acompañan dos jinetes: jóvenes caballeros armados de forma similar. En todas las posadas y cruces de río han tenido que abrirse paso con faroles y fanfarronadas, y el rostro del doctor von Pfung empieza a reflejar la tensión; después de abandonar la zona de St.-Dizier se disculpó cortésmente, se quitó la peluca para revelar una calva salpicada de pelo gris, se recostó cerca de una ventana abierta y descansó los ojos durante un cuarto de hora.
El viaje le ha dejado sospechando mucho pero sabiendo nada, lo que lo sitúa en el mismo aprieto que a mí. Cuando despertó, le hice una sugerencia:
—Espero que no me considere osada, doctor, pero me parece que graves consecuencias dependen de la inteligencia que logremos recopilar, o no recopilar, durante los próximos días. Usted y yo hemos empleado todo nuestro ingenió y habilidad y apenas hemos empezado a comprender. ¿Podría ser que deberíamos aflojar nuestro control de la sutileza, y tener el coraje de golpear el corazón de este asunto?
Al contrarío de lo que había esperado, esas palabras tranquilizaron y suavizaron la cara del doctor von Pfung. Me sonrió, revelando una hilera de dientes finamente tallados, y asintió una vez, con una especie de inclinación.
—Yo ya he decidido arriesgar mi vida —admitió—. Si le he parecido nervioso y distraído es porque no podía ver claro mi camino arriesgando también la suya. Y todavía me resulta incómodo, porque a usted le queda mucha más vida por delante que a mí. Pero…
—No diga más, no debemos malgastar energía en estas charlas ociosas —dije—. Está decidido… tiraremos los dados. ¿Qué hay de sus escoltas?
—Los jóvenes son oficiales de un regimiento de caballería… probablemente los primeros que caerán tras la invasión de Louvois. Son hombres de honor.
—¿El cochero?
—Lleva toda la vida al servicio de mi familia y jamás me permitiría viajar, o morir, solo.
—Entonces propongo que nos dirijamos al Meuse, que debe encontrase a dos o tres días a caballo al este de aquí, al otro lado del bosque Argonne.
Dicho y hecho. El doctor von Pfung golpeó en el techo e instruyó al cochero para que mantuviese el sol a la derecha durante la mayor parte del día siguiente. El cochero naturalmente se adaptó a esos caminos al este que parecían más utilizados, y así acabamos siguiendo los profundos canalones que los carros de bueyes habían ido dejando los días anteriores.
No llevábamos más que unas horas en el caminó cuando alcanzamos a todo un convoy de carros, atareados subiendo una pendiente baja entre los valles del Marne y el Ornain. Aprovechándose de los ensanchamientos ocasionales del camino, nuestro cochero pudo adelantar, uno a uno, a los carros. Mirando por las ventanas del carruaje, el doctor von Pfung y yo podíamos ver que los carros estaban cargados con lingotes de un metal gris que podría ser hierro, pero como no había ni una mota de óxido, debía ser plomo. Lector, espero que no me considere tonta o infantil por confesarme encantada y emocionada al ver confirmadas mis sospechas y demostrada mi inteligencia al fin. Pero una mirada al rostro del doctor von Pfung aplastó cualquier emoción de ese tipo, porque tenía la expresión de un hombre que regresa a casa de noche para descubrir las llamas y el humo saliendo de las ventanas.
A la cabeza del tren cabalgaba un oficial de caballería francés, con cara de que le hubiesen condenado a pasar cien años en el Purgatorio. No hizo ningún esfuerzo por saludarnos, así que pronto le dejamos a él y a su columna bien atrás. Pero nuestras esperanzas de compensar el tiempo perdido quedaron desechas por la naturaleza del terreno. El Argonne es una cresta ancha que va de norte a sur, atravesando directamente nuestro camino, y en muchos lugares el terreno se hunde convirtiéndose en profundos lechos fluviales. Donde el terreno es llano, el bosque es muy denso. Así que no hay más elección que seguir las carreteras y emplear los vados y puentes disponibles, que siempre están atestados y ruinosos. Pero ver a ese triste oficial joven me había dado una idea. Le pedí al doctor von Pfung que cerrase los ojos y le hice prometer que no miraría. Eso le intimidó hasta tal punto que se limitó a bajar del carruaje y caminar al lado durante un rato. Yo me quité el hábito soso del convento y me puse el vestido que había traído. En Versalles esa prenda apenas hubiese valido para fregar el suelo. Allí en el bosque de Argonne, se podía considerar material inflamable.
Unas horas más tarde, mientras descendíamos hacia el valle de un río más pequeño llamado Ornain, alcanzamos a otro convoy de carros cargados de plomo, que descendía con infinitos juramentos, colisiones y astillamiento de madera. Igual que antes, había un joven oficial en cabeza. Parecía tan deprimido como el primero, hasta que yo salí por la ventana del carruaje y casi del vestido. Una vez que se hubo recuperado del asombro, casi lloró de gratitud. Me hizo feliz ofrecerle tanto placer a aquel pobre hombre simplemente poniéndome un vestido y abriendo la ventana. La boca se le quedó abierta de una forma que me recordaba a un pez; así que decidí irme a pescar.
—Perdóneme, monsieur, pero ¿podría indicarme dónde encontrar a mi tío?
En ese punto, la boca se le abrió todavía más y se le enrojeció el rostro.
—Mademoiselle, lo lamento mucho, pero no le conozco.
—¡Eso es imposible! ¡Todos los oficiales le conocen! —probé.
—Perdóneme, mademoiselle, no me he expresado bien. Sin duda, su tío es un gran hombre cuyo nombre reconocería, y honraría, si lo oyese… pero soy demasiado tonto e ignorante para saber quién es usted, y en consecuencia no conozco qué gran hombre tiene el privilegio de ser su tío.
—¡Pensaba que usted sabría quién soy! —Hice un mohín. El oficial tenía cara de total consternación—. Soy… —Luego me volví y golpeé suavemente al doctor von Pfung en el brazo—. ¡Para! —Luego, al oficial—: Mi carabina es un viejo tonto que no me permite presentarme.
—Ciertamente, mademoiselle, sería imperdonable que una dama joven como usted se presentase a un joven como yo.
—Entonces tendremos que mantener nuestra conversación de incógnito, y afirmar que nunca tuvo lugar… como si fuese un lío de amores —dije, inclinándome un poco más fuera de la ventana, e indicándole que se acercase un poco más. Temía que fuese a desmayarse y se quedase atrapado en el eje del carruaje. Pero mantuvo el equilibrio con algo de esfuerzo, y se acercó tanto que pude sacar la mano y apoyarme en el pomo de su sable. En voz más baja, seguí hablando—: Probablemente ya haya supuesto que mi tío es un hombre de muy alta posición enviado a estas zonas para ejecutar durante los próximos días la voluntad del rey.
El oficial asintió.
—Regresaba de Oyonnax, de camino a París, cuando supe que andaba por aquí, y he decidido encontrar su campamento y hacerle una visita sorpresa, ¡y ni usted, ni mi carabina ni nadie podrá impedírmelo! Sólo necesito saber dónde encontrar su cuartel general.
—Mademoiselle, ¿su tío es el caballero d’Adour?
Adopté la expresión de alguien a quien le provocan el vómito con el mango de una cuchara.
—Claro que no, en realidad no lo pensaba… tampoco pertenece usted a la casa de Lorena, asumo, o no precisaría de instrucciones… ¿Es Étienne d’Arcachon? No, perdóneme, no tiene hermanos y no podría tener sobrinas. Pero veo, al suavizársele el rostro, que me acerco a la verdad. El único por esta zona que está por encima del joven Arcachon en posición es el mariscal de Louvois en persona. Y no sé si ya ha llegado del sur, del frente holandés… pero cuando llegue, podría buscarle siguiendo las orillas del Meuse. Eso sí, si pregunta por él, y descubre que ha desembarcado, tendrá que seguirlo al este hacia Sarre.

 

La conversación tuvo lugar anteayer, y desde entonces no hemos hecho más que avanzar al este por entre los bosques. Con el aire de una procesión funeraria, porque tan pronto como el doctor von Pfung oyó el nombre de Louvois, se desvanecieron todas sus dudas sobre la invasión del Palatinado. Pero el oficial que había pronunciado ese nombre podría estar haciendo suposiciones, o pasando rumores infundados, o quizá me decía lo que pensaba que quería oír. Debemos investigarlo hasta el fondo y obtener pruebas incontrovertibles con nuestros propios ojos.
Mientras escribo esto, descendemos otra larga y tediosa pendiente hacia lo que debe ser el valle del Meuse. Desde aquí, el río fluye a través de las Ardenas y atraviesa la Holanda Española hasta el territorio siguiendo la frontera holandesa, donde desde hace mucho tiempo tienen campamento los mejores regimientos del ejército francés, para amenazar el flanco de Guillermo y retener al ejército holandés.

 

Nota del criptoanalista: En este punto el relato se vuelve muy inconexo. La condesa penetró en medio del ejército de su majestad y tuvo una aventura, que no tuvo tiempo de escribir. Más tarde, mientras huía al norte en dirección a Nimega, realizó algunas anotaciones crípticas sobre lo sucedido. Estaban entremezcladas con otros interminables informes de espionaje que detallaban los regimientos y oficiales que observó desplazándose al sur para unirse a las fuerzas de su majestad en el Rin. He podido reconstruir las acciones de la condesa, y por tanto dar algún sentido a sus notas, entrevistando a varias de las personas que la vieron en el campamento francés. La narrativa que sigue a continuación es incomparablemente más discursiva que la que aparece en el bordado pero creo que es exacta espero que será mucho más informativa, y por tanto más agradable para su majestad que el original. Al mismo tiempo, he cortado las tediosas listas de batallones y etcétera.
—B.R.

 

El frente: Étienne

 

ENTRADA DEL DIARIO

7 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Me dirijo al norte a toda prisa y no puedo más que apuntar algunas palabras durante las pausas para cambiar de caballo. Hemos perdido el carruaje. El cochero y el doctor von Pfung han muerto. Viajo con los dos soldados de caballería de Heidelberg. Mientras escribo estas palabras nos encontramos en una villa junto al Meuse, creo que cerca de Verdún. Ahora me dicen que debemos partir de nuevo.

 

Más tarde, y creo que estamos cerca de donde Francia, el Ducado de Luxemburgo y la Holanda Española se encuentran. Tuvimos que partir desde el Meuse y penetrar en el bosque. Entre este punto y Lieja, que se encuentra a unos cientos de millas al norte, el río no corre en línea directa, sino que realiza una excursión al oeste, atravesando durante gran parte del camino territorio francés. Eso lo hace un conducto perfecto para el tráfico militar francés que viene del norte, pero no es tan conveniente para nosotros. En su lugar intentaremos atravesar las Ardenas [como se conocen a esos bosques] en dirección norte.

 

ENTRADA DEL DIARIO

8 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Recuperando el aliento y masajeando nuestras llagas de las sillas junto a la orilla del río mientras Hans busca un vado. Intentaré explicarlo mientras seguimos.
Cuando finalmente llegamos al Meuse, hace tres días [¡tuve que contar con los dedos, porque parecen más bien tres semanas!], vimos inmediatamente pruebas de lo que buscábamos. Miles de árboles antiguos cortados, el valle lleno de humo, zonas de desembarco improvisadas en la orilla del río. Las vanguardias de los regimientos del frente holandés, que habían llegado de río arriba, se habían encontrado con los oficiales enviados desde Versalles y habían iniciado los preparativos para recibir a los regimientos en sí.
Durante muchas horas el doctor von Pfung no dijo ni palabra. Cuando habló, de su boca sólo salieron sonidos sin sentido y comprendí que había sufrido una apoplejía.
Le pregunté si quería dar la vuelta y con la cabeza me indicó que no, me señaló a mí y luego señaló al norte.
Todo se había desmoronado. Hasta ese momento asumía que operábamos siguiendo algún plan coherente del doctor von Pfung, pero ahora mirando atrás comprendía que nos habíamos limitado a penetrar en el peligro sin preocuparnos, como un hombre al que un caballo desbocado arrastra al campo de batalla. No pude pensar durante un rato. Me avergüenza informar de que, debido a ese fallo, penetramos sin querer en el campamento de un regimiento de caballería. Un capitán llamó a la puerta del carruaje y exigió que nos explicásemos.
Para ellos ya era evidente que la mayor parte del grupo hablaba alemán, y no les llevaría mucho tiempo comprender que el doctor von Pfung y los otros venían del Palatinado; eso nos señalaría como espías enemigos y nos llevaría a las peores consecuencia imaginables.
Durante mi largo viaje Marne arriba en la chaland tuve tiempo de sobra para imaginar resultados nefastos, y había preparado y practicado varias historias que contar a mis captores en el caso de que me pillasen espiando. Pero mirando el rostro del capitán, no me fue más fácil contar historias que al doctor von Pfung. El problema se encontraba en que la operación era de una escala mucho mayor de lo que Liselotte o yo hubiésemos imaginado, y había muchas más gente de la corte implicada; por lo que sabía, podría andar cerca algún conde o marqués con el que hubiese cenado o bailado en Versalles y que me reconocería en cuando bajase del carruaje. Adoptar un nombre inventado y contar un cuento elaborado sería equivalente a confesar ser una espía.
Así que dije la verdad.
—No espere que este hombre haga las presentaciones, porque ha sufrido una apoplejía, y ha perdido la capacidad del habla —le dije al asombrado capitán—. Soy Eliza, condesa de la Zeur, y estoy aquí al servicio de Isabel Carlota, la duquesa d’Orleáns y heredera legítima del Palatinado. En su nombre está usted a punto de invadir esa tierra. A ella sirven mis escoltas, porque son oficiales de la corte de Heidelberg. Y es ella quien me ha enviado aquí, como representante personal, para observar las operaciones y comprobar que se hace lo correcto.
Esa tontería «que se haga lo correcto» era una lista de palabras muertas que había insertado al final de la frase porque no sabía qué decir y estaba perdiendo los nervios. Porque incluso cuando me encontraba bajo el palacio del emperador en Viena, aguardando a sentir la hoja de la cimitarra de un jenízaro mordiéndome el cuello, no me sentía tan insegura como entonces. Pero creo que la vaguedad de mis palabras tuvo un gran efecto sobre el capitán, quien se apartó de la ventanilla y se inclinó, y proclamó que sin demora enviaría noticias de mi llegada a sus superiores.

 

Hans ha regresado diciendo que ha encontrado un lugar por el que podemos inventar vadear el río, así que me limitaré a narrar que en su momento las noticias de nuestra llegada recorrieron la cadena de mando y llegaron hasta un hombre cuya posición en la corte era lo suficientemente alta para recibirme sin violar ninguna regla de precedencia. El hombre resultó ser Étienne d’Arcachon.

 

Eliza y Étienne

 

ENTRADA DEL DIARIO

10 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Creen que estamos en los alrededores de Bastogne. Hace tiempo que no he podido bordar porque nuestros asuntos diarios nos presionaban. El bosque de las Ardenas está repleto de vagabundos y salteadores (y algunos dicen que brujas y duendes] en las mejores condiciones. A ésos ahora se les añade un gran número de desertores de los regimientos franceses que se mueven al sur. Saltan de las gabarras de lento movimiento, llegan a la orilla y se infiltran en el bosque. Tenemos que desplazarnos con cuidado y apostar vigías toda la noche. Bordo esta noche durante mi turno. Sentarse junto a un gran fuego sería una estupidez, así que se estoy subida a las ramas de un árbol, envuelta en mantas, bordando a la luz de la luna.
Los hombres que han sufrido tribulaciones terribles tienden a tener hijos sosos e inútiles para demostrar su poder, de la misma forma que los árabes ricos se dejan crecer las uñas. Así con el duque d’Arcachon y su único hijo legítimo, Étienne. El duque sobrevivió a la pesadilla de la rebelión de la Fronda y construyó una armada para el rey. Étienne ha escogido una carrera en el ejército; ésa es su idea de rebelión juvenil.
Se dice de algunos hombres que «se cortaría el brazo derecho antes que hacer esto o aquello». De Étienne, antes, se decía que sacrificaría un miembro antes que violar la más pequeña de las reglas de etiqueta. Pero ahora la gente dice que realmente se cortó el brazo derecho por cortesía, porque hace varios años pasó algo en una fiesta que tuvo más o menos esa consecuencia; las versiones varían, porque tengo la impresión de que, de alguna forma, fue deshonroso para su familia. En cualquier caso, desconozco los detalles, pero la historia parece verídica. Se ha convertido en un gran patrono de ebanistas y orfebres, a los que paga para fabricarle manos artificiales. Algunas de ellas son asombrosamente realistas. La mano que me ofreció para ayudarme a bajar del carruaje estaba tallada en marfil con uñas de madreperla. Cuando cenamos urogallo asado en sus habitaciones, se había cambiado a una mano de ébano tallado, sosteniendo permanentemente un cuchillo de sierra, que empleó para cortar la carne, ¡aunque tenía aspecto de ser también un arma formidable! Y después de cenar, cuando intentó seducirme, llevaba una mano especial tallada en jade, con un dedo medio extremadamente grande. El dedo índice era, de hecho, una reproducción perfecta de un falo masculino en erección. Como tal no era nada que yo no hubiese visto ya en diversas colecciones privadas de «arte» en y alrededor de Versalles, porque los señores, e incluso las damas, adoran tener cosas así en sus cámaras privadas, como prueba de sofisticación, y muchas de sus habitaciones son verdaderos santuarios al dios Príapo. Pero me cogió por sorpresa una característica oculta de esa mano: debía estar hueca, y llena de un mecanismo de relojería, porque cuando Étienne d’Arcachon le dio a una palanca oculta, cobró vida de pronto, y comenzó a zumbar como un avispón en una botella. Aparentemente, en su interior había un muelle tensado de antemano. Apenas debo contarte, lector, que los acontecimientos de los días anteriores me habían dejado muy tensa, y puedo asegurar que esa tensin desapareció de mi cuerpo antes de que se agotase el resorte.
Puede que me desprecie por haber disfrutado de placeres de la carne mientras el doctor von Pfung yacía con una apoplejía, pero el permanecer continuamente encerrada en un carruaje agobiante con un hombre moribundo me había dejado deseos feroces de disfrutar de la vida. Cerré los ojos en el momento del clímax y me dejé caer sobre la cama, vaciando los pulmones con un largo grito, y sintiendo cómo la tensión desaparecía de mi cuerpo. Étienne ejecutó una diestra maniobra de la que apenas fui consciente. Cuando abrí los ojos, descubrí que el falo de jade había sido retirado y reemplazado por uno real, el de Étienne d’Arcachon. Una vez más, podría poner en duda mi juicio al dejarme tomar de esa forma. Ésa es su prerrogativa. Efectivamente, casarse con semejante hombre sería un terrible error. Pero en busca de un amante, las cosas podrían ser peores que un hombre limpio, extremadamente cortés y que tiene como dedo índice derecho un falo de jade que vibra con locura. El calor de su tronco me resultaba agradable contra las piernas; no se me ocurrió poner objeciones; antes de que realmente pudiese considerar mi situación, comprendí que él alcanzaba el clímax dentro de mí.

 

La suerte de von Pfung

 

ENTRADA DEL DIARIO

12 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Todavía en las malditas Ardenas, arrastrándonos al norte, deteniéndonos de vez en cuando para observar los movimientos de los batallones franceses. Estos bosques no pueden durar mucho más. Al menos ya nos hemos acostumbrado al territorio, y sabemos cómo atravesarlo. Pero en ocasiones parece que nos movemos más despacio que ratones abriéndose camino a mordiscos a través de la madera.
Cuando a la mañana siguiente desperté en la cama de Étienne d’Arcachon, él, como es típico, ya se había ido; pero, menos habitual, me había escrito un poema de amor y me lo había dejado en la mesilla.

 

Algunas damas presumen de rancio pedigrí
Y hablan mucho de sus antepasados
Pero hay úlceras en los viejos árboles familiares
Cuyos troncos mohosos a menudo ocultan la podredumbre.
La sangre de mi dama es tan pura como un riachuelo de montaña
Así que no me importa si su alta posición fue comprada
Su belleza renueva el vigor de mis sueños
De hijos libres de máculas y manchas.

 

Sus habitaciones eran un pequeño château en la orilla este del Meuse. Por la ventana podía ver botes fluviales belgas —tomados prestados, alquilados, comprados o requisados— que remontaban la corriente, con las cubiertas atestadas de soldados franceses. Me vestí y bajé para encontrarme con el cochero del doctor von Pfung aguardándome.
La noche antes le había contado la grave situación de mi amigo a Étienne d’Arcachon, quien había dispuesto que su propio médico personal administrase el tratamiento. Habiendo presenciado personalmente la violencia infligida nada menos que sobre un personaje como el rey de Francia en persona por obra del médico real, acepté con cierta ambivalencia. Efectivamente, el cochero del doctor von Pfung me informó que al pobre hombre lo habían sangrado dos veces durante la noche y que ahora estaba muy débil. Había indicado por señas su deseo de regresar sin retraso al Palatinado, con la esperanza de poder ver una vez más el castillo de Heidelberg antes de ir a su hogar permanente.
El cochero y yo comprendíamos que sería imposible. Según la historia que le había contado a mi anfitrión, estábamos allí como observadores de Liselotte. Si eso fuese cierto, o permanecíamos con el cuerpo principal o nos retirábamos al oeste hacia St. Cloud, jamás correríamos por delante de la fuerza de invasión. Sin embargo, exactamente eso era lo que quería hacer el doctor von Pfung, mientras yo necesitaba dirigirme al norte e informar al príncipe de Orange de que el flanco sur pronto quedaría libre de tropas francesas. Así que inventamos un plan, que consistía en que nuestro grupo partiese ese día con el pretexto de llevar de regreso al doctor von Pfung al oeste, pero que cuando las condiciones fuesen las correctas el carruaje se dirigiría al este hacia Heidelberg mientras yo iría al norte acompañada por los dos oficiales de caballería [que tienen nombre y títulos imponentes pero que yo llamaré por sus nombres de pila, Hans y Joachim]. Cuando más tarde todo resultase sospechoso, lo que era más que probable, afirmaría que habían resultado ser espías protestantes, al servicio de Guillermo de Orange, y que me había llevado contra mi voluntad.
Al principio el plan se desarrolló correctamente; volvimos a cruzar el Meuse como si fuésemos a ir al oeste, pero luego nos dirigimos al norte siguiendo la orilla, luchando contra un flujo creciente de fuerzas militares con dirección sur. Ya que la mayoría de los botes remontaba la corriente del río, la mayoría de ellos venían tirados por animales que se movían por las riberas.
Después de como medio día de camino al norte llegamos a un trasbordador, donde decidimos separarnos. Entré en el carruaje, besé al doctor von Pfung y le dije algunas palabras, aunque todas las palabras, especialmente las improvisadas con prisas, parecen inadecuadas, y el doctor se las arregló para decir más con sus ojos y la mano buena que yo con todas mis facultades. Volví a vestirme con las ropas de hombre, esperando pasar por el paje de Hans y Joachim, y monté un pony que habíamos tomado prestado de los establos de Étienne d’Arcachon. Después de unos regateos con el barquero —quien era reacio a aventurarse entre todo ese tráfico militar— el carruaje subió al trasbordador, se le aseguraron las ruedas, se trabó a los caballos y comenzó al corto viaje a través del Meuse.
Casi habían llegado a la orilla oriental cuando un oficial francés que iba en uno de los botes dirección sur les dio un grito. Había percibido, a través del catalejo, el escudo de armas del doctor von Pfung pintado en la portezuela del carruaje, y lo había reconocido como proveniente del Palatinado.
Bien, el cochero tenía una carta de Étienne d’Arcachon dándole permiso para viajar hacia el oeste, pero ahora los habían visto cruzando el Meuse hacia el este. Por tanto su única esperanza era salir corriendo. Eso es lo que intentó hacer cuando llegaron a la otra orilla. La única carretera disponible corría paralela a la orilla durante cierta distancia antes de apartarse del río y dirigirse al pueblo. Por tanto tuvo que ir a plena vista de los botes que atestaban el río, cuyas cubiertas estaban atestadas de mosqueteros franceses. Algunos de los botes también estaban armados con cañones. Para entonces los gritos ya habían recorrido todos los botes, y habían tenido tiempo de sobra para cargar las armas cuando el carruaje desembarcó. El oficial había cambiado el catalejo por un sable, que elevó en lo alto y luego hizo descender como señal. Instantáneamente, los botes franceses quedaron completamente oscurecidos por las nubes de pólvora. El valle del Meuse se llenó de bandadas de pájaros salidas de los árboles, asustados por el sonido de las armas. El carruaje quedó reducido a astillas, los caballos destrozados, y la suerte del pasajero y el cochero perfectamente clara.
Podría haberme demorado allí mismo y llorar durante un buen rato, pero en mi orilla había varios lugareños que nos habían visto llegar en compañía del carruaje, y no pasaría mucho tiempo antes de que uno de ellos vendiese esa información a los franceses. Así que corrimos al norte, iniciando el viaje que continúa mientras escribo estas palabras.

 

ENTRADA DEL DIARIO

13 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Al norte de la frontera holandesa

Los campesinos de la zona dicen que el señor del territorio es un obispo. Eso me ofrece esperanzas de que nos encontremos en el obispado de Lieja, no demasiado lejos de los tentáculos exteriores de la República Holandesa. Hans y Joachim mantienen una larga discusión en alemán, que yo apenas comprendo. El primero opina que convendría que uno solo de ellos fuera al este, al Rin, y luego hacia el sur y advertir al Palatinado. El otro teme que sea demasiado tarde; ya no hay nada que puedan hacer por su patria; es mejor vengarse apoyando con todas sus energías al Defensor Protestante.
Más tarde. La disputa se ha resuelto de la siguiente forma: cabalgaremos al norte pasando las líneas francesas hasta llegar a Maastricht y tomaremos pasaje en un bote del canal río abajo hasta Nimega, donde el Meuse y el Rin casi se besan. Eso es unas cien millas al norte de aquí, y sin embargo ésa podría ser la forma más rápida de llegar al Rin, más que atravesar campo a través con Dios sabe qué peligros y complicaciones. En Nimega, Hans y Joachim podrán obtener las últimas noticias de los pasajeros y barqueros que hayan llegado recientemente descendiendo el Rin desde Heidelberg y Mannheim.
No llevó mucho tiempo, una vez que salimos de nuestro campamento en Lieja, abandonar la zona de control militar francés. Atravesamos una zona de tierra rota que hasta unos días antes era el campamento permanente de un regimiento francés. Por delante de nosotros se encontraban algunas compañías franceses que se habían dejado en la frontera como fachada. Detienen e interrogan a los viajeros que intentan entrar, pero pasan de aquellos como nosotros que salen en dirección a Maastricht.

 

ENTRADA DEL DIARIO

15 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

En un barco de canal desde Maastricht a Nimega. Las condiciones no son muy cómodas, pero al menos ya no tenemos que montar o caminar. Estoy renovando mi amistad con el jabón.

 

ENTRADA DEL DIARIO

16 DE SEPTIEMBRE DE 1688

 

Cuentos de princesas

Me encuentro en un camarote de un barco del canal que se dirige al oeste atravesando la República Holandesa.
Estoy rodeada de princesas dormidas.
Los alemanes sienten cierta predilección por los cuentos de hadas, o Märchen como los llaman, que es extrañamente disonante con su disposición tan ordenada. Fluyendo en paralelo con su ordenado mundo cristiano está el Märchenwelt, una región plagada de romances, aventuras y seres mágicos. Para mí siempre ha sido un misterio por qué creen en el Märchenwelt; pero hoy estoy más cerca de comprenderlo que ayer. Porque ayer llegamos a Nimega. Fuimos directamente a la ribera del Rin y yo inicié la búsqueda de un barco de canal con dirección a Rotterdam y La Haya. Mientras tanto, Hans y Joachim intentaron conseguir información de los viajeros que desembarcaban de los barcos que venían de corriente arriba. Apenas me había instalado en un cómodo camarote de un barco con dirección a La Haya cuando Joachim me encontró; y traía a cuestas un par de personajes directamente sacados del Märchenwelt. No eran gnomos, o enanos, o brujas, sino princesas: una de tamaño natural [creo que todavía no ha cumplido los treinta] y la otra diminuta [en tres ocasiones diferentes me ha dicho que tiene cinco años]. Para completar el cuadro, la pequeña lleva una muñeca que, insiste, es también princesa.
No tienen aspecto de princesas. La madre, que se llama Eleanor, tiene cierto porte regio. Pero al principio no me fue evidente, porque cuando se unió a mí, y Eleanor vio que había una cama limpia [la mía] y vio que Carolina —porque ése es el nombre de la hija— estaba a mi cargo, se dejó caer de inmediato [en mi cama] y se echó a dormir, sin despertar hasta unas horas después, momento en el que el barco ya estaba de camino. Pasé la mayor parte de ese tiempo charlando con Carolina, que se preocupaba mucho de hacerme saber que era princesa; pero como decía lo mismo del montón de trapos sucios que llevaba bajo el brazo, no le presté mucha atención.
Pero Joachim insistió en que la mujer desaliñada que dormía bajo mis mantas pertenecía a la realeza. Estaba a punto de reprenderle por haberse dejado engañar por timadoras cuando comencé a recordar las historias que me habían contado sobre la reina de invierno, que después de que las legiones del Papa la expulsasen de Bohemia, había vagado por Europa como una vagabunda antes de encontrar refugio en La Haya. Y mi tiempo en Versalles me había enseñado más de lo que deseaba saber sobre los desesperados problemas financieros con los que muchos nobles y miembros de la realeza vivían sus vidas. ¿Era realmente impensable que esas tres princesas —madre, hija y muñeca— estuviesen vagabundeando perdidas y hambrientas por el puerto de Nimega? Porque la guerra ha llegado a esta parte del mundo, y la guerra desgarra el velo que separa el mundo de todos los días del Märchenwelt.
Para cuando Eleanor despertó, yo ya había reparado la muñeca, y llevaba tanto tiempo cuidando a la pobre Carolina que me sentía responsable de ella, y hubiese estado más que gustosa de arrebatársela a Eleanor si ésta, al despertar, hubiese resultado ser una loca [ésa no es ni de lejos mi respuesta habitual a los niños pequeños, porque en Versalles, interpretando mi papel de institutriz, me habían dejado al cargo de muchos mocosos cuyos nombres hace tiempo que he olvidado. Pero Carolina era inteligente, tenía una conversación interesante y era un alivio agradable con respecto al tipo de gente con la que me había estado relacionando las últimas semanas].
Una vez que Eleanor se hubo levantado, aseado y comido algunas de mis provisiones, relató una historia descabellada pero, por los estándares modernos, plausible. Afirma ser la hija del duque de Saxe-Eisenach. Se casó con el margrave de Brandenburgo-Ansbach. El nombre apropiado de la hija es princesa Guillermina Carolina de Ansbach. Pero ese margrave murió de viruela hace unos años y su título pasó a un hijo de una esposa anterior, quien siempre había considerado a Eleanor una especie de madrastra malvada [después de todo, esto es un Märchen] y, por lo tanto, la expulsó a ella y a la pequeña Carolina del Schloß. Regresaron a Eisenach, el lugar de nacimiento de Eleanor. Se trata de un lugar en el borde de la selva de Turingia, como a unas doscientas millas de nuestra posición actual. Su situación en el mundo en esa época, hace unos años, era la inversa de la mía: poseía un título elevado pero ninguna propiedad. Mientras que yo no tenía más título que el de esclava y vagabunda, pero sí tenía algo de dinero. En cualquier caso, a ella y a Carolina se les consintió residir en lo que suena como un refugio de caza familiar en la selva de Turingia. Pero parece que no la recibieron mucho mejor en Eisenach que en Ansbach tras la muerte de su esposo. Y así, mientras pasaba parte del año en Eisenach, su costumbre ha sido dar vueltas y realizar largas visitas a parientes lejanos por todo el norte de Europa, trasladándose de vez en cuando para no agotar la hospitalidad de un lugar determinado.
Recientemente visitó brevemente Ansbach en un esfuerzo por arreglar las cosas con su hijastro hostil. Ansbach se encuentra a tiro de piedra de Mannheim en el Rin, y ella y Carolina se fueron allí a visitar a unos primos que ya habían demostrado caridad en el pasado. Llegaron, claro está, en el peor momento posible, hace unos días, justo cuando los regimientos franceses recorrían el Rin en las gabarras construidas en Haguenau, y bombardeaban las defensas. Alguien de allí tuvo la presencia de ánimo de llenar todo un bote de refugiados de buena cuna, lanzándolo río abajo. Así que pronto abandonaron la zona de peligro, aunque siguieron oyendo cañonazos durante un día o más, resonando en el valle del Rin. Llegaron a Nimega sin incidentes, aunque el bote estaba tan repleto de refugiados —algunos con heridas supurantes— que no pudo más que echar una cabezada ocasional. Cuando desembarcaron, Joachim —que es Persona de Alcurnia en el Palatinado— las reconoció al bajar por la pasarela, y las trajo hasta mí.
Ahora la corriente del Rin nos empuja, y a otro montón de desechos de la guerra, corriente abajo hacia el mar. A menudo he oído a franceses y alemanes hablar igualmente mal de Holanda, comparando al país con un desagüe que recoge todas los restos y heces de la Cristiandad, pero carente del vigor para lanzarlos al mar, por lo que se van acumulando alrededor de Rotterdam. Es una forma cruel y absurda de hablar de un pequeño país valiente y noble. Sin embargo, observando mi condición, y la de las princesas, y repasando nuestros viajes recientes [recorriendo lugares oscuros y peligrosos hasta dar con agua corriente, y luego deslizándonos corriente abajo], debo reconocer cierta verdad cruel en la calumnia.
Sin embargo, no permitiremos que nos arrojen al mar. En Rotterdam nos desviaremos del curso natural del río y seguiremos un canal hasta La Haya. Donde las princesas podrán encontrar refugio, como lo encontró la reina de invierno al final de su vagabundeo. Y allí intentaré entregar un informe coherente al príncipe de Orange. Este fragmento de bordado quedó destrozado antes de terminarse, pero contiene la información que Guillermo espera. Cuando termine con mi informe puede que lo convierta en un cojín, todo el que lo vea se asombrará de mi estupidez, al conservar en casa una tela tan sucia, manchada y gastada. Pero lo conservaré a pesar de ello. Ahora se ha vuelto importante para mí. Cuando lo empecé, sólo tenía la intención de registrar detalles sobre los movimientos de las tropas francesas y similares. Pero al pasar las semanas y encontrarme frecuentemente con tiempo suficiente para dedicarme al bordado, comencé a registrar algunas de las impresiones y sensaciones que me producía lo que sucedía a mi alrededor. Quizá lo hice por aburrimiento; pero quizá también fue para que una parte siguiese viva, si me mataban o me arrestaban por el camino. Puede que suene como un acto tonto, pero una mujer que no tiene familia, y pocos amigos, bordea siempre el límite de una profunda desesperación, que deriva del temor a que podría desvanecerse del mundo y no dejar rastro de que hubiese existido; que las cosas que ha hecho no importarán y que las percepciones que se haya formado [como del doctor von Pfung, por ejemplo] se apagarán como un grito en un bosque oscuro. Redactar una confesión y revelación completa de mis acciones, como he hecho aquí, no carece de peligro; pero si no lo hubiese hecho me ahogaría tanto en la melancolía que no haría nada en absoluto, en cuyo caso mi vida sería efectivamente inútil. Al menos de esta forma soy parte de una historia, como las que me solía contar mami en el banyolar de Argel, y como las que contaba Scheherazade, quien prolongó su propia vida mil y una noches contando cuentos.
Pero dada la naturaleza de la cifra que estoy empleando, lo más probable es que tú lector jamás existas, y por tanto no veo por qué debería seguir pasando la aguja a través de este trapo viejo y sucio cuando estoy tan cansada y el balanceo del barco me invita a cerrar los ojos.
Azogue
titlepage.xhtml
Azogue_split_000.html
Azogue_split_001.html
Azogue_split_002.html
Azogue_split_003.html
Azogue_split_004.html
Azogue_split_005.html
Azogue_split_006.html
Azogue_split_007.html
Azogue_split_008.html
Azogue_split_009.html
Azogue_split_010.html
Azogue_split_011.html
Azogue_split_012.html
Azogue_split_013.html
Azogue_split_014.html
Azogue_split_015.html
Azogue_split_016.html
Azogue_split_017.html
Azogue_split_018.html
Azogue_split_019.html
Azogue_split_020.html
Azogue_split_021.html
Azogue_split_022.html
Azogue_split_023.html
Azogue_split_024.html
Azogue_split_025.html
Azogue_split_026.html
Azogue_split_027.html
Azogue_split_028.html
Azogue_split_029.html
Azogue_split_030.html
Azogue_split_031.html
Azogue_split_032.html
Azogue_split_033.html
Azogue_split_034.html
Azogue_split_035.html
Azogue_split_036.html
Azogue_split_037.html
Azogue_split_038.html
Azogue_split_039.html
Azogue_split_040.html
Azogue_split_041.html
Azogue_split_042.html
Azogue_split_043.html
Azogue_split_044.html
Azogue_split_045.html
Azogue_split_046.html
Azogue_split_047.html
Azogue_split_048.html
Azogue_split_049.html
Azogue_split_050.html
Azogue_split_051.html
Azogue_split_052.html
Azogue_split_053.html
Azogue_split_054.html
Azogue_split_055.html
Azogue_split_056.html
Azogue_split_057.html
Azogue_split_058.html
Azogue_split_059.html
Azogue_split_060.html
Azogue_split_061.html
Azogue_split_062.html
Azogue_split_063.html
Azogue_split_064.html
Azogue_split_065.html
Azogue_split_066.html
Azogue_split_067.html
Azogue_split_068.html
Azogue_split_069.html
Azogue_split_070.html
Azogue_split_071.html
Azogue_split_072.html
Azogue_split_073.html
Azogue_split_074.html
Azogue_split_075.html
Azogue_split_076.html
Azogue_split_077.html
Azogue_split_078.html
Azogue_split_079.html
Azogue_split_080.html
Azogue_split_081.html
Azogue_split_082.html
Azogue_split_083.html
Azogue_split_084.html
Azogue_split_085.html
Azogue_split_086.html